Revista Contemporánea
Madrid, 30 de diciembre de 1875
año I, número 2
tomo I, volumen II, páginas 242-249

Manuel de la Revilla

< Revista crítica >

Es la Academia matritense de jurisprudencia y legislación un centro científico de no escasa importancia, donde se ventilan en animada discusión los diferentes problemas de la ciencia del Derecho, ora en su aspecto más elevado y filosófico, ya bajo un punto de vista esencialmente práctico. Palenque oratorio en que ejercitan sus fuerzas los más aventajados jóvenes que se dedican al foro, suele resentirse a veces de la fogosidad e intemperancia que a la juventud son peculiares, y sus debates, tanto por esta razón, como por la influencia de la política, no siempre se distinguen por la serenidad y la templanza; pero a vueltas de esto, la Academia presta indudables servicios a la ciencia y sus trabajos merecen la atención pública.

La apertura de las tareas anuales de la Academia es siempre una solemnidad. Los presidentes de esta corporación son por lo general, a la vez que eminentes jurisconsultos, hombres políticos de importancia; los temas sobre que versan sus discursos de inauguración se refieren siempre a graves problemas políticos y sociales y revisten habitualmente un señalado carácter de actualidad; la sesión inaugural tiene, por lo tanto, importancia política además de científica, y no es maravilla que los discursos que en ella se pronuncian ocasionen en la prensa importantes, y no pocas veces acalorados debates.

Ajena la Revista Contemporánea a la política palpitante, no hemos de considerar bajo este punto de vista el discurso pronunciado en la apertura de los trabajos de la Academia por su presidente, D. Eugenio Montero Ríos, por más que no sea fácil prescindir por completo de toda consideración política, tratándose de un trabajo que en realidad es más político que otra cosa. Procuraremos considerarlo sin tener en cuenta ciertas circunstancias que han preocupado mucho a los periódicos diarios y que a nosotros nos importan poco, y nos atendremos ante todo a la significación científica que este discurso entraña.

Versa el discurso del Sr. Montero Ríos sobre las relaciones de la Iglesia [243] con el Estado, y se distingue más por la copia de erudición histórica que en él se advierte que por su abundancia de razonamientos filosóficos. Más que exposición de una teoría completa y fundada en principios de las relaciones de la Iglesia y el Estado (teoría que fuera aplicable a todas las religiones positivas), es una exposición de las diversas vicisitudes que estas relaciones han experimentado en la historia, mirando únicamente a la Iglesia Católica, de la cual se ocupa ante todo el orador. Es, en suma, un trabajo más histórico que filosófico, y más político que histórico, y en tal sentido ofrece su juicio dificultades no pequeñas para publicaciones que, como la nuestra, llevan por norte el abstenerse de la política palpitante.

Pertenece el Sr. Montero Ríos a la escuela llamada católica-liberal, y dentro de ella al especialísimo grupo que entre nosotros ha representado recientemente el partido radical. En su cualidad de liberal halaga al Sr. Montero Ríos la teoría que separa a la Iglesia del Estado; en su concepto de católico, piensa que entre ambas instituciones debe reinar íntima armonía; y pareciéndole, por tanto, contrario a la libertad el ideal ultramontano, contrario al catolicismo el sistema de la separación absoluta de las dos potestades, y poco liberal y poco católico juntamente el régimen de los concordatos y de las regalías, parece inclinarse a un sistema especial, que intenta aplicar a España, y que se reduce a dejar a la Iglesia en libertad absoluta, renunciando el Estado al sistema regalista, pero reivindicando a la vez para sí toda libertad de acción, y asegurando la situación económica de la Iglesia, mediante el presupuesto de obligaciones eclesiásticas. Tal parece ser el ideal del Sr. Montero Ríos desenvuelto posteriormente en la prensa por nuestro colega El Imparcial, con, escaso aplauso de los ultramontanos, no mucha satisfacción de los conservadores y dudoso regocijo de los radicales.

Parte toda esta concepción política de la idea de una armonía necesaria y conveniente entre las potestades civil y eclesiástica, armonía que el Sr. Montero Ríos reclama de los defensores del catolicismo, exhortándoles a que abandonen sus tradicionales pretensiones y se reconcilien con el liberalismo moderno. Como en tales casos acontece siempre a los que piensan como el Sr. Montero Ríos, vuelve los ojos el reputado canonista a los primeros siglos de la era cristiana, buscando en ellos los antecedentes de su democrática doctrina, y deplora amargamente el opuesto rumbo que ha seguido después la Iglesia católica, con lo cual no hay para qué decir cuánta suma de sutilezas y habilidades habrá menester para conciliar sus sentimientos liberales y democráticos con la sumisión que debe a una Iglesia tan poco afecta a cuanto participe de tales tendencias.

