Revista Cubana de Filosofía
La Habana, enero-junio de 1956
Vol. IV, número 13
páginas 15-25

Humberto Piñera Llera

Ortega y Gasset y la idea de la vida

I

El advenimiento de la segunda mitad del siglo XIX señala el término de la filosofía de la Edad Moderna. No se trata de una definición extraída de los manuales para ser dicha con el aire severo que adopta la pedante superficialidad, sino la conclusión a la cual se llega cuando se ha puesto uno a la tarea de examinar el contenido de lo que es la filosofía (no su historia ni su comentario) desde el comienzo de esa segunda mitad ya aludida. Y, como siempre sucede, desde 1850 se puede reducir la filosofía a muy pocas cabezas pensantes, tan pocas como éstas: Dilthey, Nietzsche, Husserl, Bergson, Heidegger y Ortega. Lo demás es paisaje, quiere decir, en este caso, que o se trata de filósofos de segunda categoría, o de historiadores y comentadores de la filosofía. Esos seis pensadores de primer rango son los que, hasta ahora, componen el entramado de la filosofía contemporánea. Y el pensamiento de los seis gira en torno a una idea fundamental, es a saber: la idea de la Vida.

Ahora bien, esto que se acaba de expresar, dicho así, de pronto, da la impresión de una descomunal ligereza y despreocupación por parte de quien lo afirma. Pero, como se verá más adelante, hay fundadas razones para aceptarlo como verdad incuestionable.

¿Por qué se puede afirmar que en los seis grandes pensadores responsables, hasta ahora, de la filosofía contemporánea, hay una idea fundamental, que sirve, por lo mismo, de tema a sus respectivas especulaciones? Y, además, ¿por qué esa Idea es la de la Vida? Cuando uno se despoja de la ingenuidad y el simplismo de los historiadores de la filosofía, con el propósito de captar en una intuición clara y coherente el núcleo esencial del pensamiento filosófico de cada uno de los pensadores mencionados, se encuentra con que hasta los que pueden aparecer más alejados de la idea de la Vida, se mueven, sin embargo, afanosamente en torno a ella. Tal es el caso de Husserl, cuya filosofía ha sido descrita siempre como un intelectualismo de nuevo cuño, cuando es lo cierto que no hay tal cosa. Vista en su conjunto, y a la vez en su proceso esencial, la filosofía de Husserl, es decir, la fenomenología, se nos muestra como el más osado y descomunal hilozoísmo. ¿Por qué? Pues pura y simplemente porque Husserl se nos muestra como el filósofo que es, vale decir como pensador original, no tanto por lo que parece haber resuelto como sí por lo que resulta al cabo de su largo y laborioso proceso filosófico. Ahora bien, ¿qué es lo que nos deja en las sombras o al menos lo que viene a quedar como la gran incógnita de su pensamiento? [16] Pues nada menos que el descomunal problema de la conciencia virtual (la conciencia de la conciencia... y así hasta el infinito), que es, digamos, el modo «tácito» de que se vale el creador de la fenomenología para buscarle una salida al tremendo problema de la «realización» de la conciencia, es decir, de su descubrimiento como realidad hic et nunc, porque, tal como se nos presenta en todo instante, la conciencia es desde siempre y para siempre, o sea un puro flujo vivencial sin antes ni después, como no sea porque se los imponemos mediante el consabido supuesto. Y la conciencia virtual, que es la conciencia que podemos advertir, esa que se da sin suposiciones, sin «construcción» de ningún género, empalma de tal modo con la realidad exterior, que si pretendemos salir de la conciencia, incurrimos en el vicio de «construir»; y si permanecemos en ella, o sea que respetamos su natural y espontánea virtualidad (porque su realidad es sólo supuesta), la realidad exterior (que ya no sería tan exterior) empalma con la conciencia (que tampoco sería ya tan interior), con lo cual resulta que la realidad es tanto la conciencia como ésta es aquélla. Y tal conclusión –en mi concepto, lo más importante de la filosofía de Husserl–, nos permite ver que lo decisivo en la fenomenología no es tanto lo que su autor ha dejado dicho, como lo que ha dejado planteado. Pues en el caso de la fenomenología –y esto lo vio muy claro Husserl– o se hace metafísica, lo cual equivale a salirse de la virtualidad (o sea de la natural espontaneidad de la conciencia), y en este caso, ya se ha resuelto el problema de darle una solución a lo que es problema para el filósofo; o se queda uno, como parece decidir Husserl, en la virtualidad de la conciencia, es decir, que se admite que la conciencia es conciencia en tanto que está ahí, sin más, vale decir sin sobreañadidos ni hipótesis, y entonces la conciencia es una expresión de la Vida, es decir, que la materia animada se puede manifestar como conciencia. En fin de cuentas, que la materia se manifiesta a sí misma en diferentes grados, uno de los cuales es entonces la conciencia.

