Revista Contemporánea
Madrid, 15 de diciembre de 1875
año I, número 1
tomo I, volumen I, páginas 18-29

James Gairdner

Aspecto histórico de los milagros

Me propongo tratar este asunto en la parte que no tiene relación directa con la teología. Trataré de un hecho que apenas puede ser desmentido: este hecho es que la credulidad en los milagros no ha muerto todavía: muera por fin o no, nadie negará que hay muchos hombres aún que creen en los milagros, y que no son los ignorantes y el vulgo, sino también algunas de las inteligencias más pensadoras y honradas que sirven de ornamento a la edad presente. Al mismo tiempo debe confesarse con franqueza que ha aumentado considerablemente en nuestros días el número de inteligencias, pensadoras y honradas también, que rechazan la posibilidad de los milagros, y evidente nos parece que hay algo radicalmente erróneo en la filosofía de una de las dos escuelas.

Para cerciorarse de la verdad o falsedad de una hipótesis, el único método filosófico consiste en examinarla bajo todos sus puntos de vista. La verdad, tiene irremisiblemente que serlo, de cualquier modo que se la considere, mientras que el error tendrá que oponerse en algún punto a hechos que están ya fuera de toda duda. Para admitir la imposibilidad de los milagros, no es bastante que pueda esta hipótesis convenirse bastante bien con los fenómenos físicos que nos rodean: es preciso también que concuerde con todo lo que conocemos de historia, geología, naturaleza moral e intelectual del hombre y relaciones de este con el Ser Supremo; al menos, si consideramos que estas últimas pueden ser asunto de conocimiento más o menos completo. Aun excluyendo [19] esta región de investigaciones, nos quedan numerosos terrenos en qué ensayar nuestra teoría.

Me propongo, pues, averiguar hasta qué límite esta hipótesis de la incredulidad absoluta en los milagros puede aceptarse sin peligro como base de crítica histórica, y si, caso de aceptarla, ganaría la historia en lucidez o al contrario. Abandono a otros exploradores el alcance que pueda tener con relación a la teología y al origen de las especies. Si es más natural creer que la inmensa variedad de formas con que se nos presenta la vida no es más que variación natural de un tipo original, que estimarla como resultado de distintos actos creadores; si aun la primera aparición en la tierra de la vida en cualquier forma, puede atribuirse de alguna manera a la operación de las leyes actuales, es asunto en el cual me contentaré con seguir la opinión de los naturalistas cuando ellos mismos se pongan de acuerdo. Mi propósito es llevar la teoría adversa a los milagros a región en que pueda ser estudiada más fácilmente por todo el mundo; porque, aunque no todos los hombres son historiadores, está completamente dentro de las facultades de todos formar juicio sobre los principios de que debe partirse para el estudio de la historia.

Nos dicen los hombres de ciencia que las leyes de la naturaleza son invariables y por consecuencia imposibles los milagros. No es maravilloso ni sorprendente que tal sea la enseñanza de muchos hombres de ciencia, porque ella está fundada en una creencia instintiva en la uniformidad de las operaciones de la naturaleza; supone primeramente que estas operaciones se sujetan a leyes y trata después de averiguarlas. Más aún, el éxito que ha coronado sus esfuerzos justifica plenamente esta creencia originaria en la ley. Cuanto más de lleno han entrado los filósofos en el estudio de la naturaleza, tanto más han visto la regularidad que domina a la creación y tienen por axioma en el estudio de los fenómenos, que por varios e imposibles de reseñar que aparezcan, necesaria e inevitablemente tiene que haber en el fondo de ellos una ley a que están indispensablemente sujetos.

