Luis Recasens Siches
El pensamiento filosófico, social, político y jurídico en Hispano-América {1}
Francisco Romero (n. en 1891), profesor en las Universidades de Buenos Aires y La Plata,{**} es una vigorosa mentalidad filosófica, un profundo renovador, un pensador original –muy situado en el momento actual de la meditación– y un gran maestro que, aparte de su obra propia, ejerce una función de dirección, orientación y sugerencia en importantes centros de estudios y publicaciones, y cuenta con un grupo de destacados discípulos, que colaboran eficazmente en el desenvolvimiento de la especulación en Hispanoamérica.
Francisco Romero es autor de un copioso número de trabajos publicados en revistas y folletos, notas, prólogos, comentarios. Algunos de esos estudios han sido recogidos después en libros como: Filosofía contemporánea. Estudios y notas. Primera Serie (1941), volumen en el cual figuran, entre otros, los siguientes trabajos: Dos concepciones de la realidad; Temporalismo; Los problemas de la filosofía de la cultura, etc. Hay que citar también el interesantísimo Programa de una Filosofía (1941); Alejandro Korn (1940); Sobre la Historia de la Filosofía (1943), y el libro (en colaboración con E. Pucciarelli) Lógica y Nociones de Teoría del Conocimiento (1938).
Romero es un filósofo situado muy en la línea de lo que pudiéramos llamar el pensamiento protagonista de nuestro tiempo. Su obra es, en no pequeña parte, original y creadora; y muestra entronques –positivos o críticos– con Dilthey, Bergson, Husserl, Scheler, Hartmann, Ortega, Heidegger, así como en general con la teoría de las estructuras.
En la filosofía de la persona, destaca el hecho de que si bien el hombre, por uno de sus polos se orienta subjetiva y utilitariamente por conveniencias vitales e impulsos, por otro polo se orienta subjetiva y universalmente hacia instancias y valores cuya validez reconoce más allá e incluso en contra de cualquier conveniencia para su propia individualidad y para la especie, cuando, por ejemplo, afirma incondicionalmente la verdad o la justicia y se consagra a ellas. El primer aspecto o polo es la psique; el segundo es el espíritu. Con Scheler considera que la nota esencial del espíritu es la objetividad (pretende saber cómo son en sí las cosas). La persona es el individuo espiritual; no es sustancia, sino actualidad pura, en un conjunto unitario de actos, como centro ideal del cual éstos irradian. La persona se constituye sobre el individuo psíquico como una instancia superior y heterogénea a él, que, en general, se halla en guerra con éste. [35] La persona es autoposesión, autodominio, imperio de ese centro ideal. De esta unidad efectiva y anhelada derivan dos deberes fundamentales; el de conciencia, es decir, de poseernos espiritualmente en el espejo de la reflexión, de saber; y el de conducta, esto es, de obrar desde ese centro espiritual, con autenticidad (Ortega), de manera que cada acto nuestro sea nuestro en sentido último y radical. El espíritu surge en el campo de la psique; y se arraiga en el terreno de la vida. Como ente psicofísico, el individuo obedece sólo a su espontaneidad; como sujeto espiritual, como persona, se orienta hacia temas objetivos. Ahora bien, la persona –actitud y programa espiritual– se convierte en hábito, sometiendo de esta suerte a la díscola individualidad psicofísica e incluso llega casi a identificar a ésta con las finalidades de aquélla. La eticidad se establece como intermediaria entre la persona y los demás valores; ella es, al mismo tiempo, el núcleo más íntimo y entrañable de la persona, su substrato, su brújula, lo que le permite entrar en relación activa con todos los valores (p. e., decidirnos por la verdad y la justicia). El espíritu solamente puede reconocer los valores; pero quien los acata es la persona en su momento ético. Mientras que los individuos –sujetos psicofísicos, que ven sólo su conveniencia vital– tienen que vivir por su ley misma en perenne conflicto, en cambio, en las personas hay coincidencia por virtud de su orientación objetiva. En el plano personal no hay contradicción entre la unidad y el todo. El individuo –como individualidad biológica psicofísica– atrae a sí todos los objetos que entran en su zona de influencia en una especie de inclinación inmanentista. La persona funciona como un haz de movimientos trascendentes.
