«Cómo y por qué el presente es una crítica del pasado además de su superación. ¿Pero el pasado debe por esto ser rechazado? ¿Es preciso rechazar aquello que el presente criticó en forma «intrínseca» y aquella parte de nosotros que a él corresponde? ¿Qué significa esto? Que debemos tener conciencia exacta de esta crítica real y darle una expresión no sólo teórica sino política. Vale decir, debemos ser más adherentes al presente que hemos contribuido a crear, teniendo conciencia del pasado y de su continuarse (y revivir).» Antonio Gramsci
I
En la gestación de una revista de cultura siempre hay algo de designio histórico, de «astucia de la razón». Algo así como una fuerza inmanente que nos impulsa a plasmar cosas que roen nuestro interior y que tenemos urgente necesidad de objetivar. No es por ello desacertado buscar en las revistas el desarrollo del espíritu público de un país, la formación, separación o unificación de sus capas de intelectuales. Puesto que al margen de lo anecdótico, toda revista es siempre la expresión de un grupo de hombres que tiende a manifestar una voluntad compartida, un proceso de maduración semejante, una posición común frente a la realidad. Expresa, en otras palabras, al vehemente deseo de elaborar en forma crítica lo que se es, lo que se ha llegado a ser, a través del largo y difícil proceso histórico que caracteriza la formación de todo intelectual. Es el conocimiento de uno mismo el que en un proceso singular torna a ser recorrido nuevamente, pero esta vez racionalizando en un esquema coherente esa infinidad de experiencias que hemos recibido sin beneficio de inventario. Esas huellas que la vida ha impreso y que al permitirnos reconstruir nuestra biografía, dan también como resultado la reconstrucción de una parcela de la historia del país, vista desde un ángulo personal o de grupo. La crónica se transforma en historia. De allí entonces que no otra cosa que el oscuro y contradictorio cuadro de la realidad de las últimas décadas, sea el objeto del inventario de quienes hoy coincidimos en emprender la aventura que presupone editar en el país una revista.
Pasado y Presente intenta iniciar la reconstrucción de la realidad que nos envuelve, partiendo de las exigencias planteadas por una nueva generación con la que nos sentimos identificados. Lo que no significa negar o desconocer lo hecho hasta el presente, sino incorporar al análisis esa urgente y poderosa instancia que nos impulsa en forma permanente a rehacer la experiencia de los otros, a construir nuestras propias perspectivas. Será por ello la expresión de un grupo de intelectuales con ciertos rasgos y perfiles propios, que esforzándose por aplicar el materialismo histórico [2] e incorporando las motivaciones del presente, intentará soldarse con un pasado al que no repudia en su totalidad pero al que tampoco acepta en la forma en que se le ofrece.
Nadie puede negar que asistimos hoy en la Argentina a la maduración de una generación de intelectuales que aporta consigo instancias y exigencias diferentes y que tiende a expresarse en la vida política con acentos particulares. No queremos hacer aquí el examen del conjunto de acontecimientos que condujeron a esa maduración. Será tema de futuras entregas elucidar cómo se fue abriendo un abismo cada vez más profundo entre la visión optimista y retórica de una Argentina ficticia, irreal, que la cultura «oficial» se esforzó por inculcarnos y la lucidez conceptual, la creciente aptitud para descubrir las causas reales de la crisis nacional que ha ido adquiriendo esta nueva generación. Sólo deseamos reivindicar la validez intrínseca del nuevo «tono» nacional, de la poderosa instancia que ella aporta a la acción transformadora. Comprendemos cuán importante es que sea valorada en sus justos términos por la conciencia política de la clase que aspira a reconstruir en un sentido socialista al país, si se quiere evitar la esterilización de tantos vivos fermentos renovadores y la interrupción de esa dialéctica unidad de pasado y presente que debe conformar toda historia en acto, vale decir toda política.
Lo que aquí señalamos no significa de manera alguna caer en la visión interesada de quienes en el concepto de «generación» buscan un eficaz sustituto a aquel más peligroso de «clase social». Sin embargo, depurado de todo rasgo biológico o de toda externa consideración de tiempo o edades e «historizado», el concepto de generación se torna pleno de significado. Convertido en una categoría histórica-social, válida sólo en cuanto integrante de una totalidad que la comprenda y donde lo fundamental sea la mención al contenido de los procesos que se verifican en la sociedad, se transforma en una útil herramienta interpretativa.
Desde esta perspectiva, ¿cuándo se pude hablar de la existencia de una nueva generación? Cuando en la orientación ideal y práctica de un grupo de seres humanos unidos más que por una igual condición de clase por una común experiencia vital, se presentan ciertos elementos homogéneos, frutos de la maduración de nuevos procesos antes ocultos y hoy evidentes por sí mismos. No siempre en la historia se perfila una nueva generación. Pero hay momentos en que un proceso histórico, caracterizado por una pronunciada tendencia a la ruptura revolucionaria, adquiere una fuerza y una urgencia tal que es visto y sentido de la misma forma por una capa de hombres en los que sus diversos orígenes sociales no han logrado aun transformarse en concepciones de clases cristalizadas y contradictorias.
¿Se está produciendo este fenómeno en nuestro país? Creemos que sí. Basta observar con un mínimo de atención esa amplia escala de hombres que van de los 25 a los 35 años –reconociendo empero cuanto de aproximativo hay en esta estimación– para comprender que tienen algo en común. Que los une un mismo deseo de hacer el inventario por su cuenta, que desean ver claro y que para ello apelan a la franqueza rechazando la demagogia, la grandilocuencia, las mentiras, el disfraz de una realidad que comienzan a desnudar y a comprender en toda su dialéctica complejidad. Que más que las palabras les interesan las esencias, los contenidos. Una generación que no reconoce maestros no por impulsos de simplista negatividad, sino por el hecho real de que en nuestro país las clases dominantes han perdido desde hace tiempo la capacidad de atraer culturalmente a sus jóvenes mientras el proletariado y su conciencia organizada no logran aun conquistar una hegemonía que se traduzca en una coherente dirección intelectual y moral. Es preciso partir de esta dolorosa realidad para comprenderla en su raíz y transformarla. Pues no se trata de lamentarnos de las cosas que hicieron o dejaron de hacer quienes nos precedieron. Se trata sí de comprender que la limitación apuntada más que estructural es circunstancial, transitoria, y que la maduración de una generación nueva que se caracteriza por su inconformismo y espíritu renovador es otro indicio, y muy importante, del lento y contradictorio proceso de conquista de una conciencia histórica [3] de parte del proletariado y de sectores considerables de capas medias, en especial del que conforma nuestra intelectualidad en el más amplio sentido de la palabra.
Si la insurgencia «generacional» argentina tiende a resolverse en la maduración de una conciencia revolucionaria, no debemos por ello olvidar que este proceso sigue vías aun demasiado internas, autónomas con respecto a la acción proletaria. Que el disconformismo de los nuevos grupos intelectuales no se encauza todavía con la suficiente energía hacia el plano de la acción revolucionaria, de su fusión concreta con la lucha de la clase que aspira a destruir toda forma de explotación humana. Y de allí el peligro que las clases dominantes puedan desviar esta tendencia mediante una acción transformista que diluya en la pura «insurgencia» impulsos que son profundamente renovadores. El transformismo conservador –tan habitual en nuestra historia– es siempre factible por la naturaleza del proceso que conduce al despegamiento de su clase de las nuevas capas de intelectuales provenientes de la burguesía. En su permanente aspiración a convertirse en los dirigentes de la sociedad y por ende de la clase que encarna el movimiento real de la negatividad histórica, se traduce «en forma inconsciente» el afán de realizar por su cuenta la hegemonía que su clase es incapaz de lograr. Pero en los momentos de crisis total de la sociedad tienden, como señala con agudeza Gramsci, a «volver al redil». Sin embargo, no es «inevitable» que el proceso se produzca de la manera que destacamos. La historia no es el campo de acción de leyes inexorables, sino la resultante de la acción de los hombres en permanente lucha por la conquista de los fines que se plantean, aun cuando condicionados por las circunstancias con que se encuentran. Todo depende, en última instancia, del juego de las fuerzas en pugna, del equilibrio de poder entre las clases en que se encuentra escindida la sociedad. De allí que pueda ocurrir –es más, que ocurra con frecuencia– que cuando el proletariado tiende a devenir históricamente capaz de asumir la dirección total del país, el proceso se invierta y las nuevas capas de intelectuales se transformen, a través de un desarrollo muy capilar y hasta doloroso, caracterizado por sucesivos desgarramientos, en intelectuales de la clase obrera. Un proceso que compromete toda la «persona» del intelectual y que exige como condición imprescindible para producirse un mayor empeño práctico, una mayor «obsesión política-económica» al decir de Gramsci. Sin ella, es difícil concebir que pueda desarrollarse con éxito la superación del individualismo, necesaria a los fines de la conquista de una unidad raigal y profunda del intelectual con el pueblo.
