Revista Cubana de Filosofía
La Habana, enero-junio de 1956
Vol. IV, número 13
páginas 62-71

Rafael Marquina

Ortega y Gasset y la crítica de arte

Si no temiese acusación de incidencia en lo arbitrario, me atrevería, señoras, señoritas y señores, a decir como inicial resumen de mi tesis que a Don José Ortega y Gasset si acaso hubiese sentido la veleidad de cultivar con empeño asiduo y según dictamen estético la crítica de arte, le habría estorbado considerablemente –como lo demuestran sus tanteos visibles– una cierta imposibilidad dimanada de la egregia manera con que ejerció un doble magisterio en las dos disciplinas intelectuales en que se le asigna categoría eminente. Es decir, para ser crítico de arte su doble condición de «pensador» y de «espectador», no conjugaban atinentes sino estorbosas, determinando ya que no una absoluta imposibilidad, una obstrucción harto evidente para la tarea de ponderar con logro de justiprecio la obra de arte, en su pura y compleja mismidad y en su exacto valor, sobre todo teniendo en cuenta que, como dijo él mismo, «el valor no es una cosa, sino que es tenido por ella».

Comprendo que esto –que no supone en mi ánimo irreverencia alguna ni negación (sino todo lo contrario) de los valores por él tenidos en tan brioso punto de vigor cogitante, exige para su explanación y razonamiento unas, por complicadas que sean, precisas argumentaciones en las que ahora me hallo a la fuerza metido por la bondad, que no tengo más remedio que calificar de escandalosa, de mi amigo Humberto Piñera, impenitente y recalcitrante en facecias de este orden alevoso, y en las que habré, sin duda, de exhibir, aburriendo a muchos, satisfaciendo a nadie, más temeridad que aptitud idónea.

Y como traigo aquí mis papeles, que son mis armas, veamos ante todo algo de la papelería que para armar los suyos, usados en tratamiento de Velázquez y de Goya, metió Ortega en su libro sobre estos artistas y que, por ello, hemos de entender que por algo los embutió trufando su análisis más velazquino que velazqueño del pintor de Su Majestad el Rey Felipe IV. Entre los testimonios que escoge de «la España alucinante y alucinada en tiempo de Velázquez», precisamente para cohonestar en el gran pintor coyunda de alucinación y formulismo, aparece este «Aviso» de Don Jerónimo de Barrionuevo, fechado el 10 de noviembre del año 1655:

«En Aranjuez quieren hacer plantel de canarios, habiendo tomado para esto la mensura y calidad de aquel temple con el de las islas, que se dice ser todo uno. Y para esto hacen traer algunas embarcaciones llenas de ellos. Todo lo que en España se ve parece encanto de canto. Remédiele quien puede, que sólo es Dios, que guarde a Vm.» [63]

Con la aportación de este texto ¿quiso por ventura Ortega –justificando de paso el encanto de su canto– aludir a la realidad de una trasplantación de valores como correlato de una alucinación española que Velázquez sometió a un formulismo no imaginado aún en un país donde, por encanto de canto, –y él mismo alucinado– no se había sospechado siquiera? De cualesquiera modos, lo que en la curiosa gacetilla de Barrionuevo parece tentar el rigor selectivo de Ortega es esa mezcla de motivaciones y valores mal dosificada y posiblemente juzgada por él con desdén, con que pretendía lo español de aquel tiempo acodarse alucinado en un formulismo cuyo secreto el pensador –con coacción evidente sobre el espectador– pretende que fue hallado por un gran pintor que, según él, no tuvo más vocación, nada alucinada, que la del rango nobiliario sin apetencia alguna por el arte pictórico.

Si esto, expuesto así, a grandes brochazos, nos permite una cierta primera intuición de las causas que en la poderosa personalidad de Ortega dificultaban la libertad de la andadura por las seguras rutas de la crítica de arte, evidentemente no es bastante si, tomado estribo en ello, no galopamos, quizá un poco alucinados también y en alucinante carrera, hacia los predios del razonamiento. Para ello me es forzoso arriesgarme al manejo, a despecho de mi inexperiencia, de ciertos conceptos y hasta de determinada instrumentalia verbal con que usar de valores y motivos que aportaba el pensador con evidente coacción, por el peso de su bulto, sobre el ánimo del espectador, que pretendía ser, de la obra de arte.

