Revista Cubana de Filosofía La Habana, enero-junio de 1952 |
Vol. II, número 10 páginas 27-37 |
Humberto Piñera LleraLa filosofía de don Rafael Montoro{*}El año actual contempla el centenario del nacimiento de don Rafael Montoro, uno de los hombres de letras cubanos de mayor significación en toda la historia de nuestra cultura. No podía, por consiguiente, pasar desapercibida la fecha como en efecto no ha sucedido, y en el recuento rememorativo de las diferentes actividades en las cuales participó el insigne tribuno, la parte referente a su labor filosófica no podía estar encomendada sino a la Sociedad Cubana de Filosofía. Tócale hoy, por consiguiente, a esta institución presentar a la consideración de su auditorio algunas reflexiones que con toda justicia merece la significación filosófica de tan esclarecido compatriota. Lo que primero llama la atención del estudioso de la filosofía cubana, en este caso, es el notorio olvido en que se sume la figura de Montoro desde el punto de vista de la filosofía. Sucede que mientras Varona acapara toda la atención de los estudiosos y en más de una ocasión es citado como la única figura de la filosofía cubana en el último tercio del siglo anterior y el primero del presente, Montoro es conocido y estudiado como orador, literato y político, especialmente por lo que significó dentro del movimiento autonomista. Pero apenas si se le subraya su obra filosófica y en consecuencia sus indudables capacidades para la meditación del saber principal. Y esto es cosa que requiere algún esfuerzo indagativo por nuestra parte. Veamos si es posible dar con la explicación de este fenómeno. Con las indispensables reservas y cautelas, voy a aventurar, sin embargo, tres hipótesis, no obstante sentir bastante repugnancia por el procedimiento hipotético, tan caro al positivismo. En primer lugar, hay que tener en cuenta que la producción filosófica de Montoro no es considerable desde el punto de vista de la cantidad. Y aunque este detalle en modo alguno puede servir para determinar la real condición o no de un pensador filosófico, no hay duda de que pesa sensiblemente en la estimación que de dicho pensador se lleve a cabo, puesto que a través de la totalidad de su obra se puede concluir la medida en la cual fue filósofo. El conjunto de la obra de un pensador decide inevitablemente el juicio que permite filiarlo de modo expreso como esto o aquello, y cuando sucede, como parece ser el caso de Montoro, que la obra filosófica cede en número ante otras manifestaciones –literarias, políticas, &c.–, hay que admitir que en el desconocimiento de su condición filosófica ha influido sensiblemente el hecho de la poca persistencia en la consagración al tema filosófico. [28] En segundo lugar, y esto reviste mayor importancia, hay que tener en cuenta la filiación filosófica de Montoro. Por el contrario de lo que sucede con Varona, Montoro aparece adscrito a la filosofía idealista de Hegel, que era, como filosofía, lo más opuesto en su época al positivismo. Y la posición idealista hegeliana resultaba una filosofía inadecuada para la popularidad, no sólo por su ostensible alejamiento del sentido común –tan caro al positivismo–, sino también por el rigor de su formulación. Como sucedería casi al mismo tiempo con el neokantismo, la filosofía idealista de Hegel no podía prender en la vulgarización que decide, a veces, la suerte de una filosofía. Eran, pues, el idealismo especulativo de Hegel y el neokantismo, formas de pensamiento condenadas irremisiblemente a la limitación del recinto académico. Sobre todo esto habría mucho que decir, si no lo impidiera terminantemente la brevedad del tiempo asignado a estas notas. Pero es preciso que nos detengamos al menos en un lugar común presente en los diferentes enjuiciamientos que hasta ahora se han hecho del positivismo. Se dice que éste deriva su innegable arraigo popular y su predominio del hecho de propender al «progreso» entendido como el desarrollo de la ciencia en todos sus posibles aspectos y a la superación de cuanto no significara la adhesión a los hechos nemine discrepante –léase rechazo terminante de la metafísica (el «coco» de los positivistas), de la religión, de la moral que no estuviera, como quería Comte, basada en la biología; en fin, de toda manifestación de la actividad teórica rigurosamente concebida como tal–. Y como el