Revista Cubana de Filosofía La Habana, enero-junio de 1956 |
Vol. IV, número 13 páginas 45-51 |
Félix LizasoJose Ortega y Gasset{*}Al aparecer el primer número de El Espectador, esperado ansiosamente, nos eran familiares las Meditaciones del Quijote y el libro Personas, obras, cosas... que reúne los primeros y mejores artículos dispersos de Ortega y Gasset. El Espectador Se prolongan vanas discusiones en el ágora, y vidas enteras se pierden agotadas en perennes propósitos. Todo lo consume la plaza pública: el divino tesoro de la juventud y el privilegio inmarcesible del pensamiento. Se anquilosa el mundo bajo el imperio de la política: – lo útil como lo verdadero, luego la mentira. Y del utilitarismo como pensamiento, surge una llamada filosófica de lo práctico –el pragmatismo– que sólo con William James puede aparecer dignificada. El pensamiento «queda reducido a la operación de buscar buenos medios para los fines, sin preocuparse de éstos». Espíritus voluntariosos van a la soledad en busca de refugio; posible será que con la paz del espíritu les llegue un poco de sabiduría. Así El Espectador fuese a la soledad, y la soledad sensibilizó prodigiosamente su alma joven, colmándola de innumerables inquietudes. Y allí elevó su promontorio de visionario, sobre los campos de la política. Promontorio expuesto a todos los vientos, a los grandes vientos del cosmos –y no torre de marfil– de donde se contempla ampliamente el espectáculo de la vida, tal como desde allí puede aparecer. Del gran Todo parten innumerables vertientes que van a coincidir en la conciencia de cada ser. Cada cual tendrá una visión distinta y particular de la vida, según la vertiente que en él se refracte; y una suma de todos los aspectos individuales, pudiera considerarse como una interpretación de la unidad. [46] Afanarse en precisar cuál sea para nosotros la sombra mística que seres y cosas proyectan sobre el mundo, sobre nuestro mundo, y proponer interpretaciones, será acercarse a la Verdad. El Espectador conoce cuantas interpretaciones han dado los hombres al eterno enigma: ha empapado su espíritu en la filosofía griega, «fuente de fortaleza, porque le nutre con el vigor puro de su esencia prístina y aviva en él la luz flamígera de la inquietud intelectual» (Pedro Henríquez Ureña). Confiesa haber vivido varios años bajo el influjo de Platón, maestro de la ciencia de mirar. Ya de Platón ha extraído naturalmente, un misticismo desbordante, que cruza por sus meditaciones como un soplo vivificador. Misticismo es clara visión espiritual de las cosas y los seres, insinúa un supremo crítico de América, Manuel Díaz Rodríguez, en su «Camino de Perfección». Y en sus primeros tiempos, según el propio Ortega y Gasset nos dice, los libros de Renán hubieron de calmarle ciertos dolores metafísicos que acometen a los corazones mozos sensibilizados por la soledad. Esta influencia de Renán es notoria, y en sus primeros ensayos se asemeja a aquel gran espíritu, semejante a Platón, según el juicio de Brunétiere. No se trata de filosofías sistemáticas –los tiempos de los sistemas han pasado ya– sino de aisladas meditaciones, ya sobre temas de alto rumbo, ya sobre motivos humildes. Todas, sin embargo, están unidas por un lazo de amor. El Espectador no se contenta con mirar, en el sentido platónico, –que es sobrepasar nuestra limitación. Mira, y cuanto se ve filtra y depura por un caudal de conocimientos anteriores, para al fin esplender en amorosa meditación. La forma tangible de esa meditación, es lo que piadosamente nos ofrece. El Monasterio del Escorial Todo espectador supone un espectáculo y un punto de contemplación. (Aunque la vida no es un espectáculo, surge el modo espectacular de vivir al ponernos en relación inmediata con las cosas, y sólo como tal puede presentársenos). Una inteligencia perfecta sabrá buscar su sitio en el universo, su único sitio insustituible, hacia el cual convergerán todas las perspectivas circundantes. Presumimos que gran número de fracasos se han originado en la falta de la única y propia situación. De donde la historia de muchos fracasos sería la historia de una máquina descentrada. El hombre que se sitúa allí donde es más propio su ritmo cordial, y en todo lo circundante encuentra como un complemento a sus ansias –y hasta un contraste inevitable– puede creer que ha descubierto en el espacio su piedra angular. Su palabra nos llegará siempre como retumbando desde aquella colina imaginaria hasta introducirse o rebotar en nuestro corazón. Es