Revista Contemporánea
Madrid, 15 de diciembre de 1875
año I, número 1
tomo I, volumen I, páginas 121-128

Manuel de la Revilla

Revista crítica >

Dar cuenta sumaria, pero exacta y razonada, de las principales manifestaciones de la vida intelectual de España, ya examinando los libros más importantes que se publiquen, ora reseñando los debates y trabajos de todo género de las Academias y Ateneos, ya, en fin, dando idea de las producciones que aparezcan en nuestros teatros, es el objeto de estas revistas críticas, que han de ser, según esto, una sumaria, pero fidelísima crónica del movimiento intelectual de España.

En este país –donde, no resuelta todavía la célebre cuestión planteada por Larra acerca de si no se lee porque no se escribe o no se escribe porque no se lee, apenas se publican al año media docena de obras y se representan otras tantas producciones dramáticas que merezcan especial mención– la tarea que nos imponemos no deja de ofrecer serias y casi insuperables dificultades. En Francia, Inglaterra o Alemania el obstáculo mayor que encuentra el crítico es el exceso de original, y lo que más perplejidad le produce es l'embarras du choix; aquí la dificultad estriba precisamente en lo contrario, y véase cómo distintas y aun opuestas causas pueden producir los mismos efectos.

En cualquiera de los países que hemos citado, las prensas arrojan diariamente multitud de producciones sobre todos los ramos del saber humano; numerosas Asociaciones científicas y literarias, oficiales o libres, sostienen la vitalidad intelectual con multiplicados debates, cátedras y conferencias; Congresos y Asambleas de todo género ventilan los más arduos problemas de la ciencia; los teatros ofrecen constantemente producciones nuevas y dignas de estima; en suma, una actividad verdaderamente asombrosa suministra abundantísimos materiales a los que se dedican a trabajos de la índole del presente.

Aquí, por el contrario, la actividad intelectual apenas se manifiesta. La vida del espíritu se halla reconcentrada en Madrid y unas cuantas capitales de provincia, y aun en estos puntos sólo se manifiesta en algunas, muy pocas, publicaciones verdaderamente notables, y en los debates de algunos centros científicos y literarios. En Madrid sólo se halla vida intelectual en el Ateneo, en la Academia de Jurisprudencia y en la Sociedad española de Historia natural, pues las Academias oficiales duermen el sueño de los justos, del cual sólo despiertan el día de la inauguración anual de sus tareas o de la recepción de algún individuo. A los trabajos de estas corporaciones, a las escasas publicaciones que hemos mencionado y a algunas producciones dramáticas se reduce ¡triste es decirlo! la vida intelectual de nuestra Patria.

¡Y aun si esta actividad se desplegara en todas direcciones! Pero al paso que en el extranjero se cultivan por igual todos los ramos del saber humano, en España únicamente logran favor las bellas letras y la filosofía, yaciendo las ciencias experimentales en lamentable atraso. Cuando la Europa culta se preocupa ante todo de los arduos problemas que suscitan estas ciencias; [122] cuando diarios y peregrinos descubrimientos enriquecen al tesoro riquísimo de este ramo del saber; cuando la naturaleza se deja arrancar sus más recónditos secretos, España apenas contribuye a este movimiento portentoso. Regístrese el catalogo de las publicaciones españolas, y difícilmente se hallará ninguna que a ciencias naturales se refiera, y caso de hallarse, no competirá de seguro con las notabilísimas que aparecen en el extranjero. La generalidad de nuestros comentarios da escasas pruebas de actividad, y, lo que es más triste, si algo hacen, muéstranse apegados a rancias doctrinas y a añejas y anticientíficas preocupaciones.

