Revista Cubana de Filosofía
La Habana, junio-julio de 1946
Vol. 1, número 1
páginas 18-23

Humberto Piñera Llera

Esquema de una nueva cosmovisión

I

Cuatro grandes fases separadas entre sí por tres grandes crisis, es el balance que, desde el más general punto de vista, es posible realizar en la ya larga historia del pensamiento occidental. Las cuatro grandes fases –como lo sabe cualquier estudiante de filosofía– son: el realismo{1} griego, el teocratismo medieval, el idealismo de los Tiempos Modernos y, finalmente, la actual etapa, cuya denominación, por obvias razones de índole histórica, se halla fuera del alcance de nuestras posibilidades. En cuanto a las tres crisis, tenemos, cronológicamente: la del tránsito de la Antigüedad clásica y pagana a la cristiana y al medievo; después, la que ocurre en el Renacimiento, y, por último, esta en que nos encontramos sumidos. Comunes a todas, son –en cuanto fundamentales características– estas dos: contradicción y desorientación, y esta última como consecuencia de la primera.

La división aludida, sin que pretendamos recabar para ella el derecho a una absoluta indiscutibilidad, no cabe duda que resulta de todo punto admisible, si se parte, al realizarla, de un concepto fundamental en el cual se apoya, o sea el de la cosmovisión que preside –al punto de conformarlas del más acusado modo que darse pueda– todas las actividades en que se resuelve el complejo cultural en que consiste cada una de esas cuatro grandes fases mencionadas. Dicha cosmovisión (Weltanschauung, como dirían los alemanes), está, sin embargo, muy distante de ser una actitud humana deliberada, reflexiva; muy por el contrarío, la estimación que hace el hombre de su propio ser, de su vida, de los demás hombres, de las cosas que le rodean y de los acontecimientos en los cuales participa como actor o espectador; esa su concepción del mundo, repetimos, es algo que se le da ya hecho –claro es que en sus lineamientos más fundamentales–, o sea que es algo inmediato, inconsciente, si no en su totalidad, al menos en una gran parte. Y es obvio que aquí no podemos entrar a discutir el origen de este curioso fenómeno. Pero es cierto de toda certidumbre. Basta, para convencerse, revisar con el debido cuidado la historia general del pensamiento de Occidente.

Así pues, hay una concepción del mundo realista, cuyos orígenes remontan a los de la cultura griega; luego, con el triunfo del Cristianismo, comienza la segunda etapa, es decir, la que se caracteriza por el predominio de una concepción religiosa del mundo, de manera que éste aparece constituido por un todo cerrado, especie de colosal pirámide cuyo ápice es Díos. Concepción religiosa de carácter teocrático y teológico, que va a ser sustituida, a partir del Renacimiento, por una concepción del mundo idealista y racionalista cuyas características son precisamente las que, de modo especial, interesa destacar en este trabajo: de aquí, que pasemos ahora a la enumeración y explicación de las mismas, para así contraponerlas a las de la cuarta y última etapa.

II

La etapa que se inicia con el Renacimiento se caracteriza por lo que pudiera llamarse el culto simultáneo de la Razón y la Idea. A partir de Descartes y su famoso cogito, ergo sum (pienso, luego soy), el mundo va a quedar regido por la fe absoluta en la autonomía de la Idea, tanto como en el poder ilimitado, indiscutido e incomparable de la Razón para hacer funcionar las Ideas. Esta es, en lo más fundamental, la concepción ideorracionalista que va a perdurar hasta nuestros días. El mundo se explica en función de las ideas, mediante la razón, que es, no ya un atributo humano, sino el hombre mismo; luego esto, como es fácil colegir, supone una eliminación de toda noción de trascendencia, ya que el hombre puede explicarse el mundo –tanto como a sí mismo– por medio de ideas, es decir, de algo que está en él.{2}

