Pasado y Presente
Revista trimestral de ideología y cultura
 
Córdoba (Argentina), enero-marzo de 1964
año I, número 4, páginas 328-332

Polémica. Acerca de «Marxismo o cristianismo»
 

León Rozitchner

Respuesta de León Rozitchner

Séame permitido comenzar repitiendo las primeras líneas de mi artículo «Marxismo y Cristianismo». Decía allí: «Sin embargo debemos formular previamente una salvedad: discutir con un creyente, sobre todo si es de buena fe, es siempre una tarea incómoda. Parecería que estamos asignándole culpas que no son suyas, ligándolo a pesar de sus propias declaraciones y hasta acciones, con aquello que él mismo declara combatir. Es forzoso que esto suceda, sobre todo cuando el problema más importante alrededor del cual gira toda la discusión es el siguiente: comprender la significación que adquiere la subjetividad bien intencionada cuando se la confronta con actividades y resultados objetivos de los cuales ella misma expresó estar al margen. Y, que en nuestro caso, nos proponemos tenazmente conectar.» (Pasado y Presente, n° 2-3, pág. 1.)

Como en su respuesta no se discuten teóricamente los problemas que planteaba mi artículo y sólo se realiza una tarea de descargo y asignación de falta de comprensión, pienso que no tiene sentido entonces considerar que esto constituye una polémica, puesto que no hay nada en discusión, salvo la empacada obstinación con que el profesor E. L. reclama que se lo atienda de una cierta manera, que nunca es explícita dentro del contexto –los varios contextos en que se lo puede situar. Por eso reiteramos aquí el que elegimos para situar el análisis, y que fue el siguiente: en ocasión de un caso concreto denominado Eggers Lan, banal por su generalidad, pero privilegiado por su intento de justificación racional, queríamos mostrar cómo las transformaciones de ciertos católicos, coincidentes hasta cierto punto en el plano político con algunas de las que reclama el marxismo (transformación de la estructura económica por ejemplo) la deforman y lo mutilan, le quitan su savia y su sangre, cuando deben considerar y enfrentar la totalidad del hombre, tal como se revela en el plano filosófico. En esa distancia, que separa ambas tomas de posición, se revela el sentido empobrecedor y táctico con el cual el católico pretende ceder en la comprensión de un plano (el político) para conservar toda su eficacia negativa, la rigidez de su mundo «interior», en el plano humano. De allí que la extrañeza del profesor E. L. sea para nosotros solamente un índice que se integra a nuestra anterior descripción, un índice más del fenómeno que quisimos señalar, y que con su indignada respuesta quedó así rubricado.

«La andanada de veintiuna páginas que, con el título ‘Marxismo y Cristianismo’ ha dejado caer sobre mis espaldas el señor León Rozitchner». «Uno no se explica por qué me consagró tanto tiempo y espacio». Deberes, E. L., de la actividad política en filosofía, [329] menesteres penosos pero necesarios que resultan incomprensibles desde el ángulo de la importancia académica. Imaginarse el sentido de mi artículo, puesto que estaba sugerido explícitamente, como vimos, e implícito en todo su desarrollo, no era difícil. Nuestra preocupación para con sus textos –¿qué duda cabe?– no fue la que nos llevaría a la exégesis de un pensamiento verdaderamente creador en filosofía. Se trataba solamente de mostrar, partiendo de las afirmaciones más innegables del marxismo, las contradicciones que encierra una posición que quiere abrirse al mundo humano y mantener al mismo tiempo su pertenencia a la Iglesia, el esquema teórico dualista del cristianismo y su concepción de la verdad revelada.

¿Ignora acaso el profesor E. L. que sus frases, «secuestradas de su contexto», como dice, sólo pudieron parecerle así porque fueron incluidas en un contexto más amplio, la Iglesia y la pertenencia de E. L. a su paradójica comunidad de amor sin amor, en la que entonces sí adquieren su verdadero sentido? Sus afirmaciones se validan entonces en dos contextos por lo menos: en el restringido a la conciencia del profesor E. L., y en el contexto más amplio al cual pertenece, visto por los otros, la conciencia del profesor E. L. Nos daremos cuenta así que mi penosa tarea sólo consistió en extraer sus frases del contexto en el cual se las quería mantener –su subjetividad bien intencionada– para transferirlas, es cierto, al de la objetividad histórica. Más que un secuestro, convengamos, se trataba de una liberación.

