Revista Cubana de Filosofía
La Habana, enero-junio de 1949
Vol. 1, número 4
páginas 35-40

Enrique José Varona

Breve antología de Varona

Lógica

(En la parte final de su primera conferencia filosófica, pronunciada en 1880, Varona enjuicia la breve, pero brillante historia del pensamiento filosófico cubano. Transcribimos a continuación dicho fragmento que ejemplifica admirablemente la amplitud de su pensamiento y la belleza y corrección de su prosa.)

En medio de este grande y universal movimiento, un alto deber nos impele a dirigir una mirada a nuestra Cuba. Y ya que no podemos presentarnos hoy con iguales timbres que en épocas anteriores, busquemos en el recuerdo de lo que habíamos hecho estímulos que nos exciten y ejemplos que nos obliguen.

Y cabe intentarlo sin desconfianza; pues por corta que sea la historia de nuestra cultura, por muy pocos años que separen este país de la hora de su advenimiento a la vida de la inteligencia y la civilización, siempre y constantemente ha sido tan pujante y sostenido su generoso ardor por no quedar entre los rezagados, que puede y debe nuestro amor patrio deponer el temor, quizás próximo a nacer, de un doloroso desengaño.

En los albores del siglo, y cuando brillaban en su apogeo los sistemas especulativos que reaccionaron en Europa contra el sensualismo descarnado de la pasada centuria, la enseñanza de la filosofía entre nosotros sufrió una radical y verdadera revolución. Bastó un solo hombre, una sola voz, una sola enseñanza, para abrirnos de par en par las puertas que daban acceso a toda esa gran cultura que nos era desconocida.

Cuba pasó en un punto de las tinieblas de la escolástica ya caduca, a la plana luz de la filosofía moderna. ¿Quién fue el hombre cuya mano vigorosa la hizo salvar sin tropiezos tan peligroso abismo? Un obrero modesto e infatigable, un maestro doctísimo y, más que todo, un pensador independiente: Félix Varela. Sí, señores, Varela no fue sólo un erudito mejor informado que sus coetáneos; con esto su tarea habría sido muy útil, pero su obra no habría tenido la trascendencia que, en realidad, tuvo. Su gran saber era sólo un instrumento dócil puesto al servicio de su gran carácter. Por eso quiso, supo y pudo acometer la obra grandiosa de la transformación intelectual de un pueblo. Su método era el cartesiano; en sus doctrinas se podía traslucir el influjo de diversas escuelas, en particular la que de Locke venía hasta Condillac; pero lo que daba inapreciable valor a toda su enseñanza, es que toda ella llevaba el sello de un juicio recto y bien intencionado que pronuncia y se decide por cuenta propia. Así lo vemos con grata sorpresa, y para honra de nuestro suelo y encomio de la memoria de su filósofo, sustentar en el año 1816 una doctrina sobre la sustancia, que conduce como por la mano a la posición que ocupan actualmente las escuelas fenomenalistas. Para Varela, en efecto, sólo son añejas preocupaciones creer que la sustancia es algo que está debajo de los accidentes, como distinto de ellos, que se pueda averiguar su constitutivo y que se llegue a conocer las esencias. Confieso que siempre me ha maravillado esta solidísima manera de filosofar en nuestro país y en semejante época.

En la cátedra de Varela se inició la juventud cubana en el estudio de la verdadera filosofía. Inmediata o mediatamente de ella irradió el notable movimiento intelectual que caracteriza los años subsecuentes, en los cuales ya Cuba toma una parte directa en la gran contienda en que estaba empeñado el campo filosófico. Su voz puede haber sido apagada por la distancia, pero es un hecho innegable que así como se discutían públicamente entre nosotros los mismos problemas que simultáneamente se debatían en Europa, así también alguna vez el juicio y la doctrina de nuestros sabios se anticipó a los que después han obtenido la sanción de la mayoría docta en el viejo mundo. Este fue el caso, todos lo conocéis, de la impugnación del eclectismo francés por el insigne de la Luz, en la época de su más brillante esplendor.