Así como el idealismo supone el racionalismo, éste, a su vez, va a suponer la inmanentización. ¿Por qué? Sencillamente porque la razón no puede actuar más que sobre la base que le proporciona el principio de identidad («toda cosa es igual a sí misma»), y a su vez, este principio es la afirmación de la inmanencia, base única en qué apoyar la tesis idealista de la extensión y el movimiento en la extensión. Como es sabido, [19] Descartes reduce el mundo entero a dos cosas fundamentales: pensée y étendue (con el consiguiente movimiento en ésta), y puede hacerlo porque parte del principio lógico mencionado, o sea del supuesto de una constancia en la identidad de la sustancia,{3} que es, a su vez, lo que sirve de base irreductible a todo proceso. Por eso puede el idealismo racionalista llegar a la concepción de una elementaridad como el sustrato último e irreductible de todo cuanto se constituye en objeto de humana pesquisa. «El dato real y efectivo –dice Francisco Romero{4}– el fondo último y por excelencia de lo real, se supone que es el «elemento» que lo fundamenta, y cualquier instancia sobrepuesta al dato elemental, se concibe o tiende a concebir constituida, no por trascendencia, sino por mera agrupación, por cambio y complicación en la disposición de los elementos». Elementaridad que va a ser, por su parte, la base común de todas las ciencias, en la forma de un atomismo.

La cuarta gran característica del pensamiento de los Tiempos Modernos es, pues, esa del elementarismo o atomismo: átomo en física y química, elemento psíquico en psicología, palabra en gramática... hasta individuo en sociedad.{5} Desaparecida la noción de todo cerrado, de estructuración sin resquicios por donde asomarse autonómicamente lo individual, lo elemental, prevalece ahora esta otra de lo atómico como postrera instancia a que se deberá referir cualquier proceso, natural o social. Así se inaugura la etapa a partir de la cual todo deberá inevitablemente ser explicado en función del individuo. El conjunto, la organización, lo mismo que sus peculiaridades, dependen decididamente de las entidades individuales que los integran, al punto de que «conocer» un complejo cualquiera es simplemente «explicarlo» mediante la referencia a sus elementos integradores; olvidando, por lo regular, las peculiaridades inherentes al mismo, que, como luego se ha demostrado, son precisamente las que permiten conocerlo en su verdadera realidad.

El método científico por excelencia es, pues, el explicativo. Partiendo de un constante supuesto atómico, todo se reduce –¡cosa fácil!– a explicar lo que «lógicamente» tiene que ocurrir: el proceso inevitable de agrupación, cambio, complicación, con prescindencia de toda peculiaridad exclusiva e intransferible.

Si trasladamos ahora estas consideraciones al campo de lo social, advertiremos: primero, que el individuo es el punto de partida y también la finalidad en la interpretación de los problemas que suscita la vida en convivencia; segundo, que puesto que la razón es el medio de que dispone el hombre para la recta interpretación de la realidad, ordenándola, organizándola, sin dejar residuo alguno –ya que esto sería una falta del método racional, pero nunca de la realidad–, en función de lo atómico, al extremo de que es posible prever los resultados, de acuerdo con tal modo de pensar, se hacía totalmente posible estructurar el orden ideal que debía presidir los mundos de la naturaleza y de la sociedad. Concreción de una tal exagerada confianza en los alcances del poder de la humana razón, son respectivamente la Revolución Francesa y la Crítica de la Razón Pura. De aquí el tan conocido y señalado optimismo de los Tiempos Modernos, en especial en el siglo XVIII, y su consecuente noción del progreso como un proceso de imposible interrupción.

La actitud de absoluta confianza en la Razón influye inclusive –como es sabido– en lo religioso, produciendo, con el movimiento de la Reforma, la tesis del libre examen, que afirma la capacidad del ser humano para la interpretación de los textos sagrados; con lo cual, la autoridad que la Iglesia venía ejerciendo sobre los individuos, considerados colectivamente, se deshace y aventa. Esto es de suma importancia, porque la interposición eclesiástica entre el hombre y el mundo había sido la clave de bóveda del sistema cerrado, organizado jerárquicamente, hasta entonces prevaleciente. Y aquí está justamente –aunque no es posible señalarlo en detalles– el germen de lo que luego se llamará liberalismo. La eliminación del poder de la Iglesia como el supremo, su subordinación al temporal y la consecuente instauración de los Estados Nacionales, provienen del mismo concepto de racionalidad que permea todas las manifestaciones de la vida de los Tiempos Modernos. Pues también dichos Estados Nacionales presentan en su base la misma idea de razón –de ragione di Stato.{6} [20] Pero ya la razón puesta en marcha y al servicio de la idea de lo individual –¿qué son, si no, el derecho natural, el doísmo, el libre examen; sin contar las conquistas en el mundo natural, ya referidas?– no podía detenerse en su vertiginosa carrera, y así se concluye, en lo social, en ese gran movimiento, de universales repercusiones, que es la Revolución Francesa; y en lo que toca a lo científico, en el naturalismo, es decir, en la plena y absoluta creencia de que todo proceso, físico, químico, biológico, psicológico... ha de tener por fundamento un sustrato elemental, de origen naturalístico, como resultado de su inevitable y «lógica» referencia a la extensión y al movimiento.

