Revista Cubana de Filosofía
La Habana, enero-diciembre de 1948
Vol. 1, número 3
páginas 4-11

Roberto Agramonte

Prefacio a la filosofía cubana { * }

 
1. La filosofía cubana en su circunstancia

Nuestro vino es agrio,
pero es nuestro vino.

Martí

Mientras el mundo de la naturaleza –estudiado principalmente por las ciencias– está constituido por aquella zona de la realidad que es producida de modo independiente de las actividades del espíritu, el mundo del espíritu en cambio está representado únicamente por aquello que él mismo ha creado. Eso creado por el espíritu lo ha sido a virtud de funciones, y una de éstas, cuyas lucecillas son las ideas humanas, es la histórica. Las ciencias del espíritu recogen las manifestaciones temporales en que la mente humana, en su proceso de perenne interiorización y subjetividad, ha llegado a hacerse objeto de sí misma{1}.

Cada hombre y cada pueblo, en cada momento del tiempo –estamos hechos de tiempo– hacen inteligibles, al menos, cuando no lo manifiestan con máxima fuerza de expresión, su intransferible actitud hacia la vida por medio de ciertos principios que en definitiva reglan su conducta. Por necesidad psicológica ellos consolidan en ideas su visión entrañable del mundo, y así cada vida personal o colectiva –grupo social, pueblo, humanidad– se dota de significación. Cuando esta tarea se logra de manera elaborada y cabal, se traduce en una concepción del mundo. Cuando es más modesta –como sucede en no pocos hombres representativos de nuestro pensamiento– toman la forma de actitud filosófica, que no por serlo es menos vital, válida, significativa, útil. He aquí el caso de José Agustín Caballero. Ya dijo Martí que las obras macizas y corpulentas requieren sin remedio gran suma de condiciones favorables. Pero el llegar a ese hito de perfección, a una Weltanschauung, suele llevar a su autor –hombre o nación, que ésta no es sino un hombre en grande–, por uno como orgullo inconsciente, a la idea errónea de que esa su cosmovisión es absoluta, válida para siempre, por sobre los hombres, los tiempos y los lugares, como si representase el espejo de la verdad, la arquetipia, la manifestación de una ley de naturaleza; es más, piensan que la asunción de semejante valor absoluto sólo puede ser puesta en duda por el sujeto frívolo, tocado un tanto de escéptico frenesí{2}. El sociólogo del conocimiento busca también afanosamente esos mundos, esas grandes visiones, en cada etapa histórica que penetra y perfora, pero descubre al cabo que éstas varían de época a época, que son mudadizas, relativas y sujetas a inexorables leyes de movilidad vertical y horizontal{3}.

La historia, habiendo revelado la relatividad de todas las ideas y tipos humanos, habiendo sustituido la categoría de sustancia por la de relación, por la de función{4}, termina señalándose su propia relatividad. Sin duda, el historicismo es un método ejemplar para el estudio de la filosofía y de las manifestaciones culturales y políticas de América, capaz de explicar suficientemente el destino específico de cada idea, obra, sistema, invención, creación ajustadas a su propio marco histórico. Sólo así será posible escapar del dogmatismo, de las absolutas de que hablaba Luz Caballero; pero a la vez, ello no nos ha de confinar en un estado de apatía, de decepción, de escepticismo. Por el contrario, el realizar esa relativa circunstancialidad nos llevará a encontrar en ella una fuente de inspiración y de libertad. Si nuestros antepasados, en efecto, reaccionaron ante su escenario filosófico de un modo determinado, y nosotros, hoy, nos conducimos de modo distinto, ello prueba tan sólo que, en definitiva, el hombre no es mera naturaleza humana, ya que hay diversidad de naturalezas humanas, y que en cada época –ante sus propios e inexorables conflictos– cada existencia personal o nacional sabe proveerse de su propia forma de vida histórica, y encontrar su propio camino, en lo que llamaría Scheler la colaboración histórica del hombre con Dios.

La vida humana, en suma, está provista de múltiples capacidades. Ella no es, ni más ni menos, que la realización en el tiempo de la razón, no en el individuo, sino en la generación, o en la especie, a tenor de la doctrina sociológica kantiana{5}. La intuición kantiana de que el hombre sólo se realizaba y perfeccionaba en la especie, fue vista con mirada zahorí por nuestro filósofo José de la Luz Caballero cuando dijo que el hombre se desengaña al ver que surgen nuevas opiniones, nuevas razones; «un siglo hace la crítica de otro: una razón sucede a otra razón: aguarda, que el tiempo te lo dirá»{6}. [5] Es el todo pasa del Kempis. Es el mudar propio de la razón histórica. De ahí que sea aplicable a nuestra circunstancia americana la idea de Dilthey, de la conciencia de la finitud de cada estado humano, de cada teoría científica, de cada creencia. Es éste el primero o último paso del hombre hacia su liberación; el percatarse de que cada forma de expresión de lo bello, cada acto heroico, cada manera de santidad no es más que el modo de manifestarse una realidad, no la realidad. Frente a la soberbia de lo absoluto de cada filosofía o de cada planificación política, el hecho histórico eterno es precisamente la continuidad de la fuerza creadora del hombre, a despecho de sus oposiciones implícitas en el tiempo.

Claro está, que no hablamos de continuidad o complementación de posiciones arbitrarias o reprochables, sino de las que tienen un análogo coeficiente de eticidad creadora.

