Revista Cubana de Filosofía
La Habana, julio-diciembre de 1949
Vol. 1, número 5
páginas 13-18

Humberto Piñera Llera

Nicolás Hartmann y su crítica
del formalismo ético de Kant

Como se sabe, hasta Kant exclusive, la ética había venido siendo empirista o de bienes. Ejemplos de la primera forma los hallamos en el anarquismo y el escepticismo. De la segunda en el eudemonismo, en el idealismo ético y el hedonismo. Puesto que fundan la interpretación de la conducta humana en el hecho o los hechos que la constituyen en cada caso particular (como lo hace la ética empirista) o en el fin último a alcanzar (como lo lleva a cabo la ética de los bienes o fines), ambas formas de conducta ética parten siempre de un supuesto de naturaleza real, concreto, que es siempre e inevitablemente su fundamento.

La ética de Kant se opone resueltamente a esta manera de concebir la ética y denomina empirismo ético a toda teoría que pretende derivar de los hechos las normas a las cuales deberán los hombres ajustar su conducta moral. Para el filósofo de Koenisberg el valor ético de una acción no depende ni de las consecuencias más o menos placenteras de la misma, ni tampoco de la relación que mantenga con un fin determinado, no importa lo valioso que éste pueda ser; pues el valor de la conducta humana depende, exclusivamente, de la rectitud de los propósitos. Por esto ha podido afirmar Max Scheler, con indudable acierto, que, hasta Kant, la ética en su totalidad ha sido una del éxito, iniciándose con él la ética de la intencionalidad. Lo cual comprueba la justeza de la tesis kantiana que dice: «Ni en el mundo, ni en general, tampoco fuera del mundo, es posible pensar nada bueno sin restricción, a no ser tan sólo una buena voluntad».{1} Pues, para Kant, «la buena voluntad es la que obra no sólo conforme al deber, sino además por deber», con lo cual establece Kant una precisa distinción entre la moralidad de la conducta, por una parte, y por otra su legalidad. Aquella depende de la concordancia interna de la acción con la norma que la rige, mientras que la legalidad descansa en la simple concordancia externa.

Tres son, pues, los conceptos básicos de la ética formal de Kant: la buena voluntad, el deber ser y la ley moral. Ya hemos hecho referencia a lo que Kant entiende por buena voluntad. Respecto de su noción del deber, lo define como «la necesidad de una acción por respeto a la ley». Ley moral que rige objetivamente la conducta del sujeto, pero no la determina necesariamente, pues, de ser así, quedaría el hombre, respecto de su conducta moral, sometido a un determinismo, exactamente como en el orden físico. Además, esta ley moral no puede fundarse en la experiencia, puesto que si los hechos son capaces de decirnos lo que es, no pueden, sin embargo, señalar lo que debe ser. Y de aquí el formalismo que preside la ética kantiana. Pues si la acción se realiza exclusivamente por respeto al deber, sin tener absolutamente en cuenta su contenido, su materia, y sí atendiendo sólo a la forma de la misma (para utilizar la terminología del autor), estamos entonces de lleno dentro del concepto de una legítima acción moral, fundada en los principios de la autonomía y la universalidad, indispensables en toda auténtica manifestación de conducta ética.

Así pues, cuando el sujeto obedece a la máxima dictada por sí mismo, brilla en todo su esplendor la autonomía de la voluntad. Pero ¿y cuándo obedece a causas exteriores? Porque entonces, en el primer caso, legislador y legislado son uno y el mismo sujeto. No así en el segundo, en que aparece una dualidad subjetiva.