así interesante observar cómo la mayor parte de los hombres representativos se nos aparecen siempre en una particular actitud, con la cual, esparciendo su mirada, han sorprendido el chorro raudo de la vida. Sócrates (a través de Platón) nos parece como que cazara sus pensamientos a la sombra de los plátanos de Atenas, orillas del Illiso; [47] Kant meditó su sistema a lo largo de la Avenida de Koenisberg, bajo los altos tilos; Beethoven arrancó a la naturaleza, con amor entrañable, el secreto de su desbordante alegría en el dolor. Nos será frecuente, al pensar en ellos, representárnoslos como si estuvieran en aquella actitud preferida. El Espectador ha situado su centro cosmológico en el monasterio del Escorial. Algún día se dirá cuánto haya influido en su serenidad el contacto de la austera maravilla, que por su sola severidad y leyenda ha de conducir a la meditación. Nosotros no tenemos del tal monasterio sino confusas menciones, referencia a él. Sabemos algo que el mismo Espectador nos dice, ya del manto de espesura tendido a las plantas del edificio, modificando su carácter en sucesivas estaciones con el vario matiz del follaje «que es un invierno cobrizo, áureo en otoño y de un verde oscuro en estío», ya del curvo brazo que extiende hacia Madrid la sierra del Guadarrama, y que del Escorial se mira. Sucederá, y será lo frecuente, que El Espectador fije muchas de sus meditaciones lejos del vetusto monasterio; pero nada importa: todos sus pensamientos participarán de la grandiosa austeridad del Escorial, «rigoroso imperio de la piedra y la geometría», en que nos dice haber asentado su alma. El Hilo de Ariadna La meditación es, por excelencia, la forma abstracta del pensamiento. No sabríamos decir si es superior al tratado perfecto, que va estrechamente a su demostración; pero es lo cierto que para nosotros tiene singular atractivo. Su trayectoria no es la de la flecha, como en el tratado; casi pudiera decirse que no tiene trayectoria, sino que es un ir y venir por inesperados vericuetos, sorprendiendo formas y matices nuevos y tenues, en una perpetua agilidad del pensamiento. La lectura de un libro, el vuelo de unas aves, un hombre que pasa junto a nosotros, todo es susceptible de despertarnos múltiples e incoherentes ideas, que en un prodigio de inconsciencia van ligándose entre sí. Todas las perspectivas son capaces de interesarnos, y en toda cosa puede hallarse un amado secreto y de toda cosa puede venirnos una emoción pura. El interés y el valor de toda vida no consisten sino en un cambio perenne de perspectivas. Para el hombre que medita, el simple hecho de la vida tiene singular interés. Se comprende, por eso, que no sea totalmente desinteresado en su meditación, aun siendo lo abstracto su feudo preferido. A nosotros nos gustarían meditaciones siempre resplandecientes, sin tintes opacos de utilitarias intenciones. Más, ¿cómo exigir que nos desprendamos de la gran legión de nuestros sentimientos? Mejor que nuestras ideas, son ellos los que abren el camino a nuestras predilecciones. Toda idea que llegue a despertar nuestro interés debe estar asociada a un sentimiento, aunque sea remota e imperceptiblemente, como si una invisible cadena fuera del corazón al cerebro, v no pudiera existir un pensamiento absolutamente desinteresado. Ya vaya hacia fuera y se dé, ya se recoja hacia adentro y anide en nosotros, todo sentimiento o toda idea participará de uno o de otro impulso; [48] mas no podrá situarse en el justo límite en que el mundo desaparece y comienza nuestro dominio espiritual. Con todo, siendo lo abstracto lo que más se acerca al renunciamiento, y la meditación su forma adecuada, es obvio que en la meditación se llegue al máximo desprendimiento, o que, por lo menos, se está lejos del interés inmediato, de la finalidad práctica. El pensamiento parte de una intuición cualquiera, se expande a todos los vientos, y adquiere una desmedida amplitud, abarcando en vuelo raudo, las cosas todas del cielo y de la tierra. Y al fin de ese vuelo magnífico, los infinitos pensamientos nos aparecen indisolublemente ligados, como si, al entrar en ellos, hubiéramos llevado el hilo de Ariadna entre los dedos. La Fuente Soterrada Paralela al curso de nuestra vida, acaso sintamos que, oculta por la niebla de lo impenetrable, corre una segunda vida también nuestra, pero situada fuera de nosotros mismos. El hombre contemplativo, amante del supremo ocio clásico, con frecuencia remoza su pensamiento en aquella fuente de aguas