La mejor filosofía cubana surge inmersa de escepticismo creador, como producto de una skepsis de gran estilo. Así se advierte en Luz, en Varela, en Varona, en Andrés Poey. No de escepticismo fútil, negativo; es que los más grandes escépticos fueron los hombres más afirmativos y valerosos, que repudiaron sólo precisamente las negaciones que obstaban la inteligencia y la voluntad en su libre juego; ellos combatieron sólo el error que obceca, la ignorancia que degrada, la crueldad que tortura, el odio que mata. Sólo ellos, para seguir a uno de sus maestros, Anatole France, han sido los genuinos idealistas, los que soñaron con un mundo hermoso pero vieron cuán lejos estaba el hombre de él. Su habitual ironía fue sólo la impronta de su decepción. «Rieron para no tener que llorar».

También nuestros filósofos más constructivos usaron el arma de la ironía. La usó Caballero contra el ergotismo escolástico, la usó Luz en la fragorosa polémica filosófica en lucha patética por la verdad. «En cuanto a la ironía –declara el maestro del Salvador– la he empleado alguna vez a ejemplo de los hombres más graves, modestos y mesurados así entre nosotros mismos como en todos los países del orbe, sin que ello haya menoscabado ni atacado los fueros de la filosofía: testigos notables, entre nosotros, sin salir de nuestra tierra, nuestros venerables sacerdotes Caballero y Valera, filósofos de corazón y de profesión. La ironía –patrimonio de las almas apasionadas y fuertes{7}– se emplea para ayudar el triunfo de la verdad». Era esa virtud socrática, era ese «delicate art of making enemies» del pintor Whisler, era ese cumplirse el aforismo del propio Luz Caballero «amigo de todos, amigo de nadie», o el recordado por Caballero en su polémica sobre la historia de Cuba Amicus Plato, sed magis amica veritas{8}. Se trata en estos precursores ideológicos y formativos de la conciencia libre americana de hacer del humor y hasta de la sátira un atributo de los valores superiores, de su lucha en la arena de la tierra. «Hay una sátira patriótica –dice Luz– moral, humana, que es distintivo de las almas nobles, redentoras de la humanidad; hay casos en que es la última expresión del sentimiento del dolor y no del egoísmo»{9}. La actitud criticista, próxima a la anterior, ha de ser la constante –en sentido matemático– del mejor pensamiento cubano.

No quieren estos criticistas criollos hablar de la metafísica, de la metafísica única, que no la creen posible. Cada filosofía –dirían por boca de Luz– debe saber «contar su propio cuento». Es que saben ellos que cada sistema temporal es una realidad, pero a la vez –paradójicamente– una evanescente ilusión. Saben alinear los sistemas de ideas en un proceso histórico de corrección y de rectificación, para iluminar la conciencia metafísica, cuya verdad nadie se puede arrogar para sí, para verla con «el ojo de Dios» de que hablaba el psicólogo Schubert, epígono de Schelling, anotado por Luz. De esta matriz parte la autenticidad de la filosofía cubana, alojada en sus propios marcos históricos, una filosofía de valor funcional, vital. No querrá por ello Luz Caballero para nosotros una filosofía de Grecia, o de Escocia, o de Alemania; que «bueno es saber como otros piensan, pero mejor es pensar uno mismo»{10}. Su ideal fue lograr para nosotros ese saber propio, ese saber de salvación. He aquí el contenido a llenar en la tarea filosófica. «Yo no le pedí a nuestros espiritualistas –subraya– que fueran originales a estilo de Platón o de Cartesio, sino que al menos supiesen contar su cuento»{11}. Este dicho inglés se convierte en una tarea por hacer. Contar el propio cuento es el camino previo a los propios planteamientos y soluciones. Aspiraba el sabio mentor a que el filósofo y el hombre de ciencia de América tuvieran –como podían tener– la gloria de inventar como cualidad primera, y como calidad segunda la de examinar lo que inventaron e inventan las inteligencias superiores, estudiando todos los autores pero «haciéndolos pagar en la aduana de nuestro entendimiento», sean quienes fueren, «sin avasallar nuestra razón más que a Dios»{12}. Eminentes y alentadoras son estas palabras de Luz, tras las cuales cabría preguntar: ¿cumplió Luz con ese programa?, [6] y cuya única contestación, por el momento, sólo puede ser la promesa de un libro sobre su filosofía en relación a su vida y a su tiempo.