La dualidad apuntada en el proceso de maduración demuestra que estas condiciones no se dan con la plenitud que es de desear. Es aun limitada la presencia hegemónica del proletariado, pues inciden sobre él demasiados residuos corporativos, prejuicios, incrustaciones de ideologías provenientes de otras clases, que le impiden comprender con la profundidad que exigen las circunstancias la tarea histórica que debe realizar como futura clase dirigente del país. Y este hecho dificulta a su vez su poder de captación de las nuevas promociones intelectuales.
De esta limitación debe partir en su análisis el marxismo militante, pues sin su superación es inconcebible la estructuración del nuevo bloque histórico de fuerzas necesario para encarar la reconstrucción nacional. Partir de ella para comprenderla en toda su significación y poder así extraer su sentido y no engañarse con las exterioridades. Para poder actuar con profundidad y coherencia sobre una realidad que cada generación torna nueva, distinta de la precedente.
Si el marxismo en cuanto historicismo absoluto puede ayudar a la izquierda a comprender la dinámica generacional, el permanente replanteo de la cuestión de los «viejos» y los «jóvenes», es siempre a condición del esfuerzo por renovarse, por modernizarse, por superar lo envejecido, que debe estar en la base de la dinámica de toda organización revolucionaria. Cuando se parte del criterio de que somos los depositarios de la verdad y que en la testarudez o en la ignorancia de los demás reside la impotencia práctica de aquella; cuando concebimos a la organización revolucionaria [4] como algo concluído, terminado, como una especie de edificio donde lo único que faltan colocar son los visillos de las ventanas, damos la base para que entre nosotros mismos se replantee, y esta vez en forma virulenta, un «conflicto» que no es esencial, estructural, en el proletariado y menos en su vanguardia organizada. Un conflicto que está vinculado a la existencia de clases dominantes y a las dificultades que ellas encuentran para dirigir a sus «jóvenes». Recordemos las palabras con que Gian Carlo Pajetta advertía sobre este peligro: «No habremos aprendido de nuestra experiencia y de nuestra doctrina si creyéramos que poseemos una verdad bella y terminada y exigiéramos a los demás hombres que vinieran a aprenderla, como un fácil catecismo. Entonces nuestro partido no estaría vivo, no vería afluir a los jóvenes con entusiasmo y con heroísmo, sería un museo o una galería de solemnes oleografías o simplemente un partido conservador en vez de revolucionario.» He aquí por qué para que la vanguardia política de la clase revolucionaria pueda facilitar el proceso de «enclasamiento» de las nuevas promociones intelectuales en los marcos del proletariado y en sus propias filas es preciso en primer lugar reconocer la validez de la instancia generacional, no tener nunca miedo de la obsesión por ver claro, de la «irrespetuosidad» del lenguaje, del deseo permanente de revisión del pasado que la caracteriza. Y además comprender cómo se desarrolla y cambia la realidad, no permanecer nunca atado a viejos esquemas, a viejos lenguajes y posiciones. Comprender que la historia es cambio, transformación, renovación y que es siempre preciso estar dentro de ella.
II
La revolución que ansiamos realizar, la profunda transformación liberadora del hombre argentino que compromete hoy nuestra acción no puede extraer su sentido del pasado, sino de la proyección crítica de ese pasado hacia un futuro concebido en términos de una sociedad sin clases. «No puede comenzar su propia tarea antes de despojarse de toda veneración supersticiosa por el pasado», como decía con belleza de expresión el autor de El XVIII Brumario. «Las anteriores revoluciones necesitaban remontarse a los recuerdos de la historia universal para aturdirse acerca de su propio contenido», pero nuestra revolución «debe dejar que los muertos entierren a los muertos, para cobrar conciencia de su propio contenido». Cuando los acontecimientos plantean a los hombres tareas de la magnitud de las actuales, cuando la praxis subvertidora aparece como un objetivo alcanzable, la reflexión sobre esa praxis deviene una necesidad perentoria, una tarea del momento. La filosofía, que en última instancia no es más que la toma de conciencia, la autorreflexión a la que se somete la misma praxis, se anuda aún más con la historia, la asienta sobre bases reales y científicas y de tal manera la prolonga, tornándola «presente». Pero la historia no es arbitrio. Es acción teleológica, el producto de hombres que persiguen fines o proyectos no emanados del azar sino condicionados por el conjunto de circunstancias que envuelven a los hombres y que son anteriores a él. Estas circunstancias tienen a su vez una historia, son cristalizaciones de un pasado humano que es preciso conocer para que la práctica social no sea gratuita y el condicionamiento al fin propuesto sea acertado. Para que el proyecto a realizar no sea una mera ilusión óptica, una simple utopía, sino un objetivo concreto y alcanzable.
¿Cuál debe ser nuestra actitud hacia el pasado? Si nos planteamos rehacer las experiencias anteriores, ¿cómo debemos encarar la consideración de la suma de acontecimientos y situaciones que acogimos acríticamente y que hoy nos sentimos urgidos de volver a analizar? Es evidente que para una revista que no desea permanecer en el marco de la especulación pura, la actitud con que encare el análisis del pasado debe ser no sólo teórica sino fundamentalmente política en el más amplio sentido de la palabra. Más que por una preocupación de erudición abstracta deberá estar guiada por las exigencias que derivan de la propia vida, por las necesidades prácticas que proceden de la realidad. Son esas exigencias y necesidades las que nos obligan permanentemente a dirigir nuestras miradas al pasado para comprender las diferenciaciones [5] producidas y poder así justificarlas desde un punto de vista crítico.
