Revista Cubana de Filosofía
La Habana, julio-diciembre de 1951
Vol. II, número 9
páginas 38-41

Mercedes García Tudurí de Coya

Francisco Romero y la idea de trascendencia

En la ontología de Francisco Romero, la noción de trascendencia es una idea clave. Tal es la importancia que para él representa dicha noción, que llega a afirmar: «ser es trascender». Esto indica que ha tomado posición propia frente al inmanentismo –ser es ser pensado o ser percibido– que ha constituido durante los tiempos modernos la razón del idealismo.

Al postular a la trascendencia como parte esencial de la estructura de la realidad, considera a ésta realizándose ontológicamente en una escala, en función del ánimo trascendente: sustancia inerte, vida, psique y espíritu. Para atajar el posible monismo a que pudiera conducir el impulso homogéneo, nos dice en su Programa de una filosofía, de 1940, «La trascendencia es como un ímpetu que se difunde en todo sentido, que acaso se realiza en largos trayectos de manera seguida y continua, pero sin que esta continuidad constituya para ella la ley». Luego el monismo ontológico de Romero es, por el contrario, pluralismo y diversidad, como él mismo afirma.

La filosofía de Francisco Romero viene a engrosar el frente que el pensamiento contemporáneo ha levantado contra el racionalismo idealista predominante en la etapa moderna. La indagación del ilustre mentor americano ha permitido poner de manifiesto hasta qué punto es de carácter inmanentista dicho racionalismo, ya que, al concentrarse en el ámbito de la razón, necesariamente tiene que tomar esa actitud.

Al dilatar al ser más allá de la razón y de la conciencia, la trascendencia se nos presenta corno esencialmente irracional. Desde el siglo pasado, se viene postulando distintos trascendentes por las diferentes filosofías irracionalistas –la vida, la existencia–. Romero, que con finos análisis distingue los diversos grados del trascender, elabora su teoría de la persona, y nos presenta los valores como el trascendente absoluto y legítimo de ella.

El hombre es para Romero una pirámide en la que el espíritu, que señorea el conjunto, es el más reciente de sus factores «que a ratos muestra la debilidad conmovedora de un recién nacido» (Filosofía de la Persona). Sin embargo, aunque cada una de esas formas –espíritu, psique, vida, sustancia inerte– se asienta en la otra, resultan irreductibles entre sí.

Con la aparición del espíritu –nos dice– la dirección de la serie vital sufre un cambio: la objetividad sustituye a la subjetividad, la universalidad a la particularidad, el valor al interés, y en virtud de todo ello, el medio se ve suplantado por el mundo. Dos unidades se integran en esta heterogeneidad que somos los hombres: el individuo, constituido por la entidad vital psico-física; y la persona, verdadera superunidad, que es la entidad espiritual. [40]

La relación de ambas unidades es obvia: «la persona es el individuo espiritual», «...es actualidad pura», «su función natural respecto al individuo psicofísico es la de comando». La dramaticidad de la vida humana consiste en la lucha entre ambas unidades dentro del propio ser, y en nuestros días, la filosofía vitalista no es más que rebelión de la vida contra el espíritu.

Para Romero, la persona es «auto-posesión», «auto-dominio», manifestados en el deber de conciencia y en el deber de conducta. De aquí proviene su autenticidad y responsabilidad, pues «el núcleo personal es la suprema potenciación de nuestro ser espiritual».

Por todo ello, la trascendencia alcanza en la persona su más pura y completa realización. Es por su medio que el hombre, superando la subjetividad empírica –su esfera vital– «se adscribe a un orden sobreindividual, a un orden que lo trasciende y al que voluntariamente se supedita».

Lo significativo de este trascender inicial de la persona es que opera una inversión del orden natural, un cambio de signo en su decursar. Para que pueda darse, Romero estima que es preciso que el centro personal sea de índole volitiva, cosa que explica el «programatismo» y «futurismo» del hacer humano, señalado por otros filósofos. Y es entonces que el trascender, operando en la esfera del espíritu del hombre, toma una nueva modalidad: la proyección del presente sobre el porvenir.

Vemos, pues, cómo en la ontología de Romero «la actitud espiritual se resuelve en un haz de actos espirituales» que son realizados por la voluntad y según los valores, para los cuales tiene el espíritu ojos exclusivos.

Dado que la persona está dotada de una irrefrenable tendencia a trascender, y siendo esta tendencia su esencia misma, los valores –lo trascendente espiritual en la ontología de Romero– cobran una importancia decisiva. No sólo como los absolutos a que se dirige el trascender, sino como los factores indispensables para su realización: sin ellos la persona no existiría; y alcanzándolos imperfectamente no logra su plenitud. Aplicando su concepción acerca de la novel existencia del espíritu, nos dice a este respecto: «Los valores en sí carecen de historia, pero podría trazarse la historia del descubrimiento de los valores, y esta historia se identificaría con la del espíritu».

Esta condición del espíritu en relación a los valores, nos permite destacar más las diferencias entre individuo y persona: «El individuo atrae a sí todos los objetos que entran en su zona de influencia», «la persona funciona como un haz de movimientos trascendentes; es pura trascendencia. Su ser es trascender». «En tanto en los individuos como unidades la tendencia es egocéntrica, inmanentista; como integrantes del torrente vital participan de la índole trascendente a que dicho torrente corresponde» (Persona y Trascendencia).

El ímpetu trascendente encuentra, en la ontología de Romero, su más perfecta realización en el ámbito de la persona, puesto que «... en la escala de los modos del ser, a mayor altura corresponde mayor capacidad de trascendencia». Por eso nos dice: «La definitiva trascendencia que es connatural con el espíritu, explica bien ese derramarse por el todo de la instancia espiritual, [41] ese atender a todo y vivir en intención de todo, sin renunciar a su carácter personal». (Jano Bifronte.)

Desconocemos las últimas elaboraciones que acerca de esa idea central de su ontología haya podido realizar el filósofo argentino, a quien queremos rendirle con este modesto trabajo el más sentido homenaje de admiración y simpatía. Consideramos que tanto la trascendencia como sus términos necesarios, el que trasciende y lo trascendente, forman la trinidad estructural de la realidad que Romero trata de comprender con su teoría de la trascendencia. En la última y más perfecta manifestación de ese ímpetu, nos presenta la persona y los valores. Estos son las instancias perfectas y absolutas que aquélla busca para realizarse; mas esas cualidades perfectas no pueden sino corresponder a un ser perfecto, ¿será una inconsecuencia de nuestra parte decir que de todos los anteriores supuestos se deriva la necesaria busca de Dios por el hombre?

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