Revista Cubana de Filosofía
La Habana, enero-junio de 1956
Vol. IV, número 13
páginas 7-14

Mercedes García Tudurí

Valor de la circunstancia en la
filosofía de Ortega y Gasset

Cualquier estimación que intente realizarse de los contenidos del pensamiento de Ortega y Gasset, requiere su ubicación previa y total en la gran corriente del afán de saber occidental. Podemos afirmar que no hay en esa corriente lugar primario para los que carecen de un planteamiento metafísico de sus ideas, ya que la ciencia de las últimas causas es la que constituye la urdimbre de toda la filosofía.

A Ortega lo consideramos, por sobre todos sus otros caracteres, como un metafísico, como un filósofo que quiso resolver, de un modo nuevo, el más viejo problema de la filosofía: la antinomia entre el cambio y la permanencia de la realidad.

La reducción de toda la problemática ontológica a la cuestión de la mutación, es la constante más profunda y definitiva que hallamos desde el siglo VI A.C. hasta nuestros días. Aún en los tiempos en que una singular ontofobia –producida tal vez por la impotencia del hombre ante el misterio del ser– produce una desviación extremada hacia el campo gnoseológico, y, como secuela, hacia lo mostrenco experimental, el problema del cambio se levanta siempre como un ignoto promontorio frente al cual navega entre escolleras la vela del pensamiento humano.

Y es que la mutación descansa sobre la más radical paradoja, porque cambio es correlato de fijeza, de inmutabilidad, y lo que varía ha de fundarse en lo que permanece, de ahí lo sorprendente de la afirmación de la no existencia del cambio si todo fuera cambio.

El lugar de partida del asombro del pensador ante la transformación de lo real es la intuición de la propia identidad, experiencia que constituye el punto de referencia primario y seguro. No hay argumentación que pueda borrar o silenciar esa voz íntima de la conciencia del ser, que asciende al plano del pensamiento como la afirmación de la permanencia de nosotros mismos en medio del devenir de la realidad.

El hacer caso omiso de ese punto de partida intuitivo abandonándose sin otro fundamento en el camino de la especulación, ha traído las más irreconciliables posiciones, pues en tanto unos atienden exclusivamente al aporte de los sentidos, que es la materia prima con que trabaja el intelecto, otros han tenido interés únicamente por las ideas, [8] que son las cristalizaciones que hace el propio intelecto de esa materia prima de la experiencia. Sensorialistas y racionalistas y racionalistas han partido de situaciones antípodas al parecer, pero que no representan, en verdad, más que dos puntos del mismo tracto intelectual. Por eso hay menos distancia entre ellos, que entre ambos y los que parten de la experiencia íntima del propio yo, manifestada en la intuición de su identidad.

En el campo ontológico, lo movible se asimiló a la vida y lo inmutable a la razón; en el gnoseológico, ambos objetos se correspondieron con lo empírico sensorial y lo ideal, respectivamente; y en el metafísico, el realismo y el idealismo fueron las posiciones correspondientes. A lo largo de 2,600 años, los pensadores occidentales, situándose ya en unos u otros planos trataron de explicarse el recóndito ser de la realidad. La historia de la filosofía no es más, en gran parte, que la relación de ese esfuerzo, que unas veces se inclina a un extremo y otras al contrario, sin que deje de existir siempre el empeño mediador, el de aquellos que consideran la verdad como participante de las situaciones extremas.

El afán que mueve esa mediación ha sido el factor más interesante de toda la meditación filosófica de Occidente. ¡Qué ingente tarea en la prosecución de la verdad ha sido el esfuerzo por mediar entre lo cambiante y lo inmutable; entre los sentidos y el intelecto; entre la vida y la razón; entre lo fugaz y lo eterno!

Casi siempre, en el afán de conciliar los extremos, se ha caído en uno de ellos en un grado mayor o menor. La busca de un plano en el que los opuestos se conjugaran, fue realizada por los de pensamiento más audaz. Aquellos que quisieron resolverlo en la esfera física, tuvieron que apelar a la magnitud: lo inmutable estaba en lo infinitamente pequeño; lo cambiante en sus combinaciones que creaban y recreaban todas las cosas. Los que creyeron solucionarlo en el plano ideal, dieron a la idea la categoría de realidad por excelencia, y a todo lo demás la condición de mera sombra; y así como los primeros atomizaron la materia para explicar el cambio y lograr la conciliación; los segundos atomizaron las ideas para alcanzar el mismo fin.