Hay, sin embargo, algunas señales de que en plazo no muy remoto cese este deplorable estado de cosas. La Sociedad española de Historia natural, debida a iniciativa individual y privada del apoyo del gobierno, ha iniciado una serie de trabajos, que podrán ser comienzo de futuros progresos, y el Ateneo de Madrid, siempre solícito por la cultura patria, ha abierto un palenque en que luchan con éxito los partidarios de las novísimas direcciones de la ciencia experimental. Algo es esto, sin duda; pero ¡qué poco en comparación del grandioso espectáculo que ofrecen Inglaterra y Alemania!

Mayor grado de vitalidad alcanzan las ciencias filosóficas. Años hace que un varón insigne, cuyo nombre no puede pronunciarse sin respeto, trajo a España el espíritu de la filosofía germánica, y dio nueva vida a nuestro pensamiento. A la sombra de la escuela fundada por aquel ingenio esclarecido se desarrolló el espíritu filosófico, rompiendo los lazos en que le sujetaran tantos siglos de opresión y fanatismo, y hoy nuevas direcciones y nuevas esencias se disputan el estadio científico, con no escaso provecho de la pública cultura. Focos de este movimiento fueron la universidad y el Ateneo de Madrid; ya no lo es la primera por causas que no son de este lugar, pero en el segundo se conserva todavía la tradición filosófica de los últimos años, y en su recinto resuenan, vigorosos y potentes, los acentos inspirados del pensamiento libre.

Pero lo que entre nosotros prepondera es la bella literatura, y justo es decir que si no atraviesa hoy uno de sus más prósperos períodos, tampoco se halla en grave decadencia. Un importante fenómeno se obra en ella, y es el desarrollo progresivo de la novela, género hasta el presente muy descuidado y abatido entre nosotros. En la actualidad contamos con novelistas que pueden sostener dignamente la competencia con los extranjeros, siendo de notar que ninguno de ellos imita los extravíos de los franceses, ni se complace en narrar inverosímiles aventuras o sostener perniciosas teorías. Fernán Caballero, Valera, Alarcón y Pérez Galdós figuran a la cabeza de los cultivadores de este género, y prueba no muy lejana del grado de perfección que alcanzan se encuentra en El escándalo, de Alarcón; en Las ilusiones del doctor Faustino, de Valera, y en los amenos Episodios nacionales, de Galdós, de cuya segunda serie se ha publicado recientemente el primero, bajo el título El equipaje del rey José.

La poesía lírica, aunque falta de rumbo fijo, y muy apegada todavía a añejos ideales y al culto exclusivo de la forma, tampoco deja de ofrecer de vez en cuando producciones notables, y prueba de ello han sido en el presente año Gritos del combate, del esclarecido ingenio D. Gaspar Núñez de Arce, uno de nuestros poetas más elevados y profundos.

No así la dramática, hoy sumida en notoria decadencia, merced a la falta de tendencias y direcciones definidas, y al empeño de imitar escuelas extranjeras, o resucitar géneros que ya no tienen razón de ser. Una inoportuna restauración gramática, y una malhadada tentativa de trasladar a nuestra escena el romanticismo francés, han irrogado e irrogan gravísimos daños a nuestro teatro, y unido esto al retraimiento de los autores de valía, y a la incapacidad de nuestros poetas para cultivar el género cómico, han traído nuestra escena a un estado de marasmo verdaderamente lamentable. Harto lo va mostrando la triste historia del presente año cómico, señalada por ruidosos fracasos, y en la que únicamente aparecen como puntos luminosos dos producciones dignas [123] de loa: una, engendro atrevido de un potente genio, grande en sus defectos como en sus cualidades; otra, tentativa feliz de un autor novel, más lírico que dramático, pero fecundo en risueñas esperanzas. El lector comprenderá que nos referimos al drama del Sr. Echegaray y a la nueva producción del señor Sánchez de Castro.