Sea como quiera, esto puede ser concedido en abstracto: hipótesis es que, a no dudarlo, ha rendido los mayores [20] servicios a la ciencia, y no hay razón para suponer en absoluto que no es verdadera. Por otra parte, mucho importa fijarse en que si bien leyes perfectas pueden dirigir todos los fenómenos, nuestro conocimiento de ellas está y estará siempre muy lejos de la perfección. Grande ha sido el progreso de la ciencia; mas pienso que aún ahora el filósofo se ve frecuentemente obligado a conocer y anotar fenómenos que no puede reconciliar con ninguna ley descubierta; probablemente encuentra algunos que están en contradicción con leyes dadas por ciertas en otros; y los casos de esta naturaleza son precisamente los que habilitan al investigador, cuando los examina más de cerca, para corregir la parte errónea de la opinión formada antes sobre la ley. La ciencia no daría un paso más, si las aparentes contradicciones que se presentan fueran desdeñadas y se contentara con dar crédito en general a la invariabilidad de la ley; porque es condición esencial de su progreso que cada grado de especulación sirva para el estudio o ensayo de hechos, y solo puede ser aceptada como verdadera aquella teoría que explique perfectamente todos los fenómenos conocidos.

Pues los fenómenos de la historia merecen ser tratados con no menor consideración que los de la ciencia. No digo los hechos de la historia, porque no son tan ciertos o tan fáciles de comprobar. El libro de la naturaleza abierto para todos está, más o menos, y los hechos de la ciencia pueden ser comprobados por el experimento: pero los hechos de la historia, exceptuando los más recientes, quedan fuera del experimento de los que viven, y la única manera de llegar a ellos es estudiar el testimonio. Los fenómenos de la historia, pues, son los fenómenos de los testimonios que hay que pesar y explicar y reducir a leyes, si esto es posible, por procedimientos que tengan analogía con los que aplicamos a los fenómenos de la ciencia.

Aceptando esto como el verdadero fundamento en que debe descansar el estudio histórico, se deduce corrientemente que no estaríamos justificados al dejar a una parte, por creer que carece de valor en absoluto, cualquier testimonio, como no lo estaríamos al desechar fenómenos físicos cuando no los [21] encontráramos de acuerdo con nuestras teorías de las operaciones de la naturaleza. No quiero decir que aceptemos como verdaderos todos los testimonios, lo cual sería absurdo en el más alto grado, y algunos juzgarán quizás que con esta concesión destruyo por completo la base de la analogía que trato de establecer entre los fenómenos de la naturaleza que forman los cimientos de la ciencia y los del testimonio que forman los de la historia. Se me dirá que los hechos en química, en óptica, en electricidad, en astronomía, pueden ser comprobados por cualquier observador; que en rarísimos casos dependen de observaciones aisladas; el fundamento en que la ciencia construye está a cubierto de todo ataque; pero que la historia, por depender del testimonio humano, está expuesta a ser pervertida por el medio que aquel atraviesa para llegar hasta nosotros; que no hay en fin la misma seguridad en las bases. Una gran parte de la raza humana es embustera, y es fácil engañar a mayor número aún. Juicio sano, percepción clara y honradez escrupulosa en combinación, son necesarios para hacer el testimonio realmente incontrovertible. Y si vais despidiendo todos los testigos que no posean todas estas cualidades, ¿qué historia nos quedará?

No es difícil comprender que pensamientos de esta naturaleza, aunque raramente expresos, tienen en realidad una enorme influencia para apartar a las gentes del estudio sistemático de la historia; pero no obstante, la objeción es superficial. Los fenómenos que forman la base de la investigación histórica son, cuando los consideramos como fenómenos, tan sólidos como los que forman la base de la ciencia. Tal vez sean más engañosos, por falta de poder por nuestra parte para interpretarlos justamente; pero también son engañosos los fenómenos físicos mientras no llegamos a su verdadera interpretación. La salida y la puesta del sol no son en realidad lo que a nuestros corpóreos sentidos aparecen, y son, sin embargo, fenómenos claros y completamente indisputables. Lo mismo sucede con los de la historia. Tales y cuales testimonios pueden ser falsos; está en libertad el historiador de sostenerlo así; pero no queda duda de su existencia, y menester es no pasarlos desapercibidos. El verdadero problema del historiador es dar una [22] explicación filosófica del testimonio que existe, demostrando como, en conformidad con lo que es conocido de la naturaleza humana, tal o cual relación de sucesos puede haberse desarrollado inevitablemente: y como una opinión, un punto de vista dado, puede exclusivamente explanar todos los hechos y ficciones, sátiras y exageraciones, libelos y falsedades que han llegado hasta nosotros. La función del historiador, en resumen, es como la del jurado; está obligado a tomar acta de todo cuanto dicen los testigos competentes y a deducir su propio juicio, sobre lo que fueron realmente los hechos, de las declaraciones oídas.