La más lograda aproximación fue, indudablemente, la síntesis aristotélica. Para substanciarla tuvo el estagirita que elaborar un equipo maravilloso de conceptos que, como elementos preciosos, le permitieron organizar su tesis. Materia y forma, potencia y acto, sustancia y accidente, vienen a vertebrarse en la asombrosa solución con que promedió entre lo mutable y lo permanente, enhebrando sus partes con la finísima cadena de las causas.

La inversión que la corriente filosófica experimenta con el advenimiento de la Edad Moderna, rompe con el milenario equilibrio aristotélico. El afán filosófico, dirigido a la interioridad intelectual, busca elaborar la explicación de la realidad partiendo exclusivamente de supuestos inmanentes a la razón.

Esta forma nueva del racionalismo, nunca vista hasta entonces en nuestra cultura, que se ha llamado idealismo, replanteó el problema último de la realidad inclinándose de modo extremo a declarar la preeminencia de la razón y el pensamiento. [9] Mas, como tal solución descansaba en el desenvolvimiento hasta sus últimas consecuencias de la duda, la más aguda facultad del entendimiento hipertrofió su impulso crítico terminando por corroer su propia estructura, y dejando reducidos los factores del conocimiento a los datos empíricos, como si la verdad del mundo consistiera en un reguero de añicos.

Ese carácter propio de la cultura contemporánea que convierte en ideas científicas toda la realidad y que a la vez no toma en cuenta para ello más que el dato empírico, no implica la contradicción que aparenta. Lejos de ello, constituye el más auténtico y consecuente racionalismo, que postula como la única y verdadera realidad la declarada por las ideas científicas. Ya dijimos antes que lo sensorial y su correlato, la idea, son dos eslabones del tracto intelectivo: no era por ello una genuina reacción la que aparentaba el positivismo frente al racionalismo moderno.

La verdadera oposición la han venido a constituir todas las manifestaciones del siglo XIX cuyo filosofar no partió ni de la experiencia sensorial de la razón misma, sino de la fuente recóndita de la intuición. Contrapuestas al racionalismo con el rótulo de irracionalistas, han representado el factor olvidado: lo que deviene en el cauce del tiempo, lo que es inapresable en la malla rígida de los conceptos, lo que es fluyente en su propio ser, la vida. Y como esta fluidez es el carácter típico del existir y lo contrario significaba la permanencia esencial, las nuevas filosofías opusieron no sólo la vida a la razón, sino la existencia a la esencia, lo concreto a lo abstracto, el devenir al ser.

Es decir, que al cabo de dos mil y tantos años, presenciamos el replanteo, con todo su radical antagonismo, de la polémica iniciada por los primeros metafísicos griegos sobre la naturaleza última del mundo.

El impacto entre las dos filosofías, la racionalista y la vitalista, coge en el medio a Ortega y Gasset. Debía a Marburgo la formación de la primera, y a su propia inquietud, así como a Nietzsche y a su época, la inclinación por la segunda: este conflicto fundamental se resolvió por el gran pensador español adoptando una posición mediacionista que, indudablemente, destaca a Ortega con relieves originales en el campo de la filosofía europea.

Comenzamos diciendo que era necesario ubicar al autor de las Meditaciones del Quijote para, dentro del paisaje general del pensamiento actual, precisarle su estatura y su luz. Ahora diremos que Ortega, como metafísico, no sólo tiene sitio propio en ese cuadro sino que se destaca de todas las modalidades del existencialismo y del vitalismo, con las que, naturalmente, tiene tanto en común. Su obra es un intento de trascender, tanto al racionalismo como al existencialismo, mediante una tesis mediacionista original: la doctrina de la razón vital.

Aunque se ha tenido que reclamar con datos cronológicos [10] la prioridad de Ortega respecto a ciertos postulados existencialistas que han dado renombre universal a los corifeos de esa corriente, nadie puede dudar de la exclusiva paternidad del ensayista español en lo que a la tesis de la mediación se refiere.

Mediar entre lo cambiante y lo inmutable implicó siempre, ya lo dijimos, inmovilizar en un grado mayor o menor el fluir de la realidad, para que pudiera actuar sobre ella, en forma de conocimiento, el instrumento ordenador de la razón. Para los físicos, el cambio fue muriendo hasta las orillas del átomo, que quedó rígido e inmutable como el ser parmenídico. Para Platón la realidad verdadera estaba congelada en las ideas, y Aristóteles consideró que cada ser cambiante tenía un núcleo esencial invariable. Los modernos pusieron sus esquemas racionales sobre el fluir de lo que revelaban los sentidos estimándolos como lo verdaderamente real; y los existencialistas soslayaron el problema, negándole vigencia a la razón.