Distingamos, ante todo, entra el mero espectar –que es esperar– y el elaborado pensar. Pensamiento –me acojo a una definición avalada por la autoridad de nuestro querido y admirado Ferrater Mora– puede ser entendido, «como la forma de todo objeto posible y a la vez el objeto puede definirse como la forma de todo posible pensamiento».

Puesto el pensador ante el objeto, se le adelanta al espectador, al expectante; no espera sensación ni aguarda emociones; moldea el objeto según su pensar, procede a darle la forma de su pensamiento, de acuerdo con su facultad cogitativa. Pretende enseñar al espectador como mirar; pero el espectador está simplemente votado a sentir lo que ve y sólo viendo aprende, sin que le sea preciso el previo proceso contrario. Por eso –dicho sea en avance de lo que tendremos que ampliar más adelante– cuando Ortega se halla frente a una pintura objetiva como la de Velázquez funambuliza en la cuerda floja de las lucubraciones mentales para insertarla –pensando– en su pensamiento; sentándose incluso violentamente sobre el baúl para cerrarlo después que ha metido dentro demasiadas cosas inútiles.

Para esta calistenia mental, ardida y briosa, se valía el filósofo de una vaga y oscilante sistematización de ideas estéticas consteladas bajo signo de Tycho Brahe, en fases de tierra y sol en alternancia o sincronía de dos centros planetarios. Maravillosa facecia con que el pensador en manipulación de valores inserta al espectador en una celeste planimetría de cábalas brillantes.

Por fortuna para mí, y para ustedes, y precediéndome en esta ilustre tribuna, [64] con mucha más autoridad que yo, la Dra. Rosaura García Tudurí, en su certerísima exposición de las ideas estéticas de Ortega y Gasset, aportó con lucidez analítica los conceptos con que el pensador toma postura «en la esfera axiológica que corresponde a la belleza». Pendulación entre lo relativista y lo absolutista –es deseable lo valioso o tiene valor lo deseable– que fijaba en la diferencia planteada por las distintas definiciones de Meinong y Ehrenefels, los dos filósofos dialogantes en un famoso ensayo de Ortega. Recogía la sutil analista la afirmación cardinal del filósofo español recordando que para él «tienen los valores su validez antes e independientemente de que funcionen como metas de nuestro interés y nuestros sentimientos». Si como observa agudamente la Dra. Rosaura García Tudurí, ambas posiciones, la absolutista y la relativista son, en el fondo, subjetivistas y psicologistas, y tenemos en cuenta que el criticismo o acción ejercitante de la crítica es, al cabo –y vuelvo a ampararme en la precisión de Ferrater Mora–, una especial dirección de la gnoseología consistente en la averiguación de las categorías o formas apriorísticas que envuelven lo dado y permiten ordenarlo y conocerlo, y sin olvidar, sobre todo que, por eso mismo, y para eso mismo, la realidad del valor es el valer y no el ser, empezamos ya a intuir que agria dramaticidad de concurrencias pugnaces había de vivir, en la crítica de arte, el ilustre filósofo español. Si los valores son objetivos, en la firmeza de sus categorías de cualidad, de polaridad y de jerarquía, y los conceptos con que cabe valorarlos en su valer son, según Pfander, elementos últimos de todos los pensamientos y hay que distinguir, en consecuencia, entre el objeto mismo, en sí, en su valer por su valor y el valor en su valer, tal como es en su mismidad, y el objeto tal como lo determina, recrea y define el concepto –que alguien ha afirmado es su correlato intencional– ya se advierte como es peligrosa aquella anticipación del concepto sobre la percepción del valor en sí, apartándolo incluso de la posibilidad o imposibilidad de su presentación.

Por otra parte, la filosofía orteguiana ha formulado el carácter programático de la vida humana como un cumplimiento pautado de la mismidad, realizado o no, pero definidor y determinante –lo cual, dicho sea de paso, procura un impresionante cabrilleo de luz a la afirmación del presbítero Ramón Roquer cuando sostiene que «a Ortega le falta una auténtica meditación sobre el ser y le sobra antropología», muy atinente en su tangencia con nuestro tema de hoy– y, por ende, se mueve en un círculo de inflexibilidades, independientemente de las motivaciones, de los motivos e impulsos de orden superior, que en arte y para el arte, son de capital categoría y de esencial e influyente presencia.