positivismo, que era una antifilosofía, rechazaba todo eso, de ahí dimanaba justamente su «popularidad», vale decir, su condición de pensamiento sobradamente conocido, con todas las limitaciones y falseamientos propios de lo que, sin justificación en sí, se hace exageradamente cosa del procomún. Tal fue, por consiguiente, en esencia la realidad del positivismo. Todo cuanto se diga en el sentido de que el positivismo es una verdadera filosofía porque propugnaba el mecanicismo de que ya empezamos a estar hartos, es pura y simple manera de hablar por hablar, pura logomaquia para sorprender a los espíritus cándidos. El positivismo, como muy bien lo ha definido Ortega y Gasset, es por esencia una antifilosofía . De lo dicho se desprende que la filosofía de Montoro no podía ser muy conocida, porque no satisfacía la vulgaridad del sentido común, o, para decirlo tal vez más claro: porque no le hacía el juego a la época. Lo que se le puede haber imputado a su pensamiento de abstraccionista, de «metafísico» –en sentido peyorativo–, de conservador y hasta de indeciso, quizá si para aproximarle a lo acomodaticio –como sucede cuando se enfoca la posición autonomista de Montoro– es ligereza en la estimativa de una actitud que tenía un fundamento filosófico de la mejor calidad posible en aquella época, ya que el pensamiento de Hegel, con todas sus limitaciones y no obstante su exageración idealística, se muestra como la expresión genuina de la philosophia perennis, sobre todo, frente a la vaciedad sin sentido del positivismo. [29] En tercer lugar, Montoro no cultiva la filosofía en Cuba, sino que, por el contrario, lo que constituye el caudal, de su obra filosófica se realiza en España, en los años en que permanece en Madrid, vinculado al movimiento intelectual de aquel entonces y de manera especial como colega y eficiente colaborador de don José del Perojo, el cubano que traduce por vez primera al español la Crítica de la Razón Pura y funda y mantiene a sus expensas, durante largos años, aquella notable Revista Contemporánea, que puede ser considerada, por su alta calidad intelectual, la precursora de la Revista de Occidente en nuestros días. Para llevar a cabo la tarea propuesta en estas notas, que es la de presentar ante ustedes algo así como un esbozo de la filosofía de Montoro, he procedido a seleccionar algunas de las cuestiones que él propio autor desenvolvió con derroche de lucidez, de erudición y de cautela, sobre todo en una época en la cual no era la cautela la nota sobresaliente de la filosofía, ya que ésta se movía entre las demasías especulativas del idealismo hegeliano y las exageraciones trepidantes del cientificismo positivista. Y es quizá ese su tino admirable para discernir lo cierto de lo falso, para detenerse en el justo medio de la apreciación que permite, en consecuencia, determinar en lo posible la verdad, lo que a mí juicio caracteriza fundamentalmente la filosofía de Montoro. Los trabajos seleccionados son los siguientes: 1) Ventajas e inconvenientes del realismo en el arte dramático, y con particularidad en el teatro contemporáneo. 2) La polémica sobre el panenteísmo. 3) El movimiento intelectual en Alemania. 4) Un místico alemán: Juan Jorge Hamann. 5) Kant, el neokantismo y los neokantianos españoles. 6) Bibliografía inglesa y norteamericana. 7) Estudio sobre el «Análisis de la creencia religiosa» del vizconde Amberley. 8) Comentarios al libro «El mecanismo humano» de Cox. 9) Comentarios a «El antiguo régimen» de Taine. 10) La música ante la filosofía del arte. El trabajo sobre el realismo en el arte dramático es el título general de un largo debate –un ciclo de conferencias, como diríamos hoy– que tuvo lugar en el Ateneo de Madrid en 1875. Como reza en el número de 21 de marzo de este año de la Revista Europea el debate se inició «bajo la acertada dirección del señor don Juan Valera» y el primer turno correspondió precisamente a Montoro, quien lo hizo –dice la mencionada publicación– «en un discurso correcto, elegante y metódico, que puso de relieve sus notables condiciones de orador académico». El tema fue magnífica oportunidad para que Montoro desplegara sus innegables facultades filosóficas a la vez que ponía de manifiesto sus conocimientos en la materia. Comenzó por señalar que el estudio del realismo en el teatro no tiene una importancia pura y simplemente literaria. «La