Estas dos novedades dramáticas son el único hecho literario digno de mención en el presente año cómico, como lo es en el que pudiéramos llamar académico el discurso de apertura de la Academia española, leído por el ilustrado catedrático Sr. Canalejas. Pero ni de aquellas ni de éste hemos de ocuparnos, pues sólo hemos de dar cuenta de lo más reciente, y tales producciones están ya sobradamente juzgadas por la opinión. Limitémonos, pues, a examinar lo que aparezca con mayores caracteres de novedad e interés más palpitante por tanto, y pongamos aquí punto a estas consideraciones preliminares, no menos enfadosas por su extensión que por su amargura.

* * *

Pocas novedades bibliográficas tenemos que registrar por cierto. Después del período de descanso que la naturaleza impone al espíritu durante los rigores del estío, han sido escasas las publicaciones de verdadero interés. Han abundado las traducciones, pero no así las originales, y aun entre las primeras pocas son las que merecen singular mención.

Un traductor laborioso e infatigable, el Sr. García Moreno, ha comenzado a publicar la importantísima Historia romana, de Mommsen; obra verdaderamente clásica y digna de atención por todos conceptos. El mismo señor publica la Historia de la antigüedad, de Max Duncker; la Generación de los conocimientos humanos, de Tiberghien (ilustrada con discretas notas por los señores Salmerón y González Serrano), y algunos trabajos de Kant. Digna es de elogio la actividad del Sr. García Moreno; pero es de lamentar que estas traducciones no sean directas; pues, desconocedor del idioma alemán, tiene que recurrir a versiones francesas, no siempre fieles, con lo cual desmerecen necesariamente las obras que traduce.

Entre las publicaciones originales merecen notarse los Estudios jurídicos, del Sr. Giner, uno de los catedráticos separados en fecha reciente por el Sr. Orovio. Es el Sr. Giner uno de los hombres más laboriosos y devotos de la ciencia que hay en nuestra patria. Poseído de devoradora actividad, no hay ramo del saber a que no dirija su atención y en el que no trate de ensayar sus fuerzas, si bien constituyen su peculiar esfera los estudios jurídicos. De su celo por la enseñanza, de su laboriosidad infatigable, guarda la universidad indeleble recuerdo: de su amor al estudio, de su fecundidad científica dan claras muestras sus numerosas publicaciones. Pensador vigoroso, aunque no muy original; escritor distinguido, pero algo conceptuoso y oscuro, más que por defecto propio por influencia de la escuela en que milita, el Sr. Giner es una de la ilustraciones de nuestra patria, y su nombre debe ser pronunciado con respeto por todos cuantos rinden culto a la ciencia y a la virtud.

Su último libro no constituye una verdadera novedad por haber sido ya publicados los trabajos de que consta, y que versan sobre la propiedad, el concepto de la soberanía y los caracteres distintivos de la política antigua y de la nueva. Impera en todos ellos el sentido de la escuela de Krause, y señalan por tanto una tendencia armónica en la intención, estética en la realidad, por lo que toca a la organización de la vida jurídica. El idealismo utopista de esta escuela, sus esperanzas casi mesiánicas en un porvenir de perfección que nunca llegará, sus vacilaciones entre la dirección individualista y el socialismo a que la arrastran con igual impulso, por una parte su concepto del individuo y por otra su concepto del derecho y del Estado, revélanse en este libro, que encierra cáusticas y amargas críticas de lo presente y risueñas esperanzas sobre lo futuro. No domina en él, por cierto, el sentido práctico y político, ni tampoco se hallan en sus páginas afirmaciones concretas y [124] terminantes sobre cada uno de los puntos que en él se ventilan; antes bien, en la teoría de la propiedad muéstrase algo tímido el autor, y en la organización de los poderes del Estado descúbrese aquella vaga nebulosidad en que gusta de envolverse la escuela krausista y principalmente los que en ella representan una dirección relativamente conservadora como el Sr. Giner. Nada de esto impide, sin embargo, que el libro del ilustrado ex-catedrático sea acreedor a la atención de los hombres pensadores, por más que de él no reporten enseñanzas muy aplicables a la práctica los políticos.