Por eso sí valía la pena, en esta coyuntura nuestra en la que el catolicismo reafirma su asociación con el imperialismo en América Latina, comprender el caso de un «católico con conciencia de sí» (como decía Marx del obrero, que era «una mercancía con conciencia de sí»). Es decir, en tanto católico, comprenderlo estrictamente determinado por su pertenencia a un orden histórico que o conformó, y en tanto, «conciencia de sí», comprenderlo con posibilidades de superar esa determinación (Marx diría: alienación). ¿Qué encontramos en el descargo que escribió? La «conciencia de sí» del profesor E. L. estrictamente subjetiva, protesta contra la imagen que del «católico» le devolvemos, ésa por la cual se revela inmerso en la objetividad histórica. Lo cual quiere decir que el profesor E. L. tomó «conciencia de sí» en tanto subjetividad aislada pero que no tomó «conciencia de sí», en tanto católico que integra esa comunidad de amor sin amor. Queremos decir que en sus afirmaciones pudimos comprender que todavía no logró hacerse cargo de todo el peso muerto que arrastra en sí mismo, por no haberse desembarazado aún de esa determinación que constituyó su punto de partida. Y como no quiere desembarazarse de ella porque se confunde con su propio ser, como quiere llegar a un equilibrio sólo con sacrificios en el plano político, pero no en el de su intimidad así conformada –ésa del amor simbólico y de la humillación ajena y de la soberbia encubierta de que se nutre pretende que el marxismo cargue con ella; pretende él, a pocos meses de haber accedido –como lo confiesa– a una nueva dimensión de comprensión, «revisar» los fundamentos más elementales de la filosofía marxista porque en ellos faltaría el «amor cósmico», que es justamente lo que le permitiría seguir formando parte de su paradójica comunidad cristiana del amor sin amor. Si el marxismo comprende su «amor» el profesor E. L. estaría justificado: como esa aceptación arrastraría al mismo tiempo la nivelación del dogma y de la fe (que es su cerrazón) con los supuestos verificables por todos los hombres, desaparecería la posibilidad de establecer la verdad humana, quedarían englobados en una misma fusión (no universal, claro está, puesto que todavía sería humana, histórica) sino cósmica.

Digámoslo de una vez: para el marxismo, tanto la Iglesia como institución política-religiosa-económica, como su justificación dogmática y racional del hombre, es enemiga no sólo de cuanta revolución se pretende realizar –ésa que el profesor E. L. quiere que nos sentemos a pensar juntamente– sino de nuestra propia liberación nacional. Es, en pocas palabras, en tanto forma cuerpo con el imperialismo, nuestra enemiga. Que por necesidades históricas, explicables por la división del trabajo imperialista, resulte que algunos de sus miembros, de buena o mala fe, se acerquen a los movimientos de izquierda, no quita para nada dos cosas ciertas: 1) que todo movimiento revolucionario en el mundo actual se hizo al mismo tiempo tanto contra el imperialismo como contra la Iglesia que lo sustenta; 2) que toda coincidencia momentánea en el plano político con sectores católicos, sobre todo en países donde la izquierda carece de un verdadero poder efectivo –ésos de las armas, de la economía, de la educación, del dogmatismo sobre los cuales se asienta la Iglesia y el imperialismo– sólo puede hacerse en la medida en que el máximo poder impulsor, el de la inteligibilidad marxista que nutre toda praxis, sea conservado y no cedido. Lo único que el marxismo no puede ceder es su poder de desentrañar el sentido verdadero de la realidad. La sustracción solapada que el catolicismo intenta entre nosotros se verifica una vez más en el [330] profesor E. L.: en tanto católico apoya, dice, la revolución, se acerca a los sectores de izquierda coincidiendo ahora en ciertos aspectos del plano político y económico, lo cual no estaría mal. Pero al mismo tiempo, parece pedir, como contraparte, que se diluya el sentido más claro de la filosofía marxista para incluir en ella su propia ambigüedad de pasaje –pasaje que él mismo todavía confiesa no terminó de realizar. Y así pretende, con sus buenas acciones, conmover nuestra sensibilidad{1}. Pero nosotros insistimos: ya que no la clarividencia sino el obscurecimiento, ¿qué nos aporta E. L.? ¿Si en el plano teórico nada podemos esperar de él, puede que tal vez nos transfiera, demostrando sus intenciones, un poder real? ¿Tal vez el apoyo de sectores católicos poderosos que nos lleve a realizar nuestra revolución nacional? Si fuera algo más que un solitario que recién descubre al mundo, y que reduce su prédica a algún sector de estudiantes de la Facultad, convengamos en que podría pensarse seriamente, tal es su orgullo, que está situado más allá de la ingenuidad, y que cuando quiere que se lo juzgue no como profesor sino como militante de izquierda, nos habla en serio. Pero el profesor E. L. realizó su experiencia política sólo en la Democracia Cristiana, que ya abandonó. ¿A que organización política de izquierda o «progresista» pertenece ahora? Concretamente, la única institución política a la que E. L. pertenece todavía es a la Iglesia Católica, poder económico propio y delegado, poder armado compartido, poder internacional basado en el imperialismo, y en todas partes, opuesto a los regímenes socialistas.