La escuela de Cousin no echó profundas raíces en nuestro suelo; pero aquí, como en otras partes, desempeñó un papel importante que es de justicia señalar, y ha sido ya señalado. Y sea éste el galardón de los esfuerzos de sus iniciadores los respetables González del Valle. Concediendo una exagerada supremacía a la historia de los sistemas, así antiguos como modernos, esparcía gérmenes fecundos y llevaba al estudio y conocimiento de las obras originales. De este modo el nivel de la cultura filosófica había de subir forzosamente; y así se explica cómo resonando aún los ecos de las últimas lecciones de Varela, viera Cuba surgir, ya formado, el escritor de más vasta erudición filosófica, el pensador de ideas más profundas y originales con que se honra el Nuevo Mundo: José de la Luz y Caballero.

Espíritu nutrido con la más pura savia de la filosofía; exento de toda preocupación doctrinaria; enamorado ardientemente de la verdad, y con abnegación bastante para abjurar ante sus aras toda falsa concepción, por brillante que fuera, todo prejuicio, por arraigado que estuviera, no acogió ninguna doctrina sin depurarla, y cuanto enseñó fue el fruto de una larga y –más aún– sincera elaboración. La perspicacia de su ingenio, aguzada en el estudio constante de las obras más elevadas del humano saber, y el poderoso vuelo de su discurso se patentizan al considerar, con asombro y tristeza, que la Luz fue en este ángulo remoto del mundo civilizado, [36] un verdadero precursor de doctrinas que hoy se predican con aplauso en los centros de la cultura humana. Antes del año treinta y cinco de los discípulos de la Luz conocían el método inductivo, hoy tan preconizado; y no como había salido de las manos de Bacon o como lo recomendaba Newton, en forma de reglas empíricas, sino reducido a sistema. Antes, mucho antes de que apareciera la famosa lógica de StuartMill, llamada a cambiar la faz de la ciencia, escribía don José de la Luz esta proposición, que la contiene y resume.

«Los medios que tiene el hombre de asegurarse de sus conocimientos y de ensancharlos son: la intuición, la inducción y la deducción.»

Pero aún es más digna de nota esta otra proposición del mismo año:

«El juicio es anterior en todo rigor a la idea y como la base de todas las operaciones mentales.»

Señores, hoy en nuestros días, la gran novedad psicológica en Alemania, el sistema más completo de lo que allí se llama psicología-fisiológica, obra lenta y magna de uno de sus más eximios filósofos: Guillermo Wundt, está todo él basado en este mismo luminoso principio. He aquí las propias palabras del filósofo alemán: «El pensamiento comienza por razonamientos que conducen a los juicios, de donde se forman las ideas».

Y aunque no es un hecho nuevo en la historia filosófica esta anticipación y como vislumbres de una doctrina que más tarde, llegado el momento de su fecundación, ha de dar colmados frutos; lo digno de nota en el caso del filósofo habanero es que no procedía así por súbitas iluminaciones; no son estas profundas sentencias rasgos dispersos nacidos al acaso o al influjo de la inspiración del momento, sino la quinta esencia de una meditación extensa, bien preparada y metódica, la expresión consciente de verdaderas teorías. La Luz se encontró con el mismo caudal trasmitido de experiencias e ideas, que los sabios innovadores del viejo continente; y dotado de una prodigiosa facultad de sistematización, se dio clara cuenta del rumbo que tomaba la indagación filosófica, y señaló de antemano muchas de sus más importantes conclusiones.

Cuando estamos viendo, en recientísimos trabajos –y permítaseme volver sobre esto– la poderosa ayuda que el estudio físico y moral de las anomalías humanas presta ya a la psicología, ya a la sociología, ¿cómo no recordar que, desde el año cuarenta, insistía Luz en la importancia de la patología para auxiliar esos estudios, descubriendo con perfecta lucidez, que por este medio, y sólo por éste, se encuentra el investigador hechos los experimentos de que ha menester en su campo especial?

Considerad por estos aislados ejemplos a cuánto alcanzaba la vista intelectual de nuestro gran filósofo.