Esta dualidad de una voluntad subjetiva y una ley objetiva ha dado oportunidad a Nicolás Hartmann para llevar a cabo un extenso y profundo análisis de la doctrina ética de Kant,{2} en el cual aparecen cuestiones tan agudas y revolucionarias como la indicación de que sería mejor expresar que «la ley moral es a priori o a posteriori, y no, como afirma Kant, que proviene o de la razón o de la naturaleza». También la que alude al aspecto formalista de la conducta, para comprobar si en efecto todo imperativo categórico es, tiene que ser, una ley exclusivamente formal, pues para Hartmann, como para Scheler, la universalidad, la interioridad y la autonomía son determinaciones materiales. Pero ¿materiales en qué sentido? Para estas y algunas otras cuestiones igualmente importantes, cedemos aquí la palabra al autor de la Ethik.

1. El origen subjetivo del deber según Kant.

A partir de Kant –dice Hartmann– en la consideración de la esencia del bien se ha venido arrancando del fenómeno de la voluntad. Es indiscutible el acierto kantiano en proclamar que la calidad de un acto moral jamás reside en sus consecuencias, ni tampoco en sus manifestaciones externas, sino en la tendencia interna, es decir, en la manifestación de la voluntad. [14] De donde hay necesariamente que concluir que solamente a una buena voluntad es aplicable el predicado de «moralmente bueno».

Ahora bien, el problema de la voluntad no incluye, por modo absoluto, todo cuanto se relaciona con el bien, de donde viene a resultar que el énfasis recae completamente sobre el propósito, en el cual se asienta la dirección interna de la voluntad, en tanto que el contenido y la estructura categorial del deber refieren, de otra parte, a lo que es denominable fin, con lo que –apunta Hartmann– «se nos vuelve la ética una de fines y como es esta una cuestión referida a la unidad de la vida moral, debemos saltar más allá del fin singular y variable al sistema de fines y, en última instancia, a la unidad constituida por el fin último».{3}

Pero ¿cómo se relacionan la voluntad y el valor? Este formula el mandamiento, la ley moral, lo que debe ser. La voluntad es lo que hace válido el mandamiento, por lo que la buena voluntad se «determina» por la ley, a la cual se dirige, recibiendo de fuera el mandamiento. Pero, tocante a la ley, la voluntad es libre de actuar en contra de aquella.

Ab initio, este parece ser el modo como presenta Kant dicha cuestión; pero es el caso que la ley no es posible considerarla como ajena a la voluntad, ya que esto sería «heteronomía». Por el contrario, Kant afirma que la ley moral tiene que ser una peculiar a la voluntad misma, la expresión de su más auténtica e íntima tendencia. La razón práctica ha de darse su propia ley, puesto que en dicha legislación reside la esencia metafísica de la voluntad. Sin embargo, esto constituye una inversión, ya que no es el deber el que determina a la voluntad, sino al revés. El deber, en cuanto realidad objetiva, es algo subordinado, es sólo expresión de la ley y una objetivación de la voluntad pura, siendo esta la que establece la norma a seguir. Con lo cual refiérese la esencia del valor a algo que le es esencialmente ajeno; se le sustituye por algo que, siendo de valor (algo que se ordena) se «interpreta» por medio de algo que no es en sí mismo un valor, de suerte que (como en el eudemonismo) el principio explicativo es una tendencia interna del sujeto. En un caso (el del eudemonismo) como tendencia instintiva natural, en el otro como tendencia metafísica racional; pero ambas ponen, tras lo objetivo, algo subjetivo.

La concepción kantiana del deber ofrece la misma tónica de su filosofía en general: la subjetividad absoluta de los principios –el espacio, el tiempo, las categorías, la unidad del objeto...– Siempre, dependencia del objeto respecto del sujeto. Si Kant puede, como en efecto lo hace, afirmar que es el sujeto quien establece la ley, débese a que el campo de la determinación reside en dicho sujeto. La voluntad «legisla», determina lo que debe ser, porque si lo derivara del mundo objetivo, sería una ley más de la naturaleza. Pero como la razón práctica no es otra que la pura voluntad en sí misma, el deber se halla necesariamente determinado por ella, y no al contrario.

O sea, que la voluntad crea los valores, que a su vez, son sólo conceptos normativos que rigen a dicha voluntad.