trabazón y enlace –dijo– que guardan todos los elementos de la civilización nos persuade, desde luego, a considerar en el realismo, que tan vigorosamente se apodera del teatro en algunos países, una manifestación del momento histórico en que vivimos. [30] La crisis religiosa y la filosofía, los peligros y las tendencias que se advierten en el orden moral y dicen relación a la organización de las sociedades, la inestabilidad de las instituciones y la inquietud de los espíritus, han formado, sin duda, el medio social en que nace el poeta realista y la obra de éste, hija de tal tiempo, acúselo o no gravemente, nos sirve de todas suertes para caracterizarla.» A continuación el orador se extiende en consideraciones sobre las diferentes maneras de expresarse el arte y la filosofía respectivamente, pues mientras «el precepto filosófico habla con noble y severo lenguaje, que a las veces exige esfuerzos muy costosos ... el arte obra siempre en nosotros como esas personas muy queridas a cuyos deseos nos rendimos fácilmente, porque disponen de una gran fascinación y un poderosísimo encanto». Al refutar la interpretación que de su posición idealista le había hecho momentos antes el señor Canalejas, expuso Montoro que, para él, no hay una discordia y oposición terminantes entre la vida y el ideal. En su concepto, la idea y la realidad no son cosas distintas, ni son términos opuestos. Lo que no podía admitir era que el fin del arte consistiera en ser la exacta expresión de la realidad sensible. La misión del arte consiste, según Montoro, en dar la contemplación de lo infinito bajo formas sensibles; es la imagen de la armonía en que consiste la unidad de los principios de la existencia, la ley de los seres y su manifestación, la esencia y la forma. «Y no se diga –agrega– que considerándolo de este modo pierde su posición independiente de las dos esferas, religiosa y filosófica, a que también se ha aludido. Mostrándonos el arte la verdad bajo formas sensibles, por esto mismo se determina y distingue muy claramente. La misma necesidad de que él ha nacido, hace que se reconcentre el espíritu más profundamente dentro de sí mismo y contemple la verdad en la intimidad de la conciencia: por donde se ve que la religión aparece colocándose desde luego por encima del arte, y transportando al fondo del alma lo que aquél nos muestra en el mundo exterior. Hablando a su vez la filosofía directamente a la razón, hace que la inteligencia se eleve a sí misma hacia esa verdad, que, como representación sensible, aparece en el arte, y como sentimiento, en la religión». Finalmente –y con esto se aproxima sensiblemente el criterio de Montoro al actual del arte–, éste no debe ser «el que aleccione para el cumplimiento del bien, pues no debe darnos la lección, sino la emoción estética: la abstracción, sino la belleza. Si es verdad que existe una eterna e íntima armonía entre el arte y la moral, como entre el arte y la religión, no dejan de ser por eso formas esencialmente diversas de la verdad. Cada uno tiene su naturaleza, fin y procedimientos particulares». Finalmente, apunta en estas meditaciones de Montoro sobre el valor del realismo en el arte, algo que se nos antoja una especie de premonición de la crisis del espíritu en la cultura occidental. Pues –dice– «hay horas en que mira con indecible tristeza las tendencia, los errores, los desvaríos que se abren camino constantemente, y que amenazan con iguales peligros a esas esferas hermanas, aunque diversas por naturaleza y fin, que se llaman el arte, la religión y la filosofía, [31] haciendo sentir también su perniciosa influencia sobre toda la vida social, y comprometiendo todas las nobilísimas inspiraciones y la elevación de ideas y sentimientos, sin las cuales es imposible que pueda llegarse a lo que todos ansían». El segundo de los trabajos de Montoro que hemos de reseñar se titula La polémica sobre el panenteísmo. Tiene como objeto el análisis de la significación filosófica y moral de la filosofía de Krause, la cual, como es sabido, produjo gran revuelo en España en el último tercio del siglo pasado. El panenteísmo o racionalismo armónico de Krause –que de ambos modos es posible denominarlo–, propugna que las respectivas realidades del mundo y el hombre descansan en Dios. Tal tesis, que a primera vista parece muy sencilla, dio, sin embargo, lugar a enconadas