impalpables, que cruza a dos pasos de él, y que, en la quietud de la tarde se siente mover lentamente, con un leve temblor que sólo el espíritu percibe. Es el momento en que nuestra vida no nos pertenece, y los pensamientos se agigantan y adquieren una amplitud desmedida o universal. Hay un silencio imponente, un maravilloso silencio que se ve bajar del cielo, junto con el sol que desciende. Y se descubre en cada cosa, en el bosque lejano, en la montaña augusta, en la menuda hierba y en el insecto que pasa, un alma peculiar e inaprensible, tan escondida y profunda como la nuestra. Ninguna cosa tendría significado para nosotros, si en ella no sospecháramos la posibilidad de ser algo más de lo que parece. Y esta posibilidad se revela en ellas mismas, y se realiza en nosotros; de manera que las cosas tienen una existencia en sí, un valor relativo, y un sentido íntimo, diferente y superior, un valor trascendente por el que se enaltecen. Vemos a lo lejos la selva. ¿Qué es la selva? Ninguna definición podrá sugerirnos su esencia de vaguedad misteriosa, de majestuosidad sombría: tendrá que ser absolutamente externa y sobre todo interesada. Si, en cambio, reconcentramos nuestro espíritu en ella, creeremos percibir que llega hasta nosotros un húmedo latido de profundo misterio. A la distancia el bosque se siente por una impresión perfectamente definida; mas si quisiéramos penetrar en él, no podríamos apresar su cambiante y azuloso espíritu. «El bosque está siempre un poco más allá de donde nosotros estamos». «De donde nosotros estamos acaba de marcharse y queda sólo su huella aún fresca». Bosque o montaña o insecto pueden representar, espiritualmente, simbólicas emanaciones que tienen significado en nuestro ser: hay una resonancia entre nuestro espíritu y los infinitos espíritus que pueblan nuestra vida paralela, fuera de nosotros. (Si el espíritu, por su naturaleza absolutamente sutil, sólo debe conocer lo similar, de las cosas únicamente percibirá su esencia trascendente). Ni aun a nuestra propia existencia debemos buscar sentido sino en las revelaciones de esa segunda vida, [49] en la cual se elaboran nuestros mejores designios, adquieren realidad los recuerdos, y maduran nuestros pensamientos. Cuando recordamos, apoyada la cabeza en la mano, sentimos que el recuerdo nos invade, que viene a nosotros de afuera, como una nube azul, ligera y adormecedora. Un pensamiento olvidado, que ya suponíamos perdido irremisiblemente, se nos acerca, solícito, un buen día, sin intenciones y sin motivos. He ahí como la meditación perfecciona el obtuso sentido, y por qué el ser sensible encuentra en ella el más puro goce. El espíritu se enaltece y va siempre a buscar más allá, más adentro, en la propia fuente soterrada que cruza a sus pies, las puras y frescas intuiciones de la vida. Un amor le anima, y la quietud se hace propicia al milagro. La imitación de las cosas Las cosas suponen un orden preestablecido, colocado por encima de nosotros, al que no es fatal someternos, cuando menos, e interpretarlo si queremos vivir la vida con toda plenitud. Penetrarnos de las cosas, trabar intimidad con ellas, equivale a hallar en su tercera dimensión –dimensión de profundidad– múltiples e insospechadas perspectivas que ampliarán infinitamente nuestro mundo de realidades. Las cosas son intermediarias entre nuestro espíritu y la vida, y para quien no sepa hallar en ellas su oculto sentido, no será comprensible el sentimiento trágico de la existencia. «Por los ojos te salvarás», ha dicho Alfonso Reyes, y ya Goethe había expresado: «El órgano con que yo he comprendido el mundo es el ojo». La vida plena nos llegará de nuestro trato amoroso y comprensivo con lo que llamamos inanimado; y hasta posible será que después de mucho andar, nos lleven a encontrarnos a nos-otros mismos. «Abracémosnos a las hermanas cosas, nuestras maestras; ellas son las virtuosas, las verdaderas, las eternas», dice Ortega y Gasset en el lenguaje de Francisco de Asís. Abracémoslas, abrámosle nuestro corazón, que ellas en cambio nos prodigarán tesoros de emociones. Mas en vano nos acercaremos a las cosas si no vamos alentados por el afán de comprender, porque sólo ante el amor ellas dejarán de ser herméticas. Laten mil corazones en el viento (¿corazones de las cosas?) y el tosco oído no percibe su rumor. Mas ello nada prueba. Llega un Rodembach o un Francis James, y a través del amor interpreta las misteriosas palpitaciones del silencio, del estanque dormido, y aun la vocecita algo