Optimismo, naturalismo, liberalismo y fe absoluta en la autonomía de la iniciativa individual, que pudiera condensarse en la aserción de que la creación es puramente obra del sujeto. Esto, todo, hasta los inicios del último tercio del siglo XIX. Porque, entonces, algo extraño comienza a producirse.

III

Al iniciarse el último tercio del siglo XIX reina un verdadero caos filosófico y científico, como consecuencia del proceso, hasta entonces ininterrumpido, de la razón. Según se ha dicho, ésta, en lo que respecta a la especulación científica, concluye en un naturalismo, con el que se pretende interpretarlo todo, hasta sus últimas consecuencias. Naturalismo que ofrece, como su más acusada negatividad, el hecho de apoyarse en una «experiencia inmediata» dable sólo en los hechos, que no son –no pueden ser– otra cosa que agregados de sensaciones. Tal actitud de pensamiento –el positivismo de fines de siglo– concluye que lo único que se ofrece, pues, al hombre, como válidamente cierto, es la percepción sensorial constituida por las cualidades secundarias. Ahora bien, esto equivale a desposeer al Universo de todo sustrato ontológico, a reducirlo a un puro contenido de conciencia. Pero hay más; la conciencia es, a su vez, solamente un agregado de hechos, vale decir, un puro flujo sensorial. Las «cosas» son, pues, «como aparecen» al que de ellas se percata. Suprimida incluso la sustancialidad en que se apoyaba la inmanencia cartesiana, todo, absolutamente todo, adquiere un carácter relativo, subjetivo y transitorio.{7}

Este proceso disolvente alcanza también a la acción. Situada en el centro de todas las direcciones, la Vida adquiere el rango de suprema instancia; todo se subordina a ella, estimándose que todo esfuerzo es tanto más valioso cuanto mayor sea su eficacia, es decir, su utilidad. Aparece así el pragmatismo, que llegará hasta afirmar que la Verdad lo es en tanto en cuanto sirve a los intereses vitales. ¿Puede pedirse más?

La ciencia, como la filosofía, se torna entonces un sistema de fórmulas, de medios para el logro de fines previamente establecidos; medios cuyo número se aspira a limitar en lo posible. Así, con un mínimo de esfuerzo, hase logrado crear un repertorio de conceptos que llegan a hacerse patrimonio ¡del sentido común! Son los tiempos del «arte por el arte», del impresionismo, del utilitarismo, del hecho como sustituto del derecho... Empero, no son todos a aceptar esta idílica paz. Algunos, muy pocos, se niegan a incorporarse al estado de cosas prevaleciente. Son los que, con profética visión, comprenden y temen.

En lo teórico, comienza la revolución por la Psicología. Al asociacionismo, o sea a la interpretación de los fenómenos psíquicos por medio de la combinación de «átomos» psíquicos, opone Francisco Brentano su concepción de una psicología empírica; pero, a diferencia del tradicional empirismo, el suyo se caracterizaba por la exigencia de una rigurosa descripción y clasificación de los fenómenos psíquicos; después vendría la tarea de explicar su génesis. Con tal proceder, se apartaba Brentano del inconsecuente hipotetismo de la empiria al modo tradicional, empeñada en «ver» en los supuestos elementos lo que en rigor sólo es mera hipótesis. También Guillermo Dilthey va a insistir en la necesidad de invertir los términos del problema, pues un conocimiento cierto de lo psíquico sólo puede proporcionarlo la trayectoria que va del complejo psíquico como tal a los elementos; porque –y esto es decisivo– es precisamente el complejo el que confiere a los elementos o partes del mismo lo que éstos son. Además, todo complejo psíquico es algo dado en la experiencia que por esta razón se hace necesario examinar como tal.