polémicas, porque replanteaba en toda su crudeza la posición panteísta en apariencias ya superada. Es esto principalmente lo que dio tanto que hablar acerca de la filosofía de Krause, porque ni el secundario personaje que fue este autor, ni mucho menos su doctrina, merecían el escándalo que le hace aparecer con cierto relieve en la historia del pensamiento filosófico. Cuando estas cuestiones se ventilaban en España, donde el krausismo había logrado prender bajo la forma de un movimiento opuesto a la escolástica y a la tradición, impulsado, sobre todo en sus comienzos, por don Julián Sanz del Río –quien había sido discípulo de Leonhardi, el yerno del propio Krause–, por Urbano González Serrano y algunos más, Montoro tercia en la cuestión para poner de relieve su notable perspicacia y su extraordinaria ecuanimidad, que le lleva a situar las cosas en el lugar que justamente les correspondía. Montoro distingue en el problema que nos ocupa los dos aspectos fundamentales que motivan la polémica sobre el panenteísmo, a saber: el metafísico y el moral. Según él, entre panteísmo y dualismo se encuentra precisamente el panenteísmo, el que sostiene que todo es en Dios, bajo Dios y mediante Dios. Pero, se pregunta Montoro, ¿Qué es el panteísmo? ¿Ha existido verdaderamente en algún tiempo? ¿Qué se entiende por panteísmo? Y se responde: «Yo creo que ha sido engendrada (la expresión) por un excesivo ardor de polémica que ha traído calificaciones más o menos confusas, y muy a propósito siempre para extraviar las cuestiones. Recuerdo que al estudiar por primera vez la Filosofía del Espíritu, de Hegel, ese maravilloso monumento de genio, y de saber, tocando ya en la conclusión del libro, llamó vivamente mi atención el admirable «zuzatz» en que con grande copia de razones y sobria erudición demuestra el insigne filósofo que nadie ha sostenido ni ha podido sostener seriamente, en ninguna época, que todas las cosas finitas tengan realidad, y que el conjunto de estas cosas finitas, como tales, sea Dios. Y añado que más difícilmente todavía se podrá sostener que hubo en algún tiempo quien viera a Dios en todo, a no ser como causa, esencia, ser, sustancia o existencia suprema a que todo se refiere y que todo lo explica, que es verlo en verdad. Y si hay filósofos que hayan, sabido prescindir sabiamente de la fórmula genuinamente panteísta, de la que afirma que todo es Dios, son, en mi sentir, los ilustres pensadores que en los últimos años del pasado siglo y en los decenios primeros del presente, [32] lograron realizar en Alemania un portentoso movimiento que sólo es comparado, por los hombres imparciales, como el de Grecia.» En consecuencia, prosigue Montoro, la proposición krausista sería: no panteísta, si se refiere a la esencia; y panteísta, si se refiere a la sustancia o a la existencia como determinación universal del pensamiento y de las cosas. «¿No son –dice–, en otros términos, estas tres categorías (esencia, sustancia y existencia), principios reales y supremos, que tienen en Dios su asiento y que sólo así se conciben? Toda la cuestión puede reducirse perfectamente a saber si se acepta o no el dualismo. Aceptándolo, yo me explico muy bien que se conciban dos sustancias, dos existencias, dos esencias igualmente reales y supremas. Me lo explico, sí, aunque quiero añadir ahora que la proposición me parecería absurda, porque todo dualismo hace nacer en el espíritu, ansioso siempre de unidad –porque para él, como decía Schelling, nada existe sin unidad, nada puede ser concebido ni producido aisladamente de este principio– uno que se desconoce». Concluye Montoro su examen de los fundamentos metafísicos del sistema de Krause haciendo ver que, pese a toda argumentación en contrario, para salvar al racionalismo armónico de la sospecha de panteísmo, ésta reside precisamente en la distinción que lleva a cabo el propio Krause entre esencia de una parte y sustancia y existencia de la otra. «Por eso –dice Montoro– no es una razón la que consiste en decir que se habla de esencia y no de sustancia ni de existencia, y que por eso es inaceptable o inoportuna la acusación de panteísmo. Pero hay más: yo no sé hasta qué punto podría sostener el krausismo, sin perder su significación en la historia de la filosofía (como teoría monística) y sin contradecir sus proposiciones fundamentales, que la sustancia, la