2. Subjetivismo trascendental y libertad de la voluntad.

Según Hartmann, el subjetivismo kantiano, teóricamente considerado, tiene que correr la misma suerte del idealismo trascendental en general. Pero, en el campo de la ética, el subjetivismo se nos presenta de un modo algo distinto, «ya que no puede haber dudas en cuanto a la determinación del objeto por el sujeto, lo que nos hace aparecer al subjetivismo más cerca del hecho de lo que lo está en el dominio de lo teórico».{4} A este respecto nos dice Kant taxativamente: 1) que el subjetivismo pertenece fundamentalmente a la ética, 2) que su cometido principal es el que hace referencia a la libertad de la voluntad, y 3) que ésta es libre sólo cuando lleva en sí sus propias determinaciones. Pero esto conduce a dos dificultades: la primera, que la solución del problema de la libertad es la suprema exigencia de la ética. Ahora bien, suponiendo que se admita tal postulación, ¿es posible, acaso, hallar dicha exigencia recurriendo al subjetivismo trascendental del principio? Ya que si la voluntad se da su propia ley ¿por qué luego la transgrede? Si no puede transgredirla, no sería libre. Y si lo hace, ¿por qué?, si el principio forma parte de la esencia de dicha voluntad.

La admisión –como recurso explicativo– de impulsos antimorales ajenos, sería postular dos voluntades: una pura (de la que emana el principio) y otra empírica, sujeta al principio y a otros determinantes. Entonces, ¡la libre es la empírica! Y de esta suerte, la voluntad pura posee autonomía (legislación propia) pero no libertad en el recto sentido del vocablo, puesto que se halla supeditada al principio autónomo de su esencia, exactamente como la naturaleza obedece a las leyes que la rigen. De donde se concluye que el subjetivismo trascendental no conduce, en la ética, a la libertad de la voluntad, para lo que fue precisamente introducido, y no sólo no puede ser un requisito de la doctrina de la libertad, sino que se opone a ésta de modo directo.

3. La alternativa kantiana.

Esta es la segunda de las dos dificultades mencionadas [15] y se refiere, no a las consecuencias, sino a los supuestos en que se asienta la tesis kantiana.

Aun admitiendo como justificable el fundamentar la libertad de la voluntad en la subjetividad trascendental del deber, ¿cómo se justifica el presupuesto de una autodeterminación que no se puede determinar por la libertad de la voluntad, ya que esta no es un fenómeno dado en la experiencia, sino justamente el problema a resolver? Kant cree resolverlo de este modo: es posible señalar hacia la ley moral como un hecho inteligible, pero no a la libertad, puesto que esta debe ser inferida, sin duda, sólo de la ley moral, dependiendo todo de la concepción que de ésta se tenga.

Entonces –arguye Hartmann– ¿qué es lo que justifica el supuesto de un origen subjetivo de la ley moral? Para Kant, hay dos posibilidades: o el principio emana del mundo empírico o emana de la razón. Si del primero. entonces es un simple imperativo hipotético; si de la segunda, es un imperativo categórico. Y –concluye Hartmann– es posible transferir, mutatis mutandis, esta exigencia kantiana al caso de los valores, ya que la alternativa entre el relativismo empírico y el apriorismo trascendental reaparece en cada uno de los valores. Cosa esta que nos sitúa en el centro de la cuestión fundamental de la esencia de los valores.

4. La inferencia falsa del apriorismo kantiano.

El principio a que se acaba de hacer referencia ¿no puede originarse más que en la naturaleza o en la razón? Cuestión esta que transferida al reino de los valores, equivale a preguntar: ¿los valores se deducen de las cosas (de las inclinaciones naturales) o proceden de un sujeto volitivo?