Él coronó la obra de Varela; y si hubo mucho de común entre sus doctrinas, todavía podemos descubrir un vínculo más indisoluble que los estrecha y ofrece identificados a nuestro amoroso respeto.

Ni para uno, ni para otro, fue la filosofía un mero ejercicio especulativo, un torneo donde se acude a probar el vigor mental o a aguzar la penetración; para entrambos fue la tarea de toda la vida, aceptada como un mandato, cumplida como un apostolado. Asistían a los comienzos de una sociedad joven y vigorosa, solicitada en todos sentidos por mil peligrosos llamamientos. La opulencia súbita facilitaba los goces, improvisaba los espectáculos prestigiosos de las artes que sirven al lujo, pero no podía desterrar conjuntamente la rudeza de ayer, no improvisaba la cultura. Los deleites enervaban el cuerpo y ofuscaban la inteligencia. Entre las fascinaciones de la vida fácil, abundante y bella, ¿quién había de poner la mente en la áspera labor necesaria para el propio conocimiento? Cuando la pública prosperidad se aumentaba a ojos vistas, ¿quién los había de volver para sondear los abismos bajo las flores? Ellos animosamente lo hicieron. Alzaron la voz entre el rumor lisonjero de las fiestas; convocaron a la juventud, siempre generosa; le hablaron palabras de verdad, y la despertaron a la vida del trabajo y del deber. Dieron noble ocupación a sus ocios con la cultura superior del espíritu, y templaron su ánimo por la enseñanza y la práctica de los deberes morales, para que supieran tomar viril posesión de sus derechos. Nunca jamás se dieron punto de reposo en esta magna empresa. Pregoneros de toda verdad, ya fuese una antigua adquisición cuidadosamente conservada, ya una brillante novedad esforzadamente adquirida; impugnadores de todo error, ya se encubriera con la grave máscara de la autoridad, ya deslumbrara con los incentivos de lo reciente y no vulgarizado; fue norma de su enseñanza y fin de su disciplina inculcar en sus discípulos el hábito y el propósito de hacer de la razón ese uso libre que según Kant, caracteriza a los verdaderos filósofos.

Al lado de Luz, otros hombres doctos se esforzaban porque no decayera entre nosotros la afición a estudios tan brillantemente iniciados, tan brillantemente proseguidos. Inútil sería citar nombres que están en la mente de todos; pero justo y como justo forzoso, es pagar una deuda de gratitud a dos de entre ellos, ausente el uno de la patria, presente el otro y honrando con su presencia esta reunión. El primero el doctor Mestre, que en su cátedra de la Universidad logró siempre mantenerse a la altura de sus predecesores, y que, sobre todo, por sus sanos principios con respecto al verdadero valor de la lógica, merece un lugar señalado en esta noble tendencia de los filósofos cubanos de estar siempre al unísono con las más elevadas doctrinas de su época. Es el segundo –ya lo adivinamos– un hombre cuya vida larga y laboriosa [37] ha sido consagrada toda, sin interrupción ni descanso, a promever la cultura, el adelanto v la prosperidad de nuestra patria; espíritu generoso que a pesar de los dolores que agobian sus cansados años, viene todavía a dar con su presencia venerable valor y realce a mi palabra desautorizada, fiel a su noble empeño de alentar y fortalecer. Allí lo tenéis; es el señor don Antonio Bachiller y Morales. Ocasión feliz para mí la presente, pues permite que escuche de mis labios estas palabras nacidas con efusión de mi pecho: hemos llegado tarde y sin títulos al estadio de las ideas: muchos años y muchas tempestades nos separan de aquellos varones insignes sus compañeros y predilectos, pero sea él testigo de, que nuestro primer acto, al intentar imitarlos, acto espontáneo de nuestro amor y gratitud, ha sido evocar su memoria y tratar de reanudar la gloriosa tradición que nos legaron y a que está unido su nombre.