Digno de mención es también un libro del Sr. D. Gonzalo Calvo Asensio, titulado El teatro hispano-lusitano en el siglo XIX. Dase en él noticia de los dramáticos más renombrados que España y Portugal han producido en la época presente, analizándose en términos sumarios sus principales producciones. Muchos de estos juicios son acertados e imparciales, otros no tanto; pero en todos ellos revela su autor muy estimables dotes. Parécenos, sin embargo, que no ha procedido con acierto al establecer una clasificación paralela de autores y obras. Con efecto, la mayoría de los dramáticos que estudia han cultivado juntamente el drama y la comedia, y al intentar una clasificación que a la vez comprenda autores y obras, el Sr. Calvo Asensio ha incurrido necesariamente en graves errores. Así, por ejemplo, se ocupa en el cap. IV, dedicado a la comedia social y filosófica, de escritores como Florentino Sanz, Ayala y Tamayo, cuyas obras más tienen de dramas que de comedias verdaderas, comprendiendo en el mismo capítulo a Ventura de la Vega, cultivador del drama histórico y de la tragedia clásica. Ni D. Francisco de Quevedo, de Florentino Sanz; ni Locura de amor, Virginia y Un drama nuevo, de Tamayo; ni La muerte de César y D. Fernando el de Antequera, de Vega, pueden incluirse en lo que llama (sin definirlo con mucha precisión) el Sr. Calvo Asensio comedia social y filosófica. Verdad es que tampoco alcanzamos la razón de que en este género incluya El hombre de mundo, de Vega, separando de él y colocando entre lo que llama comedia de costumbres y de intriga las obras de Eguilaz y de Larra, que por muchos conceptos pueden incluirse en la comedia que apellida social. Nace esto de un concepto equivocado de la comedia y del drama, sin duda; para el Sr. Calvo Asensio no hay drama, por lo visto, sin desenlace funesto, y por eso excluye del género dramático las obras de Ayala, de Eguilaz y de Larra. Para nosotros la esfera del drama es mucho más extensa y la de la comedia menos, y no comprendemos por qué razón se han de rebajar a la categoría de lo cómico obras de la altura y profundidad de El tanto por ciento y La bola de nieve.

Esa misma falta de precisión en la determinación de los géneros obliga al Sr. Calvo Asensio a desconocer la existencia de un género que, armonizando lo que tienen de racional lo clásico y lo romántico, no cabe en rigor en ninguna de ambas escuelas. Este género representan entre nosotros Tamayo, Ayala, Florentino Sanz, Hartzenbusch y García Gutiérrez (en sus últimas obras), y es por esto error notorio incluir dentro del romanticismo a algunos de estos escritores. Por no tener en cuenta estas consideraciones califica de romántico el Sr. Calvo Asensio al autor de un modelo de tragedias clásicas del Edipo, e incluye en igual categoría a Hartzenbusch, Escosura y Fernández y González. Que haya elementos románticos en estos poetas no lo negamos; pero sí que sea lícito identificarlos con el duque de Rivas o Zorrilla, por ejemplo.

Fuera de desear también que el Sr. Calvo Asensio hubiera descartado de su libro toda influencia política, con lo cual evitara algunas apreciaciones apasionadas y a veces inexactas, y despojara a los prólogos que sirven de introducción a las dos partes de su obra de cierto tono impropio de un trabajo científico y que recuerda demasiado el lenguaje de los Parlamentos y de los clubs. La ciencia y la literatura deben estar al abrigo de estas ingerencias de la pasión política, y el lenguaje del crítico nunca ha de confundirse con las invectivas del partidario. [125]

Y como quiera que estas son las únicas publicaciones importantes de que tenemos noticia, y como no podemos ocuparnos, por falta de tiempo, del notable discurso pronunciado por el Sr. D. Eugenio Montero Ríos, en el acto de la inauguración de la Academia de Jurisprudencia, pasamos a ocuparnos de los importantísimos debates del Ateneo de Madrid.