Bajo este punto de vista nos vemos imposibilitados de rechazar prima facie ninguna clase de testimonio, ni aún el milagroso. La clave de la cuestión únicamente es la que sigue: ¿cuál puede haber sido el objeto con que fueron introducidos estos testimonios? En algunas narraciones los milagros han sido introducidos claramente con un propósito artístico, y no es más necesario aceptar entonces los hechos en un sentido literal que considerar como copiada por taquígrafos la larga arenga de un antiguo general a sus soldados. En casos tales el historiador crítico prescindirá naturalmente del milagro; pero interpretará para sus lectores su significación histórica, como podría hacerlo con la de un poema. En otras narraciones también, no puede dudarse que el autor refiere lo que él mismo cree o desea que sus lectores crean: aquí se originan las dudas respecto al juicio del autor, probidad y oportunidad de los informes: y estas dudas tienen que presentarse siempre al historiador, ya saquen los autores sus informes de sucesos milagrosos o no. ¿Relata el testigo lo que declara haber visto o solamente lo que oyó de otro? ¿Era probable que fuera engañado, o tuvo un objeto para engañar? ¿Era dado a la ficción y a las ilusiones? Materias dignas de investigación son estas, no solamente en el caso de los milagros, sino en toda clase de testimonios. Para darnos cuenta de la existencia de un testimonio, podemos darlo por cierto o indicar ciertas causas que hayan influido en la imaginación o perjudicado al juicio o pervertido la honradez del informante; pero debemos cuidar de no equivocarnos nosotros también por un argumento a priori. Sentar desde luego [23] como cosa probada que una manifestación milagrosa no puede ser verdad y debe por lo tanto ser explicada de otro modo, es sencillamente declararnos incompetentes para investigar el asunto como cuestión histórica. La imposibilidad de los milagros es cuando más una presunción científica; pero traer esta presunción a la región de la historia, es ni más ni menos que decir: «aquí hay tanto testimonio de que prescindir, testimonio, que no hay que pesar ni criticar, sino tirarlo desde luego por la ventana. Empieza por decir: este testimonio es falso, y si quieres tomarte este trabajo, estudia y averigua el carácter y motivos de los que nos dejaron la manifestación como recuerdo.»

Si tal regla de crítica se admitiera, me parece a mí que habíamos adelantado muchísimo para no dar crédito a nada ni a nadie, porque esta regla presupone evidentemente que toda fe en el carácter humano, aunque bien cimentada de otro modo, tiene invariablemente que convenir con cierta creencia a priori en la regularidad de las operaciones de la naturaleza y en nuestro propio y perfecto conocimiento de la extensión y límites de sus poderes. Puede sin riesgo decirse que un principio semejante, si no fuese desechado en algunas cosas, aun por los mismos hombres científicos, haría más para impedir el progreso de la ciencia que la más grosera superstición que haya nublado la inteligencia humana; porque vendría a establecer necesariamente, que toda observación nueva que tendiera a estropear teorías de antiguo admitidas fuese desde luego desechada sin más investigación que la del observador. Sería punto claro y determinado que todas las observaciones de esta clase habían de ser a la fuerza erróneas e indignas del trabajo de estudiarlas: de modo que la función más esencial de la ciencia –poner a prueba el valor de las opiniones preconcebidas– tendría para siempre término.