Así, entonces, si en el plano político, tanto como en su más profunda intimidad, está confundido con la gran institución de la derecha, en el plano teórico, en cambio, basándose en el declamado pasaje a la izquierda no asumida concreta y materialmente en nada, pretende eludir esta evidencia y exigirnos a nosotros previamente que lo abandonemos todo, los conceptos más claros y elementales del marxismo para introducirnos, con su aparente modestia de quien tanto se asombró y quien tanto se conmovió, nada menos que la ideología escindente, dualista, transhistórica del cristianismo.

A cambio de su descubrimiento del dolor del hombre, supremo descubrimiento de un cristiano –del cual parten y al cual no llegan los marxistas– sin darnos nada más que eso, su alma salvada, pretende que le cedamos precisamente todo: el poder de la teoría marxista que permite, en medio de esta disolución burguesa e imperialista que todo lo inficiona y todo lo emputece, conservar un hilo cierto que conduzca fuera del cerco que se trazó en derredor de cada uno de nosotros. Y nos viene a exigir en cambio el «amor cósmico»: al marxismo argentino, al cual le faltan muchas cosas, E. L. viene a descubrirle que lo que más le falta es precisamente esto: el «amor cósmico», para que su buena voluntad pueda ponerse de acuerdo con nosotros.

E. L. gusta –y es un índice de la soledad de su universo imaginario– utilizar comparaciones que lo exceden. Cuando habla de cómo Marx lo despertó de su «sueño teorético» a semejanza de ese otro despertar del «sueño dogmático» que Kant también vivió por mediación de Hume, olvida decir que la comunicación intelectual exige que se señale el tránsito practicable de una situación a otra. Nosotros, considerando su caso, ya lo dijimos: quisimos tomarlo como ejemplo, que en su ejemplaridad supera naturalmente su persona, para envolver muchos otros intentos de católicos bienintencionados, y demostrar que el despertad en el plano político de los católicos no significa un despertar paralelo en la concepción, expresada práctica y teóricamente, del hombre. Y que por lo tanto la actividad misma, la acción concreta que con otros grupos emprendan, siempre conservará el lastre de una incomprensión radical de los verdaderos objetivos que promueve la revolución marxista. Y esto no es discutir aspectos parciales de la obra de Marx ni «discusiones eclesiásticas ex autoritate» ni «bemoles de ortodoxia marxista». ¿Está clara cuál fue nuestra intención? ¿Qué prefiere E. L., que lo tomemos como la derecha lo proclama, como un «idiota útil», antes que solicitarle, con verdadero respeto por su integridad de hombre, la necesidad de una conversión y comprensión más profunda?