Con razón ha dicho Menéndez y Pelayo, quien sólo pudo conocer la filosofía cubana por datos fragmentarios de su tiempo, que Cuba en ochenta años del siglo XIX «ha producido, a la sombra de la bandera de la Madre Patria, una literatura igual, cuando menos, en cantidad y calidad, a la de cualquiera de los grandes estados americanos independientes, y una cultura científica y filosófica que todavía no ha amanecido en muchos de ellos»{13}. Este texto no nos ha de conducir por las sendas desesperanzadoras de los que vacilan en estimar debidamente el aporte de la filosofía y de la ciencia americanas. El problema de la originalidad de nuestra filosofía debe ser equilibrado con el de su funcionalidad, el de su razón vital. Del Asia brotaron como de un manantial las grandes religiones universales; sin embargo, Europa fue escenario de la prédica de la principal de ellas; y en ambas Américas cobró funcionalidad, experimentó las mayores pruebas el cristianismo. Las formas de arte –la pintura, la novelística, la poesía, el ensayo– han alcanzado en América mayoría de edad, vivencialidad, sello propio y original. No debemos sobreestimar, exagerar lo que tenemos; pero tampoco se debe subestimar lo que todavía no se ha investigado exhaustivamente, ni se ha puesto a flote. Giovanni Papini, en reciente charla recogida en forma de artículo en una de nuestras revistas americanas, sostiene que lo mejor de América es medianía de Europa y ofrece una visión en globo desalentadora de la cultura latinoamericana. «América lo ha recibido todo de Europa», sostiene el escritor florentino, «y no ha de restituir, al menos en parte, los tesoros que recibió de la civilización latina». Su contribución no es universal. No tuvo teólogos ni místicos famosos, ni siquiera un movimiento herético. Su filosofía son los sistemas europeos. Ningún nombre de América tiene importancia en la historia del pensamiento. He aquí algunas de las negaciones absolutas del autor de Gog. Pero –ha de decirse– todo es del color del cristal con que se mira, y para nosotros sí tienen importancia nuestros pensadores, que formaron en cada pueblo esclavizado una conciencia ética para la libertad, que no es la vida para la filosofía, sino la filosofía para la vida. Puede retrucarse al humorista italo que las comparaciones son odiosas, y que el método de las absolutas lleva a un mal planteamiento de términos de la cuestión a debatir. En literatura ya se presenta mejor la América, continuará diciendo aquel crítico, pero ésta no ha ejercido influencia sobre la literatura europea. Del hecho, hemos de objetar, de que las literaturas europeas sean grandiosas, o superiores a la nuestra, no se infiere que la nuestra deje de ser importante, y no tenga suprema significación para nosotros. Vuelve Papini a hacer comparaciones, al decir que Bello y Cuervo en filología no pueden competir con los dos Menéndez (Pelayo y Pidal). Se olvida asimismo, que la filología de los problemas autóctonos de América tiene para nosotros un valor inapreciable, y que las peculiaridades idiomáticas del Nuevo Mundo revisten para este hemisferio verdadero valor. «Si Bello hubiera sido escocés o francés, su nombre figuraría en las historias de la filosofía universal corno uno más, en pie de igualdad, con los de Dugald Stewart y Brown, Royer Collard y Jouffroy, si es que no con los Reid y Cousin». Esto afirma José Gaos en el prólogo a la Filosofía del Entendimiento de Andrés Bello, México, 1948.

En las ciencias, reitera Papini, no hay un descubrimiento, una nueva teoría legada por América. Pronto olvidó el ingenioso florentino que el cubano Carlos Finlay erradicó con su gran descubrimiento del agente microscópico transmisor, el mosquito Culex{14}, el azote de la fiebre amarilla en todo el mundo. En literatura se olvida de Darío, el genio de estro y siringa universales; de Martí, genio incomparable; de Montalvo, el Cervantes de América, bienhechor de la humanidad, según César Cantú; de Rodó y Sarmiento, cada uno con su propia tarea universal, que es la lucha por la libertad y por un mundo mejor. Si la América no tuvo un Erasmo, tuvo en cambio un Bolívar, encarnación viva del arquetípico Don Quijote. Si hubiera habido un genio, todos en Europa lo hubieran sabido, –vuelve a decir el paradojista florentino– y luego ofrece esta teoría sociológica; la energía espiritual de un pueblo es una cantidad fija: si es impedida en un orden de actividades, no lo puede ser en otros. Es así que... América ha gastado la mayor parte del capital de su inteligencia en la lucha por el aprovechamiento de su suelo y en la lucha política; ergo... poca fuerza le queda para los trabajos superiores del espíritu. Protesta, en definitiva, de que las palabras anteriores no constituyen una reprobación, sino un llamamiento a la esperanza, y asegura que tal panorama desaparecerá{15}. Una ojeada a la vida científica, literaria, técnica, filosófica de nuestra América, trabajo de suyo dilatado, no nos haría registrar un balance pesimista. Quizás nunca ha habido más cultura que en la hora de hoy, más publicaciones, más afán de autoconocimiento; y en cuanto a una política dirigida por la filosofía, como quería Platón, Europa no puede –luego de su destrucción parcial– ofrecer una gran lección filosófica. Implicas in terminis, podría decírsele. [7]

Que no es nuestro objeto sobreestimar, sino poner las cosas en su punto, lo hemos de inferir con el pergueñado enjuiciamiento que hizo en 1839 acera de la fase auroral y primigénica de nuestra cultura el sesudo José Zacarías González del Valle: «No han faltado en nuestra patria –escribe en un análisis del texto filosófico de Caballero Philosophia Electiva– hijos ilustres, que si bien poco originales en razón a la carencia de teatro, han seguido el movimiento científico y literario de la culta Europa, sirviéndonos como de un eslabón por el cual nos enlazamos a ésta. Vemos con entusiasmo el advenimiento de cualquier secta filosófica. A veces nuestro adelanto es el reflejo débil y tardío que manifiestan las naciones destinadas a promover las mudanzas y los descubrimientos de las grandes épocas, a tomarse la iniciativa y a imponer, como si dijéramos, la ley al mundo. No carecemos, sin embargo, en nuestra limitada esfera, de los elementos que en otras partes dominaron las inteligencias, adquiriendo el auge que las hiciera famosas. Las mismas causas han producido los mismos efectos porque la humanidad es una»{16}. Esto está dicho cuando aún no se ha producido el gran movimiento científico y filosófico de esta Isla en lo que resta del siglo XIX.