Ortega se levanta como un Quijote en medio de la filosofía, e intenta la hazaña de darle a cada término de la ecuación metafísica su debido valor. Si según sus criterios existenciales no resultaba operante, en modo alguno, la paralización de la realidad, era preciso fluidificar a la razón para hacerla sensible al cambio incuestionable de aquélla. Esa era la única solución posible al viejo problema, y la aportación original que hace Ortega a la filosofía de su tiempo.

Repudia este filósofo la intuición tal como la entendían los existencialistas, prefiriendo conservar el instrumento de la razón, aunque transformándolo en algo sensible a lo mutable.

Con la certidumbre de cuál era la solución correcta, el filósofo se dispuso a substanciarla. Fluidificar la razón requería incorporar a su ser un elemento contingente. La busca de este factor lo condujo a un nuevo concepto filosófico: el de la circunstancia, en el que la filosofía tradicional jamás había parado mientes. Fue así como surgió la fórmula metafísica que contenía la solución del problema de la realidad: «yo soy yo y mi circunstancia», núcleo original de su filosofía y que, no ya por aparecer en Meditaciones del Quijote en 1914, es decir, trece años antes que Sein Und Zeit, debe estimársele auténticamente orteguiano, sino porque él implica una concepción superadora del conflicto vida razón que no fue considerada nunca por Heidegger.

La circunstancia vino a ser por todo ello, la piedra clave de la razón vital. Incorporada a la estructura del yo como factor esencial, transmutó la rígida razón tradicional en razón fluyente, es decir en razón temporal e histórica.

Las tesis existenciales y vitalistas que declaraban la vida, la vida humana, por excelencia, como la verdadera realidad metafísica, así como la unidad del hombre y del mundo y el quehacer de aquél con éste en el vivir, venían a ensamblarse coherentemente en su doctrina, gracias al factor de la circunstancia. [11]

Circunstancia es todo lo que rodea al hombre en la vida desde que llegaba al mundo sin haberlo querido y en el que se encuentra necesitado de hacer algo para existir. Pero todo hacer requiere previamente la consideración de lo que se ha de hacer, es decir, un qué hacer, así como un atenerse a las cosas. Sin circunstancia y sin yo no podía, por lo tanto, haber vida, porque no se daría el hacer ni el quehacer.

En las palabras introductorias de las Meditaciones del Quijote, el propio autor nos dice: «El hombre rinde el máximo de su capacidad cuando adquiere la plena conciencia de sus circunstancias. Por ellas comunica con el universo».

«¡La circunstancia! ¡Circum-stantia! ¡Las cosas mudas que están en nuestro próximo derredor! Muy cerca, muy cerca de nosotros levantan sus tácitas fisonomías con un gesto de humildad y de anhelo, como menesterosas de que aceptemos su ofrenda y a la par avergonzadas por la simplicidad aparente de su donativo.» Esa apología de la circunstancia, cuya pequeñez o humildad no obsta para su importancia, se va exponiendo en la trama de sus ricas metáforas: «Los egipcios creían que el valle del Nilo era todo el mundo –dice más adelante–. Semejante afirmación de la circunstancia es monstruosa y contra lo que pudiera parecer, depaupera su sentido. Ciertas almas manifiestan su debilidad radical cuando no logran interesarse por una cosa, si no se hacen la ilusión de que ella es todo o es lo mejor del mundo. Este idealismo mucilaginoso y pueril debe ser raído de nuestra conciencia». Y agrega después: «¿Cuándo nos abriremos a la convicción de que el ser definitivo del mundo no es materia ni es alma, no es cosa alguna determinada, sino una perspectiva? Dios es la perspectiva y la jerarquía: el pecado de Adán fue un error de perspectiva».

Aquí ya vemos enunciada su tesis perspectivista –que prefiere llamar después raciovitalista– y que va a constituir la consecuencia gnoseológica de lo que consideramos el nudo de su filosofía: la incorporación de la circunstancia a la razón del yo.

También descubre el logos de la vida humana: «La reabsorción de la circunstancia es el destino concreto del hombre» afirma, y lanza su célebre proposición: «Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo», que contiene toda su verdad filosófica, más tarde explicitada, con el nombre de razón vital.

La vida humana, tal como la concibe Ortega, tiene de protagonista un hombre que, por el hecho de tener que hacer necesariamente su vida en esa reabsorción de lo que lo circunda, está por fuerza destinado a ser libre. Aquí también innova Ortega, plateando de un modo personal el problema de la libertad: mucho antes de que Sartre dijera que el hombre estaba condenado a ser libre, el filósofo español afirma que no es que el hombre pueda ser libre, sino que tiene que serlo, pues, paradójicamente, para lo único que el hombre no es libre es para no serlo.

