Revista Cubana de Filosofía
La Habana, mayo-diciembre de 1955
Vol. III, número 12
páginas 21-26

Mercedes García Tudurí

Objetividad del conocimiento científico{*}

En este trabajo nos hemos propuesto indagar lo que se ha considerado manifiestamente objetivo en el conocimiento científico. Como cuestión previa, nos parece conveniente aclarar cuanto al término objetivo se refiere. En primer lugar, y es cosa del lenguaje común, objetivo es la calidad que corresponde al objeto, luego es a éste al que hay que mirar para esclarecer cuanto a lo objetivo se refiere.

La cuestión no es tan fácil porque, no sólo el vocablo objeto tiene diferentes acepciones en la actualidad, sino que ha cambiado radicalmente a lo largo de la historia del pensamiento occidental. Hoy se estima de cuatro modos distintos la palabra objeto: primero, como aquello que se percibe con los sentidos; en segundo lugar, como lo que sirve de asunto al ejercicio de las facultades mentales; en tercero, como fin o intento de nuestras actividades; y en cuarto, como materia y sujeto de una ciencia.

Podemos percatamos claramente de que al referirse tanto a lo que perciben los sentidos como a lo que sirve de asunto al ejercicio de las facultades mentales, la palabra objeto está indicando algo independiente de la conciencia, que en un caso pertenece al mundo real, puesto que los sentidos lo recogen; y en el otro puede corresponder al ideal, ya que las llamadas facultades –pensar, sentir y querer– actúan apuntando lo mismo para una esfera que para la otra. En ambos modos, sin embargo, la dirección de la relación cognoscitiva se establece del objeto al sujeto. Pero cuando el objeto es considerado como el fin o intento de nuestras actividades, así como cuando se le estima como materia y sujeto de una ciencia, la trayectoria de aquella relación es inversa, y va del sujeto al objeto.

Si nosotros consideramos el conocimiento científico como un saber buscado y metódico, no espontáneo y menos caprichoso e improvisado, podemos convenir que son las acepciones tercera y cuarta las que se ajustan mejor a lo que ha de ser el objeto de la ciencia. En efecto, el conocimiento científico es marcadamente finalista, y a su fin –que es su objeto– se dirigen nuestras actividades, constituyendo ese contenido objetivo la materia o sujeto de la ciencia.

Por eso hablar de la objetividad del conocimiento científico pudiera parecer redundante, puesto que si es científico, es obvio que debe ser objetivo, [22] es decir, que debe buscar un fin, para lo que desarrolla las actividades mentales, y que el conocimiento de ese fin constituye su materia o contenido.

Hay algo, pues, que categoriza al conocimiento científico: su fin u objeto. Y, lo que es de suma importancia, del esclarecimiento de este fin, y de su contenido en la materia del conocimiento, depende la validez objetiva de la ciencia, y por ello, su aceptación pública.

Un problema a plantear inmediatamente sería el de si ese fin u objeto de la ciencia posee caracteres propios, que lo hacen inaprehendible a un conocimiento que no sea científico, o si es mera cuestión metodológica y el objeto de la ciencia no posee caracteres peculiares.

Antes de tratar de resolver este problema, que nos parece fundamentaldentro del tema que estamos tratando, insistiremos en decir que, indagar por la objetividad del conocimiento científico, es preguntarnos por la ciencia misma, por lo que esta cuestión está enraizada con los problemas fudamentales de la filosofía desde los tiempos más prematuros, desde los tiempos en que aparece, en un período antropológico la distinción entre el objeto y la percepción. La madurez de los pensadores sofistas puso de manifiesto su diferencia, y trajo como consecuencia el subjetivismo y relativismo epistemológico.

A partir de entonces se tuvo que pensar, necesariamente, en qué consistía lo objetivo dentro del conocimiento; es decir, cuáles eran los contenidos que realmente le correspondían al objeto en el saber de ese objeto. Si no existían esos contenidos, o si no era posible establecerlos, como pretendían los sofistas, el conocimiento científico, como válido por el objeto mismo, resultaba inalcanzable. Llevada esta imposibilidad al plano de los conceptos éticos, se concluía, necesariamente, que ciencia y moral resultaban nulas.

Bien sabemos que toda la filosofía griega, a partir de entonces, no fue otra cosa que un hondo drama, trágico a veces, en el que se debatieron fundamentalmente estas dos actitudes: el subjetivismo y relativismo sofistas frente al objetivismo y absolutismo antisofistas.

