Revista Contemporánea
Madrid, 15 de enero de 1876
año II, número 3
tomo I, volumen III, páginas 370-382

Kuno Fischer {1}

Vida de Kant

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VIII
Personalidad de Kant

Los dos rasgos fundamentales del carácter de Kant que se señalan hasta en las más pequeñas particularidades y que en él se unen y completan de una manera extraordinaria, son el sentimiento de la independencia personal y el de la puntualidad más rigurosa. Añadamos a esto la penetración del pensador y advertiremos que la filosofía crítica no podía hallar otro carácter que mejor conviniera a su fundador. Aquellos dos rasgos son las virtudes cardinales del carácter de Kant que constantemente se manifiestan, así en las cosas glandes como en las insignificantes, hasta un grado tal, que como no podía menos de suceder en semejante naturaleza, pasan de los límites habituales. Por espíritu de independencia pudo llegar a ser rigorista y por el de la regularidad, pedante. Procedía siempre consigo mismo bajo el punto de vista racional y ordenaba y regularizaba su vida como si se tratase de la misma razón pura.

Como filósofo, investiga las últimas condiciones del conocimiento humano y saca de aquí los principios que fundan y limitan nuestro saber. Como hombre, pone siempre su vida bajo el imperio de principios que ha establecido rigurosamente. El verdadero fin de la filosofía kantiana es someter todo acto del entendimiento a principios sabidos con toda claridad y acompañar todo juicio con la conciencia perfecta de su posibilidad y necesidad. Del mismo modo la regla y plan de su vida es someterá principios claros y sabidos todos los actos [371] de la vida y acompañar cada uno de ellos con la conciencia perfecta de su justicia. No hacer nada que sea contrario a su fin, determinar toda acción según su finalidad y con la conciencia de esta, realizarla es para él una necesidad tan natural como moral, que no puede menos de satisfacer en todos sus puntos siempre y en todas partes. En su filosofía y en la vida práctica es siempre el hombre de principios. Jamás hubiera sido el filósofo que fue, si también no hubiera sido, aun en todas las pequeñeces de la vida, el hombre que supo ser. En esto consiste la independencia y regularidad de su vida. Es independiente porque se apoya en sus propios principios, y metódico porque obra con arreglo a ellos.

La independencia personal, en el verdadero sentido de la palabra, no pudo adquirirla muy fácilmente nuestro filósofo, y tuvo necesidad de largos y constantes esfuerzos. El grado a que logró llevarla nos da una idea de toda la fuerza de su carácter. De quebrantada salud, que había de ser causa frecuente de perturbaciones en sus trabajos, de pequeñísima fortuna, que no le permitía, en manera alguna, una vida independiente, hállase Kant, desde el primer momento, en la necesidad de depender de otros por esos dos lados. Ante todo, pues, tenía que adquirir bienestar físico y económico para asegurar su independencia y la libertad de su espíritu.

1. Independencia económica

Kant sacrificó su deseo predilecto de vivir en Koenisberg para poder vivir de sí mismo, y no del auxilio de otros. Se hizo preceptor y lo fue durante nueve años hasta que estuvo en disposición de entrar en la carrera académica. Lo que ganaba de sus lecciones públicas y privadas no era gran cosa; pero lo que las circunstancias le negaban supo él conseguirlo por un trabajo constante y principalmente por su orden económico. Aquel principio suyo de no hacer nada contrario a su fin, lo practicaba en la vida privada, no gastando nada inútilmente, y lo seguía con tanta puntualidad, que puede decirse que literalmente no malgastaba nada. Su economía era una verdadera virtud, que estaba tan distante, según la ética de Aristóteles de la prodigalidad como de la avaricia. Esa virtud la tenía él como necesidad de su independencia. Nunca aceptaba nada de nadie, no se hacia servir gratuitamente ni debió nada. Jamás tuvo un acreedor, y en su vejez repetía esto con justo orgullo. De esta suerte consiguió al fin llegar del mejor modo posible a la comodidad. Sostenía a sus parientes pobres, y no por medio de limosnas fortuitas, sino por [372] asistencias anuales de alguna consideración, dejándoles al morir una fortuna de bastante importancia en aquella época. Jachmann dice de él: «Este grande hombre aspiró desde su juventud a librarse de toda dependencia a fin de poder vivir para sí y para su deber. Hallaba en esta independencia la base de toda la felicidad de su vida, y ya en edad avanzada, aseguraba que había sido mucho más feliz privándose de una cosa que gozándola a expensas de otro. Cuando era profesor, estaba tan gastado su único traje, que algunos amigos creyeron que debían someter a su juicio, con la mayor discreción posible, el deseo que tenían de comprarle uno nuevo. Kant se regocijaba todavía en su vejez, al recordar la fuerza con que rehusó aquel ofrecimiento y que había llevado una levita vieja, aunque limpia, por no soportar el peso de una deuda. Consideraba como uno de los mayores bienes de su vida no haber debido un cuarto a nadie. «Siempre pude, con pecho tranquilo y sereno, responder: ¡Adelante! cuando llamaban a mi puerta –decía frecuentemente este grande hombre– porque estaba seguro de no ver nunca delante de mí a un acreedor.»