existencia, el ser, como categorías, como principios supremos, no residen en lo absoluto; que pueden concebirse en las cosas finitas fuera de Dios». Y aquí se esconde la indudable naturaleza panteística del pensamiento de Krause. Ahora bien, como sucede generalmente con las controversias sobre cuestiones teóricas, esta de la filosofía de Krause servía para justificar y encubrir otra más pugnaz y enconada, a saber: la que sostenían por entonces en España los escolásticos y tradicionalistas frente a los llamados liberales y antitradicionalistas. De aquí que la cuestión moral y política subyacente a la teórica prestara toda su fuerza emocional a la mencionada polémica. Montoro lo advierte desde el comienzo, cosa que, después de todo, no requería gran esfuerzo. Pero lo que sí hay que admirar en él es el tacto y la cautela con que toma posición frente a unos y otros. Para situar las cosas en su verdadero lugar, Montoro concluye su análisis del krausismo con las siguientes palabras: «El de Krause no es –la crítica europea lo dice en voz muy alta– uno de esos sistemas que atraen la atención general y que se presentan con los caracteres de una solución de importancia universal reconocida. Y este es un grave mal de la propaganda krausista entre nosotros. Nos aislaría, sí lograra prevalecer por completo en una dirección secundaria del pensamiento moderno. Porque yo no temo herir ninguna susceptibilidad diciendo lo que sabe todo el mundo en Europa: que, sin menoscabo de sus méritos y de sus generosas intenciones, el krausismo es un mero incidente en la historia de la filosofía». [33] El tercero de los temas que debemos destacar en la producción filosófica de Montoro con algún detalle, y por ineludibles exigencias de brevedad el último de los que serán expuestos así, lleva por título Kant, el neokantismo y los neokantianos españoles. Trabajo que registra como antecedente un enjundioso artículo del propio Montoro –Un debate filosófico– publicado en el número del 15 de febrero de 1876 de la Revista Europea. [Nota del PFE: debe referirse HPLl al artículo publicado en esa fecha por Montoro en Revista Contemporánea, «Crónica del Ateneo».] Dicho artículo fue escrito con la finalidad de reseñar el debate efectuado en el Ateneo de Madrid sobre las respectivas posiciones filosóficas del positivismo y el neokantismo, y en el cual tomaron parte principalísima don José Moreno Nieto, a la sazón Presidente del Ateneo, quien atacó vigorosamente al positivismo, asimilándolo totalmente al materialismo; y don Manuel de la Revilla, quien tuvo a su cargo la defensa de lo que atacaba su oponente. Y Montoro nos da una pulcra y ajustada versión de toda la polémica en forma que revela su asombrosa capacidad receptiva de las ideas ajenas y el poder sintetizador de que dispone al reproducirlas. Tal reseña es, pues, en mi concepto indispensable para la mejor intelección de su trabajo sobre el neokantismo, al cual vamos de inmediato a referirnos, y que fue publicado en la Revista de Cuba en julio de 1878. El trabajo aparece subdividido en cinco partes, según lo manifiesta el autor, en la forma siguiente: 1) consideraciones generales sobre la crisis actual (la del positivismo y el neokantismo); 2) exposición de los antecedentes del kantismo por medio de un rápido resumen de la historia de la filosofía moderna; 3) exposición y crítica sumarias del sistema de Kant y de los principales de que consta la filosofía postkantiana; 4) resumen de la crítica filosófica al aparecer el neokantismo y noticias de esta filosofía, según fue concebida y explicada por sus fundadores; 5) referencia al neokantismo en España. Resulta de todo punto imposible siquiera el esbozo de lo que contiene este trabajo, pero sí vamos a referirnos a dos aspectos que es preciso mencionar por la significación de ambos en relación a la filosofía del presente. Uno es el que se refiere a la manera como concibe Montoro las relaciones entre ciencia y filosofía. Contra el criterio generalizado de su época, de que la filosofía carece de objeto propio y por consiguiente de verdadera justificación, alega Montoro que ella representa una forma de saber sui-generis inasimilable a la ciencia. «Las ciencias particulares –dice– tienen que ser distintas de la filosofía y todo el que quiera dar a ésta el carácter de aquéllas podrá hacerse la ilusión de que lo ha conseguido, pero