Es el Ateneo de Madrid el reflejo más acabado de la cultura española, el palenque en que se dan cita todas las escuelas, todos los sistemas, todas las direcciones del pensamiento nacional. Una tradición no interrumpida de tolerancia y cortesía ofrece en él seguras garantías a la libertad de la palabra, que halló refugio inviolable en aquella corporación doctísima aun en los tiempos más calamitosos. Tienen allí representación dignísima todas las opiniones, aunque preponderando las conservadoras, cosa que no es extraña si se atiende a que allí se encuentran reunidas todas las aristocracias. Atentos sus socios a la pública cultura, siguen con exquisito cuidado la marcha de las ideas, y no se plantea cuestión ni se formula problema en el mundo culto que no tenga eco en las cátedras o en los debates del Ateneo de Madrid. Artistas, tanto o más que pensadores, fijan especial atención sus individuos en los encantos de la elocuencia, y es por esto aquella corporación, no solo campo abierto al choque de los sistemas, sino torneo en que ostentan sus dotes los oradores de mayor fama. Allí se han formado las mejor sentadas reputaciones de nuestra patria; de allí han salido nuestros más sabios filósofos, nuestros más eruditos críticos, nuestros más sagaces estadistas y nuestros políticos más eminentes. Es, en suma, el Ateneo cifra y resumen de nuestros adelantos, espejo de nuestras cualidades, verdadero centro de nuestra patria.

Singularidades no pequeñas ofrece esta asociación, por tantos conceptos digna de estudio, y no es la menor de ellas el ser barómetro infalible del estado político del país. La vida política en España y la vida del Ateneo están en razón inversa. Cuando la nación se agita entre las convulsiones de la fiebre política; cuando resuena en los Parlamentos la voz elocuente de los oradores y en los clubs el apasionado acento de los tribunos; cuando la prensa, enteramente libre, remueve todas las cuestiones, agita todos los problemas, suscita todas las pasiones; cuando las muchedumbres rugen cual oleaje hirviente en la plaza pública y el cálido soplo revolucionario abrasa todas las frentes, el Ateneo arrastra lánguida y trabajosa existencia y en sus salas desiertas resuena tristemente la voz apagada de sus oradores. Pero cuando a la tempestad sucede la calma; cuando la agitación política cesa o cambia de lugar; cuando el silencio reemplaza al bullicio y las olas revolucionarias retroceden con tanta rapidez como antes avanzaron, el Ateneo recobra nueva vida, sus cátedras apenas pueden contener el auditorio que las llena presuroso, y en su sala de sesiones, antes silenciosa, resuenan los inspirados acentos de la elocuencia, tal vez interrumpidos por entusiastas y unánimes aplausos.

Y es que el Ateneo, santuario de la ciencia, puerto seguro de la libertad, vive cuando la actividad intelectual, antes derramada por diversos cauces y solicitada por multiplicados motivos, tiene que reconcentrarse en la esfera serena de la discusión científica; vive cuando cerrados otros caminos al pensamiento, tiene éste que buscar albergue en el único refugio seguro que le queda; vive cuando la gárrula gritería que levanta la pasión política no ahoga los tranquilos acentos de la razón. Y entonces el Ateneo, hostil de suyo a las agitaciones tumultuarias que caracterizan a la vida política de los latinos, abre sus puertas a los que le abandonaron para malgastar las fuerzas de su inteligencia en tejer y destejer esa eterna tela de Penélope a que llamamos política los españoles, y ofrece seguro asilo a los vencidos, a los desengañados, a los desesperanzados, a todos los que vuelven del combate con el arma sangrienta, la frente bañada en sudor y el corazón roído por el despecho, abrasado por la pasión o marchito por el desengaño. [126]