cascada del viejo aparador familiar. Recuerda Ortega y Gasset la luz de Rembrandt, la atmósfera lumínica e irradiante en que aparecen envueltos los más humildes objetos como si el artista hubiera querido sacrificarlos con la aureola de la plenitud. Esto que con su luz hacía el autor de la «Ronda Nocturna», hagámoslo nosotros con nuestro amor, derramándolo sobre las cosas circundantes, que ellas resplandecerán con el más prístino brillo, mostrándosenos en todo su posible sentido y esplendor. [50] Amor intellectualis Hubo un tiempo en que vivieron hombres consagrados al más puro desinterés y al más acendrado amor intelectual. Ellos sabían despertar las inteligencias, llevándolas a la serena cumbre de la especulación, tal como Leibnitz hizo. Era el mundo menos utilitario, y los hombres concedían más importancia a la vida espiritual. Mucho se ha perdido de entonces acá; el lazo de amor que atarían las inteligencias es difícil hallarlo en nuestro tiempo, en que no existen sino esfuerzos individuales y aislados. Faltan los hombres de buena voluntad, y cuando aparece uno, vemos con asombro cómo es aún posible resucitar el clásico amor especulativo. Si nos trae una doctrina de amor, él podrá cosecharnos aquella secreta abundancia de la verdad, de que Nietzsche hablaba, y muchos seguirán su ejemplo, creando como un fresco oasis intelectual en la aridez de la arena. En torno a ese hombre surgirán otros espíritus contemplativos. Y ved como irá levantándose, por la virtud de un espíritu selecto, un claro templo de amor en que, integrándose con todas las verdades singulares, podrá surgir al fin un aspecto de la verdad única. No otro que Ortega y Gasset pudiera ser para los españoles, aparecido en un instante de ansiedad, en que los espíritus necesitaban orientación. El ha traído esa doctrina de amor en que tanto menester había, y la ha ofrecido piadosamente a la juventud, «presentándoles el espectáculo de un hombre agitado por el vivo afán de comprender». Es esta la actitud de amor que él quiere contagiar a los demás: el afán de comprensión. Política y literatura A propósito de las dos tendencias fundamentales que lo solicitan –la filosofía y la literatura– sospecha Alfonso Reyes que «la primera, ayudada por cierta pendiente de su temperamento, lo arrastra fácilmente hacia la política». La política es el peligro, la constante amenaza contra la cual todos debemos precavernos. Tratándose de un «pensamiento vigoroso» como el de Ortega y Gasset, y de una vocación estricta hacia la filosofía, como nos ha parecido la suya, creemos que le será fácil prevenirse, desdeñando el campo impuro de la política, en que se halla el pasto más propicio al desengaño y a la esterilidad. Para un pensamiento vigoroso, la política no puede ser una vocación; será en todo caso, un doloroso elemento de tragedia. Pensemos además en que después de «Vieja y nueva política», que fue su primer libro, Ortega y Gasset nos dio las insuperadas páginas de «Meditaciones del Quijote» y los dos volúmenes de El Espectador. La política dio tema al primero; los demás son libres meditaciones de sentido filosófico casi siempre; personales y excelentes ensayos literarios otras veces; pero la política ha quedado relegada a incidentales menciones exclamativas, y tenemos la esperanza de que alguna vez quede relegada al olvido. Como dice Alfonso Reyes «Ya reacciona él solo, por espontánea nobleza, contra su único y verdadero peligro». [51] Comprendemos que le haya preocupado el desenvolvimiento político de su patria: pero en política es posible aplicar, como en lo demás, la pedagogía de la alusión, «la única pedagogía delicada y fecunda», según él nos ha dicho. Ya los males han sido señalados; ahora que escuche las palabras del amigo: ¡Oh, no caigas tú, noble amigo, en la sima de las lamentaciones!» ... «Escribe sólo sobre las cosas que amas, y sonríe más bien...» Recuerda, agregaríamos, la cita de Platón: «El espíritu que mejor ha percibido las esencias y la verdad, deberá formar un hombre que se consagre a la sabiduría, a la belleza, a las Musas y al amor». Félix Lizaso. —— {*} Trabajo publicado en Heraldo de Cuba, 10 de noviembre de 1916, y posteriormente, aumentado, en Repertorio Americano, 5 de diciembre de 1921, y en Mercurio Peruano, de Lima. ——— Momentos singulares de la vida de Ortega y Gasset1883: Nace el 9 de mayo en Madrid. |
< | > |
![]() |
Proyecto Filosofía en español © 2007 www.filosofia.org |
José Ortega y Gasset Revista Cubana de Filosofía |
1950-1959 Hemeroteca |