2. El cuidado de su salud

El celo y cuidado críticos que tuvo para sus asuntos económicos, los aplicó con no menos éxito a su propia salud. Sin medios de fortuna llegó a conseguir una posición desahogada y pudo vanagloriarse de no haber tenido un solo acreedor, únicamente a fuerza de economía constante y racional. De naturaleza débil y hasta enfermiza, alcanzó sin embargo una avanzadísima edad en el pleno uso de todas sus fuerzas espirituales, y pudiendo también decir que ni un solo día se había sentido enfermo, ni necesitado los auxilios de un médico.– Así, este bienestar del cuerpo, como el de sus negocios privados, eran simplemente productos de su gran tacto y prudencia, que se acrecentaron en lo posible, más en el cuidado de su cuerpo, que en el gobierno de su hacienda. Mas si en esta no era su celo el de un avaro o un ambicioso, no eran tampoco sus precauciones en la primera las debilidades del que se encuentra dominado por la molicie y el egoísmo, antes bien, el orden que en su vida tenía estaba fundado en reglas higiénicas que a su vez había sacado de la observación constante y atenta de su naturaleza física. Estudió su propia constitución del mismo modo que en filosofía había estudiado la razón humana. Puede decirse que observaba su cuerpo como observa al tiempo el más escrupuloso meteorólogo. [373] Entre sus reglas higiénicas era la más capital la actividad del cuerpo, la sobriedad, el sustine y abstine. Entendía que la fuerza moral de la voluntad era el mejor régimen y en ciertos casos la mejor medicina. Puede decirse que empleaba a la vez la razón pura como higiene y como terapéutica. Era su método una dietética de la razón pura fundada para conservar la vida humana, prolongarla, librarla de enfermedades y libertarla también de ciertas perturbaciones físicas. Así fue, que abundando en este sentido, dedicó a Hufeland, el autor de la Macrobiótica, el trabajo que se titula: «Del poder que tiene el espíritu para dominar sus impresiones enfermizas por medio de la voluntad»{10}; escrito que incluyó después en su «Disputa de las facultades.»

La fuerza saludable de la voluntad que él recomendaba, la había estudiado y practicado en sí mismo. Su constitución física le hubiera llevado fácilmente a la hipocondría; a causa de su estrecho y comprimido pecho, sufría con frecuencia palpitaciones y una opresión constante que nada exterior o mecánico podía aliviar, y de la cual nunca se vio completamente libre, llegando un momento en que sus sufrimientos le volvieron melancólico y le hicieron la vida insoportable. Como carecía de medios, se dio cuenta exacta de sus disposiciones y tomó la resolución de no ocuparse en una cosa que sólo podría empeorarle preocupándose constantemente con ella. Pero aquí era donde sobre todo radicaba el peligro de la hipocondría. Con la sola resolución de no ceder en nada pudo sin embargo conjurar este peligro. La compresión de su pecho era un estado mecánico que él no podía remediar con facilidad; mas hizo dominar en su espíritu la calma y la serenidad, y a pesar del estado de su cuerpo, siempre conservó libre su pensamiento y un carácter franco y muy buen humor en sus relaciones de sociedad. Aun en otras sensaciones más desagradables, supo también triunfar de su perturbadora influencia, llevando con energía su atención a otra parte hasta el momento en que dejó de sentirse afectado. De esta suerte consiguió también dominar los padecimientos de la gota que en sus últimos anos llegaban a quitarle el sueño. Eligiendo un asunto cualquiera de reflexión y que no fuera muy excitante, daba a su espíritu otra dirección que cuidadosamente seguía hasta que era sorprendido por el sueño. [374] Este método terapéutico lo empleaba también con bastante éxito en las toses y fluxiones. Se decidía a respirar con los labios cerrados todo lo posible, hasta hacer que entrara el aire libremente por los conductos interceptados. Del mismo modo se proponía no preocuparse de la irritación que la tos produce, y conseguía dominarla con ese enérgico esfuerzo de su voluntad. Así, en las cosas más insignificantes, iba siempre aplicando su método higiénico. De ordinario solía pasearse solo a fin de que no le obligase a hablar la compañía de otro, y de que por la conversación tuviera que respirar con los labios abiertos, aspirando de esta suerte a librarse de las afecciones reumáticas. Por esta razón le ocasionaba un verdadero disgusto el encuentro de un amigo en sus paseos. Cuando trabajaba en su gabinete tenía la inquebrantable costumbre de colocar su pañuelo en una silla muy distante de él, con el objeto de levantarse cada vez que le fuera necesario y no permanecer mucho tiempo inmóvil en su asiento. Su higiene, toda estaba también establecida en reglas no menos rigurosas y profundamente estudiadas la medida y la naturaleza de las comidas y bebidas, la duración del sueño, la manera de hacer la cama, y por fin, hasta el modo de arroparse. De suerte que se había convertido en su propio médico e independizado de la medicina profesional. Casi todas las medicinas le eran refractarias, aunque deban exceptuarse las píldoras de su antiguo amigo Trummer. Prestaba empero grandísima atención a los diferentes descubrimientos y métodos terapéuticos de esa ciencia; aprobaba el sistema de Brown; el de Jenner, en cambio, y su método de vacuna le parecía ser la inoculación de la bestialidad.» Pero lo que sobremanera le cautivaba era la química aplicada a la medicina{11}.