Hay más todavía; si fuese admisible la regla de crítica histórica que estamos examinando, ¿podríamos limitar sus efectos, aun en la misma historia, a la eliminación de los sucesos milagrosos? Yo, por mi parte, no creo que se haya realizado ningún milagro en el mundo en los últimos mil ochocientos años; pero no veo cómo podría yo investigar honradamente [24] cualquier período de la historia, con la resolución formada de antemano de no creer en sucesos de aquella clase. Significaría esto, como ya he indicado, una resolución formal de desacreditar el juicio, o de lanzar un estigma sobre la honradez de todo escritor en cuyas obras me encontrara con una relación milagrosa; y si justificara el adoptar tal regla de conducta, ¿por qué limitar sus consecuencias a los milagros? Si la improbabilidad interna de una narración que contiene milagros es tal que debe ser considerada como imposibilidad, ¿no hay muchas narraciones, sin nada que sea completamente milagroso, cuya improbabilidad interna es también muy grande? ¿Por qué no justificarme entonces de haber rechazado estas últimas, sin tener en cuenta la reputación del testigo? Si es razonable hacerlo sin meditar el testimonio en casos de milagro, debe serlo también en los de gran improbabilidad.

Por ejemplo, supongamos que he salido de mi casa para mis negocios esta mañana, como de costumbre. Un mensajero desconocido se acerca a mí en medio del día, y me dice que mi casa está ardiendo; seriamente alarmado, salgo corriendo a toda prisa. ¿Debía yo haber reflexionado que la cosa, aunque no imposible, era por sus antecedentes muy improbable, pues lo es que se prenda fuego a una casa determinada donde hay miles de ellas y en un día determinado de la vida, y por no saber yo nada absolutamente de la reputación del testigo? Con reflexiones parecidas ¿conseguiría yo dominar mi pensamiento hasta un estado de tranquilidad tolerable, en tanto que llegasen noticias auténticas por conducto más fidedigno? Creo inútil preguntar si sería filosófica tal conducta. ¿Dónde está el filósofo que la siguiera en este caso?

Es evidente, pues, que, según las leyes de la inteligencia humana, la probabilidad o improbabilidad internas no son los principales elementos que nos impulsan a juzgar de la verdad de un informe; y es conveniente que nuestros juicios estén así constituidos, porque no hay ramo de investigación científica o histórica, en que las opiniones que son a priori probables, no caigan de continuo en el descrédito, y aquellas que a primera vista parecen enteramente improbables, no encuentren luego confirmación notable. Un juicio [25] sano no se inclina a negar crédito por la sola razón de improbabilidad. El creyente, no el escéptico, es el que posee un juicio sano. Mejor es creer mucho al principio y eliminar después los errores, que negarse a estudiar hechos que tienen un gran alcance sobre nuestros propios intereses o sobre nuestra paz del ánimo, por creer demasiado poco. Preferible, infinitamente, en verdad, para la felicidad humana, e infinitamente más filosófico como medio de llegar a la verdad, es la infantil credulidad de la inexperiencia al amargo cinismo del descreimiento, que un exceso de familiaridad con las profundidades del mal mundano muy fácilmente engendra.

No intento decir que debamos cultivar la credulidad o tratemos de adormecer las sospechas que la experiencia nos sugiera como razonables. Tratar de ahogar las dudas de cualquier clase sin convencer a la propia inteligencia, ni es prudente ni recomendable. La duda no contestada racionalmente, toma peor y más maligna forma, cuanto mayores son los esfuerzos para dominarla y hacerla desaparecer. Pero además, no hay verdadera sabiduría en andar deliberadamente a caza de dudas, cuando tantas han de salirnos al camino, siempre que vayamos en busca de alguna verdad.

En asuntos de consecuencia práctica, como el demostrado en el ejemplo, la duda jamás es un motivo de acción, aún cuando la evidencia no sea grande ni mucho menos. El testimonio, aun el de un desconocido, nos hace creer de tal modo, que obramos en muchos casos como partiendo de una verdad indudable. Y por mi parte digo, que es confianza prudente y razonable, aunque pueda indudablemente conducir a un resultado falso; porque está cimentada en la justa creencia de que los hombres en general aman más la verdad que la falsedad en abstracto, y que prefieren decir siempre la verdad cuando motivos egoístas o maliciosos no se lo impiden.