Todo el que está al corriente de lo que significa el llamado catolicismo liberal, no ignora qué lamentable desconocimiento de las leyes que fatalmente rigen al desarrollo histórico de las instituciones religiosas, y de la misión que ha cumplido y de las condiciones y carácter que reviste la Iglesia Católica, implican las apreciaciones histórico-políticas, los extraños espejismos y alucinaciones, y las aspiraciones democráticas de los que a semejante escuela pertenecen. El catolicismo liberal, haga lo que haga será siempre un protestantismo vergonzante, y su constante aspiración a volver al primitivo estado de [244] la sociedad cristiana, lo prueba cumplidamente. Si la iglesia católica pasó de la democracia apostólica a la aristocracia episcopal primero, y a la monarquía pontificia después, ha sido porque a ello le obligaban de consuno su propio carácter y la misión que le tocaba cumplir en el mundo; y la obra bienhechora que llevó a cabo en la Edad Media, civilizando a los bárbaros y manteniendo, en medio del caos feudal, una autoridad moral incontrastable, no hubiera sido cumplida si en vez de una monarquía aristocrática fuera la Iglesia entonces una aristocracia fragmentaria o una democracia turbulenta. La Roma cristiana, heredera de la Roma imperial, tenía que ser a su vez un imperio; y así como la aristocracia republicana de la Roma antigua no bastaba para realizar la unidad material y política del mundo, tampoco la aristocracia episcopal ni la democracia apostólica hubieran logrado realizar la unidad moral de la Edad Media. La unidad política necesitó un César; la unidad moral y religiosa necesitó un Papa.

Las instituciones no son tan libres como el individuo. Este suele hacer lo que quiere; aquellas hacen siempre lo que es necesario que se haga. Una lógica fatal sigue su vida; una ley incontrastable las arrastra e impele a realizar su destino, y la voluntad de los hombres tiene que doblegarse ante estas necesidades inflexibles de la historia. Y precisamente si hay una historia lógica en el mundo, es la historia de la Iglesia católica, institución de tal manera construida y desarrollada, que por el enlace perfecto de todos sus cimientos se asemeja a los más acabados organismos, y por el desenvolvimiento de su vida se parece a aquella rigurosa dialéctica que constituye la grandeza admirable de la doctrina de Hegel.

No es más fundada que esta filosofía de la historia la abstracta y arbitraria separación que entre lo espiritual y lo temporal hacen los que piensan como el Sr. Montero Ríos. Para un libre-pensador, semejante distinción es obvia; en labios de quien se llama católico es incomprensible. Y ante todo, ¿es empresa llana establecer la distinción? ¿Cabe trazar fácilmente una línea divisoria entre lo que a los altos intereses de la vida espiritual toca y lo que a la pura vida material se refiere? ¿Es posible circunscribir con tal llaneza la esfera en que ha de moverse la Iglesia y aquella en que ha de funcionar el Estado, o habrá de tropezarse a cada paso con conflictos de jurisdicción?

Reputándose poseedora la Iglesia de aquella verdad absoluta, religiosa, moral y social juntamente, fuera de la cual no hay salvación, hase de extender forzosamente su influencia a todos los órdenes de la vida a que esta verdad pueda referirse, y aunque de buen grado deje al poder político legislar a su albedrío sobre la propiedad, organizar a su gusto las formas de Gobierno y reglamentar a su placer la administración, no ha de poder hacer otro tanto en cosas que afecten a los altos intereses de que es guardadora. ¿Cómo ha de exigirse a la Iglesia, por ejemplo, que consienta en la prensa y en la tribuna la discusión de sus dogmas, que reputa inmutables y divinos? ¿Cómo se ha de pretender que tolere que la enseñanza, entregada a sí misma, se erija en cátedra del error? ¿Cómo que reconozca como derecho natural la libertad de conciencia que es a sus ojos libertad de condenación? ¿Cómo que entregue al Estado la organización de la familia que es para ella institución divina a que [245] da origen un sacramento? ¿Cómo, en suma, que abra sus brazos a ese liberalismo en que ve la negación de todos sus principios y a que se opone con perfecto derecho, rigurosa lógica y admirable constancia? He aquí lo que no ven los que piensan como el Sr. Montero Ríos, y lo que irremisiblemente les coloca fuera de la iglesia.