Si de Husserl pasamos a Heidegger, veremos que en la doble exigencia de la solución del problema de la realidad constitutiva de ser ahí (Da-sein) y del juego correlativo de la ipseidad y mundanidad (In- der- Welt- sein) se esconde también la actividad «vitalista» del autor de Ser y Tiempo. No hay posible supuesto, viene a querer decir Heidegger, previo al esclarecimiento de la cuestión que se encierra en la pregunta que interroga por el Ser. Por consiguiente, advertimos una rigurosa circularidad pensamiento -extensión o materia- espíritu en la formación filosófica del audaz metafisico alemán.

Esta misma idea es la que encontramos, mutatis mutandis, en la filosofía de Bergson, aunque no sea menester tanto esfuerzo como en Husserl para demostrarlo, pues está demasiado repetido en sus textos. La Vida, para Bergson, es una experiencia continua que se da al sujeto en forma de imágenes, que son las múltiples apariencias de la realidad, o la realidad tal como aparece. Y en esto consiste la percepción, que nos sitúa de inmediato entre las cosas como tales. Como se puede apreciar sin gran esfuerzo, también para Bergson la conciencia es una consecuencia de la Vida. Idea que encontramos asimismo en Dilthey, centrada en su teoría de la vivencia. [17] Esta, dice Dilthey, «es un modo característico distinto en el que la realidad está ahí para mí» y «designa una parte del curso de la vida en su realidad total». En cuanto a Nietzsche no hay que esforzarse en demostrar que ha sido el filósofo defensor por excelencia de la idea de la Vida como el núcleo de la realidad total y quien hizo de esta idea el tema predilecto de su filosofía. Pues ¿cómo dudarlo de un hombre que llegó a decir que al decidir entre la verdad y la vida diría que no a la verdad y sí a la vida?

Queda por mencionar sólo la figura de Ortega y Gasset. Ahora bien: ¿es acaso el genial pensador español un filósofo de la vida? La respuesta a esta pregunta pretenden darla las páginas siguientes. En ellas intentamos probar que también Ortega es uno de los seis grandes filósofos contemporáneos hasta el presente que está dominado por la idea de la Vida.

II

Voy a valerme un poco del procedimiento propio de los eruditos para lograr en un comienzo el fin propuesto para todo el trabajo, es a saber, que la idea central del pensamiento de don José Ortega y Gasset es la idea de la Vida. Vamos a comenzar, entonces, espigando en su obra aquellas ocasiones en las cuales aparece, de un modo u otro, el tema de la vida. Y al cabo de esta exploración encontraremos, por lo pronto, que esta idea aparece no menos de ciento sesenta y dos veces a lo largo de sus Obras Completas. Y ya esta reiteración nos esta indicando que al autor le preocupa y le atrae el tema mencionado. Pero no se trata de una reiteración más o menos ocasional, más o menos fortuita, sino que se advierte que en cada caso la cita del concepto constituye un centro en derredor del cual se constituyen y giran otros conceptos. Desde 1908, fecha que registra su más antiguo trabajo (al menos, de los que aparecen en las Obras Completas), viene Ortega ocupándose con el tema de la Vida y así se mantendrá hasta el postrer quehacer filosófico, al menos en los que ya son del dominio público. Finalmente, debemos señalar que en el total de los trabajos de Ortega, cuarentiséis de estos parecen dedicados a tratar de alguna manera el tema de la Vida.