Esto último nos lleva a la exposición de uno de los temas capitales de la filosofía de Romero: el de la trascendencia. Por una parte, considera Romero que han caducado las interpretaciones atomísticas y sumativas de la realidad; y que, como corrección esencial a ellas, se ha abierto camino la concepción estructural, es decir, ver figuras, contexturas o conjuntos en los cuales el compuesto importa peculiaridad y novedad con respecto a las partes, a cada una y a todas, tomadas individualmente. Por otro lado, advierte que las estructuras implican un poder de trascenderse en los elementos que las constituyen. Un ejemplo máximo de trascendencia es la actitud de objetividad del espíritu que se pone a lo que es y a lo que vale sin segundas intenciones, rebasando los perímetros del centro individual. La serie cuerpo físico, ser vivo, psique, espíritu, muestra un crecimiento del trascender, y este crecimiento llega al máximo posible en el espíritu –pues en éste la inmanencia se restringe al límite y es nada más que el momento de unidad y autoconciencia del trascender. Lo que la experiencia pone ante los ojos es el cuadro de una trascendencia que despierta poco a poco, que se afianza y extiende, que intenta y descubre caminos nuevos, que se va tornando cada vez más general y segura de sí misma, y que al final triunfa sin limitación. Ser es trascender. La experiencia científica ha sustituido la interpretación atomista –coágulo inmanente– por un foco activísimo de trascendencias físicas. En la vida biológica la trascendencia es evidente. Para la psique, la interpretación de la conciencia como intencionalidad (Brentano, Husserl) introduce un nuevo trascendentalismo, más radical que el de la vida, [36] porque disminuye la base inmanente y aun parece suprimirla, porque da a la conciencia como nota esencial y determinante el intencionalismo, el ser conciencia de algo. Pero dicha trascendencia intencional psíquica, que es funcional y no final, no ha de ser confundida con la espiritual, pues en ésta, el individuo se desindividualiza al ponerse entero a lo que es y a lo que vale, y así la trascendencia espiritual es funcional y final a la vez. De todo ello, resulta un monismo de la trascendencia, pero un irreductible pluralismo ontológico. La trascendencia es como un ímpetu que se difunde en todo sentido, que acaso se realiza en largos trayectos de manera seguida y continua, pero sin que esa continuidad constituya para ella la ley. La pluralidad ontológica depende del hallazgo de dimensiones o planos nuevos para la realización de la trascendencia. Cada plano nuevo por el cual puede avanzar el trascender, da lugar a una región ontológica que se agrega a las anteriores. Entre las especies o grupos ontológicos rige la relación del soporte a lo sostenido, o del continente a lo contenido. Lo físico sostiene o contiene lo vital; lo vital, lo psíquico; lo psíquico, lo espiritual. Cada instancia inferior es más consistente y sólida que la superior. La Edad Moderna constituyó un programa de inmanentización universal: el cartesianismo es la inmanentización del saber; el protestantismo es la inmanentización del creer; el Derecho natural de la escuela clásica es la inmanentización del poder; la explicación mecánica causalista de la realidad y la psicología asociacionista son, asimismo, concepciones inmanentistas típicas. También coinciden inmanentismo y racionalismo, al menos en gran parte; porque el primer principio de la razón es el de la identidad y construida sobre ella, tiene consistencia, pero no existencia; es un mero haz de exigencias derivadas de un principio único: el de identidad. Constituye un error grave el imaginar que razón e inteligencia son la misma cosa; error que confunde una idealidad con una realidad. La inteligencia se somete con frecuencia al imperio de la razón estricta y llegó a creer que el valor sumo dentro de su ámbito era el de absoluta racionalidad. Pero para una conducta cognoscitiva no hay otro imperativo válido que supeditarse al objeto, obedecer con fidelidad la sugestión objetiva, dibujar su marcha según la demanda del objeto. No hay adaptación perfecta entre razón y realidad, porque el trascender no entra en los marcos racionales. La trascendencia funciona a través de ciertos núcleos de inmanencias; sólo en la espiritualidad es trascendencia pura y total. La razón capta y maneja esos compactos de inmanencia, que constituyen el aspecto más inmediatamente perceptible, el de más sencillo manejo, en el conocimiento. Los componentes de una estructura, los integrantes de una línea evolutiva continua se trascienden y en su trascendencia escapan a la inmanentización racional; pero en cuanto trascendidos, en cuanto la estructura o un determinado segmento de desarrollo son considerados en sí, limitadamente y sin derramarse a su vez en otras estructuras o en la posterior prolongación del desarrollo, componen orbes cerrados y caen, en cierto modo, bajo la mirada inmanentizadora; la razón confía en dar cuenta de ellos mediante la reducción analítica. Pero la ceguera de la razón para cualquier trascendencia es total.