La Edad Media fue un ancho paréntesis en esa lucha, ya que el relativismo está reñido con los postulados básicos del pensamiento cristiano; sin embargo, el problema de los universales demuestra que estaba viva la cuestión. Pero al advenir la Edad Moderna se recrudece el viejo debate, apareciendo entonces la reflexión gnoseológica con verdadera autonomía, buscando establecer el fundamento, los límites y la justificación de todo conocimiento. Se llegan a discriminar los elementos subjetivos de los elementos objetivos, los empíricos de los aprióricos. Se mide lo dado y lo supuesto, y pareció entonces cuestión de vida o de muerte precisar lo que el conocimiento científico mantenía con pretensión universal y objetiva. Se perfiló el concepto sobre la ciencia como un saber, no sólo de lo universal, como exclusivamente pretendió Aristóteles, sino también de lo causal en la esfera real de los objetos.

Frente al escepticismo gnoseólogico se bate con éxito un realismo crítico, que analiza los contenidos del conocimiento para determinar la validez objetiva. [23] Así se van constituyendo las ciencias particulares, gracias al aseguramiento que representaba esa validez. Cuando se observa ese proceso, se ve cuán heroico fue el trabajo del hombre occidental, que sin caer en el derrotismo que implica el escepticismo absoluto, ni en la ingenuidad del dogmatismo, se enfrentó con la realidad a sabiendas de lo que puede darle el instrumento epistemológico. Ese proceso heroico es pintado acertadamente por el Dr. Miró Quesada en su comunicación al III Congreso Interamericano de Filosofía titulada: «La ciencia y el conocimiento objetivo», en que señala el único camino que puede conducirnos a lo que la ciencia verdaderamente significa, considerándola como actividad dirigida a la consecución de conocimientos objetivos, y estimándola limitada en cuanto al material utilizable. Partiendo de estos puntos de vista, llega a caracterizar las tres formas de saber: «Mientras en la religión el hombre se evade del mundo negándolo –nos dice–, y en el arte se evade del mundo creando otro diferente, fruto de su capricho, en la ciencia realiza esa evasión tomando al mundo en la garra de su conocimiento, situándolo frente a él, y enfocándolo como objeto unitario, limitado y diferente de él».

Yo diría mejor que, en el único caso en que el hombre no evade al mundo, sino que lo enfrenta y traba combate con su misterio, es en el del saber científico y filosófico. Miró Quesada nos dice entonces que, por esa actitud, la ciencia tiene un sentido existencial, que va a hacer «al mundo más mundo y más real a la realidad». Nosotros reconocemos que la ciencia no es sólo un conjunto de proposiciones sobre la realidad, sino también una función de la existencia humana.

A nuestro modo de ver, los factores sobre los que debe recaer la atención para singularizar el conocimiento científico, son, en primer término, el objeto o fin que se propone alcanzar mediante sus facultades; en segundo lugar, el método que es apropiado para lograr ese fin; y en tercero, el contenido objetivo que logra darle a su conocimiento, y que tiene como consecuencia la validez alcanzada por dicho conocimiento independientemente del sujeto cognoscente, cuestión básica para la ciencia, y asimismo, para su aceptación pública, como ya dijimos.

Comenzando con el objeto, como fin que se propone alcanzar la ciencia, debemos de aclarar las dos acepciones que se pueden dar de él, porque si bien el saber científico se orienta hacia ambos, lo hace con distinta aspiración. Objeto es lo que se contrapone a sujeto, y esto que se contrapone puede ser inmanente o trascendente, y en el primer caso formal o material. Fue precisamente Duns Escoto el primero que opuso, como términos técnicos subjetivo y objetivo, y es lo cierto que antes de Kant se consideró objeto lo que es representado, y, por ello, contrario a lo formal y no como algo meramente puesto por el sujeto o ideado por éste; en tanto a partir de Baumgarten y Kant se altera esa significación, y el objeto es el resultado de la trascendencia de las categorías, pasando a ser subjetiva lo que fue hasta entonces realidad objetiva.