Sí, señores, deber nuestro es que no sea perdido para la cultura cubana ese luminoso ejemplo. Nuevos tiempos han venido, y con ellos nuevas opiniones, nuevos sistemas; las teorías que enseñaban esos venerables maestros pueden haber envejecido –en nuestro siglo de crítica incesante basta a veces pocas décadas para la ruina de una escuela– pero su consagración entera al estudio de los más arduos problemas que hostigan la inteligencia, su anhelo entusiasta por la posesión de la verdad, su férvido deseo de mantener floreciente en nuestro país el cultivo de los estudios superiores, son sentimientos que, a su imitación, debemos fomentar en nuestros corazones, ciertos de que son prenda sagrada de mutuo y duradero provecho.

Esforcémonos, como ellos lo hicieron, en recoger los frutos sazonados con que una labor secular y las más propicias condiciones han premiado los desvelos estudiosos de otros pueblos; que si no a todos es dado siempre y en cualquier tiempo aportar aumentos al caudal de la humana sabiduría, para todos pronuncia ella sus juicios y dicta sus amables lecciones.

(Los párrafos que más abajo transcribimos, constituyen una parte de su tercera conferencia filosófica –lección tercera–, en la que Varona ataca duramente el formalismo lógico. En este brevísimo fragmento que ofrecemos a los lectores de la Revista Cubana de Filosofía, el gran pensador cubano no sólo se opone valerosamente a las opiniones sobre Lógica de Kant y Mansel, sino que incidentalmente expone su inconformidad con el viejo materialismo al que declara fuera de combate.)

No sin razón, señores, hemos llamado a la ley de relatividad, la ley última de nuestro espíritu. Es en vano que por medios artificiales tratemos de quebrantar esa conjunción de las dos series fenomenales que se da en la más tenue sensación, en la idea más fugaz. Que un criterio de la verdad material es a la vez imposible y contradictorio, como dijo Kant, y repite ahora Mansel, nada más cierto. ¿Pero existe un criterio de la verdad racional? ¿Quién es capaz de demostrarlo? No hay verdades materiales, ni verdades racionales; toda verdad es ambas cosas a la vez o no es nada; el criterio no está en el empirismo, ni en el idealismo: está en la verificación repetida de las construcciones ideales por la apelación a sus elementos materiales. Entendámonos bien, porque este punto es trascendental –paso al término metafísico. Todo lo que sabemos del mundo objetivo, lo sabemos en nuestra conciencia y conformado por nuestra conciencia. Esto casi nadie lo disputa. El viejo materialismo está fuera de combate. Vibraciones etéreas infinitesimales producen en nuestro sensorio la impresión lumínica; 497 billones de ondas etéreas, hiriendo nuestra retina en un segundo, producen la sensación de color rojo; 699 billones la sensación de color violeta. ¿Qué hay de común entre las pulsaciones de una sustancia rarísima y elástica y las sensaciones de color? Problema no resuelto. Pero es la cierto que esas pulsaciones son en nosotros las sensaciones. Mas, ¿nuestra conciencia puede aseverar por sí y ante sí, que una sensación rapidísima que tuvo fue del color rojo y no del carmesí? Aquí está en esencia toda la cuestión. Necesita provocar de nuevo la relación con lo objetivo para adquirir la facultad de aseverar; poco importa lo que la luz sea objetivamente (permítaseme hablar así); para nosotros es lo que la sensación la hace. Pero la sensación no trabaja in abstracto. Luego, la relación y siempre la relación.

Ya sé lo que me replicarán los formalistas. Hay modos de funcionar el intelecto (leyes) que nos dan conclusiones necesariamente verdaderas –intelectualmente– cualquiera que sea el objeto a que se aplique; y estos modos de funcionar, estas leyes constituyen su supremacía. Pronto, muy pronto examinaremos esas leyes, que son las de identidad y contradicción, y veremos que ambas están basadas en las relaciones primordiales de distinción y semejanza que suponen los dos elementos objetivo y subjetivo, y que sus conclusiones tienen validez, en cuanto se conforman con esos datos relacionales; si no, ya lo ha dicho Mansel, carecen de verdad en lo objetivo; y yo añado que la verdad meramente subjetiva es una quimera. Los lógicos formalistas no se cansan de proclamar lo contrario ¿cómo no quería, pues, Kant que la lógica degenerara en dialéctica, en una lógica de la apariencia? como él la llama. Esa dialéctica, también lo dice él, es un producto del simple abuso de la analítica. Pero es que su analítica no se presta al uso, sino al abuso. ¿A qué nos hemos de tomar el ímprobo trabajo de reiterar experiencias, cambiar los elementos en presencia, variar las circunstancias, asegurarnos del buen estado de nuestros órganos, y tantos requisitos engorrosos, [38] si con observar tres o cuatro reglas mentales sencillísimas puedo adquirir el último límite de la certeza? No hay más o aceptar la dialéctica y, por consiguiente, la escolástica, o llevar la consecuencia lógica hasta sus últimos límites, y decretar con Barthelemy Saint-Hilaire una mutilación de la ciencia que salve los principios.