Según Hartmann, si la alternativa se establece sólo a base de un a priori y un a posteriori, la presuposición sería válida, con lo cual se excluiría una tercera posibilidad; pero la exclusión de un miembro de la disyunción no supone la afirmación del otro, pues el concepto de lo apriorístico no coincide con el de razón, pues aunque no fue dable a Kant imaginar un a priori extra-subjetivo, «la intuición apriorística subsiste, en efecto, sin que al espíritu sea dado ninguno de los objetos reales e individuales de la percepción, y en esto justamente reside su aprioridad».{5} Pues, como estima Hartmann, cabe preguntarse si lo añadido es creación del sujeto, así como si el contenido de lo discernido a priori por el sujeto no es exactamente tan objetivo como lo que recibe a posteriori. «Sin duda –señala Hartmann– que las relaciones geométricas no pueden ser derivadas de las cosas, ni siquiera de las figuras a que estas hacen referencia y, sin embargo, tanto en las cosas como en las figuras hallan dichas relaciones geométricas una impar expresión, y sin que, por esta causa, dejen de ser algo puramente objetivo, discernible como objeto, que nada tiene que ver con las operaciones de la conciencia».{6} Justamente de la tesis kantiana de la aprioridad deriva el prejuicio consistente en creer que lo empírico es lo único objetivo, pero del hecho de que la absoluta armonía de lo ideal con la voluntad individual no pueda hallarse en una voluntad empírica, no se sigue que dicha exigencia tenga que ser una función de la razón por modo exclusivo. Dicha legislación «es también algo puramente objetivo, siendo su contenido una relación objetiva ideal, que, precisamente por ser tal, aparece ante la conciencia moral, independiente del grado de su actualización en la vida real».{7}

5. Lo «formal» en el imperativo categórico.

En general, la filosofía kantiana representa la alianza de las doctrinas del subjetivismo y el formalismo. Y, de acuerdo con esto, todo auténtico mandamiento moral es formal, en tanto que es heterónoma cualquiera determinación material de la voluntad. De donde viene a concluirse en dos cosas, que Hartmann califica de eternamente válidas: a) el rechazo radical de todo empirismo en la ética y b) el rechazo de toda casuística.

Lo que no resulta claro es que el imperativo que determina la constitución de la buena voluntad debe ser formal, ya que «hasta la determinación cualitativa más general debe siempre ser concreta, aun cuando no determine la «materia» de la voluntad, es decir, su objeto momentáneo».{8} Pero, eso sí, no puede caber la menor duda acerca de que, respecto de lo que se acaba de decir, el imperativo categórico es una ley concreta por modo absoluto, puesto que la concordancia de la voluntad empírica con la ideal constituye una determinación concreta, ya que un imperativo carente de algo que viene a ser su mandato, es un imperativo vacío, razón por la cual no podría ser imperativo.

6. Prejuicio histórico en favor de la forma.

Es este prejuicio –señala Hartmann– uno que permea la filosofía desde los tiempos de Aristóteles. Según el criterio tradicional, materia y forma, son conceptos antitéticos, pues en tanto que «la materia es la indeterminación, oscuro asiento del Ser», la forma pura «es el principio determinador, constructivo, diferenciador» que posibilita toda realización de valor. Esta forma ha sido concebida de múltiples maneras: como entelequia o fin (Aristóteles), como principio supremo –idéntico al sumo bien platónico– en Plotino, como el universal en la Escolástica, como idea innata en Descartes, como la mónada en Leibniz. [16]

En la filosofía kantiana señorea indiscutida la forma. Así, mientras los sentidos proveen la «materia», los principios son las formas puras a priori, de donde la identificación de la aprioridad y el carácter formal, de suerte que Kant no admitiría «que las categorías contuviesen algo material, lo que resulta en sumo grado sorprendente, si tenemos en cuenta que entre sus categorías se hallan principios evidentemente concretos, tales como sustancia, causalidad y acción recíproca. Y es aun más sorprendente cómo, con él, llegan el espacio y el tiempo a tomar un carácter puramente formal, pues en estos el sustrato de las leyes y relaciones se manifiesta con mayor relieve».{9} Empero corresponde a la doctrina de las categorías el demostrar cómo los elementos esenciales que contienen a esas categorías no admiten una reducción a esquemas de forma, ley y relación. Y es tanto más fácil de probar la confusión en que incurre Kant al postular una absoluta «formalidad» de las categorías, si se advierte cuan relativo es el contraste entre materia y forma, «pues toda cosa formada, puede, por otra parte, considerarse como materia para una formación más elevada», o, igualmente, «todo lo que constituye, una materia específica puede considerarse formado por elementos materiales de inferior formación».