Por esta razón lucen hoy para el Ateneo días venturosos. Allí se ha reconcentrado toda la actividad intelectual de nuestra patria. Allí se agitan dos generaciones juveniles, apenas separadas por algunos lustros: una, que apenas ha descansado del combate en que tomó parte activa, y que vuelve al Ateneo con el desaliento, el despecho o el escepticismo en el alma; otra viene a la vida llena de ilusiones, ávida de saber y de gloria, sedienta de ideal, ansiosa de aire, de espacio y de luz. Allí se manifiestan nuevas escuelas, direcciones nuevas, cuya aparición asombra porque nadie sabe cómo ni dónde se han formado, cuya pujanza inquieta a los tímidos porque entran en batalla con el brío y la fe que caracterizan siempre a los partidos en sus primeros años. Allí, por fin, se agitan los problemas más temerosos de la edad presente, se discuten los intereses más caros, se analizan los sentimientos más íntimos y profundos, se ponen en cuestión las más arraigadas, y al parecer inconmovibles ideas.

Dos secciones, de las tres que componen el Ateneo, funcionan este año: la de ciencias morales y políticas y la de ciencias naturales, y en ambas se discute, bajo formas diferentes, el mismo tema. Discútense en la primera los peligros que puede ofrecer el positivismo para los intereses fundamentales de la sociedad; trátase de averiguar en la segunda si toda la vida orgánica puede considerarse como una transformación de la energía universal. El problema, como se ve, es el mismo en ambas secciones. La cuestión se reduce a saber quién ha de triunfar en la contienda: si el espiritualismo en sus diversas fases o el positivismo en la variedad de sus aspectos.

Mientras en España dominó sin rivales la escuela krausista, la cuestión que hoy se debate en el Ateneo no tenía razón de ser. Entonces el krausismo era el que luchaba contra el ultramontanismo de una parte, y contra el espiritualismo de otra. Hoy las circunstancias han cambiado; el krausismo ha entrado en un período de descomposición y decadencia, y escuelas distintas, nuevas en España en su mayoría, tratan de disputarse su herencia, y como entre ellas la más audaz y temible es la positivista, de aquí la actitud del Ateneo.

No podía ocultarse a tan ilustrada corporación la importancia del movimiento invasor del positivismo, ni le era lícito permanecer inactiva ante hecho tan importante y que tanto agita a la Europa culta. Discutir el positivismo era una necesidad y hasta una cuestión de honra para el Ateneo, y comprendiéndolo así la sección de ciencias morales y políticas, de que es digno presidente el elocuentísimo orador Sr. Moreno Nieto, puso sobre el tapete la cuestión.

Pero los positivistas estaban resueltos por su parte a provocar la lucha, y eligiendo el terreno, plantearon el problema en la sección de ciencias naturales. Fueron al principio sus propósitos hostiles a toda discusión verdaderamente filosófica, y manifestáronse resueltos a encerrarse en la esfera de las ciencias naturales; pero las circunstancias pueden más que la voluntad de los hombres, y hoy los dos debates se hallan confundidos de tal suerte, que en realidad constituyen uno solo.

No es nuestro ánimo dar detallada cuenta de los notables discursos que en el Ateneo se han pronunciado, porque nos lo vedan razones de carácter personal. El que esto escribe ha iniciado la discusión en una de las secciones, y no tiene derecho ni autoridad para juzgar a los oradores que allí contienden. Nos limitaremos, por tanto, a dar una idea general de los elementos que han entrado en juego y del giro que llevan los debates.