no tardará quien le haga ver que estaba equivocado ... No ofrece fórmulas la filosofía definitivas e invariables porque todo en el mundo se desenvuelve y no había ella de sustraerse a la evolución universal. Síntesis superior del saber en cada momento histórico, encierra cada filosofía lo gérmenes de otra que ha de superarla y que se produce por leyes ineludibles y universales del pensamiento. Ningún sistema debe llamarse ambiciosamente la filosofía, porque los sistemas perecen, pero la filosofía renace pura, resplandeciente, inmortal de entre las cenizas de los sistemas que sucumben.» [34] Y he aquí, en estas palabras finales, el otro de los aspectos a que hicimos referencia líneas arriba. Ambos son, pues, para reducirlos a breves expresiones: uno, la radical inconciliabilidad de filosofía y ciencia; el otro, la esencial historicidad de la filosofía. ¿Verdad que cosas por el estilo hemos leído ya muchas veces en Dilthey, Bergson, Scheler, Hartmann, &c.? Sólo hay la diferencia de que fueron dichas por Montoro en 1878. He de renunciar, sin posible apelación, al comentario de los restantes trabajos que había seleccionado en la producción filosófica de Montoro. Pero al menos permítaseme señalar siquiera un detalle de cada uno, a la vez que recomiendo su cuidadosa lectura. El titulado El movimiento intelectual en Alemania toma este nombre a préstamo de un libro de otro cubano insigne con quien compartió Montoro glorias y afanes intelectuales; me refiero a don José del Perojo, a quien ya se mencionó al comienzo de este trabajo. Pues bien, Montoro enjuicia el susodicho libro de Perojo, quien, por su filiación neokantiana, mantiene en entredicho el derecho a la realidad de la filosofía, o sea a admitir que tenga objeto propio. Las observaciones de Montoro son las más de las veces magistrales, como cuando apunta que «el objeto de la filosofía no es meramente la explicación de las cosas», que concuerda admirablemente con el criterio actual de que el objeto de la filosofía no es ninguna cosa en el sentido en que lo entiende la ciencia. Confieso que en toda nuestra producción filosófica no he podido encontrar un trabajo que se aproxime en erudición y crítica lucidez a éste de Montoro. Quien quiera informarse, no sólo documentalmente, sino con analítica precisión del drama en que consistió la filosofía en el siglo diecinueve, debe leer dicho trabajo. Por su objetividad, rebasa la estrechez del punto de vista personal, del tiempo y del espacio. Un místico alemán: Juan Jorge Hamann es espléndida oportunidad para que Montoro componga un regular número de páginas sobre el tema siempre tan oportuno, siempre tan incitante, de las relaciones entre religión y filosofía, entre la fe y el saber. En Bibliografía inglesa y norteamericana traza una admirable descripción del problema de la psicología en su tiempo, al comentar las desaprensiones en que incurre la época, y sonríe, con traviesa burla comprensiva, ante el engendro psicológico de Mr. Cox –a la sazón Presidente de la Sociedad Psicológica de la Gran Bretaña–, quien pretende simplificar excesivamente la intrincada cuestión de la psicología en su obra El mecanismo humano y a la vez popularizar el enfoque y la discusión de tan sutiles cuestiones. Frente a la pueril y desenfrenada doxa del inglés ingenuo, hace Montoro un guiño precautorio. También este artículo incluye sus reflexiones sobre el Análisis de la creencia religiosa del vizconde Amberley, libro del que dice «que (si) está bien pensado, está aún mejor sentido». Finalmente, el notable ensayo de filosofía de la historia a que le mueve la lectura de El antiguo régimen de Hipólito Taine. Y La música ante la filosofía del arte. [35] Y ahora, para concluir estas notas, digamos unas palabras acerca de la filiación filosófica de Montoro y de su significación en el presente. Cuestiones que hemos dejado intencionadamente para el final, por entender que se derivan necesariamente de todo lo anterior. Montoro estaba adherido a la escuela hegeliana del idealismo especulativo. El mismo lo confiesa en más de una ocasión, sobre todo, cuando se trata de juzgar las demás filosofías, lo cual dice mucho de su ecuanimidad y ponderación crítica. Pero adhirió al idealismo hegeliano tal vez si por conformar con su ánimo filosófico mucho mejor que las restantes doctrinas. Nadie escapa al destino de su época –hecho de múltiples ingredientes–, ya que nadie puede vivir fuera del tiempo –de un tiempo determinado–, y Montoro ha por fuerza de escoger, en el suyo, entre el positivismo, el neokantismo y el idealismo especulativo de Hegel. Y se decide por este último, porque el positivismo le resulta –¡cómo no había de ser!