No es lícito a quien de católico se precie halagar tales esperanzas y aspiraciones, ni sustentar tales teorías; pero menos lo es incurrir en desaciertos políticos como el que apadrinan los secuaces del Sr. Montero Ríos. Sin duda que el aspecto político de la cuestión ofrece dificultades no pequeñas. Como siempre acontece, la lógica de las ideas conduciría a lamentables resultados en la práctica. Aceptado en absoluto el punto de vista católico, las consecuencias que de él se dedujeran (como las deduce el ultramontanismo) serían la muerte de la libertad y de la moderna civilización. Aceptado el punto de vista contrario, la lógica conduce a declarar un antagonismo inconciliable entre el liberalismo y la Iglesia católica, antagonismo que llevado a la práctica con un criterio excesivamente radical, pondría en peligro graves intereses e irrogaría en determinados países daños cuantiosos a la misma libertad. La historia contemporánea prueba cumplidamente la verdad de lo que decimos.

Existiendo (como es indudable) el antagonismo, las necesidades de la vida práctica, que siempre se imponen en más o en menos a la lógica inflexible de los partidos, han traído consigo entre la potestad religiosa y la política el sistema de las transacciones. Sin abdicar de sus principios la primera ni de sus prerrogativas y derechos la segunda, pero atentas ambas a los graves intereses que les están confiados, viven hace tiempo en hostilidad latente, pero haciéndose concesiones que varían en extensión e importancia según las condiciones de cada pueblo; de aquí el sistema de las regalías y el régimen de los Concordatos; de aquí la multitud de combinaciones políticas que existen en los diferentes países de Europa y que oscilan entre dos extremos, en muy pocas naciones existentes: el régimen ultramontano puro y la separación absoluta entre la Iglesia y el Estado.

Un Estado libre; una Iglesia absolutamente libre y retribuida por el Estado; he aquí el régimen de los que piensan como el Sr. Montero Ríos. ¿Es político y práctico, es favorable a los intereses de la libertad y del Estado? He aquí lo que no puede admitir quien de político práctico se precie.

Una Iglesia que gozara de todas las libertades y además de los privilegios materiales que la protección económica del Estado le asegura, sería el enemigo más poderoso de la libertad y acabaría por absorber y anular a ese Estado que se la entregaba atado de pies y manos tan cándidamente. Tratándose de Iglesias cuyo poder es nulo, como las protestantes por ejemplo, ese sistema pudiera ser aceptable; pero tratándose de una Iglesia como la católica, ese sistema es el delirium tremens de la candidez.

Católicos fueron nuestros antiguos monarcas, y con serlo hasta el fanatismo, a ninguno le ocurrió semejante absurdo; antes, cuanto mayores privilegios otorgaron a la Iglesia, con tanta más fuerza reivindicaron los derechos del Estado y acentuaron el régimen de las regalías. Ninguno de ellos toleró [246] un Estado dentro del Estado, y no ya eso, sino Estado sobre el Estado sería la Iglesia organizada de esa manera.

Lo práctico y lo político, sobre todo tratándose de un país como el nuestro, y teniendo en cuenta, de un lado los intereses de la libertad y los fueros del Estado, y de otro los intereses no menos graves que afectan a la conciencia religiosa, es reivindicar con mano fuerte para el Estado sus fueros, privilegios y libertades enfrente de la Iglesia, mediante un racional y sensato sistema de regalías, y de otro otorgar a la Iglesia las libertades que el derecho común reconozca a todas las instituciones, en cuanto sean compatibles con la paz, la seguridad y los derechos del Estado, teniendo en cuenta que siendo, como debe ser en España por razones de justicia y conveniencia, retribuida la Iglesia, esta retribución ha de colocarla con respecto al Estado en la misma situación en que se colocan todas las instituciones cuyo sostenimiento corre a cargo del poder. Podrá parecer este sistema falto de lógica a los que pretenden que la vida práctica sea desarrollo inflexible de ideas absolutas; pero su valor político no podrá ser negado por los que entienden que es y será siempre la política transacción y transición, esfera sometida a condiciones ineludibles de tiempo y espacio, orden de vida en que no impera lo absoluto y donde lo mejor es siempre enemigo de lo bueno.