Es indispensable esta erudita apreciación de índole cuantitativa, porque preciso dejar claramente sentado que el tema de la Vida no se ofrece de manera fortuita en el gran pensador español, como recurso conceptual más o menos relativamente ubicado allí donde se le encuentra. Por el contrario, Ortega nos propone, en cada ocasión en que saca a relucir en sus escritos la cuestión de la idea de la Vida, un problema en el cual es precisamente la misma Vida el contenido problemático por excelencia y por lo cual resulta el tema fundamental de la filosofía. Veamos algunos ejemplos.

Ya en fecha tan inmediata al comienzo de su vida de pensador como la de 1910 nos dice Ortega que el hombre es el problema de la vida. Y no importa que en este caso atribuya a un cierto doctor Vulpius la frase antedicha, pues en el contexto se compagina y aclara perfectamente con el fin último que el autor persigue en el trabajo al cual hemos hecho referencia. [18] El hombre es, pues, el problema de la vida, y no al revés, como pudiera creerse, que sea la vida el problema del hombre. Con lo cual, es decir, con esa inversión, se nos aparece Ortega ya de cuerpo entero y a toda plenitud en la preocupación central de su pensamiento, es a saber, el tema de la Vida. Y tal parece que a partir de esta afirmación empezara Ortega a devanar el tema que constituye el centro de sus preferencias temáticas y especulativas. Esto último es posible comprobarlo de dos maneras, es decir, o bien siguiendo las veces que el pensador español aplica la idea de vida a un aspecto de su filosofía, o bien en la relación orgánica que establece entre la idea de Vida y otros conceptos que él considera como equivalentes, al menos en cierta medida.

De acuerdo con la primera manera, vemos que la Vida es para Ortega esencialmente una «estructura», así que, o se da esa estructura en la cual consiste la vida antes de que pueda ser otra cosa, o la vida propiamente tal es imposible. Pero, por otra parte, la vida es «brinco e innovación», «duración y mudanza», la «ocasión de someterse a la necesidad y, una vez dominada ésta, el ejercicio del lujo vital de la libertad». Pero, además, la vida es «flujo», el «hecho cósmico del altruismo», «diálogo con el contorno», «ocupación con las cosas en torno», «proyecto», «dinamismo», «drama», «brevedad», «elección», «esfuerzo de cada ser viviente por ser sí mismo». «hacer algo determinado», «porvenir», «selva», «biografía», «invento». La vida es «sumersión de cada cual en un absoluto problema», «faena hacia adelante», «naufragio», «reacción a la inseguridad radical que constituye su sustancia», «elegir y acertar», «radical soledad», «existir en una circunstancia determinada e inexorable», «asistir a lo que a uno le pasa», «lo cotidiano», «caminar en todas las direcciones del horizonte», «facilidad y posibilidad», «intimidad», la «realidad radical», «prisa», «libertad», «un conjunto de problemas esenciales a los que el hombre responde con un conjunto de soluciones: la cultura», la «realidad arcana por excelencia», «actualidad», &c.

Esta larga enumeración que cubre apenas una pequeña parte del conjunto de las definiciones de la vida que nos propone Ortega y Gasset, permite confirmar el aserto de que se trata de un tema que fue siempre motivo de su preocupación, e ir constatando el esfuerzo por acertar con la definición por excelencia, o sea la que encierre y resuma la genuina realidad de la Vida. Pero de seguro que Ortega no se propuso tal cosa, que es ya para su tiempo filosófico y para su ágil pupila un evidente anacronismo, pues la época de las definiciones sumarias, de las ideas claras y distintas, está en franca decadencia y retirada cuando Ortega comienza a filosofar. Ni tampoco dejó de advertir certeramente que la idea de la Vida es más bien un modo de hablar, una suerte de fable convenue, porque ni es la Vida una idea, sino relativamente, ni se nos entrega a través de la idea que de ella podamos hacernos, aun cuando debamos conformarnos, puesto que no queda más remedio, con algunas ideas acerca de la Vida. Por eso es que se propone tantas definiciones de la Vida, pues sabe que ésta es esa inagotable complejidad y complicación capaz de ser todo eso que él le atribuye... y muchísimo más. Sí, con efecto, la vida se nos manifiesta bajo todas esas formas que Ortega registra para ella en su obra, [19] sin perjuicio alguno de que sea, todavía, otras muchas e infinitamente. Porque la vida no se puede apresar en un concepto, tampoco en una fórmula o en una frase, es que sólo cabe ir señalando en ella todos esos registros que la constituyen, sin por eso agotarla. De aquí que lo que a primera vista puede parecer errático movimiento en pos del concepto último y definitivo de la Vida, es, por el contrario, sagaz advertencia de que la Vida sólo permite que vayamos descubriendo en ella muchos de sus matices, pero sin que sea posible agotarlos, porque, para hacerlo, sería menester situarnos más allá de ella.