Si la vida nos plantea la necesidad objetiva de la formación de un nuevo bloque histórico de fuerzas y si ello presupone como condición imprescindible la presencia hegemónica del proletariado, es lógico que debamos buscar en el pasado –especialmente en el pasado más reciente– las razones que impidieron la concreción de una voluntad colectiva nacional de tipo revolucionaria. Sin este análisis, no podríamos ofrecer a la acción teórica y práctica una perspectiva coherente y clara. Debemos indagar, por ejemplo, las causas que obstaculizaron la plena expansión del marxismo en el seno del proletariado, las trabas que mediaron para que su inserción en la realidad nacional fuese débil y tardía, partiendo del criterio de que esas trabas no provenían exclusivamente de la clase o del país, sino también del propio instrumento cognoscitivo, o mejor dicho, de la concepción que de él se tenía y de cómo se entendía la tarea de utilizarlo como esquema apto para una plena comprensión de la realidad nacional. Lo cual es hasta cierto punto explicable, ya que la vanguardia política de la clase, que tiene como misión histórica esa doble tarea de adecuación interpretativa y de inserción profunda del marxismo en la práctica revolucionaria, nunca puede tener una vida interna por completo desligada de los procesos de conciencia que se producen en la clase que históricamente representa. La dialéctica clase-partido no es unívoca o unidireccional, es una acción recíproca muy sutil y compleja que no puede ser analizada en forma simplista, partiendo exclusivamente desde uno de los dos polos. Las mismas vacilaciones o errores de la vanguardia de la clase no deben ser vistos solamente como expresiones de inadecuación ideal, incomprensión, incapacidad o cosa peor. También de aquellos –señala Palmiro Togliatti en un trabajo dedicado a este tema– «es preciso saber derivar la expresión de una situación particular, de un grupo de problemas aun no resueltos, de una exigencia no satisfecha a tiempo de la debida manera y que pesa sobre todos los desarrollos sucesivos». Pues, en caso contrario la objetividad científica, que debe estar en la base de toda política seria, corre peligro de ser sustituida por un subjetivismo fácil de deslizar hacia uno de los dos extremos en que más frecuentemente se incurre, cuales son la santificación de toda acción política pasada o su execración total. Esta falsa polaridad, este maniqueísmo absurdo, podrá ser eludido si se analiza el pasado a partir de las nuevas experiencias, si se valoran los éxitos o los fracasos de la acción pasada ajustándose a un método rigurosamente autocrítico y plenamente historicista. Sólo una plena conciencia histórica del presente nos permite penetrar y superar el pasado a través de un conocimiento que será tanto más objetivo y científico cuanto más elevado sea el nivel cultural de la clase innovadora y más desarrollado su espíritu crítico, su sentido de las distinciones. «Se condena en bloque el pasado –dice Gramsci– cuando no se logra diferenciarse de él, o al menos cuando las diferenciaciones son de carácter secundario y se agotan por lo tanto en el entusiasmo declamatorio». Sería arriesgado afirmar que en el proletariado argentino, que aparece como la única fuerza social capaz de llevar hasta sus últimas consecuencias un amplio impulso de renovación nacional, los fenómenos de conciencia hayan arribado a su plena madurez revolucionaria. Sin embargo, es un hecho evidente y observable a cada paso cuanto se avanzó en dicho sentido. Y el proceso contradictorio, a veces confuso, pleno de sutiles mediaciones, que se está operando en el plano político y social no puede dejar de estar acompañado de una acción renovadora en la consideración del pasado, en la investigación histórica. Ya que en el fondo es inconcebible una historiografía al margen de los intereses prácticos y políticos del presente. Hoy podemos dejar de repudiar en bloque el pasado porque en el terreno de la realidad concreta se está produciendo una diferenciación. El país ya no es el mismo que hace diez o veinte años atrás. Ha cambiado y su transformación, al margen del grado de profundidad que haya alcanzado, no puede dejar de transformar también el propio juicio histórico. Del momento polémico, de la consideración política del pasado se tiende a pasar al momento historiográfico, a al conciencia histórica. Hoy se nos plantea la [6] posibilidad de comprender el pasado más reciente, saber cómo han ocurrido realmente las cosas porque estamos en condiciones de rehacer la historia, de transformar el país.
Es claro que en el pasado estamos todos. Ellos y nosotros. Quienes se esforzaron por impedir un proceso de renovación total de la sociedad argentina y quienes lucharon por imponerlo: el proletariado con las fuerzas políticas que lo representaron y las clases dominantes y sus partidos. Y en ese pasado se puede encontrar todo lo que se quiera. Basta cambiar un poco las perspectivas, hacerlas atravesar determinadas refracciones de clase, ordenar en forma diferente las dimensiones y la valoración de los procesos. Para cada clase o para cada fuerza política determinados sucesos del pasado adquieren diferente significación. Más aun, en la propia izquierda son intensas las controversias sobre algunos nudos o acontecimientos históricos de las últimas décadas, interpretados en forma radicalmente distinta. ¿Demuestra esto la imposibilidad de alcanzar un juicio verdadero? ¿Es factible lograr un criterio historiográfico común en la caracterización del pasado más reciente de parte de aquellas fuerzas sociales que se proponen la construcción de un mismo futuro? ¿Es posible superar el subjetivismo y advenir a una verdadera conciencia histórica de ese pasado? Difícil es responder a estas preguntas, cuando las respuestas comprometen posiciones tomadas, criterios políticos aun actuantes, de fuerzas reales y activas en el panorama nacional. Difícil pero necesario, pues de esa respuesta dependen a veces cosas de vital importancia no sólo en el plano de la historiografía sino también y fundamentalmente en el de la acción política.
Es evidente que tenemos que abandonar algunos criterios que no contribuyen a posibilitar el esclarecimiento adecuado del problema. Uno de ellos, por ejemplo, y quizás el más usual en la izquierda, es creer que en la práctica de la fuerza política actuante –de la que su línea de acción se encarga de escribir la historia– es preciso buscar la clave que nos permita explicar los hechos del pasado, sin comprender que esa misma práctica partidaria necesita a su vez ser juzgada con absoluta historicidad. Necesita, en otras palabras, de un criterio exterior a ella misma, que no puede ser otro que el que Marx aplicara con tanta pasión revolucionaria, pero al mismo tiempo con tanta escrupulosidad científica, en la pequeña chef d’oeuvre que citáramos al comienzo del capítulo, criterio que nos señala que así como en la vida privada se distingue entre lo que un hombre piensa y dice de sí mismo y lo que realmente es y hace, en las luchas históricas hay que distinguir todavía más entre las frases y las figuraciones de los partidos y su organismo real y sus intereses reales, entre lo que imaginan ser y lo que en realidad son. Esta consideración nos permite eludir el peligro de caer en los errores «presentistas» que caracterizan a la mayor parte de los historiadores afectos al mal llamado «revisionismo histórico». Puesto que si bien es cierto que toda historia es contemporánea, que en última instancia sólo hay una historia del presente, vale decir, una proyección hacia el pasado de la política actual, no es menos cierto que esta proyección que yace en el fondo de toda labor histórica, no asume el carácter simplista y esquemático que le asignan los ideólogos del nacionalismo pequeñoburgués.
El proceso histórico no es una pura discontinuidad valorable por ello sólo desde el presente. Es una unidad en el tiempo, una cadena de acontecimientos donde cada presente contiene «depurado» y «criticado» todo el pasado. Si no existiese esta continuidad dialéctica no tendría sentido el devenir histórico, no podríamos concebir una labor de recuperación del pasado y de proyección hacia el futuro, una política de transformación revolucionaria. Sería el reinado del arbitrio, de la libertad absoluta y no de un telos. Sin embargo, el sentido de un acontecimiento o de un nudo histórico no puede ser caracterizado de una vez para siempre, pues la sociedad en su proceso de cambio no está sujeta a una regularidad «natural», inexorable, al margen de la acción de los hombres. Cada etapa del desarrollo social abre en su proceso de cambio un complejo de posibilidades que no es ilimitado pero sí lo suficientemente amplio como para ofrecer un vasto campo de operaciones para la aplicación [7] de la libertad humana concreta. Cuales de esas posibilidades ínsitas en la sociedad serán realizadas o, en cierto sentido, «conservadas» en la nueva realidad es, ante todo, una cuestión de «política» práctica. El sentido de cada acontecimiento es permanentemente reelaborado en forma progresiva por el movimiento histórico, quien, al transformar las posibilidades de desarrollo en realidades concretas, va mostrando al mismo tiempo qué fuerzas y tendencias existían en las pasadas estructuras. Y como ese movimiento no concluye jamás, no podemos tampoco otorgar un sentido definitivo a cada acto de la historia.