Nuestra dimensión americana –ha precisado excelentemente Menéndez Samará– ha tamizado la cultura importada, y desde un principio mezcló su propio pathos produciendo algo nuevo, un verdadero mestizaje cultural, si no en lo que atañe a la verdad científica, cuya universalidad es indiscutible, sí en lo referente a los más altos estratos del espíritu, como son el arte y nuestro concepto del mundo y la vida, que incluye –como es natural– a las teorías políticas y sociales. No, nuestra cultura no es pura mimesis; esto puede halagar a los que vienen de lejanas tierras y en alguna forma tienen la pretensión de seguirnos conquistando; pero la verdad es otra: hemos sincretizado, aunque no siempre lo más valioso y digno de ser escogido a nuestra idiosincrasia. Alude luego al plateresco y al churrigueresco mexicanos, y a la pintura cuzqueña que expresaron algo que no se encuentra en el realismo de un Zurbarán. Las ideas francesas e inglesas las tonalizamos para fundar nuestras naciones. Aun «algunos indoamericanos quieren ver con los cristales histórico-culturales de otros países o continentes, pero aun ellos, sin darse cuenta, imprimen un sello peculiar a la importación libresca acuñando una nueva producción»{17}.

2. Naturaleza sociológica del pensamiento cubano

Todo grupo humano, en cada etapa histórica, posee un saber propio y característico de su propia existencia y de los valores que reconoce como válidos. No hay grupo sin conciencia de grupo, ni generación sin conciencia de generación, como no hay clase sin conciencia de clase. O mejor: no hay un yo sin un nosotros previo, y aunque el nosotros no agote ni pueda agotar las posibilidades creadoras de vida, siempre está allí, lleno de contenido, antes que el yo, esto es, antes que se constituya la vocación –llamado intransferible del destino– y se realice la obra personal. Sin aquel trasfondo del yo colectivo en el que el yo ético se interioriza, se hacen incomprensibles los movimientos históricos. La sociedad, digamos, es algo más importante para el pensamiento –que suele concebirse como puro– de lo que suele creerse.

El pensamiento es un agente catalizador con potencia milagrosa capaz de disgregar todo un ciclo político, económico, social e ideológico de rutina, y de reorganizarlo sobre bases distintas. En cada sociedad, en efecto, lo que se piensa, lo que se cree, lo que se siente, dinamos de la acción subsecuente, está interna y subrepticiamente escindido a causa de contradicciones determinadas por antagonismos de grupos, producidos, a su vez, por discrepancias en la manera de concebir no sólo la realidad material –lo económico, lo existencial–, sino también la realidad trascendental, esferas que suelen tácitamente conexionarse. Las ideas de los pensadores –especialmente en las épocas críticas, de transición o prerrevolucionarias– no suelen nacer como prolem sine matre creatam, como criaturas de la nada, sino que están consignadas al contexto social. Los modos diferentes de experimentar –de padecer, de gozar– de los bienes, entre los individuos o grupos de una determinada sociedad, condicionan diversos rumbos históricos. Tal aconteció con el intelecto cubano cuando se produjeron esas corrientes ideológicas que se denominaron escolasticismo, cartesianismo, espiritualismo, sensualismo, utilitarismo, eclecticismo, iluminismo, positivismo, krausismo, evolucionismo, humanismo, en cuanto tipos universales de pensamiento, lo mismo producidos en la India y la China{18} que en Europa y en el resto de América. A los cambios en nuestra circunstancia políticosocial están correlacionados cambios en las maneras de pensar. [8] Nuestra filosofía americana no está separada del entramado de nuestra vida, no es una planta de invernadero. De ahí la necesidad de tomar en consideración la naturaleza sociológica de nuestro pensamiento. El pensamiento de la colonia es absolutista, universalista, imperialista, monista; el modo ideológico de la pre y la emancipación es constitutivamente empírico, liberal, positivo, progresista, evolucional, humanista.

Hay más, cada sistema nuevo de ideas es expresor del inconsciente colectivo del grupo oprimido, cuyas emociones están reprimidas; aquél contiene –a manera de panacea– la transformación urgida del orden vigente, poniendo la u-topía al lado de la topía, aquél diagnostica la situación real, vivida, y dicta el curso posible de la acción. Las acciones colectivas de un pueblo son efectos del dinamismo de ese inconsciente reprimido. De aquí que tal pensamiento pase al nivel de lo emocional, de lo transracional, y nutra vitalmente la mente de los componentes más sensibles de la sociedad tanto en su fase quieta de crisis cuanto en su momento cataclísmico. Por eso dice excelentemente Carlos Mannheim, que «pertenecemos a un grupo no sólo porque nacimos en él, ni porque declaramos formar parte de él, ni porque protestamos serle fieles y acatar sus mandamientos, sino principalmente porque vemos el mundo y ciertas cosas en la misma forma que dicho grupo los ve; esto es, con el mismo sentido que el grupo les presta»{19}. Tal vivencia resultará insoslayable para explicar la gradual integración y consolidación definitiva de la conciencia cubana, de la nación, en última instancia. En suma, las ideas que generan las mentalidades cimeras están consignadas en todo momento, cualquiera que sea su forma o vehículo, a su pueblo, aun cuando esos solitarios –llámense Caballero, Luz, Varela o Varona– se retiren y recojan en su sanctum silentium, y sepan que si el alma habla ya no habla el alma.