Pero hay más, respecto de Dilthey. Y es que su oposición a la psicología de base naturalista concluye estableciendo que la relación indispensable entre la estructura y sus componentes, es de sentido, e incluye tanto los caracteres correspondientes a la realidad, cuanto los elementos temporales –y estos últimos de muy especial manera–. Así, aparece ahora algo totalmente ausente en toda concepción ideorracionalista : la noción de tiempo como esencial a la integración de todo proceso psíquico. Distinguiendo finamente entre fenómeno físico y fenómeno psíquico, [21] respecto de la esencial naturaleza de cada cual, afirma Dilthey que el primero sí requiere una ulterior fundamentación hipotética, que trasciende la inseguridad de la percepción sensorial; en tanto que el último no posee una «segunda» realidad, sino que es un hecho que se ofrece en toda su plenitud; estando constituido siempre por una estructura acumulativa de carácter histórico. Por consiguiente, no puede hablarse de el «hombre», porque el ser humano se presenta del más variado modo que sea dable imaginar; y es, además, en tanto que hombre, síntesis de su pasado. Así, fuera de la historia, el hombre es incomprensible; como, a su vez, lo es también la historia, a menos que se le considere unitariamente, es decir, como historia universal.

Y todo esto –vese ahora claro– es una indudable reacción contra la idea del hombre como razón individual; que, como tal, según la tesis ideorracionalista, es la que debe y puede prestar sentido y significación a todo proceso de índole histórico-social.

Con tales afirmaciones, tenemos in nuce el concepto fundamental que habrá de informar a la Weltanschauung del siglo XX: la noción de estructura, de forma, de totalidad. Surgiendo de ésta y en su torno se irán disponiendo las restantes características que sucesivamente ayudarán a completarla.

¿Qué debe entenderse por estructura? En rigor de verdad, una definición inteligible no cabe darla dentro de la brevedad impuesta a estas líneas. Una comprensión de la misma puede proporcionarla, sin gran riesgo, la expresión de que su carácter es más bien formal que material, pues lo fundamental en la misma es que añade algo no expreso en las partes o elementos que integran el complejo de que se trate; pero que, sin embargo, en ellos tiene su origen. Como puede verse ahora, eso que agrega la estructura es mera potencialidad en las partes, que sólo puede hacerse actuante en la propia estructura. Y esto, entonces, permite sentar las siguientes conclusiones: 1) hay una trascendencia de las partes en la estructura; 2) las partes dependen de la estructura tanto como ésta de aquéllas.

La trascendencia es, pues, pura posibilidad de partes que sin la estructura no poseen sentido alguno; hay, entonces, una inequívoca subordinación de las partes al todo, de modo que existe una cierta ventaja, en punto a cualificación, de la estructura sobre las partes.

Así, tenemos que el atomismo e inmanentismo de la anterior concepción se reemplazan por las nociones de estructura y trascendencia respectivamente. Pero, hay más: el racionalismo, hemos visto, es el medio idóneo para explicar lo atómico e inmanente; pero la trascendencia no admite el instrumento de la razón, porque como tal, o sea como pura posibilidad, rebasa la identidad de los elementos que integran la estructura. De ahí que se imponga, como su tratamiento más adecuado, el de un irracionalismo, entendiéndose por éste, no lo que por naturaleza resulta contrario a la razón (lo opuesto a la lógica), sino lo transinteligible (lo que trasciende la esfera del conocimiento teórico){8}. Es en este sentido que las actuales promociones filosóficas de mayor relieve presentan a su base esta característica del irracionalismo en lo que respecta al tratamiento de sus problemas. Así el emocionalismo de Scheler y Hartmann, el temporalismo de Heidegger, el élan vital bersogniano...

Como es natural, el proceso sustitutivo prosigue. En lugar de explicación se pone ahora descripción; en vez de individuo, medio; frente a la noción de iniciativa autónoma, la de subordinación al valor.

Tal concepción estructuralista, en la cual el todo conforma y decide, prevaleciendo sobre las partes, no se reduce a la revolución ya señalada en la Psicología; sino que, extendiéndose, va a permear todas las otras actividades humanas: la Física, donde W. Koehler ha iniciado los trabajos de aplicación al estructuralismo; en Lingüística, en la que Karl Vossler, oponiéndose al criterio hasta ahora prevaleciente del elementarismo lingüístico, afirma la indudable naturaleza estructural del lenguaje. Para él la articulación gramatical es consecuencia de un proceso de subdivisión, de fraccionamiento puramente mecánico. Por consiguiente, concluye que la creencia en una integración a base de unidades –discurso, período, proposición, palabra, sílaba– es completamente ajena a la original naturaleza de la expresión verbal, que debe ser considerada, siempre, como un complejo. [22]