7. Formalismo y apriorismo.

De lo anteriormente expuesto se desprende que las bipolaridades «formal-material» y «a priori-a posteriori» nada tienen que ver entre sí, pues aunque lo a priori es universalmente válido en todo momento, en tanto que no lo es lo aposteriorístico, hay que reconocer que ni lo a priori es formal ni lo a posteriori material. En la geometría –señala Hartmann– encontramos unas leyes de mayor validez respecto de otras, de manera que, por ejemplo, si dentro de un grupo de proposiciones geométricas, se compara la más general con la más específica, ésta es material respecto de aquella, que a su vez resulta formal con relación a esa más específica, lo cual no quiere decir que todas no sean apriorísticas, excluidos riqueza de contenido y rango de universalidad.

De un modo semejante, en la ética un principio puede tener «materia» sin que ello resulte contrario a su aprioridad, de donde viene a resultar que una voluntad materialmente determinada no tiene que serlo, por modo exclusivo, empíricamente, ya que el impulso puede registrar una procedencia que no sea precisamente del mundo empírico, sino que puede tener una objetividad puramente apriorística y ser, por su origen, perfectamente autónomo. Y esto, referido a los valores, quiere decir que los mismos pueden ser formales o materiales, pero, eso sí, dependientes de sí mismos, y la conciencia valorante ha de ser apriorística.

8. Intelectualismo y apriorismo.

Este es otro prejuicio kantiano, que se relaciona con el formalismo, no obstante no ser idéntico a este. Además, si se le compara con el de sus predecesores, especialmente Leibniz, adviértese cuan moderado es el intelectualismo de Kant. Lo cual no impide que, frente a la alternativa pensamiento vs. sensibilidad, dejara expedita la vía al primero, al extremo de identificar dicha alternativa con la mencionada de lo a priori vs. a posteriori. Kant postula que la objetividad intuitiva es un modo de conocimiento aposteriorístico, en tanto que el entendimiento, la razón, lo es de conocimiento apriorístico. Y el contraste entre materia y forma hace el papel de mediador, apareciendo tras este la oposición sujeto-objeto.

9. Pensamiento, entendimiento y aprioridad.

Aunque no son la misma cosa percepción sensorial y determinación aposteriorística sí cabe la coincidencia entre pensamiento e intuición a priori. Para Kant, es indiscutible el intelectualismo de lo apriorístico, por lo que todo lo apriorístico de la experiencia descansa en una función del juicio, en una función intelectual específica. Por consiguiente –dice Hartmann– hay que aceptar la previa actividad del pensamiento en toda elaboración compleja, pero es lo cierto que en la percepción sensorial no es posible hallar la más ligera huella del pensamiento o del juicio. «El lado que una cosa vista en perspectiva oculta a la mirada, no se infiere, ni hay pensamiento consciente o inconsciente que nos dé noticia de él, sino que se aprehende inmediata e intuitivamente, exactamente como el lado que se ve de primera intención».{10}

En resumen, puede decirse que la comprensión natural del mundo de las cosas está permeada ab initio con elementos a priori y, como toda comprensión, está complementada con estructuras categoriales –he ahí justamente su aprioridad–. En esto Kant vio claro. Pero la intromisión de la concepción intelectualista es lo que torna ambigua esta hazaña, pues quiere que el imperativo categórico sea una ley de la razón, en contraste con las leyes del instinto, de los deseos. El a priori ético ha de ser, pues, tan racional como el teórico, lo que equivale a afirmar que la vida moral está regida por una función intelectual de orden práctico. Logicismo que Kant no lleva a sus últimas consecuencias, puesto que, en la propia Razón Práctica, hallamos una actitud de conferir a dicha razón un carácter moral, pues Kant no cree que la conciencia moral posea explícitamente la fórmula del imperativo categórico. La fórmula de este es la expresión científica de lo que cada quien reconoce tácita y vagamente. [17]