En esa verdadera dialéctica de conservación y renovación que constituye todo progreso histórico, el pasado no se integra y realiza totalmente en el presente. Es depurado, reducido a lo esencial. Pero esta selección constante entre lo vivo y lo muerto del pasado histórico, que constituye la sustancia real de toda política en acto, no puede estar sujeta al capricho. Si una fracción de la totalidad del proceso histórico es aislada del conjunto, escindida de las causas que la provocaron y de las consecuencias que acarreó, si se establece un nexo arbitrario entre ella y el presente, se abandona el firme terreno del historicismo concreto para incurrir en la manifestación de una necesidad política del momento. Se deja de hacer ciencia historiográfica y se permanece en el estrecho marco de una ideología política inmediata. Es imposible determinar de antemano lo que se conservará del pasado en el proceso dialéctico. Esto deriva del proceso mismo que en la historia real siempre se desmenuza en innumerables momentos parciales. La acción política deviene momento historiográfico cuando modifica el conjunto de relaciones en las que el hombre se integra. Cuando conociendo las posibilidades que ofrece la coyuntura histórica sabe organizar la voluntad de los hombres alrededor de la transformación del mundo. El político revolucionario es historiador en la medida en que obrando sobre el presente interpreta el pasado. En su acción práctica supera toda veleidad ideológica y acciona sobre el pasado «verdadero», sobre la historia real y efectiva cristalizada en una estructura, o lo que es lo mismo, en el conjunto de las condiciones materiales de una sociedad. «La estructura –dice Gramsci– es pasado real, precisamente porque es el testimonio, el «documento» incontrovertible de lo que se hizo y de lo que continúa subsistiendo como condición del presente y del porvenir.» Sin embargo, siempre existe la posibilidad del error: que se considere vital lo que no lo es, o que no se ubique con corrección un proceso de cambio que germina, y que de tal manera la acción política queda rezagada. Pero no se puede descargar sobre el método errores que provienen de un conocimiento insuficiente del contorno sobre el que actúa la fuerza renovadora, o de una concepción esquemática que pretende derivar los resultados no de la realidad sino del propio método. La relación método-aplicación práctica es lo suficientemente indirecta como para que ninguna fuerza social pretenda edificar una supuesta capacidad de previsión por la sola posesión de un método correcto, científico. Reconociendo que cada grupo social tiene un pasado al que considera como el único verdadero, se mostrará superior aquel grupo o aquella organización que sepa comprender y justificar críticamente todos esos «pasados». Sólo así podrá identificar la línea de desarrollo real, e intervenir en la acción práctica comediendo menos errores puesto que sabrá también identificar la mayor cantidad de elementos renovadores sobre los cuales apoyarse para estructurar una verdadera labor de transformación histórica. Sólo así será la expresión viva del traspaso de la conciencia política a conciencia histórica.
En esta unidad de la política e historia se expresa todo el humanismo marxista, la profunda validez de su empeño práctico. Un humanismo que reivindica a la política como la más elevada forma de actividad del hombre, en cuanto su acción dirigida a transformar la estructura de la sociedad contribuye a modificar todo el género humano. Si no existe una naturaleza humana abstracta e inmutable, si es preciso concebir al hombre como un «bloque histórico», como la suma de las relaciones sociales en las que se integra, transformar al mundo significa al mismo tiempo transformarnos a nosotros mismos. De allí que sea en la política donde se expresa lo genérico de este [8] ser particular, su «humanidad», la posibilidad que le es inherente de real apropiación de un mundo al que mediante el trabajo convierte en prolongación de sí mismo.
A través de la exaltación de la política, el marxismo realiza su función negadora de una sociedad que por estar fundada en la explotación es por esencia alienada y alienante. Una sociedad en la que está vedada toda posibilidad de plena realización de lo humano. Es la única doctrina que puede verdaderamente convertir a los hombres en dueños de su propio destino, ya que les permite comprender las condiciones del actuar humano y trabajar conscientemente por la conquista de aquellos objetivos que la historia, una vez penetrada en forma racional, muestra como factibles de alcanzar. Al fundir teoría y práctica, historia y política, pasado y presente, el marxismo se identifica con el cambio histórico y se torna al mismo tiempo, a contrario sensu, la concepción más enlodada, combatida, deformada por las clases dominantes. No obstante, si el valor histórico de una filosofía puede ser medido por su eficacia práctica, es preciso reconocer que ha resistido con éxito esta dura prueba. Con absoluta justeza el filón italiano del marxismo, a través de Labriola y Gramsci, supo definir el rasgo sustancial de la doctrina al denominarla Filosofía de la praxis. Como tal, como concepción transformadora rechaza toda ideología cristalizadora, cosificadora de la realidad. Aun de aquella que utilizando un léxico marxista incurre en las más groseras deformaciones de fatalismo positivista y de materialismo vulgar. Rechaza toda forma de pasividad y de indiferencia política, que expresan la aceptación del mundo y que por ello constituyen el peso muerto de la historia, el fácil recurso al que apela siempre el pensamiento de derecha.
Pasado y Presente, en cuanto aspira a convertirse en una nueva expresión de la izquierda real argentina, parte de la aceptación del marxismo como la filosofía del mundo actual y asume los deberes que esa aceptación le plantea. Será por ello una revista «comprometida» con todas las fuerzas que hoy se proponen la transformación revolucionaria de nuestra realidad. Comprometida con todo esfuerzo liberador del hombre. Será por ello una revista «política» en el más amplio y elevado sentido de la palabra.
III
Cuando al iniciar estas notas señalábamos la conveniencia de estudiar a través de la historia de las revistas culturales el desarrollo del espíritu público en el país, el proceso de conformación de los intelectuales argentinos, indicábamos un camino de búsqueda no suficientemente utilizado. Nuestros investigadores se sienten más propensos a hacer reposar sobre la mayor o menor originalidad de singulares personalidades el análisis de problemas que sólo pueden ser resueltos en la medida en que se los ubica en el terreno de la formación de los intelectuales, vale decir, en el estudio de los procesos que conducen a la diferenciación dentro de una estructura social determinada de una categoría de hombres que desempeñan vitales funciones de organización y conexión.
No podemos decir que alguna vez se haya intentado analizar integralmente nuestro desarrollo político-cultural partiendo de las diferenciaciones reales producidas en el cuerpo de la nación, de la formación y desarrollo de categorías especializadas en el ejercicio de la función intelectual. Uno de nuestros propósitos es poder ofrecer en una próxima entrega de Pasado y Presente un análisis de conjunto de los distintos nudos históricos de formación de los intelectuales argentinos, enfocados a través de una serie de ensayos monográficos. Aquí basta señalar cómo, a partir de la Organización Nacional, paralelamente a la estructuración y desarrollo del mercado nacional único y a la conformación de la Argentina como un país capitalista «moderno», integrado en una posición subalterna en la división internacional del trabajo, se produce un considerable desarrollo de la categoría de los intelectuales, especialmente de la que ocupa los elevados escalones de la actividad científica, artística y literaria. En cuando «funcionario» de la superestructura, los perfiles del intelectual y del papel que cumple en el seno de la sociedad aparecen cada vez más diferenciados en comparación con [9] el siglo pasado, cuando la estructura social era más gelatinosa e indiferenciada. Pero la progresiva distinción de la actividad intelectual como labor en sí y las necesidades creadas por la nueva sociedad de masas que emerge de la industrialización capitalista, no podía dejar de estar acompañada por el surgimiento y expansión de nuevas instituciones culturales, algunas de las cuales como la organización escolar y el periodismo adquieren un desarrollo considerable.
El florecimiento pleno de un periodismo «superior», estructurado bajo las variadas formas de revistas de política cultural, que se produce desde comienzos de siglo, pero que se torna más evidente después de la primera guerra mundial, está vinculado al proceso de modernización y complejización de nuestra sociedad. En cuanto centro de elaboración y difusión ideológica, y de vinculación orgánica de extensos núcleos de intelectuales, la revista constituye una «institución cultural» de primer orden y su importancia es cada vez mayor en la sociedad moderna. Todo movimiento cultural, todo proceso de modificación de estructuras culturales envejecidas, casi siempre estuvieron vinculados a órganos de expresión, a distintos tipos de revistas que por tal motivo se constituían en verdaderos centros formadores de las más diversas instituciones culturales. Por su acción integradora de las funciones intelectuales, las revistas cumplen en la sociedad un papel semejante al del Estado o de los partidos políticos, aunque las diferencia de los partidos una permanente función elaboradora de «técnicas culturales». Y no siempre esta distinción ha sido suficientemente tenida en cuenta por las publicaciones que mantienen una directa vinculación con las organizaciones políticas. Pero las revistas pueden cumplir con esta verdadera acción de organización de la cultura sólo en cuanto devienen centros de elaboración y homogeneización de la ideología de un bloque histórico en el que la vinculación entre élite y masa sea orgánica y raigal.
Hubo períodos en la historia del país en que la necesidad impostergable de esclarecerse a sí mismos para tornar clara la acción el deseo de desentrañar las raíces de nuestras desgracias nacionales, se expresó a través de la plena expansión de todo tipo de publicaciones literarias y culturales, algunas de ellas de indudable importancia histórica. Pero hubo momentos, como los actuales, en que el progresivo deterioro de los habituales centros de organización cultural y la ausencia de nuevos centros unitarios de aglutinamiento y homogeneización de los intelectuales, se expresó también en la labilidad de sus órganos de expresión.