Hasta el presente han estado representados en la discusión el positivismo naturalista, el hegelianismo, el krausismo, el criticismo kantiano, el espiritualismo francés, y una dirección especial y nueva del criticismo, representada por el Sr. Nieto. Desde el primer momento, positivistas y criticistas han aparecido aliados; como del lado opuesto hegelianos, espiritualistas y krausistas, conviniendo los primeros en hacer la guerra a todos los idealismos rústicos, a toda concepción a priori, y a toda confusión entre lo científico y lo sobrenatural. Los segundos, en cambio, luchan por conservar en su integridad [127] la ontología y la teología, en reivividicar para la ciencia el conocimiento de lo divino, y en afirmar como verdades científicas lo que no son más que creencias o postulados. No hay que decir que para los segundos es el positivismo la negación radical de la ciencia, de la moral, de la religión y del derecho.

Aunque los representantes del positivismo se han conducido con exquisita prudencia y habilidad, no por eso han dejado de revelar los vicios que son ingénitos a esta escuela. El abuso de la inducción, la confusión entre las diversas esferas del conocimiento, el empeño de explicarlo todo por medio de la experiencia, el exagerado valor dado a nuevas hipótesis, todas las faltas de lógica y de rigor científico que son propias de estos pensadores se han manifestado en el debate, y han dado ocasión a sus adversarios para enérgicas y contundentes réplicas. Bien es verdad que espiritualistas, hegelianos y krausistas han incurrido en vicios análogos, aunque opuestos, y según su costumbre, han afirmado mucho y probado poco, han confundido repetidas veces la razón con el sentimiento, han caído en extravíos idealistas, y se han obstinado en absorber en la ciencia toda la vida, y en no reconocer la existencia de lo incognoscible, eternamente negado a la ciencia, pero siempre accesible al sentimiento y a la fe.

Y, sin embargo, aquí se halla el nudo del debate. El mejor resultado que estas discusiones pueden reportar sería determinar con severa crítica los límites del conocer científico, fijar las esferas en que se mueven la razón y la experiencia, señalar las relaciones que han de existir entre la ciencia y la vida, y formar de un modo preciso el verdadero concepto de la filosofía. No haciendo esto, de nada sirve poner de relieve los graves peligros que el positivismo entraña; peligros reales si se trata del crudo materialismo que se envuelve bajo el disfraz positivista, y que, desmintiendo los mismos principios del positivismo, hace metafísicos materialistas a priori, erige en dogmas las hipótesis, y quiere explicarlo todo por la nueva experiencia; pero peligros que son ilusorios tratándose de otras direcciones positivistas más serias y prudentes, y sobre todo tratándose de las escuelas críticas, a las cuales corresponde, a nuestro juicio, el definitivo triunfo en esta lucha.

No hay que decir que en estos debates verdaderamente solemnes reinan la más cumplida tolerancia y la más exquisita cortesía, ni que en ellos campea en todo su esplendor la elocuencia, que es tan común en los españoles. Las razones antes expuestas nos impiden ocuparnos en detalle de los brillantísimos discursos que allí se han pronunciado pero no creemos faltar a la reserva que tales razones nos imponen diciendo que han figurado en primera línea como pensadores profundos y oradores elocuentes los Sres. Moreno Nieto, Montoro y González Serrano.

* * *

Pero no basta al Ateneo sostener el interés científico por medio de sus debates. Solícito por la enseñanza establece todos los años cátedras públicas a que asiste numeroso auditorio. En el presente, las cátedras son pocas, pero interesantes, hallándose confiadas a personas tan ilustradas y competentes como los Sres. Moreno Nieto, Vilanova, Vidart y Rodríguez (D. Gabriel).

El Sr. Moreno Nieto se ocupa de las tendencias de la filosofía contemporánea, o lo que es igual, trata del mismo asunto que se debate en las secciones. Decir que sus conferencias son modelo de elocuencia y de inspiración, fuera afirmar lo que está en la conciencia de todos. El Sr. Moreno Nieto es uno de nuestros más grandes oradores. Su palabra abundantísima, llena de colorido y de vitalidad, enérgica unas veces, sentida y dulcísima otras, severa algunas, siempre nacida de sentimientos espontáneos y no de artificios retóricos, produce en el ánimo una doble y gratísima impresión, el encanto que engendra la belleza y la simpatía que despierta la palabra del hombre de corazón y de fe. [128]