Por otra parte, como ya se ha señalado, Ortega pretende establecer una relación entre la Vida y lo que ésta muestra que puede ser, porque efectivamente lo es, en diferentes ocasiones. Vamos a escoger en el vasto repertorio de lo que según Ortega puede ser la Vida aquellas notas más características, por ser sin duda las más constantes, significativas y comunes.

Ya hemos visto cómo en Adán en el Paraíso nos dice Ortega que el hombre es el problema de la Vida, por consiguiente, que la Vida, que es en cierto modo el hombre mismo, es lo problemático, puesto que, como vida, «es en sí misma y siempre un naufragio». Ahora bien: si la vida es naufragio se debe a que, sin estar liquidados del todo –como le ocurre al náufrago, que está a punto de ahogarse, pero no se ha ahogado todavía–, tenemos que luchar denodadamente para conseguir salir a flote, o sea para realizar nuestra propia vida, el proyecto de lo que deseamos ser, y como esto último puede ser tan exactamente como no ser, es por lo que la Vida se nos constituye en drama, «porque –como dice Ortega– es siempre la lucha frenética por conseguir ser de hecho el que somos en proyecto». Y aquí tropezamos con otra de las manifestaciones que la Vida ofrece de continuo, es a saber, que ella es siempre e inexorablemente un proyecto. «No es –dice Ortega– que en la vida se hagan proyectos, sino que toda vida es en su raíz proyecto». Y esta vida en que consiste el ser del hombre, por lo mismo que es variable, puede crecer y en consecuencia progresar. Con lo cual vemos que otra de las notas o de las formas en que vida se manifiesta es la del progreso. Ortega afirma que «el carácter simplemente progresivo de nuestra vida sí es cosa que cabe afirmar a priori». Ahora bien, progresar es ir desvinculándose del ayer, superándolo, y por eso el progreso implica la historia, que es otro de los modos en que la vida acontece, esa historia que es –para Ortega– «el sistema de las experiencias humanas que forman una cadena inexorable y única». Mas la historia, a su vez, sólo se da al hombre como el resultado consiguiente de un quehacer, que también en esto consiste la vida. Pero, ¿quehacer de qué? Pues el quehacer va consistir, ante todo, en un perpetuo elegir y decidir entre las distintas posibilidades. Y esto supone que hay inexorablemente una fatalidad y libertad en la vida como tal, de las cuales es el mundo la «dimensión de fatalidad», mientras que la posibilidad de elegir entre diferentes posibilidades constituye la dimensión de libertad. La vida es simultáneamente libertad y fatalidad porque, como dice Ortega, «no tiene sentido hablar de libertad sino junto a la fatalidad. En un mundo donde no existiese la necesidad, el fatum, no habría de qué librarse». Ahora bien: en el juego interactivo de libertad y necesidad se esconde, [20] como el mecanismo de precisión que las dispara, la polaridad de la facilidad y la dificultad. Pues el mundo no puede ser, en modo alguno, ni constante y simple acceso a todo, ni tampoco cerrada imposibilidad de cuanto al hombre es, de hecho, accesible. El hombre «encuentra facilidades en qué apoyarse», por lo que «resulta que es posible existir». Pero «halla también dificultades», por lo que «esa posibilidad es constantemente estorbada, negada, puesta en peligro». Finalmente, la vida se nos aparece como soledad y convivencia. En la vida humana ocurre, según Ortega, que la de cada quien está condenada a «perpetua soledad radical», y si coincidimos es sólo en lo más externo y trivial, pues «las zonas más delicadas y más últimas de nuestro ser permanecen fatalmente herméticas para el prójimo».