La actual dispersión y el fraccionamiento creciente de la intelectualidad argentina, la división en pequeñas élites incomunicadas entre sí y aisladas del cuerpo real de la nación no puede dejar de manifestarse en la dolorosa ausencia de revistas de envergadura nacional, en la absoluta pobreza de las páginas literarias de los grandes rotativos, en la falta de órganos de expresión que nos vinculen con nuevas problemáticas y conocimientos. Hoy si se quiere eludir el provincianismo creciente de nuestra cultura es preciso suscribirse a las revistas extranjeras. Muy pocas son las publicaciones que mantienen a través de su estructura, de su contenido y empeño una vinculación permanente, orgánica con la realidad nacional y mundial.
La mayoría de las publicaciones actuales o son verdaderas empresas industriales en las que prima la búsqueda de beneficios, u «órganos» de reducidas élites sin homogeneidad de formación ni unidad de objetivos. De allí la permanente tendencia a la escisión, al fraccionamiento que impera en dichos grupos, y que limita en forma considerable su influencia y esteriliza su acción corrosiva de las viejas estructuras culturales. Ocurre con frecuencia que el afán por sobrevivir, por estar a la altura de los tiempos, impulsa algunas de ellas al «modernismo», a la exaltación gratuita de la última moda europea, a no buscar con la suficiente seriedad crítica una correcta mediación entre las más valiosas conquistas del pensamiento extranjero y nuestra realidad, cayendo así en una suerte de «provincianismo» bastante anacrónico.
Es claro que la superación de estos vicios presupone cambios sustanciales en el plano de conjunto de la realidad nacional, pero implica en primera instancia una transformación del concepto tradicional de cultura, [10] la lucha contra toda espontaneidad y por un nuevo sentido de la organización cultural y también un empeño más unitario, un esfuerzo mayor de los intelectuales para superar el relativo aislamiento y estructurar nuevos centros de elaboración y difusión cultural.
Nuestra historia registra la existencia de revistas que aun cuando desde planos diferentes contribuyeron poderosamente a compaginar una determinada estructura cultural. Que por ser expresión de grupos unitarios de intelectuales incidieron en la vida nacional introduciendo nuevos gustos y sentidos de la cultura, nuevas tendencias del pensar. ¿Quién podría negar la importancia de revistas como Nosotros, Revista de Filosofía, Martín Fierro, Claridad, o aun más reciente, la misma Sur? ¿O quién podría desconocer la influencia que en Latinoamérica, pero también en nuestro país tuvo Amauta, la por tantos motivos precursora revista de Mariátegui? Sin embargo, no podríamos afirmar que dichas revistas hayan logrado modificar sustancialmente el permanente divorcio entre los intelectuales y el pueblo-nación que caracteriza a nuestros procesos culturales.
Uno quizás de los intentos más serios por estructurar una nueva relación ideológica-moral con el conjunto de la realidad nacional en su complejo devenir histórico, haya sido el de Contorno... Ninguna como ella, entre sus contemporáneas, se caracterizó por un deseo igual de posesionarse de la realidad, por una búsqueda tan acuciante de las raíces de nuestros problemas. Ninguna logró como ella conformar un equipo tan homogéneo ni adquirir la importancia cultural que tuvo. Fue quizás la revista más «avanzada» de lo que ha dado en llamarse izquierda independiente argentina. Vale decir, del conjunto de intelectuales más jóvenes e inconformistas de nuestras capas medias que se sentían llamados a realizar la reconstrucción nacional, la conquista de la ansiada síntesis reparadora entre las masas dirigidas ideológicamente por el peronismo y la nueva clase dirigente en gestación que militaba en los rangos del frondizismo. Y todo ello logrado sin apelar a la izquierda marxista-leninista, que era de hecho marginada del proceso y consideraba absolutamente ajena a nuestra realidad. Una vez más, la actitud paternalista de las viejas clases dirigentes se servía del inconformismo de sus «jóvenes» para revitalizar el intento de captación del proletariado. Y es esta la conclusión a la que arribó Ismael Viñas en el último número aparecido de Contorno, dedicado precisamente al análisis del frondizismo, cuando señalaba la necesidad de superar «la tendencia que tenemos los hijos de las clases medias a abdicar del privilegio económico en que nos encontramos, pero sólo a condición de intentar reemplazarlo por el acatamiento que presten las clases proletarias a nuestro liderazgo». La experiencia de Contorno puede sernos bastante aleccionadora, pues aun cuando su desaparición en plena era frondizista expresa el naufragio de una esperanza, la quiebra de una ilusión imposible en la Argentina actual, es al mismo tiempo un claro índice de las limitaciones presentes de la «autonomía» política del proletariado y de la aun débil puesta en acción de la capacidad intrínseca de captación que posee la filosofía de la praxis.
La experiencia de Contorno nos invita, por tanto, a la crítica de una ilusión, pero nos obliga también a la autocrítica asunción de nuestras responsabilidades. Puesto que la tarea que se planteaba Contorno queda aun por resolver. La creación de los puentes que permitan establecer un punto de pasaje entre el proletariado y los intelectuales, entre el proletariado y sus aliados naturales, la conquista de una corriente concreta que englobe clase obrera y capas medias, de una totalidad que no excluya a los otros sectores destinados a conformar el bloque histórico revolucionario, es aun un objetivo a alcanzar. Lo que sí ha quedado claro, hasta para los mismos ex redactores de Contorno, es que esto sólo puede ser factible si se cambia el punto de partida, si en lugar de ocultar o menospreciar al marxismo militante se lo coloca como punto de arranque de una verdadera política de unificación cultural destinada a otorgar al proletariado la plenitud de su conciencia histórica. Y es esto lo que debe plantearse como tarea esencial toda revista que se considere de izquierda.
Un órgano de cultura que se fije esos [11] objetivos es hoy imprescindible. Una revista que sea la expresión de un grupo orgánico y hasta cierto punto homogéneo de intelectuales, conscientes del papel que deben jugar en el plano de la ideología y responsables del profundo sentido político en que hay que proyectar todo su trabajo de equipo. Que tienda a facilitar, tornándolo más claro y consciente, el proceso de «enclasamiento» de la intelectualidad pequeñoburguesa en los marcos de la clase portadora del futuro. Pero que a la vez, por no estar enrolada en organismo político alguno y por contar entre sus redactores hombres provenientes de diversas concepciones políticas, se convierta ella misma en un efectivo centro unitario de confrontación y elaboración ideológica de todas aquellas fuerzas que se plantean hoy la necesidad impostergable de una renovación total de la sociedad argentina. Y esta función espera cumplir Pasado y Presente.
Claro está que una revista que aspira a convertirse en el instrumento de un nuevo sentido de la organización cultural no puede dejar de planteares hacia dónde va dirigida, a qué masa de lectores pretende influir y organizar y qué obstáculos debe superar para la conquista de una unificación cultural verdaderamente nacional y popular.
IV
Esta es una cuestión esencial, ya que las clases dominantes del país también aplican una política de unificación cultural aunque concebida como medio para impedir al pueblo la adquisición de una conciencia plena de las contradicciones de la vida real, la búsqueda objetiva de la verdad, el conocimiento histórico y de clase que le permita al mismo tiempo el pleno desarrollo de la personalidad humana. Una política que en última instancia es la de la anti-cultura. Contra esto es preciso anteponer una acción en el plano ideal y práctico por una nueva cultura de masas que signifique una toma de conciencia más profunda, más dialéctica de la vida real y que sólo puede darse en la medida en que se de una presencia autónoma, independiente en el plano ideológico y político de la clase obrera.
La mención del papel decisivo que debe jugar el proletariado en esta acción, no deriva simplemente del punto de partida ideológico que adoptamos. Expresa, por el contrario, lo «nuevo» que caracteriza el desarrollo de las fuerzas productivas del país en las últimas décadas y que está dado por el crecimiento impetuoso de la clase obrera, su concentración en grandes empresas industriales y el correlativo aumento de su peso y conciencia política.