En la biología el cambio ha sido, sin duda, tan notable que no resulta aventurado afirmar que es en esta ciencia donde la nueva concepción ha encontrado su más espléndido campo para un desarrollo casi increíble, al extremo de haber hecho caducar totalmente la vieja concepción darwinista mediante el derribo de sus dos pilares fundamentales, a saber: la variación y la lucha por la existencia (puntos de arranque en la teoría evolucionista de la descendencia). Esta crisis puede comprenderse mejor apelando a las siguientes expresiones de uno de los más famosos biólogos del presente{9}: «Los darwinistas, como partidarios de la doctrina de la variación, consideran cada individuo como un conglomerado de diversas elementos, cuya estructura es sólo el resultado de una especie de proceso interno de fermentación. Esta fermentación opera tan pronto sobre ésta como sobre aquella parte y las modifica. Cuando en un individuo están modificadas todas las partes, precisamente por ello pertenece a una especie nueva.» «Los partidarios de la mutación conciben al individuo como un cuadro, en el cual se puede producir cierta variedad mediante un cambio accidental en la aplicación del color, sin cambiar el cuadro en su composición total...» «La nueva biología vuelve a acentuar principalmente que todo organismo es una producción en la cual las diversas partes se encuentran reunidas según un plan permanente, y que no representa un informe y fermentante montón de elementos que sólo obedezca a leyes físicas y químicas». También el eminente Edgard Dacqué{10}, abundando en esto, nos dice:

«Entendemos por forma primordial, por protoforma, no el punto de partida corpóreo en la historia de una especie, sino la constitución típica, que ya existía plenamente desde el principio en todas las especies y géneros correspondientes a un tipo; la potencia que constituye el elemento vivo y permanente a través de todos los cambios de forma exterior: una entelequia, a la manera de como Gothe entendía el concepto de protoforma. Con ello la palabra «desarrollo» recobra su profundo sentido de manifestación de lo que ya existía en el interior, que inconscientemente la lengua había preparado».

Finalmente, en lo social, es posible encontrar valiosos intentos de interpretación de su naturaleza peculiarísima, partiendo de la noción de estructura. Un notable filósofo germano, Alfredo Vierkandt, ha llevado a cabo, en este sentido, una labor de indudables méritos. En sus investigaciones{11} afirma que «no parte de las unidades humanas que constituyen la sociedad o el grupo, sino del grupo mismo como unidad». ¿Se quiere más claro? Vemos, pues, predominando en lo social la idea de estructura, de totalidad.

En lo que respecta a la dinámica social, también se advierte, de muy señalada manera, la importancia que la noción de forma, de estructura va adquiriendo. Hay una supremacía del todo sobre las partes, una subordinación de éstas, no a una finalidad que reside en ellas en cuanto entidades aisladas, cada una en sí y por sí; sino a una finalidad que trasciende lo puramente individual, para afectar a lo colectivo, a lo totálico. Como en la estructura del complejo psíquico, o del lingüístico, también en la del social lo individual adquiere sentido dentro del complejo a que pertenece. Un sentido que está dado en función de la finalidad implícita en el complejo.

La socialización de los medios de producción y de consumo, del capital y de la riqueza, tanto como la progresiva y persistente extensión de la acción tutelar del Estado (como el gran complejo social a que subordinar todas las actividades, intereses, preferencias y decisiones individuales), son razonables motivos para pensar que también en el ámbito de la realidad social, la concepción estructuralita, totalizadora, de subordinación de lo individual a lo colectivo, parece estar abriéndose paso, ganando cada vez más terreno. Hay una tendencia, cada vez más acentuada, a conferir al conjunto una importancia superior a la de las partes que lo integran; importancia que se mide por lo que el conjunto representa respecto del individuo (claro es que considerado éste como integrante del conjunto, dentro del cual adquiere, incluso, su propia significación individual; fuera del cual, ni como individuo puede ser tenido en cuenta). De esta suerte, lo individual es lo que es a causa del complejo a que pertenece; pero, a su vez, dentro de éste adquiere una significación que trasciende la esfera de lo puramente individual. El sentido lo confiere el conjunto –razón de ser de sí y de sus partes. Y así pues, la finalidad no es ya el individuo, sino esa trascendencia en que consiste la integración subordinadora de los elementos al todo. Si se piensa con cuidado, se verá como todos los intentos de solución de los grandes problemas sociales de la hora presente, ofrecen ese mismo perfil.