Vemos, pues, que Ortega se ha dado a la tarea de sorprender del modo más exhaustivo posible lo que la Vida ofrece como simplemente lo que está ahí, es decir, como lo que a la vez constituye una posibilidad en cada caso y de lo cual podremos tener algo así como una idea o un concepto. Pues, con efecto, la vida es problema, la vivimos como tal, y al mismo tiempo tenemos conciencia de esta problematicidad y por lo mismo cabe pensar acerca de esa problematicidad, que es en lo que consiste eso de tener una «idea» o un «concepto» de algo. Como es igualmente proyecto y es drama y es quehacer, &c. La Vida, pues, no es nada en particular, porque es la máxima posibilidad de serlo todo, de contenerlo todo, y esto es lo que le ha permitido a Ortega articular en una sobria y lúcida descripción lo que la Vida muestra como siendo en general y a la vez en cada caso.

III

La vida humana es una realidad extraña de la cual lo primero que conviene decir es que es la realidad radical, en el sentido de que a ella tenemos que referir todas las demás, ya que las demás realidades. efectivas o presuntas, tienen de uno u otro modo que aparecer en ella.

La nota más trivial, pero a la vez más importante de la vida humana, es que el hombre no tiene otro remedio que estar haciendo algo para sostenerse en la existencia. La vida nos es dada, puesto que no nos la damos a nosotros mismos, sino que nos encontramos en ella de pronto y sin saber cómo. Pero la vida que nos es dada no nos es dada hecha, sino que necesitamos hacérnosla nosotros, cada cual la suya. La vida es quehacer. Y lo más grave de estos quehaceres en que la vida consiste no es que sea preciso hacerlos, sino, en cierto modo, lo contrario –quiere decir que nos encontramos siempre forzados a hacer algo determinado, que no nos es impuesto este o el otro quehacer, como le es impuesta al astro su trayectoria o a la piedra su gravitación. Antes que hacer algo, tiene cada hombre que decidir, por su cuenta y riesgo lo que va a hacer. Pero esta decisión es imposible si el hombre no posee algunas convicciones sobre lo que son las cosas en su derredor, los otros hombres, él mismo. [21] Sólo en vista de ellas puede preferir una acción a otra, puede, en suma, vivir.

Así comienza Ortega y Gasset su luminoso ensayo titulado Historia como sistema, que aparece, en su redacción definitiva, en 1941. Las palabras transcritas revelan el criterio último de Ortega en relación con el problema de la Vida y permiten concluir que, para él, hay tres realidades o mejor tres formas o manifestaciones de la realidad, que son la Vida, el Hombre y la Historia, tan absolutamente indistintas, que cada una de ellas es perfectamente intercambiable por cualquiera de las otras dos. La Vida es, según Ortega, «peculiaridad, cambio, desarrollo; en una palabra: historia». Pues si buscamos el sentido primario y el más verdadero de la palabra vida, advertiremos que no «biológico», sino «biográfico». Pues el hombre, según Ortega, «no es cosa ninguna, sino un drama –su vida, un puro y universal acontecimiento que acontece a cada cual y en que cada cual no es, a su vez, sino acontecimiento». Ahora bien: es preciso, al llegar a este punto, que nos preguntemos si por acaso es posible encontrar un sentido metafísico a la idea que de la Vida tiene Ortega y Gasset. Y, por lo pronto, hallamos que ese sentido no se puede buscar, sensu stricto, en la forma en que por lo regular ha sido buscado y hallado en la generalidad de las doctrinas filosóficas que se han ocupado de esta cuestión. No. Es menester no descuidar el detalle, harto significativo en la filosofía de Ortega, de que él no tiene «una» idea de la Vida, sino, por el contrario, muchas. Lo cual nos lleva a la siguiente conclusión, que a mí se me antoja inevitable: lejos de haber una idea de la Vida en Ortega y Gasset, lo que hay es más bien el recuento inseguro de las peculiaridades que, según él, la Vida le ofrece a quien la escudriña. Pero, en tal caso, resulta muy difícil, por no decir imposible, caracterizar metafísicamente la filosofía de la vida en nuestro autor. Entonces, decididamente y sin remedio, ¿no es posible hablar con toda propiedad de una metafísica de la Vida en el pensamiento filosófico Ortega y Gasset? O, dicho de otra manera, ¿es sólo una descripción lo que nos ofrece su exposición?