Hoy corrientemente se distingue ambos términos llamándose objeto a la «realidad objetiva», a la que se opone a la meramente pensada y aunque sea ésta referencia de aquella, [24] se le denomina «realidad subjetiva». Contra esta significación se vienen pronunciando ilustres pensadores desde el siglo pasado, como Schopenhauer, Renouvier, Meinong, Stumpf y Husserl; ellos propugnan, y así, lo emplean, el uso del término objeto para todo lo que existe objetivamente, frente al sujeto, y, más de acuerdo con la tradición aristotélica, como todo aquello que puede ser sujeto de un juicio, equivaliendo a contenido intencional y a realidad misma. Nosotros nos pronunciamos por el criterio escolástico antes apuntado, en el que el objeto, como contenido intencional no es la realidad misma, aunque posee sus notas principales y se distingue: 1) del objeto real a que apunta, 2) del acto mismo de pensar.

Este criterio nos lleva a afirmar que, si bien la ciencia se dirige hacia ciertos objetos reales, la objetividad del conocimiento científico sólo es concebible como contenido intencional del saber de esta clase. Esta objetividad no se produce en virtud de un contenido total de las notas de dicho objeto real, sino solamente de aquellas que interesan a un saber particular, como es siempre el de las ciencias.

Es obvio que el objeto real es inaprendible directamente, y que su existencia implica una declaración metafísica que no siempre la ciencia hace, pero que no puede dejar de aceptar. Toda ciencia es, por ello, metafísicamente realista y está adscrita a una filosofía del ser, es decir, a una filosofía que admite, como supuesto, el postulado aristotélico de que todo lo que es real posee un ser inteligible. Podemos decir que esta cuestión del objeto real es la menos científica de la ciencia, y que este saber empieza a ser científico sólo cuando se halla en posesión del contenido de las representaciones, del contenido intencional de los juicios, que es su verdadero objeto.

La objetividad, es decir, la validez considerada como correlato del objeto real, la tendrá el conocimiento de acuerdo con la calidad de las notas que lo integren. Sólo será científico cuando de dichas notas se pueda derivar una verificación. Tanto para la aprehensión de las notas como para su verificación –es decir, tanto para la investigación como para la demostración– es preciso utilizar el método, ya que no se concibe una ciencia sin método. El método tiene, por ello, dos funciones dentro de la ciencia: el descubrimiento y selección de las notas objetivas que integran su conocimiento, y posteriormente su comprobación.

Pero esta intervención del método científico no puede confundirse con lo que ofrece el objeto mismo, pues es éste el que posee las categorías que la ciencia aspira a recoger, y no es el método el que las crea, sino sólo el que las descubre y selecciona.

Podríamos preguntarnos cuál es el papel de la experimentación en lo que se refiere a la objetividad del conocimiento científico. Nos parece más propio remitirnos a un connotado científico de nuestros días, Desiderio Papp, que en su muy interesante obra «Filosofía de las Leyes Naturales» nos dice con clara expresión: «La experiencia no interviene más que para permitir el examen, la comprobación de las deducciones obtenidas de las construcciones intuitivas. [25] Aunque sus servicios de control, de confirmación, sean naturalmente indispensables, la experiencia está relegada a la segunda fase del espíritu investigador, que procede, a partir de intuiciones, geométricamente, por deducciones. En realidad, la experiencia sigue al descubrimiento de las leyes, no las precede.»

También nos podemos preguntar de dónde proviene, de qué función nuestra se produce el carácter objetivo de las notas que integran el conocimiento científico. Algo de esto constituyó el problema de los universales en la Edad Media, sólo que los escolásticos indagaban acerca del objeto independiente de la conciencia a quien servía de correlato la idea universal, y nosotros, más modestos tal vez, nos limitamos a interrogar sobre la objetividad de los contenidos del conocimiento científico.

Husserl ha repensado el cartesianismo, y, apoyándose en la intencionalidad de la conciencia, ha considerado como verdadera realidad el mundo de las esencias intelectuales. Pero, repetimos, nuestra pregunta no tiene tantas pretensiones metafísicas: sólo inquirimos, sin dudar de que sean realmente notas objetivas, cómo es posible aprehender esas notas, de las que depende la ciencia misma.