Pero veamos ahora hasta qué punto puede engendrarse la duda razonable por el extraordinario carácter de la cosa. Ya he dicho el caso de un desconocido que me avisa que arde mi casa. Los que mantienen la incredibilidad de los milagros replicarán naturalmente que nada hay en este caso que sea extraordinario; porque aunque los antecedentes de [26] improbabilidad sean grandes de que se prenda fuego a una casa dada, en un día dado, sin embargo en punto al hecho, apenas pasa un día sin que haya un incendio en una parte u otra de Londres, y tan fácil es que sea mi casa como otra cualquiera la desgraciada. Supongamos, no obstante, un caso en el cual los antecedentes de improbabilidad sean tan extremados que se aproximen, si no llegan, a los límites de sucesos estrictamente sobrenaturales.

Pertenezco yo a una reunión de doce o más personas que mensualmente se reúnen en determinado lugar, y en el momento de estar allí todos juntos, a cada uno sucesivamente le llega la noticia de que en su casa hay fuego. Fácil es ver que nada habría contra las leyes de la naturaleza, aun siendo el suceso cierto en cada uno de los casos; y sin embargo, la ocurrencia de doce incendios separados sin intención vil y sin preconcebirlos, todos al mismo tiempo y cada uno en la casa de un individuo de mi reunión sería una cosa tan violentamente opuesta a todo lo probable como la que más pueda serlo. ¿Cual sería entonces el efecto natural de la noticia en las inteligencias de doce hombres racionales? Me parece que nadie negará que el primero que la recibiese se alarmaría con justicia y se iría a su casa a toda prisa; cuando el segundo recibiese igual llamada, probablemente se despertarían sospechas de algún plan, pero él también estaría intranquilo si no iba y se satisfacía por sí mismo; pero a menos que la reunión no se compusiera de los más necios y simples, no sucedería lo mismo con los diez restantes uno por uno. algún careo entre los que trajesen la noticia, infaliblemente haría averiguar la trama; y si la reunión no recobraba en seguida su calma, más que por intranquilidad sería por el deseo de descubrir y castigar a los conspiradores.

Aquí, también, se presenta un caso de incredulidad racional nacida enteramente por el carácter extraordinario de la cosa informada: pero hemos supuesto que nada sabíamos de los testigos y que el careo ha revelado un plan. Supongamos ahora lo contrario. ¿Qué sucedería si las noticias fueran llevadas a la reunión, a cada uno separadamente, por un criado que viviese respectivamente en las casas incendiadas? ¿O qué, si [27] los mensajeros, siendo desconocidos, se ofreciesen a acompañar en un carruaje a los interesados, sabiendo que iban a ser sometidos a severísimo castigo en caso de ser falsa la noticia? A pesar de la extrema improbabilidad del testimonio en sí mismo, ¿una evidencia de este género no llegaría a ganar nuestra credulidad?

Es evidente, pues, que sean las que quieran las leyes del mundo físico, o las leyes de la probabilidad, nada hay en las de la mente humana que prohíba la aceptación del testimonio, porque los hechos en sí mismos sean excesivamente improbables. Por increíble que una cosa aparezca anteriormente, aun siendo solo una sugestión de la fantasía, tan pronto como se nos cuenta como un hecho, la actitud de nuestro pensamiento cambia desde luego y por completo con respecto a ella; ya no juzgamos de su verdad por un sencillo razonamiento a priori: el argumento a posteriori viene inmediatamente al frente, con tal fuerza algunas veces, que vence la primera opinión; pero en todos casos con fuerza suficiente para hacernos pensar sobre el testimonio y tratar de ponerle en el otro platillo de la balanza contra los antecedentes de improbabilidad; y para hacer esto, ya empezamos por dar al testimonio lo que puede llamarse crédito hipotético o provisional. Necesitamos decirnos: ¿y si este extraordinario testimonio fuese estricta y literalmente verdadero? ¿Cómo poner de acuerdo esta suposición con mi pasada experiencia de las naturalezas física y humana? ¿Cómo ponerla de acuerdo con los hechos que puedo recordar ahora?