Y basta de esta cuestión que insensiblemente nos va llevando a donde no quisiéramos ir; que lo dicho es suficiente para mostrar todo lo que hay de insostenible en la posición y de impracticable en la política que se revela en el discurso del Sr. Montero Ríos.

* * *

En el Ateneo continúan los debates a que nos referíamos en la anterior revista. El tema discutido en la sección de ciencias morales y políticas ha perdido su carácter práctico, pues lo que actualmente se ventila no es el peligro que pueda encerrar el positivismo, sino el valor científico de esta doctrina. En la sección de ciencias naturales sucede otro tanto, gracias a haber puesto sobre el tapete el Sr. Magaz la cuestión del animismo, sosteniendo un dualismo abstracto entre el espíritu y la materia, y dando lugar a vigorosas réplicas del Sr. Moreno Nieto.

En la sección de ciencias morales se preparan a terciar en la discusión los ilustrados representantes de la filosofía católica, Sres. Perier y Carballeda, con lo cual volverá a discutirse el tema y se cambiarán el terreno y las condiciones del debate, siendo de esperar que la contienda sostenida hasta ahora entre racionalistas y positivistas cese para unir todas sus fuerzas contra los nuevos adversarios, lo cual dará gran interés a la polémica.

Una circunstancia notable de estos debates es la actitud que paulatinamente han ido tomando los campeones del positivismo. Encerrados al principio, como en una fortaleza, en los resultados de la experiencia científica, hostiles a toda especulación y marcados con indudable sello materialista, han ido poco a poco, a impulsos del desarrollo natural del debate, suavizando estas asperezas y abdicando de tales intransigencias hasta colocarse en terreno más accesible y llano para todos. Hoy por hoy, más bien que al positivismo naturalista, [247] defiéndese allí una doctrina inspirada en Spencer, y que ofrece no pocas conexiones con el neo-kantismo, doctrina despojada ya de ciertas exageraciones y muy aceptable para los que militan en las filas de la filosofía crítica.

Esta trasformación de las condiciones del debate, esta acertada dirección dada a la tendencia positivista, débese en nuestro juicio a un joven orador que se ha colocado desde luego al frente de la escuela y ha conquistado en pocos días las simpatías del Ateneo. Este orador es el Sr. Simarro. Hombre de espíritu verdaderamente filosófico, de vasta cultura, de amplias aspiraciones; talento que reúne en sí la penetración delicada de Stuart Mill y las elevadas miras de Herbert Spencer, al buen sentido y al intencionado gracejo de Voltaire; hijo de la enciclopedia vigorizado por las robustas enseñanzas del siglo XIX; fantasía viva y pictórica que sabe encarnar en gráficas metáforas, ingeniosas comparaciones y razonados chistes las más obtusas concepciones de la ciencia; orador vehemente, ameno, dado a la paradoja y a la sutileza, sarcástico e intencionado, pero no elocuente, el Sr. Simarro es una de las inteligencias más poderosas con que cuentan las nuevas ideas y uno de los jóvenes de mayores esperanzas que se han presentado en el Ateneo. Él, ayudado por un fisiólogo tan eminente como el Sr. Cortezo y por jóvenes tan instruidos como los Sres. Camó y Ustariz, está sosteniendo el peso de estos debates y dando no poco que hacer a sus adversarios, por más que entre ellos se cuenten inteligencias tan privilegiadas como los Sres. Moreno Nieto y González Serrano.

II

El movimiento bibliográfico ha ofrecido poco de notable en la presente quincena. Algunas traducciones (entre ellas una del célebre, ameno y licencioso Decameron de Boccaccio) y una novelita del Sr. Pérez Galdós, es todo lo que se ha publicado en estos días. Nada hemos de decir de las primeras, y únicamente diremos a los amantes de la buena literatura (ya que de traducciones se trata) que muy en breve aparecerá la primera versión castellana de las poesías del gran Leopardi, debida a uno de los escritores más discretos e ingeniosos de nuestra patria, al Sr. D. José Alcalá Galiano.