(Varona dedicó las conferencias sexta, séptima y octava de su Lógica al estudio de la inducción. En la sexta conferencia abordó el problema del fundamento de esta forma fundamental de la indiferencia. En el fragmento que transcribimos está contenido el planteamiento que de dicho problema hace Varona, así como la solución personal que presenta del mismo, fundada en el principio del menor esfuerzo.)

Conocida ya la verdadera inducción, la frecuencia con que hemos usado de ella, y su carácter de imprescindible para la adquisición de principios que nos sirvan de normas de conducta, antes de exponer su mecanismo, quédanos que plantear el oscuro problema de su fundamento. ¿Cómo franqueamos con tanta confianza y seguridad el abismo que separa lo presente de lo futuro? ¿Qué nos autoriza para esa anticipación, en que descansa toda nuestra vida material? ¿Qué nos asegura de que el fenómeno acaecido acaecerá en las mismas circunstancias?

Oigamos primero a los dos grandes maestros de la lógica inductiva.

Bain, aceptando la opinión de la escuela escocesa, da como fundamento de toda inferencia inductiva nuestra creencia en la uniformidad de la naturaleza.

«Cuando de un hecho conocido inferimos un hecho desconocido, dice, formamos una inferencia real, que exige garantías.»

«La única garantía de esta inferencia es la uniformidad de la naturaleza.»

Y en otro lugar: «El principio más fundamental de todo conocimiento se expresa así: La naturaleza es uniforme: «Lo porvenir es semejante a lo pasado; la naturaleza obedece a leyes fijas». Este axioma es el fondo común de toda inferencia, de las inferencias plenamente inductivas, lo mismo que de las que se disfrazan bajo las formas de la deducción. Sin este principio la experiencia no puede probar nada. Podemos haber comprobado mil veces que las magnitudes que coinciden con otra magnitud coinciden entre sí: en los límites de nuestra experiencia la cosa es segura, y la evidencia del ensayo actual tan grande como es posible. Pero todo eso no prueba que será lo mismo en los casos no observados. Es preciso creerlo sin que se pueda probar. Esta creencia no tiene otro principio que ella misma».

Antes de pasar de aquí y de entrar en el análisis de estas afirmaciones, conviene hacer constar que algunas líneas más arriba el autor estampa algo que desvía considerablemente de ellas. Veámoslo también:

«Hemos visto que la tendencia primitiva del espíritu es creer hasta que encuentra hechos contrarios –que lo que es hoy será mañana; que lo que existe aquí existirá en todas partes. Ni la experiencia, ni ninguna otra facultad intelectual crean este impulso; pero la experiencia lo detiene o modifica, hasta que, por grados, lo adapta a las realidades... Este instinto es importante, porque constituye el elemento activo de la creencia; si bien carece de valor si se trata de escoger las cosas que merecen que se crean en ellas. En cuanto a la prueba, a la evidencia de la causalidad, la experiencia es superior al instinto: sin la experiencia, el niño creería toda su vida que toda el agua del globo está a la temperatura de su primer baño.»

«El impulso instintivo que nos lleva a creer que lo que será, se convierte, cuando ha sido instruido por la experiencia, en la creencia en la uniformidad de la naturaleza.»

Estas contradicciones, o por lo menos atenuaciones y vacilaciones de un pensador tan severo, indican claramente que el principio que se da como postulado no es todo lo primordial que se supone; y es imposible negar que el mismo Bain lo descompone en dos factores: un impulso instintivo, la credulidad natural de que ya hemos hablado, la experiencia que lo refrena. Este es un dato importantísimo.