10. El apriorismo emocional del sentimiento del valor.

En la vida moral concreta hay, en cierto modo, una especie de subsunción de la función del juicio, como la hay en lo teórico. «Toda preferencia moral es intuitiva, se da de manera inmediata y está siempre contenida en la aprehensión de una circunstancia dada (ya sea una situación o un proceso completo de conducta) sin aguardar el juicio previo del entendimiento».{11} Así la vida moral íntegra –bienes, relaciones humanas, exigencias de una decisión personal– adquiere siempre, como forma de expresión, la de valoraciones, preferencias, rechazos, &c. Son –como dice Hartmann– estados de tensión de pro y contra. Ahora bien, tales actos –que son, claro está, actos de aprehensión de valores– no son de conocimientos, sino de sentimientos, no intelectuales, sino emocionales.

Es precisamente por esto que la selección de valores en que consiste siempre la conducta humana resulta tan «empírica» como puedan serlo los elementos categoriales en el sector de la experiencia, sin que por ello tengan que ser juicios. Consecuentemente, se impone la admisión de un a priori valorativo puro «que directa e intuitivamente, en consonancia con el sentimiento, penetra la conciencia de lo práctico, la concepción total de la vida y confiere a todo cuanto cae dentro del ámbito de nuestra visión la marca de un valor o de un contravalor».{12} Según Scheler, este a priori emocional corresponde a un innato y apriorístico ordre du coeur o logique du coeur, que, por lo mismo, ha de ser completamente independiente de la lógica.

Para Hartmann el apriorismo teorético va acompañado del apriorismo ético, en tanto que la conciencia primaria del valor no es sino el sentimiento o intuición emocional que de dicho valor es capaz de tener el sujeto, y así, «el reconocimiento primario de un mandamiento es el sentimiento de lo que debe ser incondicionalmente, cuya expresión es precisamente el mandamiento».{13}

Por otra parte, la aprioridad del sentimiento no se relaciona en lo absoluto con lo empírico, ya que el valor no deriva de las cosas o los sucesos, ni se refiere al placer o dolor que los mismos producen, «sino que, por el contrario, es el sentimiento el que imprime tal sello de valor». «El apriorismo de los actos emocionales es tan «puro», original, autónomo y «trascendental» en su autoridad como el lógico y categorial del dominio de la teoría».{14} Lo cual, según Hartmann, no quiere decir que, al mismo tiempo, sea «una conciencia de la ley original y explícitamente presente». La conciencia del valor y del deber es tan cierta como la teórica, y lo fundamental, respecto de los mismos, es el método filosófico especial aplicable a cada una, para así descubrir sus leyes y contenidos respectivos, aunque –según Hartmann– el método se torna en cierto modo secundario si se advierte que, respecto de la ética, tendría que ser uno basado en el sentimiento primario del valor, cuya única tarea sería la de «extraer del fenómeno emocional en su totalidad el contenido apriorístico que ya se encontraba en aquél. La expresión primera del a priori valorativo es el sentimiento del valor con que se permea nuestra interpretación de la realidad y nuestra actitud hacia la vida. Sólo en él se da implícita y originalmente un «conocimiento moral», algún conocimiento propiamente dicho del bien y del mal. Y el fenómeno de la moral predominante consiste en la presencia de dicho sentimiento en toda preferencia humana, decisión y actitud de la voluntad. Pero la transformación interna, el proceso del desarrollo moral, las ininterrumpidas revaloración y transvaloración de la vida, el cambio de concepción humana de la vida, deben referirse a una extensión allende el sentimiento primario del valor».{15}

Ahora bien, de acuerdo con lo que se acaba de exponer, el elemento de valor a priori insito en cada moral predominante, es uno que corresponde por entero al factum de la realidad ética de que se trate. Y es a la ética, en cuanto ciencia de la moral, a la que toca la tarea lógica de hacer explícito este factor apriorístico implícitamente dado y transformarlo en «conceptos y fórmulas».{16} Pues hasta la misma ley moral de Kant es, estrictamente, la expresión desde un punto de vista lógico secundario de un valor sentido y discernido primeramente por medio de un a priori emocional, como, por ejemplo, la voz de la conciencia.