En verdad que no es solamente la ciencia del testimonio humano la que nos lleva a la creencia provisional de lo improbable. Todas las ciencias, aun las más estrictamente lógicas, exigen de nosotros cosas semejantes. El mismo Euclides no habría tenido por discípulo suyo a quien no hubiese aceptado hipotéticamente, sin la menor sombra de duda, la suposición de que la línea recta puede cortar una circunferencia del círculo en más de dos puntos. Y la verdadera inteligencia científica acepta plenamente tal proposición, hasta que queda demostrado lo contrario por la reductio ad absurdum. Se enseña al estudiante a insistir hasta en una hipótesis falsa, [28] a descansar en ella por completo, si se me permite la expresión, para probar si puede sostenerse; a ponerse, en resumen, en tal estado que, aun siendo la proposición verdadera, no sería más que credulidad incipiente. No sucede así naturalmente en el caso supuesto, porque dar real crédito, aun por un instante, a tan violento absurdo, apenas es posible; pero cuanto más nos aproximemos momentáneamente a tal estado de ánimo, más verdadero y más científico será nuestro razonamiento. La realización de una credibilidad provisional en que apoyarse, es sencillamente el requisito primero en ciencia, y ya sabemos que si la credulidad fuese injusta, no podremos seguir siempre con ella.

La función de la historia es pues determinar la verdad de los milagros y de todas las cosas, no por consideraciones a priori de ningún género, sino por una investigación legítima filosófica en todos casos, del valor del testimonio. Si David Hume hubiese escrito la historia de Inglaterra, aun en los tiempos de los Tudores y Estuardos, en armonía con los principios que quiso establecer en su famoso «Ensayo», yo sostengo que por esa misma razón la obra hubiese resultado muy mala, porque el principio le hubiese llevado inevitablemente a preferir el testimonio que apareciese probable a otro testimonio que no lo apareciera tanto, sin entrar en averiguaciones sobre los caracteres y motivos de los testigos. La obligación del verdadero historiador es, por el Contrario, hallar una explicación adecuada del testimonio que ha llegado hasta nosotros, ya envuelva esta explicación creencia o descreimiento en las cosas referidas. Si al no creer los hechos trasmitidos puede dar filosóficamente cuenta de la existencia del testimonio, no solo está en libertad de hacerlo así, sino que es deber suyo especial indicar qué motivos contribuyeron a desfigurar la verdad; pero si no puede hacerlo filosóficamente, si no puede deshacerse del elemento milagroso de la narración, sin suponer algo moralmente increíble y en oposición a la naturaleza humana, no estará de ningún modo justificado al negar crédito un hecho, solamente por estar fuera de su comprensión.

La simple ocurrencia, pues, de un elemento milagroso [29] en cualquier narración, sea cualquiera la significación que demos al llamarlo milagroso, no altera de ningún modo el deber del historiador de prestar oído imparcial a todos los testimonios de todas clases. Por extraordinarios que sean los hechos mencionados, los principios que deben presidir a su examen deben ser los mismos en todos los casos: aunque solo fuesen una colección de maravillas físicas, en apariencia bien garantizadas, y completamente inexplicables al filósofo físico, el historiador nada tiene que hacer sino manifestar lo que encontró relatado y dejarlo como un enigma; pero los milagros creídos por el mundo cristiano son algo más que esto; su evidencia no depende enteramente del testimonio escrito, sino que se sabe que ese testimonio es la única explicación adecuada de una influencia que ha gobernado al mundo durante mil ochocientos años, y que en nuestros días está tan viva como en el transcurso de todo ese período.

James Gairdner

 


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