Esa libertad se manifiesta en el hombre como la conciencia de ser el protagonista de sus propios actos, hasta ese momento había sido considerado todo albedrío condicionado por la clase de mundo en que se actúa. [12] Pero como en Ortega la circunstancia forma parte del ser, y no hay condición de sí mismo, la libertad viene a adquirir una dimensión absoluta.

Un ente hasta entonces no apreciado, el hombre–mundo, desplazaba del ámbito humano al ser cogitante, hasta entonces nunca subestimado. Un nuevo reparto de la calidad humana se efectuaba, y en la medida en que se incorporaba la circunstancia al yo, se la humanizaba en tanto más se deshumanizaba al hombre.

De esa simbiosis surgía una nueva razón en nosotros, la razón vital. Lo que caracterizaba en primer lugar a este hallazgo racional era su temporalidad; la otra razón, la que tradicionalmente habíamos conocido, era apta sólo para considerar las cosas sub specie aeterni, fuera del tiempo, y resultaba inepta para alcanzar aquellos objetos cuyo ser temporal los hacía fluir, sin naturaleza hecha, históricamente. La vida humana, y el hombre con ello, se escapaban como peces ágiles de las rígidas mallas de la razón abstracta, hecha sólo para las cosas que tienen un ser fijo, una realidad ya constituida.

La razón pura vino a ser considerada como una parte de la verdadera razón, que es la vital. Así se lograba un nuevo fin en la filosofía de Ortega: la superación del substancialismo, con lo que culmina toda su metafísica.

En esa obra denominada El Tema de Nuestro Tiempo, una de las escritas con más rigor filosófico por el gran pensador, acomete la empresa de exponer esa vitalización de la razón que da al hombre la dimensión histórica. En ella nos declara: «Por ser la existencia humana propiamente vida, esto es, proceso interno en el que se cumple una ley de desarrollo es posible la ciencia histórica». Esto nos previene de caer en el error de considerar a Ortega proclive al vitalismo irracionalista. Hace en esa obra el historial de la razón abstracta, y declara antihistórico al racionalismo, «la historia queda situada en un lugar de castigo», y agrega después, «Historia y vida quedan lastradas con un sentido negativo y saben a crimen». Presenta y denuncia la unilateralidad del racionalismo y del relativismo, en cuanto a la verdad y la vida: «El racionalismo se queda con la verdad y abandona la vida. El relativismo prefiere la movilidad de la existencia a la quieta e inmutable verdad», y toma partido por una posición superadora de la aparente antinomia: «Nosotros –dice– no podemos alojar nuestro espíritu en ninguna de las dos posiciones: cuando lo ensayamos nos parece que sufrimos una mutilación». «Para nosotros, la vieja discordia está resuelta desde luego; no entendemos cómo puede hablarse de una vida humana a quien se ha amputado el órgano de la verdad, ni de una verdad que para existir necesita previamente desalojar la fluencia vital».

«El fenómeno vital humano tiene dos caras –la biológica y la espiritual– y está sometido, por lo tanto, a dos poderes distintos que actúan sobre él como dos polos de atracción antagónica» y complementa después este pensamiento afirmando que [13] «Nuestras actividades necesitan, en consecuencia, ser regidas por una doble serie de imperativos», denominándolos cultural y vital. Como vemos, Ortega siempre intenta una mediación.

Y al reclamar los fueros del imperativo vital, dice que la cultura, hija del intelecto abstracto, «Es tan sólo una breve isla flotando sobre el mar de la vitalidad primaria».

Declara el tema de nuestro tiempo como ese esfuerzo en someter la razón a la vitalidad, localizarla dentro de lo biológico, supeditarla a lo espontáneo. Y dice con acento profético: «Dentro de pocos años parecerá absurdo que se haya exigido a la vida ponerse al servicio de la cultura».

Esta obra del Tema de Nuestro Tiempo termina en una nueva doctrina: la del punto de vista, en la que trata de plantear y resolver el problema de las relaciones entre vida y cultura, es decir, entre vida y razón.

La síntesis que elabora y que así denomina, es la del perspectivismo, en la que el culturalismo y el vitalismo, al fundirse, desaparecen. «La perspectiva es uno de los componentes de la realidad», afirma y «Cada vida es un punto de vista sobre el universo».