Para responder a esta grave interrogación vamos a valernos del magistral ensayo que Ortega dedicó en 1933 a la filosofía de la vida de Dilthey, con motivo del centenario. Veremos cómo este trabajo le sirve a Ortega para encontrar, con mucho más éxito de lo que él mismo fuera capaz de advertir, el camino que conduce a una formulación estrictamente filosófica de su propia idea de la Vida.

Ortega tiene toda la razón cuando dice que a partir de la filosofía diltheyana el hombre comienza a estar en una nueva gran Idea, que es la Idea de la vida. Ortega ve esto muy bien, con lo cual acierta decisivamente, y creo que nada parecido ha dicho de ninguna otra manifestación de la realidad. Quiere, por lo pronto, significar que él advierte que el mundo, desde Dilthey, comienza a experimentar un cambio tan extraordinario como es nada menos que el de transitar desde una Idea decisiva, fundamental para toda una época a otra igualmente decisiva y básica. [22] Lo cual, para el caso de Ortega, quiere decir que él está del todo seguro y convencido de que si alguna Idea es y debe ser admitida como la nueva gran Idea rectora, es, sin lugar a dudas, la idea de la Vida. Y, como es presumible, la adopta y utiliza constantemente, a partir de ahora, con plena y rotunda conciencia y seguridad de que esa es la Idea en torno a la cual debe girar toda especulación sobre la última y definitiva realidad. Digo de este modo, porque he tratado de mostrar en las páginas precedentes que el pensamiento de Ortega está dominado por esa gran Idea, que él saca a relucir constantemente en sus escritos. Y sirva, de paso, para mostrar cuánta ligereza y despreocupación hay en los que pretenden hacer ver que el ensayo orteguiano sobre Dilthey es un frustrado empeño de disolver la sospecha de que él ha beneficiado subrepticiamente de la filosofía del pensador alemán. Muy por el contrario, cuando Ortega compone su ensayo sobre Dilthey ya la idea de la vida ha aparecido en la mayoría de sus trabajos hasta esas fechas y no precisamente por la influencia de Dilthey, sino porque, también en Ortega, la gran Idea en que comienza a estar el hombre es, por fuerza, la misma en la cual se instala Ortega. Y lo va haciendo de modo paulatino y un tanto incidental, como permite comprobarlo la simple inspección de sus primeros trabajos. Diríase que se le puede aplicar, mutatis mutandis, lo mismo que él nos dice de Dilthey, respecto de lo poco o nada que supo que había tocado esa terra incognita que es la Idea de la Vida.

«Pero es acaso un error creer que este principio (el de la fluencia y continuidad históricas) no tiene excepción y vale también para las grandes Ideas, quiero decir, que su aparición concreta en el pensamiento individual suponga necesariamente una fuente también individual y concreta. El caso es que cuando una gran Idea ha madurado por completo y reina por impregnación en una época, a nadie se le ocurre buscar para su expresión en un libro determinado una fuente también determinada. La Idea triunfante y vigente está en todas partes, es la época misma, y como antes dije, son los individuos quienes flotan en ella y no al revés. Pues bien, nadie tiene que contarme que esto, si bien por otras razones, acontece también, y muy especialmente, en la etapa inicial de una gran Idea. Esto lo sé por mí, ya que en el advenimiento de la Idea de la vida estoy yo, intervengo yo y me consta que la intuición de ella no vino a mí deninguna fuente ni pudo venirme. Y sé, además, que a cada uno de los otros cuatro o cinco hombres que hasta la fecha han llegado primariamente a ella tampoco les ha servido lo que pensaron los demás. La comprobación de este sorprendente hecho y su por qué es el contrapunto del tema desarrollado en este estudio y que podríamos enunciar de la siguiente manera, sólo en apariencia exagerada y paradójica:

1º La obra genial de Dilthey ha servido de muy poco, por no decir de nada, para los otros avances posteriores en la concepción de la Idea de la vida.