3. El pensamiento cubano como autorrealización de la idea de libertad

La historia del pensamiento filosófico cubano es una marcha del espíritu hacia la autorrealización de la idea de libertad y hacia la sustitución de una fe muerta por una fe viva. Al inicio de nuestra existencia, el poblador, exótico de suyo, apenas tiene conciencia de la cubanidad, y se encuentra, por el hecho de la conquista, como incrustado y sumiso en la mera naturaleza; es en sí naturaleza, no espíritu que se conoce a sí mismo y proyecta valores. La conquista es un impulso irracional, no racional, pues supone el uso de la violencia. Vive ese mero habitador exento del sentimiento de ser algo potencial. Por eso el interés del colono se centra hasta muy entrado el siglo XVIII en lo exterior, en el mundo cartográfico, en la flora o la fauna, en el suelo o el subsuelo; esto es, en rendimientos de cariz explotativo. La evangelización, en su puro sentido, sólo se produce de modo excepcional. La Gran Antilla ha sido un hallazgo, tope de un azaroso descubrimiento. y por ello el espíritu de sus moradores primigénicos se encuentra aún en estado sorpresivo, soñoliento, preconsciente. Por eso no se escribe aun la propia historia, que es encuentro del hombre consigo mismo en la temporalidad, sino hasta fines del siglo XVIII. Esta larga y tediosa etapa –llena de inseguridad– constituye la infancia de nuestra vida colectiva.

La estructura colonial representa un todo cuasi orgánico, cerrado, mecánico, condicionado por un orden jerárquico con formas y usos precisos, en que cada súbdito conoce el lugar que le está asignado en la sociedad. Forma ésta un régimen explotativo ordenado en una relación de medio a fin, siendo éste principalmente los pingües beneficios que deja al gobierno metropolitano la oprimida economía colonial basada en un régimen ominoso, en la trata y tráfico de esclavos, que Luz llamará «nuestro pecado capital». Las formas prevalecientes de la vida educativa son, hasta llegar a Caballero y su época, el magister dixit decadente y un precario servicio de instrucción escolar dispensado por la frailesía en los conventos. La conciencia individual está diluida en los úkases de la Capitanía General, representación en la siempre fiel Isla de Cuba del Imperio de Felipes y Fernandos; está regimentada por reales cédulas, reales decretos y disposiciones de los gobernadores y segundos cabos de esta provincia española, salvo contadas excepciones, despóticos, arbitrarios y sin otro objeto que la exacción de la ingente riqueza de este suelo. No existe por ello opinión discordante, equilibrio de partidos, como notas propias de toda sociedad política.

Es un mundo ordenado jerárquicamente. Los oficios se dirigen con el más sumiso respeto ante la superioridad. Los escritos son ceremoniosos y llenos de parsimonia. Se teme rozar o lastimar la tabuidad del personaje. El solicitante de algo, todavía en 1850, se llama a sí mismo el deprecante. Los escritores guardan una rigurosa uniformidad formal y de estilo, cuya variación implica un separarse de su rol funcionario. Es así como un testamento se encabeza de acuerdo con un patrón formulario 'en que se exige la profesión de fe oficial, «creyendo y confesando en el último y en todos los misterios y sacramentos que cree y confiesa nuestra Madre la Iglesia Católica Apostólica Romana»; y en ellos se ordenan se paguen los tres pesos de las mandas pías patrióticas así como los dos reales en cada una de las mandas forzosas. [9] No se puede, o es difícil, ir contra «el torrente de la costumbre»– frase de José Agustín Caballero.

Empero, a fines del siglo XVIII esta comunidad cerrada y homogénea, ya no medrosa de la asaltería de corsarios y piratas, comienza a transformarse en sociedad{20} y con este hecho surgen las contradicciones internas expresas o latentes en su cuerpo social. Así brota del espíritu del criollo, esto es, del hijo de español nacido en esta tierra, una autoconcienciosidad, unida a expectativas, proyectos de menor o mayor dimensión, ingentes esfuerzos que dotan de acusado perfil a su propia persona, a pesar de que le obstruye –pues ve en él su enemigo potencial– el gran capitalista metropolitano, ya en el mundo de la política, en que reclamará por de pronto el establecimiento de un gobierno autonómico para esta provincia, ya en la esfera económica donde adquiere conciencia de su arraigo a esta tierra suya, incorporándose al espíritu de empresa, propio de la economía libre, ya en el mundo de la cultura donde ejerce la hegemonía y prepara la conciencia criticista determinante, en alto grado, de la emancipación. Esta fase es de transición. Todos sus hombres representatitivos son bifrontes, eclécticos; en cuanto tales hay que habérselas con ellos a fin de explicar causalmente –y justipreciar y comprender– su comportamiento, impelido por eminentes esfuerzos y lastrado por limitaciones invencibles en el instante histórico en que el destino les ha deparado vivir.