Desde luego, la teorización de los valores ínsita en los filosofismos orteguianos es lúcida, como suya, y en algunos puntos certeramente rotunda. En la derivación hacia el menester concreto de juzgar la obra de arte se precipita, no obstante, en peligroso declive, hacia la inestabilidad y la invalidez, precisamente por un obseso sometimiento al peculiar modo con que entiende la primacidad de lo metafórico en lo estético. [65] Para él –lo recordaba aquí la gentil Rosaura– el objeto estético y el objeto metafórico son la misma cosa y la metáfora es el objeto estético elemental, la célula bella.

Con todos los respetos a la opinión de la sapiente disertante aludida que, al citar esta originalidad verbal de Ortega, la juzga -incontrovertible» yo me atrevo, no en pensador sino como espectador, desde el pozo de mi ignorancia, donde como cualesquiera otros espectadores cuento con el espectáculo de la luna y las demás estrellas, como habría podido decir Dante, bañándose en sus aguas, me atrevo a sospechar que ante la obra de arte, la actitud de pensador de metáforas en pugna –o en anulación– con la de espectador de imágenes es una de las razones para sospechar la imposibilidad del ejercicio de la crítica de arte de que adolecía el genio inquietador del eminente filósofo.

Porque acontece –y he de pasar demasiado deprisa por esto, obligado, no obstante, a no pasarlo por alto– que esta sublimación de la metáfora que, por lo demás, es –convengamos en ello– la levadura que fermenta toda la harina del arte y de la literatura de hoy, a despecho de que la estética, por otra parte, se haya apoltronado en la importancia categorial de sentirse ciencia, al hallarnos frente al hecho vivo de la realización artística –al objeto de nuestra contemplación– no puede anular, siquiera a veces pugne por sustituirla, la presencia de la imagen. Sobre todo, en el campo de las artes plásticas, que por algo se llaman así, señoras, señoritas y señores.

Es tanto más de señalar esto, porque el propio Ortega vistiendo con talento y con gala una perogrullada, en las páginas iniciales de su libro «Papeles sobre Velázquez y Goya» proclama, aludiendo a la condición de «lenguaje» que lleva ínsita toda manifestación de arte, que «no menos que la poesía son música y pintura, sustantivamente, faenas de comunicación». Hay, pues, muy bien señalada por Ortega, una honda raíz semántica en todo arte. Y según ella todo arte es lenguaje. Es decir –querámoslo o no– retórica y poética. Pues bien: la metáfora es retórica; la imagen es poética. Lo saben bien los poetas, aunque algunos lo confundan. La metáfora es traslaticia; la imagen es fijeza en la sustitución, definitiva, del objeto por su símbolo; del ser del valor por el valer del valor. Gran parte de la lírica contemporánea, en su heroico esfuerzo en busca del estilo metafórico al que Ortega se inclina propicio, resulta abstrusa y críptica en su cabal belleza, por razón de que entre las oleadas de la metáfora –apta para la elucubración del pensador– ha naufragado la imagen sensible para el espectador.

Como dijo muy bien la Dra. García Tudurí en su aludido ensayo, desde que la estética se jerarquizó como ciencia autónoma «los valores y su realización por el hombre, en la obra de arte, constituyen el eje sobre el que gira todo lo relacionado con la estética». Es cierto y de ello se deduce, sin violencia del razonamiento, que la crítica de arte, como la propia obra artística, es, en fin de cuentas, un entendimiento de los valores. Por consiguiente, en la inicial actitud que en relación con los valores y según lo que hasta aquí he pretendido establecer como premisas en el juego de metáfora y de imagen, se sitúe el crítico –espectador ante todo– depende el hecho cierto de sus posibilidades ejercitantes. [66] Porque, en fin de cuentas, si como pretende Ortega, y pretende bien, «el valor no es una cosa sino que es tenida por ella» y los valores sólo pueden ser definidos por modo indirecto, la elección de este indirecto modo es de importancia suma, incluso para el valor mismo que la crítica pueda tener independientemente de su ser óntico, si puedo llegar hasta esta calificación.

Pues bien: me parece que considerar el objeto bello identificado, no diré transferido, por no caer en metáfora, sino mismimado con el objeto metafórico, es una errónea base para una apreciación crítica de la obra de arte considerada en sus valores que, no lo olvidemos, no son objeto, sino que son tenidos por el objeto.