La crisis actual del individualismo en lo social y en lo político [37] es paralela a la del inmanentismo racionalista, nos dice Romero. En los movimientos de masas más dramáticos de nuestro tiempo, se percibe un afán de superar el individualismo, de renunciar al inmanentismo reemplazándolo por un trascendentismo. Pero un pesado lastre de inclinación inmanentista empobrece y falsea estos movimientos y los convierte en todo lo contrario de lo que debería ser. Es un error enderezar la trascendencia hacia las metas de «el pueblo» –un pueblo determinado–, la clase, el Estado, la raza, etcétera; todo esto es un grave error, porque es constituir una nueva inmanencia y quedarse en ella, quebrando las alas al trascender, con la agravante de que el egoísmo individual, fácilmente denunciable, se reemplaza con un egoísmo colectivo de turbia mística y aureolado de un prestigio impresionante, aunque falaz. Y con este grave error se sacrifica no sólo el individuo, sino también la persona. El trascender llega a su pureza y perfección en cuanto trascender hacia los valores, en cuanto limpio y veraz reconocimiento y ejecución de lo que debe ser.
El temporalismo es otro de los temas en que la meditación de Romero ha producido óptimos frutos. El temporalismo antes postergado, se ofrece hoy como protagonista en el pensamiento filosófico de nuestra época. Recuerda las paradojas de Zenón de Elea; el análisis de San Agustín (el pasado no es ya; el futuro no es todavía; el presente es la línea ideal que separa pasado y futuro) en que el tiempo aparece como irracional. Ahora bien, para una actitud racionalista, irracionalidad equivale a inexistencia. Expone cómo en la Edad Moderna se generaliza la concepción formalista del tiempo. El empirismo, al considerarlo sólo en la experiencia, y el racionalismo, al atribuirlo al fenómeno y negarlo a la realidad absoluta, coinciden en verlo tan sólo como un orden o una relación. Estudia cómo después viene la predilección romántica por la Historia y por la individualidad. Subraya el alcance de la protesta de Nietzche (sea la existencia y perezca la esencia). Alude a la aportación temporalista de Dilthey, pues los hechos interiores no son fenómenos (expresiones de una realidad secreta más honda), sino realidades auténticas, complejos de estructura unitaria, acumulativa e histórica, siendo el hombre mismo historia, síntesis viva de su pasado. Husserl subraya la instancia temporal y le atribuye importancia suma, en tanto que la intimidad trascendental consta de tres ingredientes: el sujeto puro, las vivencias y el tiempo vivencial. Para el tiempo, lo único indubitable es la temporalidad vivida, inmanente. Pero la filosofía de Husserl asume un doble y ambiguo perfil; el de un estudio a la vez sobre la conciencia –lo inmediatamente vivido– y sobre sus correspondientes esencias; de suerte que existencia (subjetividad) y esencia acusan su tensión; bien que predominando esta última, es decir, la idealidad. El ingreso triunfal y definitivo del tiempo en las intimidades del ser ocurre en la metafísica bergsoniana: la intuición aprehende en la profundidad la duración irreductible; y en lugar de una evolución dialéctica (como la de Hegel) o de una evolución mecánica (como la de Spencer), se expone una evolución creadora y la continuidad heterogénea del tiempo verdadero, real, con la índole de un efectivo trascender, que es su entraña misma: un trascender que dura. Ahora bien, Romero considera que la trascendencia es más amplia que el tiempo: [38] aquélla admite dentro de sí el concepto del tiempo como una de las vías del trascender, pero no como la única. Sobre estos temas insistió luminosamente Simmel, al subrayar que la vida sobrevive bajo la pulverización del análisis lógico, pues es absoluta continuidad en que no hay partes, unidad en la que cada partícula compendia el todo; y la vida se siente, en cuanto subjetivamente vivida, como realidad temporal; el presente de la vida es un trascender del presente mismo, un proyectarse cada momento fuera de sí. Comenta después Romero el temporalismo de Heidegger; la existencia (humana) como precariedad temporal, como progresión hacia el aniquilamiento final e inevitable, como ser para la muerte; y, a la vez, como trascendencia (ser-en-el-mundo es una existencia trascendiéndose), salida de sí para retornar a sí fundando la subjetividad. Pero, según Romero, la tesis heideggeriana de que la existencia propia en actitud de veracidad suprema vive dando cara a la finitud, como ser para la muerte, si bien contiene una verdad, no es toda la verdad: aceptada la limitación temporal, queda la ilimitación valiosa. La evasión íntima –dice Romero– no es existencial, sino extraexistencial, abandona el plano temporal y se refugia en la intemporalidad de los valores; el hombre no es un ser para la muerte, sino un ser para los valores.
——
{*} (Revista Mexicana de Sociología, enero-abril, 1944.)
{**} Hasta 1946, en que renunció a causa de fundadas discrepancias con el actual régimen
|