En este sentido, el marxismo constituye, [23] hasta ahora, el intento más divulgado, por ende el más conocido, de lograr una solución eficaz al grave conflicto social legado a Europa por la Revolución Francesa y que ha alcanzado en nuestros días su máxima intensidad. El gran pecado de la Revolución –según es de sobra conocido– consistió nada menos que en pretender el triunfo de una razón del hombre como pura razón individual. Los «ideólogos» de 1789 creyeron sinceramente que era posible una «armonía racional» absoluta entre los seres humanos; de suerte que, con prescindencia de toda otra peculiaridad, éstos podían y debían ser capaces de integrarse en núcleos sociales absolutamente fundados sobre principios racionales. Empero, como se comprobó rápidamente, el hombre dista mucho de ser esa razón individual; no es sólo esto, sino algo más, es decir, «un ser que siente, que obra, que tiene voluntad».

El cambio había sido, pues, más aparente que real, ya que, en el fondo, quedaba pendiente, irresuelta, la gran cuestión: la de un reacondicionamiento del ser humano dentro del ámbito de su inevitable convivencia. Es por esto –como lo señala H. Lefebvre– que las comunidades entonces existentes (las religiones, la jerarquía corporativa y feudal, las provincias y Estados) , no sólo resisten al ensayo ideológico de descomposición en individuos «libres», sino que, aún más, se afianzan como tales. Consecuencia de todo esto es que, después de la Revolución, la nación francesa, a despecho de su pretendido y proclamado carácter de «grupo racional», sigue siendo una de tantas entre las naciones del Continente. La nueva clase llamada al poder, la burguesía, originariamente mediocre, se vuelve rápidamente un núcleo tan poderoso y extenso como cínico y descreído, que hará de la riqueza y el poder el ideal por excelencia. A esto se une el auge de las ciencias positivas, convertidas en técnicas de producción cada vez más eficaces, y que, por consiguiente, tienden a hacer cada vez más complejo el problema social. Y así, con ambos elementos: incapacidad de la clase dirigente y progresiva complicación de los fenómenos sociales{12} queda planteada la crisis en cuyo seno irrumpirá la filosofía inaugurada por Carlos Marx. Filosofía que se propone «tomar al hombre en sus elementos y por consiguiente en su vida práctica, en sus actividades reales, olvidados por el racionalismo moralizador. Ha de encontrar un punto de apoyo más eficaz que la razón abstracta o las «opiniones» de los individuos... Ha llegado el momento en que la actividad humana entera –la actividad creadora y productora, económica, política, espiritual– ha de volverse objeto de conciencia e integrarse en una concepción rigurosa del universo. Lo humano es esta realidad total, esta unidad encarnada en seres vivientes y concretos: los individuos».{13}

La libre iniciativa individual, la autonomía del sujeto frente a su medio, su orgullosa soledad, están en trance de liquidación. Ha sonado la hora trágica del petit Dieu leibniziano. Todo esto, porque el individualismo tradicionalista, ateo a pesar de los credos, liberal, autónomo en su quehacer, ya no resuelve el problema de los problemas, que es el de vivir en el mundo, de cualquier modo que sea, con la vista en el cielo o en el suelo. De ahí que haya una aparente renovación de fe que algunos pretenden ver como manifestación de nuevas formas de religiosidad. Pero no hay por qué ilusionarse demasiado con esto. En el pánico que supone la quiebra del imperio de la Idea autónoma que hasta ahora, a través de cuatro siglos, había venido rigiendo el destino del hombre, busca éste a qué asirse, y aún cuando –como ya ha ocurrido– lo haga echando mano de formas de vida ya gastadas, caducas, será siempre provisionalmente. O no habría Historia.

——

{1} Al hablar de realismo en el sentido en que lo hacemos, no se pretende contraponerlo al pensamiento con que se inaugura y prosigue el Cristianismo, hasta el final, más o menos discernible de la Edad Media, desconociendo lo que, filosóficamente, esta edad representa, desde el punto de vista realista. Supuesto tal entendimiento previo en quien lee, es que señalamos para el medievo, como su característica más acusada, la teológica, aún más, la teocrática.

{2} Puesto que el espíritu es un sujeto que piensa, y sólo por esto, es que se halla en posesión de una serie de principios evidentes en sí y por sí (las ideas innatas), que son los que el conocimiento utiliza como modelos con que contrastar toda noción proveniente de la percepción o de la representación.