Por pueriles que parezcan estos cuidados, no se debe juzgar, sin embargo a nuestro filósofo de un modo inconveniente. Estaba muy lejos de amar demasiado a la vida y de temer a la muerte. Cuidaba de su cuerpo como se cuida a un instrumento que se desea mantener el mayor tiempo posible en buen estado de servicio. Poco había hecho la Naturaleza por su salud; pero él la hizo su obra predilecta, y no hay que extrañar que sintiera por ella el afecto del autor, que no la olvidara un solo momento, que fuera frecuentemente su tema de conversación, y que gozara lleno de satisfacción al ver sus cuidados coronados por el éxito. Su salud era para él un experimento. Y todo el celo con que la atendía es el que se aplica siempre a toda experiencia que se quiere lograr. [375] Pensaba hasta en la duración de su vida, según las mayores probabilidades, y leía minuciosamente la estadística de la mortandad de Koenisberg, que pedía al Jefe de policía.

3. Molestias y obstáculos

Quería Kant en sus trabajos, que tanto recogimiento exigían, no ser molestado de modo alguno. Se alejaba así cuidadosamente de todo lo que pudiera interrumpirle. De suerte, que además de la independencia personal que había menester, necesitaba también una gran tranquilidad . Para que la habitación le fuera agradable, había de ser lo más silenciosa posible. Mas como esta condición era difícil satisfacerla en una ciudad como Koenisberg, cambiaba frecuentemente de casa. La que tomó en las proximidades del Pregel estaba expuesta al bullicio de los buques y de las carretas polacas. Una vez se mudó de casa porque cantaba demasiado el gallo de un vecino; intentó primero comprárselo, y no consiguiéndolo, tuvo que abandonar su habitación. Por último, compro una casa modesta cerca de los fosos del castillo. Pero aquí tampoco se vio libre de molestias desagradables. Próxima a su casa, estaba la prisión de la ciudad, en donde hacían cantar a los presos ritos religiosos a fin de mejorarlos y corregirlos, y que iban a parar cuando abrían las ventanas a los mismos oídos de Kant. Contrariado en extremo por estas interrupciones, que él llamaba «un desorden, una manifestación piadosa del aburrimiento, escribió a su amigo Hippel, alcalde primero de a ciudad y al propio tiempo inspector de la prisión, la carta siguiente que textualmente reproducimos y que expresa como nada el estado de ánimo de nuestro filósofo en esos momentos: «Os suplicamos encarecidamente que libertéis a los moradores de esta vecindad de las oraciones estentóreas que hipócritamente entonan los que en la prisión se encuentran. No digo yo que carezcan de motivo y de causa para quejarse como si la salud de su alma corriera peligro al cantar un poco más bajo, y que no pudieran oírse ellos mismos, teniendo las ventanas cerradas. Si lo que buscan es un certificado del carcelero, en que conste que son gentes temerosas de Dios, no creo que necesiten armar ese escándalo para que no deje de oírlos él, pues si bien se mira, podrían rezar en el mismo tono con que rezan en su casa los que son verdaderamente religiosos. Una palabra vuestra al carcelero, si os dignáis darle como regla lo que acabo de deciros, pondría para siempre término a este desorden y aliviaría de una gran molestia a aquel por cuya tranquilidad [376] os habéis incomodado tantas veces. –Manuel Kant{12}.» Mas no fue tan solo el canto de la prisión lo que interrumpía su tranquilidad. Oíanse frecuentemente en la vecindad músicas de baile que hacían perder a nuestro filósofo el tiempo y el buen humor, lo que tal vez contribuyó no poco a producirle la aversión que por la música sentía y que llegara a llamarla «un arte importuno.» Hasta en su Estética conservó aún el mal efecto que estas perturbaciones le produjeron.