Aunque, naturalmente, no es este el caso de Ortega, ocurre con frecuencia confundir metáfora e imagen; sobre todo –y por eso es pertinente traer aquí el hecho– en cuanto a la potestad de comunicación, al lenguaje en que, en última sustancia, viene a cuajar toda manifestación artística. Ocurre, en efecto, que la metáfora es sólo una relación entre supuestos, una en muchos casos no consumada traslación mediante la cual se sustituye un valor por una mera alegoría o menos aún, por una supuesta equivalencia no ínsita en el objeto sino en el pensamiento de quien metaforiza. Por eso, en términos de correcta comunicación, la metáfora puede ser a menudo fraude manifiesto. Si el poeta, por ejemplo, enamorado con fervor humano de una mujer coja, al ponderar lírico y apasionado amor, sin referencia a la amada concreta, personal, sustituyéndola, por el amor en sí, afirma, vivo en su concepto en el valor con que su amor es tenido, en verso que puede ser impecable, que amar es cojear o que el amor es la cojera del alma, comete fraude en el puro terreno de la comunicación; es decir, en el puro terreno, no de lo estético, sino de lo artístico.

Tengamos en cuenta además –y ello es esencialísimo– que, con sometimiento menos voluntario incluso de lo que él mismo pudiera suponer, el criterio artístico de Ortega se condicionó siempre, en fatalidad de gemelismo, a su concepto cardinal de la que llamó deshumanización del arte y que, en fin de cuentas, no es más que una manera de situarlo en complicada metáfora de los esquemas suficientes, sin caer en la cuenta, cayendo en el peligro, de que cada vez lo penetra más en una nebulosa de inciertos, elusivos, contradictorios supuestos peligrosos. Y sin advertir, o desdeñando, los peligros de metaforizar con las ideas sobre todo tomándolas, ante el hecho real del arte, que está ahí, con su objeto y su objetividad y su objetivo, como irrealizables.

En este juego, escamoteo de lo que en términos de comunicación es la imagen, lo que resta no es escritura, no es lenguaje, sino simplemente caligrafía, silabeo. Por eso si de una a otra bella arte –con licitud que es casi insoslayable, como natural elemento discursivo– aplicamos la metáfora, siempre en afán de cumplir el fin artístico de realizar esquemas subjetivos, a la expresión de ideas, acaece el hecho de una multiplicidad de modos impuesta no sólo por los medios técnicos y la propia subjetividad, [67] sino por la distinta manera que en cada arte el estilo, que es el hombre, impone a cada hombre que sabe que él es su estilo.

Trayendo a términos corrientes el asunto o, por lo menos su meollo, cabe quizá afirmar que si la imagen puede valerse por sí misma, es difícil que la metáfora pueda bastarse por sí, sin la presencia de la imagen. Entiéndase que se habla aquí de imagen y de metáfora, naturalmente, como de categorías estéticas, no en la mera acepción idiomática con que las usamos en el diálogo llano de cada día.

Los peligros de esa sustentación orteguiana a que estoy aludiendo serían, en fin de cuentas, sobre sugestionantes y alucinantes, de muy rico interés en su estímulo sino significasen, adoptando la teoría que pretenden poner en vivencia, una desenfrenada carrera de las artes plásticas hacia el caos, con irrefrenable declive hacia su nulidad absoluta.

Porque el traspaso y la vigencia de esa ley de unas artes a otras no es cosa semántica ni hacedera por simple vía de aplicación de un mismo modo. Quizá el riesgo de un ejemplo nos libre de los riesgos de una anfibológica explicación. Veamos. Tomemos, verbigracia, una bella metáfora de un gran poeta. No me recusaréis para el caso el nombre de Antonio Machado, gran señor de señoríos en la vasta geografía de la poesía española. Escojamos esta estrofa suya, antológica:

¡Primavera soriana, primavera
humilde como el sueño de un bendito,
de un pobre caminante que durmiera
de cansancio en un páramo infinito!

La traslación metafórica –incluso audacísima, sustituyendo la idea imagen de la primavera con un menesteroso dormido– es suficiente en el buen uso de los medios líricos: la palabra y su cabal sentido.