– excesivamente chabacano y enternecedoramente simplista, mientras que el neokantismo, no obstante su rigor metódico y su académica circunspección, se inclinaba demasiado hacia el criterio positivista de la esencial injustificabilidad de la filosofía, a tal extremo, que ésta sólo podía ser concebida, cuando más, como una metodología de las ciencias positivas –recuerde el Wie ist metaphysik möglich? kantiano. Me parece que esta es la razón por la cual Montoro se suscribe al idealismo de Hegel: porque esta filosofía, descontado lo que tiene de inaceptable construcción sistemática que a veces linda con los extravíos de la razón, en la que pretende fundarse, es indudablemente una filosofía por su esencia y su finalidad. Pero Montoro tampoco acepta el idealismo de Hegel sumisamente, con la fanática sumisión de quien busca, más que un fundamento en el comienzo, una cómoda justificación. Muy por el contrario, hasta cuando defiende sus derechos, Montoro analiza el idealismo especulativo y reduce los problemas al ámbito que su lúcida ecuanimidad le indica. Esta adhesión crítica a la filosofía de Hegel, de la cual queda ipso facto eliminado el sectario, le permite ajustar su perspectiva, de tal modo, que ésta llega en ocasiones hasta nuestros días. Ya se ha tenido ocasión de hacer ver cómo algunas de las consideraciones filosóficas de hoy día –el problema de la objetividad sui- generis de la filosofía y su insoslayable historicidad –aparecen en sus comentarios filosóficos. Mas, para concluir definitivamente, vamos a decir dos palabras sobre Montoro y el positivismo en relación con la filosofía del presente. A diferencia de Varona, quien adhirió sin reservas al positivismo, del cual fue singular personero en Cuba, Montoro se manifiesta inconforme con dicha filosofía, tal como se revela en sus manifestaciones al efecto. No es que lo combata sin comedimientos de ningún género. Por el contrario, vemos que cuando le debe ser acordado algo que corresponde en calidad de méritos al positivismo, no vacila en hacerlo. Pero tuvo siempre la certera intuición de la insostenible fundamentación cientificista del positivismo. [36] Porque la filosofía, aunque no lo consiga, y tal vez por esto mismo, aspira a lo eterno. Bien es cierto que más parece no conseguirlo que lograrlo, pero no se descuide que ello se debe a la condición finita de quien la hace –el hombre–. Pero ya es suficiente que éste lleve consigo el sentimiento de lo eterno –ese Ewige des Menschen, de que tan profundamente habló Scheler–, para que aspire incansablemente a perpetuarse y a encontrar en el mundo y en sí mismo señales y fórmulas con las cuales expresar invariablemente sus ansías de infinita perduración. De aquí que siga siendo válida la emocionante sentencia spinoziana relativa a que la filosofía es la visión de las cosas sub specie aeternitatis. Y si no hay un tangible resultado que pueda ser admitido como definitivo en las especulaciones del filósofo, hay al menos una finalidad a alcanzar, un ánimo como aquel de Sócrates cuando, en el dintel de la muerte, aconseja a Critón y a otros que, si como él piensa, la filosofía es buena, debe ser proseguida. Tal vez el más craso error del positivismo haya sido haber tratado de detener el flujo temporal, haber pretendido nada menos que hacer encajar la eternidad en el tiempo, ¡ellos, tan espacio-temporalistas! ¿Cómo aceptar que «ya el mundo no está entregado a las disputas de los hombres» tal como pregonara jubiloso Varona, si precisamente lo mejor de la condición humana es la capacidad de enemistarse con el mundo circundante y consigo mismo, y proseguir hasta el cansancio en la pregunta sin término, como inevitable Sísifo de esa propia condición? Montoro aprovecha la oportunidad que le procura el comentario de una conferencia del crítico francés Fernando Brunetiére, aparecida en la Revue des Deux Mondes de fines de 1894, sobre la bancarrota de la ciencia, y que lleva por título general El renacimiento del idealismo. Dicha conferencia está destinada a comentar y condenar los excesos y desvíos