Un primer intento de autarquía en el orden político, esto es, de gobierno propio encuentra notable formulación en el meritísimo proyecto de José Agustín Caballero, notable por muchas –no todas– ideas que contiene. A esta actitud ecléctica en la politeia cubana, la única factible a los ojos de los criollos más inteligentes de ese_ tiempo, a esa fase intermedia de nuestra historia, corresponde causalmente una filosofía también ecléctica, o electiva, como prefirió llamarla el presbítero reformador del Colegio Seminario de San Carlos, donde formó la generación ilustrada que habría de dar un paso adelante de su última huella. Estos precursores topan los problemas frente a frente, por la primera vez, y tienen, a pesar de su actitud prudente –la prudencia es el eclecticismo de la moral, es el sacrificio de lo próximo por la obtención de lo lejano– una conciencia muy viva de lo mudadizo y cambiante, tal cual se operaba en ese orbe finisecular, sobre todo al sentirse los sacudimientos del mundo emanados de la Independencia Norteamericana, la Revolución Francesa y la Revolución Sudamericana. Era demasiado fuerte el cataclismo para que de algún modo no se percibiesen, oído en tierra, las transformaciones universales en las ideas de los hombres, la relación de las clases sociales, los bienes de la economía. «Cualquiera se maravillará de ver el modo con que alternativamente trasladan las cosas de una región a otra, y cómo cada pueblo pasa por todos los grados señalados en el sistema público –se lee en un artículo del Papel Periódico, presumiblemente de Caballero, titulado Pintura filosófica, histórica y crítica de los progresos del espíritu, 1798, mayo–. Las formas mismas de los sabios no están libres de esta inconstancia que forma el carácter de los humanos». La categoría de sustancia –digamos– se ha diluido en historicidad, preparando la idea de progreso. Así solía expresarse con su fraseo castizo, sopesado y elegante el hablista a quien Luz llamó el Néstor literario de Cuba, por lo cual ocupa siempre un primer lugar en las historias de nuestra literatura. Es el siglo de los abates escépticos. El seguirá muy de cerca al de Condillac.

Ante las presiones de la máquina colonial, el criollo se prevale del arma de la crítica, y comienza a fortiori esta fase intermedia o criticista de nuestra historia, que es transicional aunque prolongada. Su función será suplantar la fase cerrada previa. El eclecticismo sano será el puente entre lo caduco y lo nuevo que comienza a abrirse paso. Así es cómo pueden coordinarse el decreto de la libertad de imprenta y el instituto de la censura a periódicos, escritos, representaciones teatrales. Caballero es a la vez –suceso curioso– reformador y censor, caldera y freno de esa sociedad, o quizá, más bien, pastor de esa grey. Así se externa en los artículos del Papel Periódico de la Havana, donde funge de guía de la niñez, de la mujer, de la juventud, del buen gusto, de la dirección de las ciencias, etc. El incremento del vitando tráfico esclavista se produce al mismo tiempo que Caballero hace una cristiana y valiente defensa de aquellos parias maltratados en las azucarerías, escenas a las que se hace sensible este «Amigo de los esclavos». Los dogmas de la Iglesia, bajo observancia de censores de la inquisición –«sombra que se erguía como fantasma en la oscuridad, y el Índice Expurgatorio, soberbio padrón levantado por el fanatismo»{21}– se compaginan con una especie de libertad de cátedra que permite a los profesores formar su propio texto de acuerdo con su criterio electivo.

El Colegio Seminario de San Carlos, la Real Sociedad Patriótica, cuyo lema es «hacer la revolución desde arriba», y el Papel Periódico de la Havana –las tres instituciones troncales de nuestra ilustración finisecular– están aleccionadas por la prédica incesante y juiciosa de José Agustín Caballero, intérprete de las luces y progresos de su tiempo, y epígono de los hombres doctos y liberales que rodearon a Carlos III. Ya se habla de patriotismo en los escritos. A su vez comienza en la Isla Antillana el proceso de la máquina, aunque en forma modesta. En algunos aspectos parece que se disipa la tiniebla colonial. [10] Se habla en serio de encontrarnos en la hora inicial del siglo de las ilustraciones. El criollo más inteligente, a fuer de vivir y convivir en esta tierra –nuestra tierra– y de ejercitar el espíritu de empresa, propio de la fase del laissez-faire, se percata de que tales intereses –en el principio eran los intereses– son suyos propios, y estos emprendedores ponen en juego sus impulsos vitales que han de traducirse en una superestructura de ilusiones, entre las cuales el patriotismo cobra significativo auge. La situación de lejanía en que se encontraba la metrópoli al objeto de cuidar con justicia, en aquella allendidad geográfica y moral, sus provincias ultramarinas es argumento lanzado como flecha de Parto en los proyectos de gobierno autonómico de los criollos Caballero, Arango y Parreño y Varela. Lentamente se prepara un espíritu hecho a la emancipación, por más que haya de ser frustrado en la realidad. En 1808 ya ha rompido la aurora de la libertad en la América Española.