Imaginémonos que un pintor, ahondando, más o menos orteguianamente, en la pesquisa y captura de los esquemas subjetivos del poeta para llevarlos de la palabra a la plástica, ahonda en su ideación hasta llegar a las raíces últimas –primeras– de la motivación; hasta la esquematización suprema. En buen uso del concepto metafórico llegaría, cuanto más certero, a resultados más erróneos y abstrusos y menos plásticos. Para la metáfora con que hacer irrealidad, huyendo como del diablo de la realización que admitiría como imposible a los esquemas subjetivos que al poeta le bastó aludir con gracia suficiente de la palabra viva, al llevar a su cuadro «el páramo infinito», en fuerza de esquematizar a su vez, llegaría a la conclusión de una fuerza lógica avasallante, a la suprema síntesis: nada: el fondo en blanco sin expresión, sin signo vivo, sin señal tácita que sea verbo en el silencio: la infinita soledad en blanco o negro, en superficie que ni empieza ni acaba: el páramo infinito. Y el pobre caminante que durmiera sin soñar agotado de fatiga ¡qué habría de ser en la plástica, sino la negación también de todo lo humano, exhausto, inválido, omiso, como yacente en la nada de sí mismo, menos que un guarismo, [68] en la negación de lo numeral y de lo anheloso, apenas con un jadeo de respiro puramente mecánico! El cero quieto y arrugado en su no ser trémulo. Pondría, pues, con obediencia estricta al sistema do las esquematizaciones subjetivas, en su lienzo, sin pintar el fondo, o dejándolo simplemente aderezado de color simple, directo, igual, inalterable y sin limites –páramo infinito– y lo centraría con una vaga semejanza de un cero irregularmente trazado, como tendido en aquella infinita ausencia de todo. ¿Podría nadie volverse airado contra el espectador que sin obligaciones de pensador vocado a hallar en las ideas irrealizables los esquemas subjetivos, se mostrase, si apacible, desorientado y, si vivaz, energúmeno, ante ese cuadro del cero blanco sobre fondo de color o del cero de color sobre fondo negro y que, cumpliendo hasta el final la ideación esquemática, llevase por título –para sustituir imperfectamente la imagen– escamoteada en la metáfora –el de «primavera soriana»?

Y por que no se me crea alucinado a mi vez en la obsesión de ciertos esquemas ideológicos me urge aclarar que no se debe entender por lo dicho que abomino la metáfora o la prescribo inadmisible. Todo lo contrario; pero propugno la necesidad de una metáfora que deje de serlo por la propia potestad con que pone de pie, de inmediato, la nueva imagen en que encarna el esquema, el supuesto, la íntima fuerza manantía, el elemento último. Precisamente, y por aludir aquí también a ejemplo elocuente, hace pocas semanas en una exposición organizada y exhibida en el Lyceum a la memoria de Guy Pérez de Cisneros, nuestro llorado maestro de buena crítica, un cuadro de Marcelo Pogolotti, artista de tantas capacidades intelectuales, en lenguaje de muy buena pintura, ofrecía en su cuadro «El Alba» un magnífico testimonio de metáfora. Tan bella como el cuarteto de Machado antes citado.

El alba. En el fondo gris en espectro violeta, maciza en su pesadez, la mole de una fábrica dando al aire su aliento de humo por la erguida chimenea y en fila, iguales, monótonos, oscuros, en anonimia viva, los obreros que se acercan. El alba; en una metáfora todo el sentido de un entendimiento de la vida. En la ausencia del albor, el alba pura; en ausencia del alba misma, con metáfora feliz, la imagen del alba. El alba en persona, como si dijéramos. El alba viva, no yacente en sus supuestos ni abrumada por valores que son, sino en el valer de su valor. Metáfora que desaparece porque –sigo hablando en términos formales pero no factuales, triunfa la imagen; no me refiero a la plástica sino a la estética, no visible, pero que está ahí atrayéndonos en su imagen al alba entera en su ser para valer de su valor.

Abundarían, si pretendiésemos buscarlos, en la pintura y aun en la escultura de hoy, los ejemplos en que, sin figura, sin imágenes, está la imagen de pie sobre la vencida metáfora, sin obediencia al conjuro –porque no lo ha de menester– de los supuestos subjetivos que anima en su contemplación el pensador.