Una revista que se edita en Córdoba no puede desconocer la profunda transformación que se está operando en la ciudad y que tiende a convertirla rápidamente en un moderno centro industrial de considerable peso económico. El proceso de crecimiento de la industria al disgregar la arcaica estructura «tradicional» sobre la que se asentaba la función burocrática-administrativa cumplida por la ciudad ha contribuido a transformar también el clásico distanciamiento ciudad-campo que caracteriza la historia de nuestra región. Sería interesante rastrear en el pasado cómo se configuró este distanciamiento. Retomar el discurso que con profunda sagacidad crítica iniciara Sarmiento en el Facundo. Sin embargo, podemos quizás afirmar que las transformaciones provocadas han abierto las posibilidades para que esta ciudad, tradicionalmente vuelta de espaldas al campo, pueda cambiar de función y estructurar una unidad profunda con las fuerzas rurales innovadoras, vale decir, que la Córdoba monacal y conservadora comience a perfilarse como uno de los centros políticos y económicos de la lucha por la reconstrucción nacional.
Ante esta realidad, en constante proceso de transformación, no siempre la izquierda logró ubicarse correctamente superando el dilema de una consideración puramente ideológica y por tanto abstracta y metafísica del nuevo contorno social o el empirismo sociológico al que tan afectos se muestran los «tecnócratas» desarrollistas frigerianos. Difícil es superar la permanente polaridad entre ideología y ciencia, conocimiento histórico y metodología científica, totalidad y empirismo (o más concretamente revolución y reforma). En esencia, tales polaridades no son más que expresiones cristalizadas de una peligrosa escisión entre teoría y práctica. Cuando consideramos a la teoría [12] como «justificadora» de una práctica política determinada, o a esta última como «ejemplificación» de una concepción general «ya terminada», no tenemos una conciencia plena de que ambas posiciones son manifestaciones ideológicas de un distanciamiento real producido en la unidad intelectuales-masa, ya que en toda organización revolucionaria la perfecta identidad de teoría y práctica siempre se plantea en el terreno de la coincidencia entre dirección y base, dirigentes y dirigidos, élites y masa, intelectuales y pueblo.
Cuando el delicado sistema de relaciones comunicantes que constituye la estructura de un partido revolucionario se obtura, fundamentalmente a causa de las cristalizaciones dogmáticas, se escinde esa dialéctica unidad de base y dirección que permite al partido comportarse como un verdadero «intelectual colectivo». La infatigable labor de muestreo sociológico que cotidianamente realizan sus militantes en el trabajo en las fábricas, escuelas o talleres, escuchando, conociendo, analizando, impulsando acciones, no logran ser unificadas en un todo único, «generalizadas» por así decir. Quedan reducidas al mero papel de «ejemplos» de una totalidad ya definida de antemano. Se produce así un cierto desapego de la organización con respecto a la realidad, una cierta dureza para seguir atentamente esa realidad en todo su desarrollo, para encontrar lo nuevo y rechazar el estereotipo el lugar común, las posiciones preconstituidas. Una cierta incapacidad para compaginar la fidelidad a los principios revolucionarios y la firme voluntad de luchar por las transformaciones necesarias, con una consideración profundamente científica y por ello verdadera de la realidad.
Sin embargo, lo que no siempre logran entender los sociólogos «puros» es que en esa cotidiana labor práctica de los militantes revolucionarios, en esa acción constante sobre la realidad reside la garantía de la superación de las circunstanciales dificultades históricas que pueda atravesar el marxismo que, en cuanto conciencia crítica de la acción transformadora puede concebirse a sí mismo en forma absolutamente historicista y someterse por ello a una permanente y despiadada autocrítica. Más que de un prematuro «envejecimiento» del marxismo hoy convendría hablar, con mucha mayor precisión, de una verdadera crisis del pensamiento dogmático.
La realidad exige hoy de parte de la izquierda una comprensión cabal de la complejidad de los cambios que acarrea en el cuerpo de la nación, o en nuestro caso de la ciudad, la transformación de una sociedad «tradicional» en una sociedad «industrial». Pero ocurre a veces que por aferrarnos a un esquema predeterminado nos comportamos ante esa realidad como si estuviésemos frente a simples cambios en el interior de una totalidad ya conocida. Partiendo de un correcto análisis global de la sociedad argentina y de la permanencia histórica de sus líneas estructurales más generales, no siempre tuvimos una noción exacta de cómo esos «islotes» de capitalismo moderno en el seno de una sociedad subdesarrollada fueron adquiriendo paulatinamente un peso considerable en la vida política y económica del país, entre otras cosas porque contienen en su interior las fuerzas destinadas a modificar radicalmente nuestra actual sociedad. Pero, además, porque la introducción en una sociedad tradicional de grandes complejos industriales como los de Fiat y Kaiser en Córdoba, significa no sólo una seria modificación en el dominio de la producción (y por ende, del consumo, transportes y comunicaciones), sino también una transformación en el dominio de la sensibilidad, de la psicología social, caracterizada ahora por la aparición y difusión de nuevos «tipos» humanos. Se trata en resumen del surgimiento de un mundo hasta cierto punto nuevo, diferente, que exige ser penetrado en sus particulares rasgos distintivos para poder actuar eficazmente sobre él. Este contorno es el que en última instancia condicionará el «tono» de Pasado y Presente, la orientación general de su problemática, el campo hacia el cual va dirigida. Lo que de ninguna manera significa «provincializar» su empeño, reducir su cuota de generalidad, ya que los fenómenos que observamos en la ciudad son parte de un proceso más vasto de modificaciones de la vida económica y social que comenzó a producirse en los preámbulos de la segunda guerra mundial. [13]
Uno de los nuevos «tipos» humanos surgidos del proceso de transformación ciudadana está constituido por los obreros de las grandes empresas, cualitativamente diferente del resto de la clase. Este es el sector que nos interesa analizar ahora y al que pretendemos llegar con una nueva problemática revolucionaria ya que en él encontramos los gérmenes del hombre nuevo, la fuerza dirigente del nuevo bloque histórico a formar. La función directiva que el marxismo atribuye al proletariado industrial en el proceso de conquista y creación de una nueva sociedad nos plantea también la necesidad de revalorizar la fábrica concebida como forma necesaria de la clase obrera, como un organismo político o al decir de Gramsci como el «territorio nacional del autogobierno obrero». Es a partir de la lucha en el interior de la misma fábrica como la clase obrera adquiere la conciencia plena de sus responsabilidades, de su función hegemónica en la sociedad, esa conciencia de productor necesaria para conquistar la dirección moral e intelectual de las clases subalternas.