El reciente Episodio nacional del Sr. Pérez Galdós, segundo de la nueva serie que piensa publicar, se titula: Memorias de un cortesano de 1815, y en nada desmerece de los anteriores. En esta segunda serie de sus ya populares Episodios ha abandonado con buen acuerdo el Sr. Pérez Galdós la forma de narración personal que adoptó en los precedentes; con lo cual se evitan no pocas dificultades y ganan en movimiento y colorido las novelas. Distinguen al señor Galdós las vivas y animadas pinturas de los personajes, las gráficas y pintorescas descripciones de lugares y sucesos, y el sentimiento espontáneo y natural con que están escritas sus obras, avaloradas además por los curiosos datos históricos que contienen y el color local de que están revestidas. Estas cualidades, que debe el Sr. Galdós, tanto a su afición a las novelas inglesas, como al atento estudio del escritor que le sirve de modelo para sus episodios [248] (Errkmann-Chatrian), se observan en las dos novelas con que ha iniciado la nueva serie que piensa publicar. Más interesante la primera, bajo el aspecto novelesco, lo es la segunda por su carácter político, pues en ella se da cabal idea y se encierra exacta pintura del vergonzoso período que se extiende desde la restauración de Fernando VII hasta la revolución de 1820. Los torpes vicios de aquellos repugnantes cortesanos y de aquellos políticos indignos están retratados de mano maestra y encierran saludables enseñanzas para el presente. Los que hoy deploran la actual corrupción política, contemplen aquel cuadro y vean cuánto hemos ganado en moralidad y cultura; los que achacan a la libertad los males presentes y personifican en el absolutismo el honor y la virtud, busquen esos timbres, si les es posible, en aquel absolutismo de fatal memoria; y los que aspiran a restablecer aquel régimen, representado hoy por un aventurero corrompido e imbécil, enrojezcan de vergüenza ante el recuerdo de lo que intentan restaurar. El Sr. Pérez Galdós con la publicación de su novela no se ha limitado a prestar un servicio a las letras; ha realizado además un oportuno acto patriótico que deben agradecerle los amantes de la patria, de la civilización y de la libertad.

* * *

Los teatros han ofrecido en estos días novedades importantes. Un drama romántico, de sorprendentes efectos y vigorosa verificación, pero revestido de ese tinte algo melodramático que caracteriza a la nueva escuela, y una comedia, falta de novedad en su pensamiento, pero escrita en culta y delicada forma, sazonada con chistes decorosos y realzada por una verificación fácil y castiza, han proporcionado merecidos triunfos a sus autores. Titúlase el drama En aras de la justicia y es producción de un escritor novel, el Sr. D. Daniel Balaciart, que inaugura con firme paso su carrera dramática; denomínase la comedia La mejor conquista, y es debida a un autor ya aplaudido, el señor Herranz, que a nuestro juicio ha hallado en esta obra el género a que le llaman indudablemente sus aptitudes.

Pero el verdadero acontecimiento teatral de la quincena ha sido la representación del drama del ilustre duque de Rivas El desengaño en un sueño. Esperábase su representación como una solemnidad, y lo fue en efecto, pero el éxito no ha respondido a las esperanzas de la empresa y de los admiradores del insigne vate. La prensa unánime ha rendido tributo de admiración y respeto al autor y de aplauso a la empresa que a costa de grandes sacrificios ha presentado con lujo extraordinario el espectáculo; pero examinando atentamente lo que han dicho, y sobre todo lo que han callado los críticos, y reparando en las manifestaciones espontáneas del público, pronto se advierte que la obra no ha alcanzado el éxito que se presumía.

No podía suceder otra cosa. El desengaño en un sueño, con ser una concepción grandiosamente pensada y gallardamente escrita, no tiene condiciones para la escena. Más que drama es un poema dramático –algo semejante a esas obras que, como el Manfredo de Byron y el Fausto de Goethe, no pueden impunemente llevarse a las tablas. Su pensamiento filosófico, desconsolador y pesimista, su acción puramente fantástica, sus personajes apenas [249] bosquejados, sus pasiones apenas desenvueltas, no pueden despertar en el público el interés ni la simpatía. Aquella acción que lleve por teatro el cerebro calenturiento de un hombre dormido, aquellos personajes que proceden con la precipitación que distingue a las figuras forjadas en el sueño, aquellos episodios que se suceden con la rapidez vertiginosa de una pesadilla, son sin duda bellos, pero no dramáticos; admirables, pero no conmovedores. Por eso el público se manifestó a la vez respetuoso y frío, y todo el aparato escénico, aunque deslumbró sus sentidos, fue impotente para despertar en su alma la dormida emoción. Obras de esta clase son para leídas, no para contempladas en escena, porque en el teatro sólo interesa la vida real, nunca las visiones del ensueño ni los caprichosos fantasmas que la mente forja.

M. de la Revilla

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