El criollo empresario ha despertado de su sopor y se resiste a seguir bajo la égida del Gobierno Central en términos de poder absoluto. El resto de los criollos, no operarios de empresas comerciales ni dueños de tierras, pero sí de su espíritu, formando filas en el artesanado o en el trabajo común, se hacen conscientes de los valores de la cubanidad. La estructura feudal de la etapa de conquista se irá agrietando, y el espíritu de emancipación sublatente irase desprendiendo de la sustancia histórica y cobrando madurez a lo largo del siglo. La crítica a la autoridad v la duda metódica se infiltrarán a través de la teoría gnoseológica y la práctica pedagógica. Los poetas civiles, los novelistas sensibles al pathos de la esclavitud, los anhelantes y frustrados diputados a Cortes y los educadores enseñarán a esperar a que madure la fruta, enseñarán el tempus ridendi, tempus lugendi del Eclesiastés. Habrá iniciadores y primeros mártires, que sellarán con su preciosa sangre el espíritu de la revolución, que es anterior a la revolución misma.

Este segundo momento ideológico crítico es lógicamente el de mayor riqueza filosófica, y revela de un modo más conspicuo la necesidad de las ideas, en cuanto ideas-fuerzas, para la vida de un pueblo en gestación; y aunque es antimetafísico, o mejor, antiontologista, ocurre en puridad que insurge en él una nueva metafísica, la empírica, que operará el formidable proceso de disolución del viejo y petrificado saber. Esta fase se extiende prácticamente en lo político desde el gobierno reformador e ilustrado del gobernador don Luis de las Casas –fijemos bien este nombre, que ha de ser pronunciado muchas veces en relación a Caballero– hasta el cese de la dominación española justamente al cierre del siglo diecinueve; en lo académico-docente se extiende desde la aparición de la Philosophia Electiva en 1797, pasando por las enseñanzas inmanentistas de Varela y de Luz Caballero, que componen respectivamente verdaderos ciclos filosóficos, hasta –por antítesis y contraste– los cursos de metafísica krausista, de recrudescencia ontológica, del catedrático Teófilo Martínez de Escobar en la Universidad de la Habana; y en lo ideológico hasta las prédicas evangélicas y libertarias de Martí con su concepción idealista, poeticometafísica y asistemática. Ambos situados en la trascendencia. Esta larga fase de nuestra historia se caracteriza por su ímpetu juvenil, y se mantiene en ella atizado el fuego de las ideas puras y del ideal.

Toda la última parte del siglo XIX, desde 1868 en que estalla la revolución redentora, está galvanizada por el fervor de la libertad, la igualdad, confianza en los derechos naturales e inalienables del hombre y la fe en el destino de la república que ha de advenir. Sus hombres aman lo imposible, como la Manta de Goethe. El pathos de lo heroico domina el mundo de la acción, que cobra proporciones de leyenda en la vida de los titanes de nuestra gesta emancipadora, almas prodigiosas que en la nada misma hallaron elementos para sus obras y aspiraciones.

De este pensamiento republicano, estructurado por los juristas de Cuba libre y por Martí, en quien se encuentran todas las premisas de la buena filosofía política, cobró forma la nacionalidad, esa herencia que se nos puso graciosamente en las manos a la generación de hoy. Del ideal de la nacionalidad se pasó a la república, a la realidad. Y a la fase crítica e ideológica, de la que nació la libertad esencial, subsiguió la etapa positiva durante la cual fue menester erigir la república a golpes de hecho, de observación y de experiencia. El cubano encontrose ante un nuevo hallazgo: encontrose de repente entregado a su propia madurez ciudadana. Esta es la etapa adulta de nuestra historia, en la que se puso a su disposición y disfrute esa bien ganada libertad. Su espíritu se supo a sí mismo como libre y por tanto responsable ante el bien y ante el mal. Así se integró la nación cubana, con una herencia de glorias pasadas y un programa de futuro por realizar. Nada sabremos a ciencia cierta de ese programa por cumplir si carecemos de la conciencia de lo realizado por los ideólogos del nuevo espíritu cubano ante su propias circunstancias siempre agonales. Ese pensamiento entrama nuestra razón histórica.

Contrayéndonos al movimiento ideológico cubano que precede a Varona, el profesor Warner Fite examinando la historia de la filosofía norteamericana, comparativamente, en la misma fase, declara: «I doubt if we could show as much interest in abstract philosophy, for that time, as these volumes –los relativos a filosofía cubana, Caballero. Varela, Luz Caballero, publicados recientemente por la Biblioteca de Autores Cubanos de la Universidad de la Habana– show for Cuba». [11] Ve que José Agustín Caballero, a pesar de ser un antiescolástico, aunque esté ligado a la forma escolástica, «is astonishingly openminded», y que su Philosophia Electiva «is no mere eclecticism –no mere compilation of ideas– but a search in each system of ideas for something to appropriate as truth». En Félix Varela ve con sorpresa a un sacerdote «que escribe como John Stuart Mill y como los empiristas ingleses». A Luz Caballero lo considera como una figura noble e impresionante.{22}