Las modernas fábricas que merced al impulso de distintos grupos monopolistas se han instalado en la ciudad aportan no sólo la utilización de nuevos instrumentos de producción sino también y fundamentalmente la introducción de técnicas racionalizadoras elevadas orientadas más que a la sustitución de trabajo humano a la búsqueda de nuevas formas de explotación del trabajo. La mayor y más perfecta división del trabajo en el interior de la empresa y la introducción de técnicas «racionalizadoras» disminuye progresivamente el peso individual del trabajador, desnaturaliza el contenido humano del trabajo pero al mismo tiempo eleva en forma considerable la productividad social de la masa de hombres que trabajan en la empresa, los vuelve cada vez más dependientes uno de los otros, los homogeneiza tornándolos un verdadero trabajador colectivo. El acrecentamiento de la diferencia entre trabajo manual y contenido humano del trabajo si bien por un lado posibilita a las direcciones empresarias la introducción de nuevas formas de alienación de la conciencia del trabajador, sobre la base de las técnicas mistificadoras de las «relaciones humanas», por el otro lado, paradojalmente, crea al mismo tiempo condiciones favorables para la superación de la alienación misma en el terreno de la conciencia, si media una potente acción ideológica de la clase obrera. Y esta acción dual y contradictoria del maquinismo industrial debe ser perfectamente conocida por la vanguardia política de la clase obrera para que su iniciativa práctica no se convierta en una primitiva reacción contra todo progreso técnico, al estilo de los ludditas. La nueva relación entre esfuerzo muscular e intelectual establecida por los modernos procesos productivos, con la consiguiente reducción del contenido humano del trabajo, no significa de por sí la conversión del trabajador en un simple gorila amaestrado, la reducción del contenido humano del trabajador. Al obligar al obrero a realizar el propio trabajo en forma automática, sin la plena utilización de la conciencia, la racionalización deja libre al cerebro de pensar en lo que quiera y este hecho no deja de tener consecuencias interesantes. «Los industriales americanos –dice Gramsci en su escrito Americanismo y fordismo– comprendieron muy bien esta dialéctica ínsita en los nuevos métodos industriales. Comprendieron que «gorila amaestrado» es una frase, que el obrero permanece siendo hombre y que durante el trabajo piensa más aún, o por lo menos tiene mayores posibilidades de pensar, al menos cuando superó la crisis de adaptación sin ser eliminado. Y no sólo piensa, sino que el hecho de que no encuentre satisfacciones inmediatas en el trabajo, o que comprenda que se lo quiere reducir a gorila amaestrado, puede conducirlo a pensamientos poco conformistas» (El subrayado me pertenece J. A.) Lo cual significa que el contenido humano del trabajador se reduce, su alienación crece sólo en la medida en que la liberación de energías psíquicas provocadas por la parcialización y mecanización del trabajo no es orientada por el proletariado hacia el análisis de su situación como trabajador en la sociedad de clases, sobre la imposibilidad de su integración social e individual en una comunidad alienada. En caso contrario se convierte en un factor estimulante para la adquisición de una nueva e integral [14] concepción del mundo. He aquí por qué el progreso técnico en la sociedad capitalista siempre está acompañado de una intensa acción dirigida a la apropiación del trabajo pero también de la conciencia del trabajador. No sólo dentro de la fábrica sino fuera, durante lo que con singular eufemismo se ha dado en llamar tiempo libre del trabajador, la presencia del capitalismo monopolista tiende a manifestarse en todos los planos de la actividad humana. Ya no basta la alienación que surge del trabajo en la fábrica, es preciso sumarle la alienación total de la vida cotidiana, exagerando aún más la contradicción entre la esencia y la existencia del trabajador. Pero todo ello determina una nueva dimensión de la alienación que ya no expresa simplemente una relación subvertida entre el producto del trabajo humano y el propio hombre, sino también entre el trabajador y el conjunto de la sociedad.
La superación de la alienación debe por ello comenzar allí donde surge, vale decir, en la propia fábrica, en la recomposición «subjetiva» de las relaciones humanas que la división del trabajo recompone «objetivamente» en la unidad total de un proceso de trabajo que da como producto objetos que no emanan simplemente de la labor de uno u otro de los trabajadores sino de todos en su conjunto. Son las organizaciones propias del trabajador al nivel de las fábricas, las «comisiones internas» las destinadas históricamente a cumplir esa función porque son ellas las únicas que pueden concebir en términos de futuro a las empresas, no como simples succionadoras de beneficios sino como centros de la actividad creadora del hombre.
Aquí es donde el marxismo militante debe cumplir con rigurosidad científica e inteligente acción práctica una permanente acción desmitificadora; aunque lamentablemente debamos reconocer que es aquí donde su acción ha quedado más retrasada y más urgente es la necesidad de substituir viejos y rígidos esquemas conceptuales por una categorización más dúctil y flexible de la realidad. No siempre los continuadores de Marx supieron comprender la riqueza actual, el profundo valor cognoscitivo de trabajos como los Manuscritos Económico-Filosóficos de 1844 y otros escritos «juveniles», durante mucho tiempo reducidos a la cómoda y no comprometedora categoría de obras «pre-marxistas» y por tanto hegelianizantes. Es hoy más necesario que nunca que el marxismo retome el discurso del genio de Tréveris y lo desarrolle en forma creadora profundizando el aspecto antropológico o humanista de una doctrina que nunca perdió en sus fundadores el sentido de una reflexión del hombre sobre el hombre. Cuando las condiciones maduran para grandes transformaciones sociales el aspecto de la subjetividad pasa a ocupar el primer plano de la reflexión filosófica y social; esto explica la actualidad concreta de toda la problemática marxista del 1844 y de las categorías de alienación, trabajo alienado, exteriorización, reificación, que tanto escozor provocan en algunos marxistas contemporáneos partidarios de la «vulgata», y al mismo tiempo explica el creciente interés de los jóvenes estudiosos marxistas por los aspectos antropológicos y metodológicos de El Capital, hasta ahora estudiado unilateralmente sólo desde su aspecto económico.
En este campo de la subjetividad, que la vida ha tornado tan actual, debemos trabajar seriamente para lograr una perfecta mediación entre una filosofía que se nos presenta como la más coherente, la más concretamente totalizadora, la que más posibilidades de conocimiento ofrece, y una realidad compleja, en permanente cambio, que demanda una constante «puesta al día» de la teoría misma. Una realidad en la que no existen solamente las clases sociales y sus luchas, sino también una multiplicidad de grupos humanos y organizaciones de diversos tipos que no pueden ser descartados en la investigación porque tienen un peso considerable en la historia de todos los días y porque es a través de ellos como se produce la inserción de lo individual en lo colectivo, el proceso de conformación ideológica de una clase social. Es preciso realizar la fusión entre una sociología que parta del reconocimiento del papel fundamental de las clases sociales en la historia y una microsociología racional dedicada al análisis profundo de las características y formas que asumen los diversos grupos y subgrupos en que se estructura nuestra sociedad. [15] Pero esto exige no dejar de lado por consideraciones políticas del momento a diversos aspectos del conocimiento humano (psicología, sociopsicología, antropología social y cultural, sociología, psicoanálisis, &c.), abandonando a la ideología burguesa contemporánea campos que ya el marxismo en 1844 reclamaba como suyos.
Es preciso comprender que toda esta temática de la subjetividad no surge simplemente del injerto de una problemática extraña a nuestra realidad, de una especie de «moda» filosófica como piensan algunos marxistas «ortodoxos». Surge de la vida cotidiana que se muestra tan opaca y resistente cuando intentamos penetrarla con un instrumental dogmático, de esta realidad que no cambia con exorcismo sino que exige una acción inteligente y profunda, permanentemente abierta a lo nuevo. Surge del mundo donde se genera el hombre nuevo, del mundo de las fábricas, de los obreros. De aquí tenemos que partir para elaborar una acción cultural que tienda a unir a la intelectualidad avanzada con el proletariado en cuanto agente histórico de una nueva civilización.
Para contribuir a edificar esta política nuestra revista se esforzará por trabajar en dos planos hoy contrapuestos: el de la intelectualidad que proviene fundamentalmente de las capas medias de la población y el de la propia clase obrera.
Conviene en este sentido aclarar un equívoco bastante generalizado en algunos sectores de la izquierda argentina. El proceso de «enclasamiento» de la intelectualidad pequeño burguesa en los rangos del proletariado no consiste simplemente en su conversión en élite de la nueva clase. Implica un proceso más estructural en el que la lucha por establecer una nueva relación ideológica y moral con la realidad debe conducir al intelectual «tradicional» a través de una transformación paulatina, a integrarse con las nuevas categorías intelectuales que la propia clase crea a lo largo de su devenir. Y ello presupone un laborioso esfuerzo de comprensión histórica cuyas dificultades las notamos a cada paso cuando observamos, por ejemplo, lo difícil que resulta para un escritor revolucionario proveniente de capas no proletarias representar narrativamente el mundo cotidiano de la clase a la que dedica todos sus afanes.
No podemos decir que el conjunto de la clase obrera sea una masa indiferenciada, sin una cierta estructura que surge del interior del proceso productivo.
La división del trabajo en el seno de la empresa, colocada ahora en un nuevo plano por la racionalización capitalista crea necesariamente una capa técnica-productiva que cumple, en el interior de la fábrica y de allí se expande a toda la sociedad, esas tareas de organización y conexión social que caracterizan una función intelectual. Pero dicha función se convierte en base para la creación del nuevo tipo de intelectual sólo en la medida en que a partir de ella se elabora críticamente, se «racionaliza» el nuevo equilibrio logrado y se estructura una concepción del mundo que de razón de este poder creciente del hombre.