2º Lejos de esto, han sido estos avances independientes quienes han servido para que el pensamiento de Dilthey cobre un significado [23] y una importancia que antes y por sí sólo no tenía. Se trata, pues, aquí de que es la idea posterior quien lleva el agua a «su» fuente.

3º El extraño caso ha debido acontecer siempre en el estado inicial de una gran Idea. La razón de ello estriba en que la gran Idea es un organismo cuyos elementos o ingredientes son enormemente distantes entre sí. Si no lo fueran no abarcarían la totalidad del problema universal y no podrían modificar in integrum la vida humana. Ahora bien, no es fácil que un solo hombre pueda variar su ángulo visual tanto que logre ver por vez primera todos esos elementos tan dispares entre sí. La gran Idea nace a pedazos, cada uno de los cuales es visto independientemente por un hombre aprovechando la afinidad previa con su ángulo visual. Cuando han sido puestos a flor de tierra todos sus elementos, la Idea se integra y parece una idea única, enteriza y simplicísima.

4º La verdadera y exclusiva fuente para los iniciadores de una Idea es el nivel del destino intelectual a que ha llegado la continuidad humana. Por eso, los pedazos de la Idea son descubiertos por hombres que se ignoran mutuamente, desde puntos geográficamente muy distantes. Su única comunidad es la de nivel en la escala de experiencias intelectuales humanas.

El razonamiento que me hace pensar así pudiera recibir este enunciado esquemático: el proceso de la Vida europea actual depende del tiempo de desarrollo que lleve la Idea de la vida. Pero este desarrollo va retrasando aproximadamente un decenio, porque los hombres capaces de acelerarlo no han conocido antes la obra de Dilthey. Ahora bien, si no la han conocido a tiempo no ha sido sólo por culpa suya, es decir, de su carácter, ni tampoco por puro azar. En la demora lamentable ha intervenido decisivamente como factor la necesidad misma de las cosas. por tanto, el destino.»

Pues Dilthey no llega jamás a exponer con la debida suficiencia el propio pensamiento, lo cual, según Ortega, no es una casualidad. «Lo característico de Dilthey –nos dice– es que no llegó él mismo a pensar nunca del todo, a plasmar y dominar su propia intuición». Además, Dilthey no rebasó el nivel de la razón histórica, en tanto que Ortega, como él mismo asegura, alcanza el nivel de la razón vital. Y quien haya leído con el suficiente despacio las respectivas elaboraciones vitalistas del alemán y el español, convendrá en que, con efecto, Ortega tiene toda la razón en este caso. Pues él ha visto con toda claridad lo que ocurre en la filosofía de Dilthey, quien, como se sabe, intenta contraponer a la Crítica de la razón pura una Crítica de la razón histórica, y así como Kant pregunta de qué modo es posible la ciencia natural, Dilthey intenta averiguar cómo es posible la ciencia del espíritu (historia, derecho, arte, religión, &c.). Y Ortega acierta cuando dice que todo esto es igualmente «crítica del conocimiento», por lo que, en consecuencia, Dilthey se nos muestra como un hombre de su tiempo. Sin embargo, este acierto en la observación esconde una grave contradicción, [24] que es precisamente la que padece también Ortega, y se trata nada menos que de la posibilidad o no de hacer metafísica. Esto es lo que vamos a analizar de inmediato, para poner punto final a estas notas.