Pero a esto se limita el resultado de los discursos del Sr. Moreno Nieto. A todos admiran y encantan, a nadie convencen, porque en medio de aquella brillante catarata de inspirados períodos jamás se descubre una idea concreta, definida y fija. Es el cerebro del Sr. Moreno Nieto horno enrojecido en que hierven todas las ideas, sin que ninguna alcance el predominio; impulsos contradictorios se disputan la posesión de ese noble espíritu, racionalista si da oídos a las sugestiones de su inteligencia, creyente si se deja llevar de su corazón. La inmensa suma de conocimientos que atesora no le permite acaso formar una convicción fija o quizá le inclina a sincretismos y eclecticismos infecundos; y sólo así se explica que, tras de pulverizar con crítica inexorable, y no pocas veces apasionada e injusta, todos los sistemas, presente como ideal una informe mezcla de racionalismo y catolicismo, de espiritualismo francés y tendencias hegelianas, todo revuelto y confundido en fórmulas nebulosas, en síntesis incomprensibles, que hasta se parecen a vagos e impalpables fantasmas.

De aquí la esterilidad de sus esfuerzos; de aquí que esa poderosa inteligencia no deje huella de su paso en las regiones del pensamiento; de aquí que no consiga salvar de la catástrofe que le amenaza al espiritualismo tradicional; de aquí también que sus fórmulas acomodaticias desagraden a los libre-pensadores por tímidas y a los ultramontanos por audaces. Por eso la obra del señor Moreno Nieto es más artística que científica; de su pensamiento nada queda, y lo único que permanece en el alma de los que le aplauden es la impresión grata que su elocuencia produce y la viva simpatía que su carácter noble y generoso despierta.

No serán mucho mayores los resultados que alcance el Sr. Vilanova al fin de esa larga campaña que viene haciendo en el Ateneo. Años ha que en su cátedra de Prehistoria persigue con afán incansable un ideal imposible y que nunca ha de alcanzar. Quiere popularizar los estudios geológicos y prehistóricos, y gracias a su ciencia y perseverancia lo va consiguiendo; pero intenta oponerse al darwinismo y poner en íntimo acuerdo la ciencia con la revelación, y esto es utopía que jamás verá realizada. Cuando vemos a profesor tan distinguido malgastar vanamente su talento en tan absurda empresa; cuando le vemos oponerse al progreso científico, sacrificando la libertad de su pensamiento y los fueros de la ciencia a lo que es ajeno y contrario a toda ciencia seria; cuando escuchamos sus protestas contra las nuevas ideas, protestas en que el fingido menosprecio encubre un profundo temor; cuando contemplamos esa inteligencia petrificada cual verdadero fósil en una ciencia añeja y en una creencia moribunda, no podemos menos de experimentar a la vez dolor y compasión, y hacer amargas consideraciones sobre los estragos que produce el fatal empeño de conciliar lo inconciliable, profanando la fe por una parte y rebajando la ciencia por otra. La esterilidad de su tentativa será el mejor castigo del Sr. Vilanova; y castigo merece quien, pudiendo prestar relevantes servicios a la ciencia, cifra sus esfuerzos en detener su libre y poderoso vuelo.

De las cátedras desempeñadas por los Sres. Vidart y Rodríguez nos veda ocuparnos nuestra escasa competencia en los asuntos sobre que versan. Ocúpase el primero de Ciencia de la guerra y de Crédito el segundo, y no hay que decir que notables serán sus trabajos, dada su ilustración y merecida fama en tales asuntos. La frase siempre original e ingeniosa del primero, la palabra sentida, persuasiva e impregnada en ardiente amor a la libertad del segundo, impresionan agradablemente al auditorio y son recompensadas con unánimes y merecidos aplausos.

M. de la Revilla

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