Y así era como para Ortega la verdad, a través de cada punto de vista, cada perspectiva, adquiría una dimensión vital. Pero este lugar al que desembocaba el potente fluir de la meditación del filósofo era, nada menos y nada más, que una nueva forma de relativismo, al que invita, sin nombrarlo, una exhortación: «...con una profunda fidelidad a nuestro organismo, a lo que vitalmente somos, (debemos) abrir bien los ojos sobre el contorno y aceptar la faena que nos propone el destino: el tema de nuestro tiempo». Con el relativismo que implica la doctrina del punto de vista, Ortega, al limitar o negar la jerarquía del valor lógico, ha realizado la inversión de la escala axiológica, elevando a la categoría suprema los valores vitales. Hazaña similar había efectuado el pragmatismo con el valor utilitario, que ponía al servicio de la vida. La lucha que los distintos valores mantienen dentro del ámbito de la cultura, y la hostilidad hacia la verdad, que caracteriza los tiempos modernos y contemporáneos, tiene una de sus manifestaciones en la teoría de Ortega.

En Historia como Sistema, que ve la luz en 1942, Ortega expone con una coherencia bien definida, lo que es la entraña de esas cosas que son la vida y la historia. El quehacer del hombre, que es su vida, viene a ser algo así como una tela de Penélope que no se deshace, sino que tiene que continuarse siempre sin descanso. Tratar de pensar esa vida en su primaria desnudez, mediante conceptos atentos sólo a describirla y que no aceptan imperativo alguno de la ontología tradicional, es la empresa de esa obra de plena madurez.

El planteamiento de lo que es la vida humana, conduce a descubrir que el quehacer con que se integra no es más que una continua e ineludible elección encaminada a la reabsorción de la circunstancia. Y esa elección vital viene a justificar el saber y la cultura, puesto que éstos no tienen otro objeto que asegurarnos la mejor elección, [14] haciendo que el hombre sepa a qué atenerse respecto a la realidad circundante.

Desprovista de naturaleza, de sustancia, de cosa hecha, la existencia no presenta otra condición permanente que la de encontrarse en constante situación de naufragio, en el cual, para no perecer, el hombre se ve precisado a moverse incansablemente.

En Historia como Sistema hace una declaración que pone en evidencia toda la raíz orteguiana: «Ha llegado la hora –dice– en que la simiente de Heráclito dé su magna cosecha». Es la afirmación de que nuestro tiempo está destinado a la reivindicación del devenir.

En este trabajo, nuestro objeto ha sido presentar el concepto de la circunstancia como el eje de toda la filosofía de Ortega. La incorporación de ella a la razón, vitaliza a ésta, y la hace el único órgano sensible al ser de lo humano, del hombre y de su vida. La razón abstracta o pura queda reducida a un lugar secundario, al que también se relega la cultura, y la vida, como un oleaje largamente contenido, rompe los diques que le fue levantando el racionalismo, hasta anegarlo todo.

Las consecuencias, pues, de esa incorporación de la circunstancia, trastornan todo el orden hasta ahora establecido en la filosofía. y repercuten en el ámbito moral y lógico, quiéralo o no su autor, dejando un profundo eco relativista, de un relativismo tan insólito, que casi parece absolutismo. Un valor ético amenaza suplantar a todos los valores tradicionalmente aceptados: el de la autenticidad, que deviene cuando se vive la vida plena, libre y responsablemente.

En cuanto al ámbito religioso, y dado que Dios es un ser trascendente y toda la metafísica de Ortega se contrae a la vida humana y a lo que en ella se encuentra inmanente, quedó, como problema, olvidado o desconocido por el autor de La Rebelión de las Masas. Se ha dicho que, en puridad de verdad, la creencia en un ser sobrenatural, en el alma y en la vida futura, se quedaron fuera de su filosofía, si bien el pensador tuvo el descuido –o la previsión– de no cerrarles la puerta.

Si nos atreviéramos a hacerle algunas observaciones a ese conjunto coherente de las ideas orteguianas diríamos que, a pesar de sus esfuerzos, el brillante ensayista nos conduce al convencimiento de lo contrario de lo que postula, es decir, de que «Yo soy yo, a pesar de mis circunstancias».

Y es que Ortega, al arrebatarle a la razón abstracta su sitial en el espíritu y vida del hombre, redujo la capacidad de éste para las cosas eternas, que es algo así como haberle arrebatado al beneficiario del robo perpetrado por Prometeo, el don espléndido que lo hace un poco Dios. Ya puede ser el inmortal ladrón desencadenado de su roca del Cáucaso: Ortega le ha devuelto al Olimpo su lumbre divina.

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José Ortega y Gasset
Mercedes García Tudurí
1950-1959
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