(Entre paréntesis, no me parece necesario subrayar la contradicción demasiado evidente para el observador, para el espectante, [69] para el mensurador de valores plásticos, en que incurre Ortega y Gasset cuando, a pesar de que declara que «tienen los valores su validez antes e independientemente de que funcionen como metas de nuestros intereses y nuestros sentimientos» lo cual sitúa al crítico en posición puramente estética y no artística y concuerda con su idea de que la estética es todo lo contrario que el arte, afirma todo su mecanismo afirmativo en la valencia de los esquemas subjetivos, es decir de aquellos que, tanto en el artista como en el contemplador, se refieren indisolublemente a sus sentimientos, a sus intereses.)

Cuando Ortega, pues, se sitúa frente a Velázquez, por ejemplo; mejor dicho a su obra pictórica (porque el ensayo sobre Velázquez abunda en certerísimos alegatos estéticos y en supuestos audacísimos) todo el sistema estético, toda su sabiduría científica, todo el aparato de sus teorizaciones le pesa como un exceso de equipaje, a la vez estorboso y costoso. Lo aligera, para deleite de quien le contempla la facecia, con gracia agilísima de esquemas y metáforas y con un imponderable encanto de canto.

Advierte, desde luego, la dificultad de encerrar a Velázquez en el círculo de su estética y para meterle en él estiliza la imponderable maestría con que el pensador –fingiéndose espectador platónico– elabora creación propia con que dar a los valores no lo que son en su valer sino lo que él pretende que valen por lo que cree que son.

En la necesidad de andar a saltos, voy a dar uno bastante grande para caer por encima de todas las cosas que omito –usando también de los supuestos– en otro de los papeles de Barrionuevo que Ortega inserta en su libro. Es este, curiosísimo «aviso» firmado por Don Jerónimo el mismo año de 1655 y redactado en los siguientes términos:

«Entre los agustinos y los trinitarios ha habido en Salamanca grandes debates, llegando a las manos con los Mayores de sus religiones a bofetadas y coces en los actos públicos, sobre si quedó Adán imperfecto quitándole Dios la costilla, y si fue sólo carne con lo que le llenó el hueco donde se la había quitado».

¿Para qué ha metido, con intención testimonial tanto como para utilización de prueba suasoria, este «aviso» de Barrionuevo en su valija de papeles sobre Velázquez el gran pensador español?

Veamos si podemos explicarlo con algo más que una vaga intuición.

Desde luego podemos tener por seguro que no está ahí a humo de pajas, ni porque Ortega haga lo que él supone que Velázquez hizo con sus cuadros retratos; dejarlo para decirnos: ahí queda ese. Ahí queda pero con su esquema subjetivo, naturalmente. Y se le advierte el bulto cuando ahondamos en la pesquisa. Rápidamente –se nos va el tiempo– señalo el intento.

Cuando Ortega, con maravillosa gracia de exegeta creador –antinomia que fue su gala– se adentra en una prodigiosa divagación a propósito de si la pintura de Velázquez puede o no ser declarada pintura plana [70] –como ustedes comprenderán una divagación tanto más bella y admirable en su esfuerzo y en su prodigio por inútil y ociosa– se agarra, sin decirlo, a ese aviso, avisado sin duda de lo peligroso de su acrobacia. Porque, en suma, Ortega llega a esta conclusión única y definitiva: «Al evitar el bulto, Velázquez no convierte el cuadro en un plano, sino en un hueco, en una profundidad. Por eso, cada figura no es en rigor, plana, sin ser por ello de bulto...»

Como para los disputadores coléricos de Salamanca, todo estriba aquí en saber si se puso algo más que carne en el hueco. Con una trascendencia muchísimo mayor, en este caso orteguiano, porque, al cabo, según el eminente pensador, ello ocurre así, porque, en fin de cuentas, «el mundo no es un bulto, sino un hueco dentro del cual hay bultos».

Todo esto –téngase en cuenta– afirmado por quien ha dejado dicho también que «la ley de la perspectiva vital no es meramente subjetiva sino que está fundada en la esencia misma de los objetos». Pero el hombre, de pie en los cuadros de Velázquez no es, en rigor figura plana, sin ser por ello de bulto.