a que había llegado el positivismo crepuscular. Montoro conviene con Brunetiére en la llamada de atención a la ciencia, cuyo peligro de bancarrota ya se vislumbraba por entonces, pues nos dice: «sí bien la verdadera ciencia no está ‘en quiebra’ ni puede decirse en serio que lo esté ..., la tesis de Brunetiére, reducida a sus verdaderos términos, es bastante justificada. No negaba él los incontestables triunfos de la ciencia, los descubrimientos portentosos de la observación. Referíase a las pretensiones arrogantes de ciertos sectarios que arrogándose la representación de la verdad, querían como absorber en beneficio de sus escuelas respectivas toda la vida intelectual y moral de la humanidad. Jactábanse de haber suprimido el misterio ... Verdad es que las cuestiones fundamentales a que el autor se refería parécenles a muchos totalmente irresolubles, y están para otros mal planteadas, y en términos más propios para satisfacer a la fantasía que para ocupar seriamente a la reflexión: ‘el origen del hombre’, ‘la ley de su conducta’, ‘su destino futuro’, temas son que entendidos al modo usual no pertenecen ni pueden pertenecer al dominio de la ciencia, sino a la esfera de la religión». El ataque de Brunetiére, más que contra la ciencia, entiende Montoro que va dirigido contra el cientificismo, [37] contra esa religión de la materia que en filosofía recibe el nombre de positivismo, de la que habían sido los enciclopedistas sus profetas y el Curso de filosofía positiva de Comte su evangelio. Y finaliza Montoro con cita que hace Brunetiére de la famosa frase pascalina: El corazón tiene sus razones, que la razón no conoce. O sea que el positivismo pretende desconocer algunas necesidades esenciales del hombre, que ninguna ciencia puede sustituir. Leída con detenimiento, anotada en sus pasajes esenciales y meditada hasta lograr en ella una peculiar configuración, propia del autor, la producción filosófica de don Rafael Montoro revela su excelsa condición crítica, la sobriedad de su formulación y el claro y preciso sentido de lo que sólo puede ser, en todo tiempo, la auténtica filosofía, valga la paradoja. En mi concepto, Montoro está, en el orden filosófico, mucho más próximo a nuestra época que Varona, cuyo radical positivismo le distancia cada vez más de las preocupaciones del presente. Tarea interesante, que brindo a quien se sienta de veras dispuesto a llevarla a cabo, sería la de extraer de la filosofía de Montoro todo lo que, por su carácter eminentemente crítico y por el acierto de sus intuiciones con respecto a lo que esencialmente constituye la filosofía, cobra en la actualidad una vigencia que permite considerarlo como si hubiera sido formulado por los de ahora. Y ¿qué mayor mérito se puede consignar a la cuenta de un filósofo, que el de conservar su vigencia ideológica? La Sociedad Cubana de Filosofía ha querido rendir el merecido homenaje de adhesión y respeto a don Rafael Montoro en el centenario de su natalicio. En los tiempos que corren, tiempos de pasiones desatadas, de lamentables confusiones, en los cuales urge ir sustituyendo el estilo político excesivamente cargado de logomaquía y de gestos que responden casi siempre a individuales apetencias y a inconfesables vanidades, que no por eso dejan de mostrar su ridícula mezquindad; en estos tiempos de ahora es cuando más falta hacen los hombres del temple de ánimo sereno y ponderado de Montoro, capaces de conservar, en medio de los acontecimientos y por encima de sus personales convicciones y sus más caras preferencias, un profundo respeto por la Verdad y la inquebrantable fe en que si hay o debe haber alguien inesquivablemente obligado a defenderla, aun a costa de sus ideas, de sus sentimientos y hasta de su vida, ese es el filósofo. Pues, respecto de Montoro, podremos estar o no de acuerdo con sus pronunciamientos filosóficos, pero lo que no cabe objetar es que, al leerlo, sentimos que nos atrae y domina la sencillez de la prosa y el imparcial espíritu que la recorre interiormente. Su filosofía sigue siendo digna de cuidadosa y meditada lectura. ¡Ojalá que estas humildes anotaciones ayuden a entenderlo así! —— {*} Conferencia dictada el 30 de abril en la Sesión Solemne celebrada por la Sociedad Cubana de Filosofía para conmemorar el centenario del natalicio de Montoro. |
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