{3} La crisis de la filosofía de los Tiempos Modernos comienza con el impasse en que se sume el propio Descartes al aferrarse a la noción de sustancia, luego de haber llevado a cabo la formidable hazaña del ego cogito como punto de partida para una fundamentación irreprochable del conocimiento. Pero Descartes, como es sabido –como justamente le reprocha Husserl– se desplaza rápidamente, e inconsecuentemente, de su solipsismo a outrance a una noción sustancialista en la que se atasca, al extremo de que, para salir de dicho atascamiento, «se convirtió en el padre de ese contrasentido que es... el realismo trascendental» (Edmundo Husserl, Meditaciones Cartesianas. El Colegio de México, 1932, p. 43) . En este sustancialismo va a luchar afanosa y estérilmente por mantenerse a flote la filosofía de los Tiempos Modernos, sin conseguirlo jamás, pues cada vez pierde más terreno.

{4} Francisco Romero, Programa de una Filosofía, B. A., 1940, p. 15.

{5} Como también lo apunta Romero, op. cit.

{6} En esto consiste el inmoralismo de Maquiavelo, tan llevado y traído, también tan incomprendido. El «agudo secretario florentino» no hace otra cosa que apelar a la razón, ahora, es claro, al servicio del Estado, y por esto, como un fin que justifica, no cualesquiera medios, sino los suyos propios, los específicamente inherentes.

{7} El impasse sustancialista de Descartes conduce, en Inglaterra, de Locke hasta Hume, a una crisis negadora, no ya de toda sustancialidad, sino, aún más, de toda posibilidad científica, como es sabido. En el Continente, aunque no tan radicalmente, dicha crisis se esboza ya en Spinoza con su afirmación de la que las dos sustancias pensamiento y extensión son «modos» o «apariencias» de otra previa, pero jamás dables como realidades entitativas autónomas. Y luego Leibniz hablará del mundo, de la étendue, como una «proyección» del pensamiento, y nada más. Finalmente, tras la conciliación kantiana, vendrá la crisis del siglo XIX.

{8} A este respecto hace preciosas explicaciones Nicolás Hartmann en su Grandzüge einer Metaphysik der Erkenntnis (Fundamentos de una metafísica del conocimiento). El sujeto cognoscente, dice Hartmann, está rodeado por un círculo que es el del ser conocido por él; a su vez este círculo se halla contenido en otro, el de lo cognoscible, que, también a su vez, se encuentra rodeado por otro, desconocido y absolutamente incognoscible: la esfera de lo trasinteligible. Así pues, tenemos que lo transobjetivo puede ser: 1) transobjetivo inteligible y 2) transobjetivo trasinteligible. En cuanto a lo irracional, distingue Hartmann cuatro especies, a saber: 1) lo irracional como irreductibilidad y contingencia, que es característica de los principios lógicos; 2) lo irracional en cuanto alógico (el caso de objetos ideales no lógicos –morales, estéticos–, como también la materia sensible); 3) lo irracional en cuanto dato intuitivo que no puede llegar a constituirse en objeto de conocimiento por carecer de las categorías comunes a todo objeto cognoscible por vía teórica; 4) lo irracional en cuanto trasinteligible y alógico, imposible de aprehender ni por el conocimiento ni por la intuición, es decir, lo absolutamente trasinteligible. Para Hartmann esta especie de irracionalidad es la más importante de todas.

{9} Jacobo von Uuexküll, Ideas para una concepción biológica del mundo, trad. del alemán por R. M. Tenreiro, Espasa-Calpe Argentina, S. A., Buenos Aires-México, p. 17. El subrayado es mío.

{10} Edgard Dacqué, Urwelt, Sage und Menschheit, Eine natur-historich-metaphysische Studie, 1924, p. 56 y ss. El subrayado es mío.

{11} Alfredo Vierkandt, Gesellschafts und Geschichtsphilosophie (Lehrbuch der Philosophie, herausgeben von Max Dessoir; Die Philosophie in ihren Einzelgebieten, Berlín, 1925, pp. 841.

{12} Esto, como es lógico suponer, de un modo muy superficial y sin que hayamos intentado ni por un instante definir tamaña cuestión.

{13} Henry Lefebvre, Nietzsche, Versión española de A. H. de Gaos, Fondo de Cultura Económica, México, 1940, p. . El subrayado es mío.

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