Señoras, señoritas, señores: No quisiera que sospechaseis en mí ni el más mínimo asomo de menosprecio o de enconada inquina contra un hombre que, por el contrario, figura en el catálogo de mis admiraciones más sinceras. En remate de cuentas, lo único que yo deseo conste, si algo puede quedar en claro de estas apretadas y a la vez desatadas notas, es algo que incluso él, el propio Ortega, abona al afirmar, como he recordado antes, que una cosa es la estética y otra el arte. Es decir, que toda la estética amada por Ortega, sistematizada por Ortega, maravillosamente expuesta y desarrollada por Ortega, de tan lúcido modo que le servía como un valor por él tenido, le sitúa muy extramuros de la critica de arte. Esa misma concepción del bulto en el hueco y del hueco que irremediablemente se hace bulto, bordea el disparate precisamente porque participa de una deslumbrante dosis de genialidad; y la genialidad es categoría vedada al crítico de arte que, además, no puede dejar fuera, como lo hace Ortega, los otros valores –plásticos y no plásticos– de las bellas artes.

Aquel extraordinario pensador a cuya obra, con excelente criterio y muy encomiable respeto, dedica este cursillo –que hoy se ha enturbiado en la clara fluencia de su caudal– la Sociedad Cubana de Filosofía, ha dejado una robusta prodigiosa obra a la que, en todos los aspectos, hay que acercarse con ansiedad y avidez, y, al mismo tiempo, con reverencia, pero con cautela. Al cabo, él fue un gran maestro en ese arte sutil que él llamó arte de tirar piedrecitas en los lagos. En el arte de agitar –en rizos y espumas, claro está– la superficie quieta de las aguas dormidas para levantar oleadas.

A falta de lagos los inventaba o con bizarría igual tiraba la piedra contra el espejo. Entre un estrépito de cristales alzó la egregia categoría de su genio.

Caballero de la verdad, como le llamó, certera en el encomio, la Dra. Rosario Rexach, para obediencia al rigor de su devoción, [71] Ortega creaba sus propias verdades, y en una serena pasión de hombre, en función con su apasionada serenidad de espectador que no quiere apartarse del camino abierto por el pensador, llevó para la larga jornada su viático de metáforas, su abultada barjuleta provista de recursos metafóricos. Al fin y a la postre –no lo olvidemos– hijo de cubano y nacido en Madrid, el gran Don José, señor de arbitrajes, jefe de equipos sin alardes de capitán, tenía esa misma habituación a lo metafórico que en el cubano y en el madrileño es, en la sinrazón de lo barroco, la gracia de lo clásico; en la fragilidad de la ligereza, la fortaleza de la persuasión; en el garbo del donaire, la sabiduría de la sentencia.

En el aire madrileño captó la luz viva de lo metafórico. Imbito está Madrid de un humor que no es humorismo y que asume y resume y consume todas las esencias de España –diversas en la pluralidad temperamental de sus regiones– en la gran metáfora que le procura al rango categorial y aristocrático de la capital de un mundo que está siempre en acecho, su clara nobleza popular y su llaneza limpia de limpio señorío.

Hace años, en Madrid, como mi mujer y yo, en la cena, tratáramos de una visita que nos había hecho una señorona muy pulida y aludiéramos a sus pies, en opuestos modos de referirnos a su tamaño, la doméstica servidora, dejando una bandeja en la mesa, terció castizamente en el diálogo, diciendo ponderativa:

–¡Pero, señorito, si esa señora tiene unos pies que parecen dos curas acostados!

En ese ambiente se absorbe el sentido metafórico de Madrid. Y por mucho que se encarezca, en bien o en mal, el aristocratismo de Ortega y Gasset, no se puede desconocer lo mucho que con más prejuicios y supuestos de pensador que con simple espectación de espectador, se asomó al alma del pueblo. Captaba verdades, y si se oponían a la suya, las metaforizaba para rehacerlas de modo que por ser suyas merecieran el homenaje ilustre de su adhesión, de su defensa y de su fidelidad.

Ocurre, sin embargo, que su verdad era estética y no artística. La ciencia metaforiza la belleza; el arte la crea. La crítica no es obra de estética sino de arte. Se cierra así un círculo sin principio ni fin que no pudo romper Ortega y Gasset. Por fortuna, en su ámbito, se alza gallarda, en monumento imperecedero, la obra gigantesca realizada por aquel genio español, cuya muerte lloramos y que a Dios pido haya acogido en su seno.

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José Ortega y Gasset
Revista Cubana de Filosofía
1950-1959
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