¿Cómo habríamos de negarnos a ver las transformaciones del profesor E. L.? Aún sin conocerlo su figura académica nos resultó simpática por ese esfuerzo por pasar, adulto ya, de un endurecimiento que le duró años de años, a esa posibilidad de transformación que, viniendo de Dios, incluyera al fin a los hombres. El mismo lo señala muy bien en su descargo: «Cuando escribí esa ponencia (1962) estaba, tal como en ella lo describí, despertando –gracias a Marx, de lo que llamé mi «sueño teorético». Me preguntaba así si era lícito filosofar en un mundo en el que ahora (sic) vemos claramente que mueren [331] hombres de carne y hueso como nosotros.» Comprendemos que era difícil salir del espíritu para encontrar el cuerpo sufriente de los otros, y sentir que sufría tanto como el nuestro propio. Cristo, en su dolor, no nos enseñaba al parecer que el cuerpo era al mismo tiempo divino y humano. Para el cristiano el hombre es sólo símbolo del hombre, como ya lo señalé en mi artículo, no el hombre mismo. La ambigüedad al fin rota y resuelta a nuestro favor, comprendemos que haya resultado una verdadera revolución personal para el profesor E. L. y se entenderá entonces que cuando nosotros decíamos que el marxismo realiza esa experiencia «desde el comienzo» no íbamos tan lejos como para llegar al ironizado óvulo de E. L., sino a la experiencia modestamente histórica y no religiosa que fundamenta la posición de cada hombre que descubre la necesidad de la modificación radical. ¿Ser tardío en lo elementalmente humano también es un valor? Comprendemos, asimismo, y apreciamos, la dignidad que revela su renuncia a la Democracia Cristiana recientemente creada entre nosotros –¿la Democracia Cristiana no tenía también acaso su «historia antigua» como la filosofía que el profesor E. L. enseña?–, luego de haber participado en su creación, por descubrir las implicaciones que el cristianismo «democrático» mantiene con el imperialismo. ¿No dice nada encontrar unido tanto fracaso a tanto cristianismo? Nosotros sólo quisimos, partiendo de ello, que radicalizara su experiencia y verificara todas las instituciones y categorías que en el profesor E. L., sospechamos, viven una vida solapada y encubierta.

Conviene no caer, entonces, en espejismos: todo descubrimiento personal, pasaje de una alienación a su negación tiene, es cierto, un mérito en la propia historia personal, pero otro en la historia del mundo. ¿Por qué creer entonces, como lo señala otro crítico, que también aquí la función empieza cuando el profesor E. L. llega? Si su tardía experiencia, en la que seguramente colaboramos todos aquí, lo lleva a modificarse continuamente en buena hora: siempre sentimos simpatía por las modificaciones verdaderas. Pero una cosa es cuando las modificaciones –pasaje orgánico, con sentido, de una estructura a otra– hacen ver y descubren estas modificaciones para los demás sin buscar la complicidad, y otra es cuando se presentan con el índice de la mutación, pasaje casi instantáneo de cuyo sentido los otros no se enteran, tal vez porque esa rendición de cuentas del nuevo acceso arrastre contenidos que la nueva estructura no puede, por contradictorios, aceptar. Entonces sí era preciso mostrar, como lo hicimos con E. L., que en el plano de las formulaciones teóricas, pese a su mejor buena voluntad –apreciable en el plano de las decisiones políticas–, su posición no sólo no aportaba una comprensión elemental de la filosofía marxista y del hombre que ella promueve. Más bien, por el contrario, incrementándola con lo que define como «aportes del siglo XX», sólo volvía a utilizar, tal el caso de Scheler, de quien tanto bebió –su concepción del amor cósmico, la simulación de un monismo fenomenológico que oculta un dualismo más profundo, su filosofía sin supuestos– una experiencia de deformación y ocultamiento ya ejercida con anterioridad por la burguesía en otras partes del mundo, pero que su reciente despertar –1962– tomó como cosa nueva. Hay viejas mañas que tienen toda la apariencia del siglo XX, pero que continúan siendo visibles bajo el ropaje nuevo. Hasta la Iglesia se desviste y cambia de ropa en «este mundo nuevo», imperialista, de la «doctrina social». Por eso –¿se da cuenta?– ¿qué diablos habría de importarnos a nosotros discutir los pequeños problemas de la hermenéutica marxista? Si se hubiese tomado el trabajo de leernos, cuál era su obligación antes de comenzar a hablar, como yo lo hice no sin esfuerzos con E. L., se hubiera dado cuenta que entre nosotros la cosa comenzó hace bastante tiempo. A veces aquí, se trata como en el cuento, solamente de volver a ver al rey desnudo. Lo que quisimos hacer fue verificar si su despertar presentado como ejemplar, le repito, no era sino el pasaje de un sueño a otro, éste último sí más próximo a la vigilia, pero que los psicólogos por su ambigüedad denominan «alucinaciones hipnológicas»: un pie en el sueño, otro en la vigilia; un pie en la tierra, otro en el cielo...