A partir de esa conciencia crítica puede sí configurarse una intelectualidad orgánica de la clase obrera cuya naturaleza expresa, en esencia, una ruptura con la vieja relación entre teoría y práctica establecida por las anteriores formaciones sociales. Al tipo clásico del intelectual, al escritor, el filósofo o el artista, le sucede otro tipo de hombre cuyo modo de ser consiste «en mezclarse activamente con la vida como conductor, organizador, ‘persuasor permanente’... De la técnica-trabajo llega a técnica-ciencia y a la concepción humanista histórica, sin la cual se permanece ‘especialista’ y no se deviene ‘dirigente’» (Antonio Gramsci).
A la acción totalizadora del capitalismo monopolista, ávido no sólo del trabajo del obrero sino también de su pensamiento, debemos oponer una acción consciente, firme e inteligente del marxismo militante. Ella es imprescindible para afianzar y acelerar el proceso de transformación en «intelectuales» de todos aquellos hombres que cumplen en la sociedad la función de racionalización, dominio y control de cualquier rama de la realidad con la que estén relacionados; para hacerlos devenir hombres que expresan en su accionar la unidad total del proceso histórico-social, que en la sociedad escindida en clases aparece disgregada en una serie de actividades sin nexos mediadores. [16] En cuando «especialista» el hombre sigue siendo esclavo de la técnica y de las fuerzas sociales que la controlan. Convertido en «intelectual» logra posesionarse de la totalidad histórica, se transforma en un dirigente, vale decir, en un especialista más un organizador de voluntades, un «político» en el más moderno sentido de la palabra. Recién entonces puede dar su mayor contribución como intelectual, la que en el fondo consiste en una permanente labor de «desalineación» de los hombres, en una acción constante y tenaz por ayudarles a descubrir las raíces sociales de los mitos que deforman sus conciencias.
En esta acción dual, dirigida a los intelectuales tradicionales en un esfuerzo por atraerlos hacia una concepción plenamente historicista del hombre y también al extenso núcleo de hombres que desde el mundo de la fábrica, el taller o la escuela profesional tiende a convertirse en la base de la nueva intelectualidad, se expresa la razón de ser de nuestra revista. Esta acción condicionará el criterio con que se dispondrá el material y la clientela hacia la que orientará su preferencia. Pasado y Presente, en consecuencia, se esforzará por llegar al numeroso núcleo de seres humanos que en la cotidiana innovación de la realidad física y social sobre la que actúan, van creándose a sí mismos las condiciones para la conquista de una nueva e integral concepción del mundo.
V
Una nueva cultura, además de un proceso dirigido a crear un nuevo tipo de cultura en su forma y en su contenido, significa también y fundamentalmente una modificación sustancial de la clásica relación existente entre las élites intelectuales «creadoras» de la cultura y el conjunto de las masas reducidas a meras «consumidoras». Una modificación que tienda a errar esa grieta histórica que las sociedades de clase fueron paulatinamente ampliando a lo largo de un desarrollo milenario, y que permitirá al hombre el rescate de su total condición humana. De allí las palabras de Gramsci cuando señalaba que «crear una nueva cultura no significa sólo hacer individualmente descubrimientos ‘originales’, significa también y especialmente, difundir verdades ya descubiertas, ‘socializarlas’ por así decir convertirlas en base de acciones vitales, en elemento de coordinación y de orden intelectual y moral. Que una masa de hombres sea llevada a pensar coherentemente y en forma unitaria la realidad presente, es un hecho ‘filosófico’ mucho más importante y ‘original’ que el hallazgo por parte de un ‘genio’ filosófico, de una nueva verdad que sea patrimonio de pequeños grupos de intelectuales».
Esta es en el fondo la preocupación que anima a los redactores de Pasado y Presente. La de hacer una publicación que al afrontar los problemas históricos o los derivados de la investigación filosófica o metodológica, las cuestiones de historia del pensamiento político y social, de psicología o de estética, los conciba como «instrumentos» o herramientas para comprender esta realidad que nos circunda, esta totalidad histórica en la que vivimos. Que no caiga en el enciclopedismo erudito y estéril y que para ello tenga siempre presente su función de arma de combate. Esto sin duda nos obligará a incursionar por todos los campos de la realidad, aún por aquellos poco frecuentados y en los que nuestra preparación actual es insuficiente. Facilitaremos esta tarea incorporando a través de traducciones cuanto viene escrito en mundo y esté a nuestro alcance, sobre la problemática del marxismo teórico y otros campos del conocimiento humano. Pero además apelaremos a todos aquellos que desde diferentes puntos de vista se planteen las mismas exigencias, las mismas preocupaciones, puesto que no deseamos que la orientación marxista de la mayor parte de los colaboradores de Pasado y Presente excluya la participación de estudiosos de otras tendencias. Porque necesitamos del diálogo, de la discusión franca destinada a esclarecer ideas, estamos dispuestos a mantener permanentemente abiertas las páginas de la revista a la confrontación de opiniones. Comprometemos desde ya el máximo empeño de esta dirección, inspirada no en meras razones tácticas, circunstanciales, extracientíficas en el fondo, sino nacida de [17] la convicción de que la autonomía y la originalidad absoluta del marxismo se expresa también en su capacidad de comprender las exigencias a las que responden las otras concepciones del mundo. No es abroquelándose en la defensa de las posiciones preconstituidas cómo se avanza en la búsqueda de la verdad, sino partiendo del criterio dialéctico que las posiciones adversarias, cuando no son meras construcciones gratuitas, derivan de la realidad, forman parte de ella y deben ser englobadas por una teoría que las totalice. Sólo así podremos dejar a un lado la actitud puramente polémica, que corresponde a una fase primaria de la lucha ideológica del marxismo, cuando aún el proletariado es una clase subalterna, para pasar al plano crítico y constructivo. Si lo que está en crisis en el momento actual es el conjunto de la estructura del mundo burgués y de las ideologías que lo representan, es una tarea histórica del proletariado interpretar el verdadero sentido de esta crisis. Esto no se logra oponiendo la doctrina del marxismo a las demás, destruyendo a cualquier costo el mundo de falsedades que ellas puedan expresar. Se logra construyendo un nuevo mundo de verdades, una nueva Weltanschauung. Para esto es preciso saber penetrar en el interior de los puntos de vista del adversario ideológico, desmontar paso a paso las construcciones ficticias, mostrar sus contradicciones internas, sus presupuestos metafísicos, sus métodos abstractos, sus deducciones incorrectas. Pero al mismo tiempo extraer todo lo que de verdad, de conocimiento ellos expresen. Es así como el marxismo deviene fuerza hegemónica, se convierte en la cultura, la filosofía del mundo moderno, colocándose en el centro dialéctico del movimiento actual de las ideas y universalizándose.
El proceso de conversión del marxismo en la filosofía de las masas se transforma de tal manera en una gran reforma intelectual y moral que al liberar a los espíritus desde el interior de sus concepciones erróneas les facilita la conquista de una conciencia objetiva de la realidad y de sus momentos de desarrollo. Al decir de Antonio Banfi, «la superestructura ideológica de la civilización burguesa se despedaza y se resuelve, reconociéndose en ella, en la nueva corriente. Y ésta arrastra consigo cuantas límpidas venas se hallaban ocluídas en el pantano. El marxismo triunfa usando las armas del mismo adversario y enriqueciéndose de sus tesoros, no como botín de saqueo, sino como premio de una reconocida victoria».
Como comprendemos la magnitud de la labor que hoy decidimos emprender sabemos que no puede ser resuelta por el pequeño núcleo de personas que actualmente dirigen la revista. Es una tarea de todos los que coincidan en la urgente necesidad de su aparición, de todos los que al leer sus páginas comprendan que más allá de las limitaciones conceptuales que puedan cobijar, anima a quienes las escriben el profundo deseo de facilitar el proceso de asunción de una conciencia más profunda y certera de nuestro tiempo. Y es esto lo que exige ser sostenido y estimulado. Si una revista no es en el fondo nada más que un mundo de lectores vinculados entre sí por sus páginas, del mundo de lectores que seamos capaces de crear y estimular depende nuestra suerte y nuestro porvenir.
José Aricó