No nos sorprenderá ahora tanto que Stuart Mill, lejos de ver en la creencia en la uniformidad de la naturaleza el fundamento del proceso inductivo, la tenga por el fruto de una complicadísima inducción. En el fondo, el filósofo inglés encuentra como única garantía la experiencia. «Necesitamos de la experiencia, escribe, para saber en qué grado, en qué caso, en qué especies de casos podemos fiarnos de la experiencia. Debemos consultarla para aprender de ella en qué circunstancias son sólidos los argumentos que de ella se sacan. No tenemos una segunda piedra de toque para verificar la experiencia. La experiencia se sirve a sí misma de piedra de toque».

No cabe conciliar tan extremas opiniones; Bain, aunque no siempre consecuente, presenta como fundamento irreductible de la inducción, la creencia en la uniformidad de la naturaleza, sin la cual la experiencia no puede probar nada. Stuart Mill establece que esta creencia es producto de inducciones anteriores, cuya garantía está en la experiencia, a la cual nada garantiza sino ella misma.

Para tratar de resolverlo, procuraremos nosotros simplificar el problema. En la mente de un hombre culto, a quien sus propias experiencias y la autoridad legítima de los peritos ha familiarizado con la sucesión uniforme de los fenómenos naturales, que sabe reconocer en medio de aparentes diferencias, [39] el principio de uniformidad puede ofrecer y ofrece una base sólida, porque él le reconoce una extensión tan grande, como es comprehensiva su noción del universo. En cuanto lo rodea está acostumbrado a discernir lo permanente, lo continuo, de lo transitorio e inestable. Toda su preparación técnica o profesional no ha tenido otro objeto; la práctica del arte a que se dedica, o el empleo de sus facultades en la mera especulación, van un día y otro connaturalizándolo más y más con esta idea grandiosa de la inviolabilidad de las leyes naturales: ésta es su brújula, ésta su antorcha, ésta su creencia; pudiéramos decir, ésta su fe. Decid a un mecánico que un cuerpo solicitado por dos fuerzas no tomará la diagonal, sino seguirá la dirección de la mayor. Decid a un físico que la intensidad de una luz cualquiera no disminuye en proporción inversa del cuadrado de la distancia. Asegurad a un químico que dos cuerpos se unen en relaciones variables de peso, formando una misma combinación. Sostened a un biólogo que podéis someter a un órgano a un trabajo anormal, sin reparar las pérdidas excesivas con una nutrición proporcionada. Demostrad a un psicólogo que dos ideas pueden surgir sucesiva y espontáneamente en su cerebro, sin lazo alguno de unión, ya por semejanza, ya por contraste, ya por contigüidad. Todos a la par se encogerán de hombros, y no se detendrán un punto, no se les ocurrirá detenerse para verificar el supuesto.

Pero bajemos un grado. Tomad a un hombre de mediana educación, y hasta un hombre docto, pero que lo sea sólo en un determinado campo científico. En todo lo que concierne a la esfera de sus conocimientos, su creencia en la uniformidad de las leyes naturales es sólida. Procede siempre de una manera consecuente, y ejecutará todas sus acciones en correspondencia con ese sentimiento más o menos consciente. Pero en un dominio que le sea extraño, su concepción de las coexistencias y secuencias naturales es tan vacilante que por poco que influya la autoridad o la pasión, estará dispuesto a creer que han sido violadas; mejor dicho, no advertirá de ningún modo que han sido violadas. Un jurisperito, encastillado en sus conocimientos históricos y exegéticos, recibirá y aceptará de las ideas corrientes opiniones que contrarían esta uniformidad natural en el campo fisiológico, por ejemplo.