Dilthey, efectivamente, se nos aparece como un hombre que está y no está en su tiempo, pues no cabe duda acerca de que la tónica general de su pensamiento es la del positivismo imperante en la segunda mitad del siglo XIX. Su empeño de fundar las ciencias del espíritu de modo análogo al empleado por Kant para las ciencias naturales, lo sitúa al nivel de su tiempo. Mas ocurre que la consecuencia general de su pensamiento desborda ese ámbito y le sitúa en un nivel que ya no es el de su tiempo, sino que se encuentra muy por sobre de él. O sea que si bien es cierto que el criterio diltheyano de una filosofía como epistemología pertenece por completo a la Edad Moderna, los conceptos que introduce, tales como los de vivencia, impulso y resistencia, psicología analítica y descriptiva, conexión estructural y otros, le caracterizan como un pensador que ha rebasado decisivamente el marco de la Edad Moderna, cosa que la historia se ha encargado de comprobar de modo terminante. Ahora bien: ¿es o no es Dilthey un filósofo, por el hecho de que su pensamiento no haya logrado cuajar en una metafísica al modo tradicional, es decir, intelectualmente concebida? Hasta su propio discípulo Görg Misch nos dice: «El sentido de su labor y su anhelo no llega... plenamente a conceptos radicales y adecuadamente expresivos. En este punto, en el tránsito de la intuitio a la ratio, el lugar espinoso de toda filosofía, está la causa del aspecto aparentemente fragmentario y, en verdad, inacabado de su obra».

Entonces, ¿no es realmente Dilthey un filósofo? Pero es que esto mismo tendría que ser aplicado a Ortega, pues su idea de la Vida no es propiamente una Idea, sino, al revés, muchas ideas, es decir, que Ortega nos da una versión asaz múltiple y diferente en cada caso de lo que a él se le aparece como Vida, lo cual implica que no puede llegar a una caracterización conceptual de la realidad que es la vida. Por eso se debate afanoso en la misma contradicción que le señala a Dilthey, sin duda que con mayor fatiga, porque está mucho más percatado de esa contradicción. Y esto se ve claramente en el largo y sostenido esfuerzo que realiza para establecer la ecuación vida = razón, que aparece de modo tácito en su obra. Pues Ortega nos dice una y otra vez, hasta el cansancio, que la razón es un aspecto de la Vida, pero su razón vital se presenta con un despliegue de racionalidad que impresiona. Por esto es que se niega resueltamente a dejarse filiar como existencialista, aun cuando lo es en las consecuencias y en la terminología. Pues naufragio, drama, elección y decisión, peligro, azar, invención, proyecto, soledad radical, programa, compromiso, circunstancia, relativismo, y otras muchas, ¿que otra cosa pueden ser sino parte efectiva y destacada del repertorio conceptual del existencialismo?

No creo que haya realmente una metafísica de la Vida en la filosofía de Ortega, sino más bien el propósito de hacerla, lo cual, filosóficamente, como sucede con Aristóteles, Descartes y Kant, equivale a tenerla ya de hecho. Y para comprobarlo no hay sino leer con cuidado esa magistral pieza que en la obra orteguiana es el prólogo a Veinte años de caza mayor, del conde de Yebes. [25] Vemos cómo Ortega describe magistralmente lo que para él es la Vida en toda su plenitud, es decir, que podemos tomarle el pulso, henchirnos con ella como una parte de sí misma. Ortega, en este caso, no «filosofa» al modo tradicional, o sea que no nos introduce en explicaciones, pues no sustituye el proceso cinegético por una suma de conceptos, sino que «nos lleva» a cazar, nos hace asistir al impresionante episodio de la lucha a muerte entre dos vidas y en medio de la solemne plenitud de la Vida.

Desconozco, como es natural y presumible, lo último que haya podido dejar el insigne maestro español, por lo que no sé si ha modificado esa muestra que había sido hasta ahora última y definitiva de su filosofía de la Vida, que a la altura de 1942 resume más de seis lustros de afanosa especulación en torno al tema. Pero a la luz de este magistral remate de su idea de la razón vital le vemos, armado de lo que tal vez constituye su pensamiento definitivo, en el espectáculo de la caza que tan maravillosamente describe, asistir al acto final de su aventura por los misterios de la Vida, en el cual el propósito metafísico aventaja a su posible realización. Pues la plenitud vital parece haber ganado la partida a la metafísica.

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José Ortega y Gasset
Revista Cubana de Filosofía
1950-1959
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