Algunos problemas planteados que el profesor E. L. eludió responder:

1) La pertenencia del cristianismo amante a una comunidad de amor sin amor, es decir, que suscita y mantiene el odio y el dominio entre los hombres. Explicar la pretensión «cristiana» que, dentro de ese contexto que es el suyo, pretende corregirlo dentro de un contexto ajeno antes de modificar coherentemente el propio.

2) La significación que adquiere el uso y concreto y práctico del amor cristiano en la historia, no en la subjetividad de un creyente marginal, y su adecuación a una ideología de sometimiento.

3) Comprender si esa decisión no significa de algún modo el abandono de su propia comunidad de amor sin amor para pasar contradictoriamente a una ajena, puesto que arrastra consigo los supuestos de su anterior pertenencia.

4) Comprender si esa actitud no significa el abandono de una concepción [332] «metafísica» del amor para entenderlo de acuerdo con la concepción marxista, que hace depender toda forma de relación afectiva descansando primordialmente sobre la inserción histórico-económica del hombre, dentro de la cual la persistencia de una comunidad formal de amor sin amor, que promueve el odio, quedaría explicada y haría necesario su definitivo abandono.

5) El obnubilamiento cristiano de la praxis marxista, transformado por el profesor E. L. en una mera regla práctica, despojándolo así de su concepción del hombre y de la verdad realizada (no pensada solamente) en común.

6) La separación entre verdad histórica y verdad transhistórica, sobre la que se fundamenta el radical dualismo entre verdad humana (hecha y verificable en su práctica por todos los hombres) y verdad revelada (que sería verdadera antes de toda verificación).

7) Consecuentemente, la miopía que impide comprender la distancia que media entre un dogma o un acto de fe, y su justificación racional, y un supuesto marxista que se verificaría en el desarrollo histórico –que contiene por lo tanto un llamado implícito al reconocimiento total del hombre por el hombre.

8) La interpretación catastrófica que un cristiano hace del marxismo al afirmar que éste «acepta y aún reclama la vía de la destrucción del hombre y la sociedad».

9) La intención de oscurecimiento que se halla en la concepción de la historia que contra el marxismo afirma que «hay hombres agrupados en clases que defienden cosas enajenantes, y en tal sentido se convierten ocasionalmente en adversarios", por lo que la lucha no sería contra el hombre «sino contra las cosas que lo enajenan», lo cual significa transformar a la historia en una mera actividad mecánica, al hombre en algo completamente determinado.

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{1} Por eso su actividad divisoria en la izquierda consiste en halagar en este caso a los editores de Pasado y Presente por la polémica que sostienen con el Partido Comunista, en la cual E. L. me asigna a mí lo que ellos le asignaban a Victorio Codovilla: «Cuando no se es capaz de comprender al adversario se lo rotula, dice muy bien la dirección de la revista a propósito de un ataque similar» (subrayado nuestro). En mala compañía habrían de estar «los compañeros» de Pasado y Presente si, para discutir desde dentro de la izquierda con el Partido Comunista, debieran hacerse cargo del anticomunismo católico de E. L.

 

Polémica León Rozitchner / Conrado Eggers Lan

· Conrado Eggers Lan, «Cristianismo y marxismo», Correo de Cefyl, octubre 1962
· León Rozitchner, «Marxismo o cristianismo», PyP, jul-dic 1963
· Conrado Eggers Lan, «Respuesta a la derecha marxista», PyP, ene-mar 1964
· León Rozitchner, «Respuesta de León Rozitchner», PyP, ene-mar 1964

 

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