Un hombre inculto o un niño, confían en que los acontecimientos que les son familiares se repetirán por su orden, en que los fenómenos de su vida doméstica guardarán su acostumbrada periodicidad; y se dispondrán a satisfacer exigencias de su organismo o a reanudar a hora fija sus tareas, todo lo cual supone la previsión de sucesos futuros idénticos a los actuales y pasados. Pero sacadlos de allí. La naturaleza es para ellos un caos, en que todo es posible. Las piedras, las rocas, las montañas pueden moverse espontáneamente o obedecer a la voluntad humana o divina. La lluvia puede caer sin antecedentes meteorológicos, y cesar de improviso. La sangre puede durar incorrupta centenares y millares de años. Una sustancia puede trasmutarse en otra. Un hombre en Cuba puede tener noticias internas de lo que ocurre simultáneamente en Pekín. Un cuerpo pesado, como esta mesita, puede romper las leyes de la gravedad y elevarse por sí mismo en el aire. Una sustancia medicamentosa puede obrar con mayor eficacia en el organismo humano cuanto más se le divida, subdivida y torne a subdividir, &c., &c. ¿Qué resta para ello de la creencia en que la naturaleza se gobierna por leyes fijas e invariables? Sólo queda eso que llama Bain impulso instintivo, que nos lleva a creer que lo que es será. Y obsérvese que en ellos este impulso es mucho más irresistible y ciego, pudiéramos decir más eficaz, que en el hombre culto. Una sola experiencia les basta para dar su asentimiento a la repetición del fenómeno.

De modo que aquí vemos que la impulsión natural está en su máximum y la obra de la experiencia en su mínimum. Para que ese instinto se torne una función consciente y lógica de nuestro espíritu, se necesita que reiteradas experiencias nos enseñen qué valor tiene el cambio de antecedentes y coexistencias; en qué caso hay igualdad perfecta en el medio; en fin, todo ese conjunto de concausas y de modificaciones que se debe tener presente para que podamos confiar descansadamente en nuestros medios de previsión. De suerte que, en rigor, para llegar a la verdadera creencia en la uniformidad de las leyes naturales, debemos ampliar el dominio de la creencia garantizada por las experiencias, y restringir el de la creencia puramente instintiva.

De la experiencia, que no es más que la apelación a esa relacionalidad que constituye toda nuestra vida mental, nos hemos ocupado más de una vez en nuestras conferencias. Si queremos ahora tener analizados todos los elementos de la inducción, sólo nos falta preguntarnos ¿qué viene a ser ese impulso instintivo, germen de un tan grande poder de nuestro espíritu? Tal vez el análisis psicológico podría decírnoslo.

Veamos ese famoso impulso en el momento de obrar.

Nos presentan un fruto de bello color, agradable al olfato, blando al tacto, apetitoso por sus caracteres exteriores pero que nos es desconocido. Nos incitan, o nos incita el deseo. Lo gustamos y encontramos que es tan apacible al gusto como lo era a los otros sentidos. Experiencia única. A la segunda presentación del objeto, no titubearemos en gustarlo, y antes de hacerlo, sabemos que es bueno de comer.

El ejemplo no es todo lo sencillo que, en rigor, debiera ser, porque en la totalidad de los casos –excepción sea hecha de los infantes– ya a la presentación de un objeto, [40] acompañan muchas nociones que preparan el juicio. Así en éste, tenemos la noción de fruta y sabemos que una cualquiera sirve para satisfacer el apetito; al mismo tiempo tenemos noticia de la excepción a la regla, y sabemos que hay frutos vegetales que, con muy buena apariencia, son, sin embargo, dañosos al organismo humano. De modo que tan pronto como la experiencia decide el único punto dudoso –si el fruto desconocido será o no será bueno de comer– todas las demás suposiciones contenidas como en un registro en las ideas generales que suscitó la presencia del objeto, vienen a fortificar la creencia naciente, y no hacemos más, en realidad, que añadir una especie a la clase fruta, a cuya especie, por el hecho de serlo, pertenece el atributo bueno de comer.

Esto no obstante, el ejemplo puede darnos una idea de lo que es una primera presentación. Supongámosla todo lo sencilla que sea dable, todo lo pobre en la sugestión de nociones que sea posible, y veamos si podemos darnos cuenta de lo que pasa en nuestro espíritu, cuando un objeto externo viene por primera vez a impresionarlo.