11. La idea de una «ética de los valores».

Dice Hartmann que para superar tanto el formalismo como el subjetivismo es menester erradicar definitivamente el intelectualismo. La conciencia primaria del valor no es una conciencia explícita de la ley, ya que, sólo siéndolo, podría describírsela como una conciencia de la forma, con lo que, además, sería posible considerarla en lo esencial de la misma como función del sujeto. Empero hase demostrado ya que «en la conciencia del valor es exactamente la conciencia de la ley la que es secundaria y sin duda que de manera universal en la esencia del valor la estructura de la ley es simplemente una impresión posterior que se realiza sobre aquél».{17} Y, de otro lado, el sentimiento original del valor lo es, siempre, [18] de algo concreto, de un contenido no idéntico en los casos respectivos de aprobación o desaprobación en un mismo sentimiento de valor.

De esto se desprende –dice Hartmann– la indudable materialidad y objetividad de la conciencia valorante, lo cual no quiere decir que los valores carezcan del carácter de leyes y mandamientos, «sino que son concretos, materiales y objetivos, aun cuando no tengan una existencia arquetípica real». Y es precisamente esta naturaleza del valor la que le permite realizarse como tal en un sentido absoluto, tanto como determinar el contenido de las leyes que deben regir la vida moral presente. «Pues toda realización o exigencia tiene que referirse a algo concreto y nunca a formas vacías, a abstracciones». Y es esta precisamente, a juicio de Hartmann, la razón de ser de la ética material de los valores.

——

{1} I. Kant: Grundlegung zur Metaphysik der Sitten, 6ª edición al cuidado de Karl Vorlander, Felix Meiner, Leipzig, 1925, Seite II.

{2} En lo que subsigue, hacemos una presentación esquemática de la crítica que hace Nicolás Hartmann del formalismo ético de Kant, según aparece en la Sección Cuarta, Capítulo IV de su notable Ethik. Resultaría obvio expresar que hemos procurado seguir lo más fielmente posible su pensamiento al respecto, eludiendo casi completamente toda intervención de nuestra parte.

{3} Nikolai Hartmann: Ethik, Zweite Auflage, Walter de Gruyter & Co., Berlin und Leipzig, 1935, Erster Teil, IV. Abschnitt: Die kantische Ethik. 11. Kapitel: Der subjektivismus der praktischen Vernunft. a) Kants Lehre von «subjektiven» Ursprung des Sollens, Seite 88.

{4} N. Hartmann: Op. cit., Transzendentale Subjektivismus und Willens Freiheit, Seite 91.

{5} Op. cit., Der Fehlschlutz im kantischen Apriorismus, Seite 94.

{6} Ibid.

{7} Ibid. Seite 95.

{8} Op. cit., Schelers Kritik der Formalismus. a) Der Sinn des «Formalen» im kategorischen Imperativ, Seite 97.

{9} Op. cit., Das geschichtliche Vorurteil zu Gunsten der Form, Seite 97-97.

{10} Op. cit., Schelers Kritik des Intellectualismus. c) Denken, Verstand und Apriorität, Seite 103.

{11} Op. cit., Emotionaler Apriorismus der Wertgefühls. Seite 104.

{12} Ibid., Seite 104-5.

{13} Ibid., Seite 105.

{14} Ibid., Seite 105.

{15} Ibid., Seite 105.

{16} Ibid., Seite 106.

{17} Op. cit., Die Idee der «materialen Wertethik», Seite 106.

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