La fase positiva de nuestro intelecto –ya muy preparada por Luz Caballero, ebrio por los hechos, las experiencias, las inducciones– se extiende prácticamente desde la inauguración de la república, justamente con la apertura del siglo actual. Esta fase experimental es la de la forma democrática de gobierno, que es experimento, con todas las virtudes y las fallas del mismo. En lo académico se abre con las Conferencias Filosóficas (entre 1880 y 1882) de Varona, las cuales son voceros de su positivismo evolucionista.{23} Entre Luz Caballero y Varona se inserta un epígono del tipo de cosmovisión positiva de la especie ortodoxa, el científico Andrés Poey con sus obras Le Positivisme (1876) y M. Littré et Auguste Comte (1880), exponentes del papel de la ciencia y la filosofía científica del pontífice del positivismo y sus seguidores. Este momento postrero, extendido hasta el actual en que somos espectadores y actores, se caracteriza por el primado de lo empírico, de la observación anexa al sistema de las ciencias profundas; por un sustraerse a la mera especulación; por el auge de la educación motivada y la masiva; por el papel de lo tecnológico y lo maquínico en todos los respectos de la vida; por el incremento poblatorio de las ciudades y sus concomitantes problemas urbanísticos; por el cosmopolitismo, la heterogeneidad de creencias y credos, y por una invasión general, como en el fin del mundo antiguo, del oleaje materialista que todo lo socava, y de un parejo descenso de fe –esa fe viva mantenida durante la fase crítica en las circunstancias más adversas– en los valores ideales del espíritu, que sólo mantienen unos pocos, del mismo modo que algunos buenos romanos tenían conciencia de la disolución del antiguo mundo.

Nuestra generación ha entrado en el vórtice de esta fase. Ha presenciado dos guerras mundiales en el mundo político. En lo filosófico se muestra una preferencia por los problemas de la filosofía de la vida, por la doctrina de los valores muy asible para reenquiciar una época de crisis como la nuestra, al menos en la órbita inasible del pensamiento; por un mayor calado en los temas de la filosofía humanista, al considerar el hombre como la instancia suprema de todo meditar{24}; y un interés marcado por la cuestión de la filosofía de y para América, de y para Cuba. También en el tapete filosófico se han colocado y meditado los problemas del pragmatismo, la fenomenología y el existencialismo. Una explanación de lo indicado sería objeto de un trabajo ulterior sobre la filosofía y nuestro ámbito.

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{*} Del libro José Agustín Caballero y los Orígenes de la Filosofía en Cuba, que aparecerá próximamente.

{1} vid. W. Dilthey, Obras Completas. Ed. de Imaz, Fondo de Cultura, México, especialmente, la Introducción a las Ciencias del Espíritu.

{2} vid. Dilthey, Teoría de las Concepciones del Mundo, Ed. Imaz; y Hodges, Wilhelm Dilthey, «Introducción», International Library of Social Reconstruction.

{3} Pitirim Sorokin, Social Mobility, Harper's Social Science Series.

{4} Ernst Cassirer, Sustanzbegriff und Funktionsbegriff, Verlag von B. Cassirer, Berlín, 1923.

{5} Manuel Kant, «Idea de una Historia Universal desde un punto de vista cosmopolita». Agramonte, Sociología, t. II, p. 771-773.

{6} Luz Caballero, Aforismos v Anotaciones, núm. 90, Biblioteca de Autores Cubanos, Universidad de la Habana.

{7} Luz Caballero, Aforismos, núm. 345.

{8} José Agustín Caballero, Cartas sobre el Teatro de Urrutia, Papel Periódico de la Habana, circa: 1795. Revista de Cuba, t. I, 1877, pp. 230-239.

{9} Luz Caballero, Aforismos, núm. 345.

{10} Luz Caballero, Aforismos, núm. 122.

{11} Luz Caballero, Polémica sobre el Eclecticismo, 1, t. X, de las Obras de Luz, Edit. Universidad de la Habana, p. 181-182.

{12} Luz Caballero, Id., idem. p. 181.

{13} Historia de la Poesía Hispanoamericana, c.p. Vitier, La Filosofía en Cuba, p. 15.

{14} Carlos E. Finlay, Carlos Finlay and Yellow Fever, Oxford University Press, N. York, 1940.

{15} Revista de América, Bogotá, núm. 30, 1948.

{16} José Zacarías González del Valle, «La Filosofía en la Habana», La Cartera Cubana, t. III, 1839.

{17} Adolfo Menéndez Samará, Discurso de contestación al de ingreso de Roberto Agramonte como Académico de Número en la Academia Nacional de Ciencias de México, 1947.

Sobre el mismo problema, vid. Leopoldo Zea, En torno a una filosofía americana, Jornadas, 52, Colegio de México; García Calderón, Courant de la philosophie dans L'Amerique Latine; Agramonte, Varona, El filósofo del escepticismo creador, Habana, 1949. Y sobre todo, lo más completo, Gaos, Pensamiento en Lengua Española, México, 1945. Y Filosofía en Hispanoamérica, Revista Tierra Firme, núm. 2, 1936.

{18} vid. S. Radhekrishnan, Indian Philosophy, 2 volúmenes, Library of Philosophy, London, Allen A. Unwin. L. Yutang, The Wisdom of India and China y Sabiduría China, Col. Academus, Buenos Aires.

{19} Karl Mannheim, Ideología y Utopía, Fondo de Cultura, México. Y «Wissenssoziologie» en Handwörterbuch der Sozologie.

{20} Toennies, Gemeinschaft und Gessellschaft.

{21} Enrique José Varona, La Instrucción Pública en Cuba. Su pasado. Su presente, p. 37.

{22} Correspondencia epistolar del autor con el filósofo de Princeton.

{23} Roberto Agramonte, Varona, El Filósofo del escepticismo creador, 1949, en prensa.

{24} R. Agramonte, Curso de Filosofía Moral, 1928; Los Cuatro Problemas Fundamentales del Humanismo Etico (curso ofrecido en la Universidad Nacional Autónoma de México, 1948).

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