El proceso rememorativo nos prueba que todo objeto, como todo estado de conciencia subjetiva, deja una huella en nuestro sensorio. Esta huella tiene una doble faz, la fisiológica, de que podemos formarnos una oscura idea, como una especie de choque que va por las fibras comisurales a dejar una impresión, en las células de la sustancia gris, y la psíquica, de que sólo conocemos los efectos, sin tener ni la idea más remota. Cuántas veces se nos presenta o se nos representa el objeto, la huella primitiva es afectada, y adquiere una claridad e intensidad mayores. Pero esta huella no está aislada, ni en lo físico, ni en lo psíquico. Las células forman una red extensísima; las ideas una trama variadísima; cuando se excita la una, todo entra en vibración a su alrededor; cuando se despierta la otra, la asociación hace surgir todas sus conexiones.

Ahora bien, señores, si no podemos estudiar objetivamente nuestro propio espíritu, podemos estudiar objetivamente nuestro sistema nervioso; y en el punto en que ha llegado hoy la psicología, nada más lícito que concluir de un orden de ideas al otro, siempre que se deje en pie su diferencia fundamental. Hay una ley fisiológica aplicable al proceso nervioso que se verifica cuando un objeto se presenta por primera y segunda vez; y me atrevo a creer que esa ley fisiológica es el substratum, como si dijéramos, de una importante ley psíquica que explica el caso en lo subjetivo, como explica otros fenómenos internos. Esa ley fisiológica –y no sólo fisiológica sino mecánica– es la del menor esfuerzo. En virtud de ella, una corriente nerviosa sigue la vía que ya una vez ha recorrido, con más facilidad que otro cualquiera; y cuanto más circule por un trayecto, más dispuesta estará a circular repetidamente. Pues bien, nuestro espíritu obedece en muchos de sus actos, quizás en todos, a esta ley del nuevo esfuerzo. Toda idea nueva supone un gasto mayor de actividad; las ideas más familiares un gasto menor; surgen o se asocian con menor esfuerzo. Apliquemos esto a nuestro caso, y veremos que, si toda impresión queda en estado latente, es más fácil, cuesta menos esfuerzo rememorar esa misma que pasar a una construcción nueva. La primera experiencia forma una cadena de asociaciones, y nos sentimos más inclinados a revivir esas asociaciones, que a destruirlas, para formar otras. Para esto se necesita o una coacción exterior –la del desengaño, la del fracaso– o un mandato de la voluntad aconsejada por la reflexión que se lo anticipa.

Por eso los espíritus poco cultivados son los que asienten más fácilmente a esas anticipaciones. Ahora bien, rememorar la impresión es ponernos mentalmente en el mismo estado en que nos encontrábamos cuando estuvo presente, y sentir la misma tendencia a la acción que completa los actos psíquicos. Luego todo nos está llamando a ese impulso de que habla Bain, y a que he creído poder despojar del calificativo poco filosófico de instintivo.

En la raíz, señores, de nuestra constitución orgánica y mental, en su modo natural de ser, va imbíbita esta anticipación del porvenir, que no es otra cosa que la tendencia a repetir los mismos actos para ponernos en relación con los mismos objetos y que constituye la más importante de nuestras funciones lógicas, la que nos lleva a concluir de lo particular a lo general. Escarmentada por las frecuentes decepciones, amaestrada por los aciertos –todo obra de la experiencia– va aprendiendo que las relaciones primeras pueden sufrir múltiples modificaciones, y acaba al fin por elaborarse una guía segura y siempre fácil de consultar, que puede, por su constante uso, parecer una idea primitiva, siendo una idea tardía: la de que la naturaleza entera –al sujeto como al objeto– ofrece siempre y constantemente series relacionadas de uniformidades. Creencia, ciertamente, y la más bella y la más noble de todas, porque no es hija de una revelación caprichosa, sino el fruto de la continuada labor de la experiencia y la reflexión, antorchas de la humanidad.

M. C. T.

< >

www.filosofia.org Proyecto Filosofía en español
© 2006 www.filosofia.org
Revista Cubana de Filosofía 1940-1949
Hemeroteca