Máximo Castro ha tratado este problema en varias ocasiones. En su comunicación al XI Congreso Internacional de Bruselas el año anterior, se refería a lo que yo llamo, en pareja con el problema de los universales, el problema de lo individual. Nos demuestra los extremos a que puede llegar el juicio inspirado exclusivamente en la experiencia personal, pudiendo darse el caso de que vivan dos personas ante una realidad que perciben de modo distinto, sin que jamás se enteren de que están refiriéndose a cosas diferentes. Para Castro, el secreto no puede estar en la función identificadora de la razón, ni descansar en lo que afirma la filosofía empírica. Tampoco encuentra que pueda provenir exclusivamente de la razón formal, llegando a postular la necesidad de una razón no formal que sea capaz de llevar a cabo la identificación de la realidad cuantas veces se le presenten los mismos objetos, pretendiendo un isomorfismo entre las leyes operativas del pensamiento no formal y las leyes de la naturaleza, que justifica la proyección del pensamiento en la esfera de la realidad.

Nosotros pensamos, por otra parte, que la transmutación de lo empírico en ideal, de lo objetivo real en objetivo intencional, está afectado, en primer término por la interpretación que hace la razón de todo dato empírico, que se realiza siempre a la luz de un contenido racional que hace cobrar sentido a ese dato de la experiencia, por lo que ya no es sólo experiencia lo que tenemos, sino un nuevo factor que es como una simbiosis empírico-racional. Es a esta simbiosis, y no al objeto real mismo, al que se va a dirigir la intención científica para construir su conocimiento. No creemos, por otro lado, que sean irreconciliables a este respecto, las distintas filosofías que han marcado el paso en la historia de la ciencia y filosofía occidentales; sólo creemos que en cada ocasión se haya recargado extremadamente el acento en uno u otro de los factores empíricos-racionales. [26] Pensamos que solo cuando la razón, armada de verdaderos principios –que nos inclinamos a estimar que tienen una naturaleza más bien intuitiva– interpreta con toda claridad el dato empírico, el resultado es lo único que puede tener jerarquía objetiva para la ciencia. En verdad, como ha dicho el Doctor Angélico, la ciencia no es más que el conocimiento intelectual perfecto de una esencia determinada. «El origen de la ciencia, dice Reichenbach en su obra «La Filosofía Científica», es la generalización», y nosotros agregamos, la generalización de la simbiosis empírico-racional.

Para concluir, resumiremos los puntos de vista que hemos expuesto en esta charla, en las siguientes proposiciones:

Primero: La ciencia pretende conocer los objetos y sus relaciones bajo dimensiones espacio-temporales, lo que significa que las esferas no reales escapan a su interés, y que sólo los objetos singulares, como correspondientes a dicha esfera, son propios de ella. Con dichos objetos la ciencia generaliza y crea una dimensión que no es real, por evadir lo espacio-temporal.

Segundo: Dentro de lo espacio temporal la ciencia sólo se preocupa de los objetos en cuanto están sometidos a relaciones de causa y efecto, desentendiéndose de ellos bajo relaciones que no sean de esta clase.

Tercero: Estas condiciones categorizan el objeto científico, distinguiéndose del filosófico o de cualquier otro bajo las siguientes notas: 1) es singular, 2) es real, 3) está sometido a relaciones de causa y efecto. Este objeto es aprehendido por la ciencia de modo indirecto, a través del conocimiento científico, que lo mantiene dentro de una esfera producto de la generalización, como un pez en una pecera.

Cuarto: Tal objeto, no está totalmente incluido como contenido del conocimiento científico. Este sólo selecciona determinadas notas objetivas, que varían para cada ciencia particular. Este contenido es lo que constituye, en última instancia, el material de la ciencia, pasando a través de un proceso en el cual lo empírico ha sido interpretado a la luz de principios racionales, que en su fase inicial tienen una naturaleza intuitiva.

Quinto: La ciencia no puede aspirar más que a la validez de ese contenido, y la unificación de las ciencias, de producirse, no podría llegar más que a integrar una unidad con las diversas notas objetivas del objeto científico, cuya suma no equivaldría nunca al objeto mismo.

Para concluir, queremos afirmar que, con prueba o no de su objetividad, el conocimiento científico es operante, lo ha sido hasta ahora, lo que ya implica una forma desconocida de verificación, luego lo más significativo está más bien en esa paradoja de la ciencia contemporánea que, marchando con la prueba empírica como antorcha de triunfo, no puede, sin embargo, establecer la validez objetiva de sus propios conocimientos, careciendo del modo de probar su propia prueba.

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{*} Conferencia ofrecida en la Sociedad Cubana de Filosofía el 2 de diciembre [1954].

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