Todo lo que interrumpía el círculo habitual de su vida le era desagradable. A la hora del crepúsculo acostumbraba con toda regularidad entregarse a la meditación y como tenía el hábito de fijar los ojos en algún objeto cuando se entregaba a sus reflexiones, tendía su vista en esta hora meditativa por fuera de la ventana de su cuarto, e iba a fijarla en la torre de Loebenicht, que estaba enfrente. No hallaba él términos con qué expresar la satisfacción que sentía, –según Wasianski– al hallar un objeto tan adecuado a lo que él apetecía y a distancia tan conveniente. Pero más tarde empezaron a crecer entre Kant y la torre los álamos de un vecino, que al fin concluyeron por ocultarla a su vista. fue tan sensible a Kant el verse privado de su acostumbrado espectáculo, que no paró hasta conseguir de la generosidad del vecino el sacrificio de las copas de sus árboles. Toda modificación en las costumbres de su casa y en el orden de su vida le desagradaba, y se defendía contra la más pequeña todo el tiempo posible. Parecía que su carácter y el orden de su vida y de su casa se habían formado al mismo tiempo. Cuando le invadieron los años y la vejez, necesitó, sin embargo, aceptar algunas modificaciones y el auxilio de otras personas. Con la mayor repugnancia se resignó a esta necesidad. Sólo después de grandes luchas interiores pudo una vez despedir a un antiguo criado que había tenido durante cuarenta años, y que no solo era completamente inútil sino de conducta en extremo indigna.

Pasábase el día entero reflexionando sobre el caso, y parecíale tan difícil desprenderse de aquel hombre, que necesitó de toda su energía y de un esfuerzo extraordinario para no seguir pensando en él. Para tener más presente su resolución, escribió en uno de los cuadernos que más usaba, para facilidad de su memoria, las frases siguientes: «Es preciso olvidar a Lampe{13}.» Así se llamaba el criado. [377]

4. Orden económico de su vida

Su manera toda de vivir estaba arreglada según principios exactos y costumbres que tenían el carácter de una regularidad matemática. Tenía distribuido el día con la mayor exactitud y el uno era completamente igual al que le precedió. El tiempo era la principal fortuna de Kant y lo administraba como su dinero, con la mayor economía. El sueño no debía durar más de cinco horas. A las diez en punto se acostaba y a las cinco de la mañana se levantaba. Tenía su criado orden de despertarle y de no permitirle, de ningún modo, dormir más tiempo. Gustaba Kant oír decir a su criado que por espacio de treinta años no había dejado nunca de levantarse a la hora precisa. Dedicaba la mayor parte de la mañana a las lecciones. A las siete en punto salía de su cuarto de estudio y marchaba a su clase. A eso de las nueve, hora en que de ordinario terminaban sus lecciones, regresaba a su casa, entraba en su cuarto de estudio, donde se ocupaba en sus trabajos científicos y en lo que destinaba a la estampa. Trabajaba sin descanso hasta la una, hora en que salía a comer y momento de descanso el más agradable y fecundo para él. Gustábanle los placeres de la mesa, y de todos los sensuales, eran los únicos que prefería y de que cuidaba un tanto. Pero no por esto debe creerse que fuera este hombre tan sencillo un gastrónomo refinado, pues no tenía en su mesa mayor refinamiento que en lo restante de su vida. Mas en el modesto límite de la vida común, gustaba de una buena mesa, y la consagraba no poco tiempo. En el caenam ducere, seguía con gusto el ejemplo de los antiguos epicúreos. No empleaba, por supuesto, en comer todo el tiempo que dedicaba a la mesa, tres horas, por lo regular, y a veces cinco, sino a la sociedad que nunca le fue tan agradable, como en estas horas. En esos momentos se volvía Kant conversador y comunicativo. Poseía el don de una conversación variada, interesante e instructiva, y era en su casa tan buen anfitrión como bien venido huésped en la ajena. Nadie hubiera descubierto en tan alegre compañero de mesa, que hablaba con cada uno de lo que más le interesaba, y con las mujeres del arte culinario, al pensador más profundo de su época. Hasta sus sesenta y tres años comió Kant en un hotel; más tarde, cuando tuvo una casa propia, convidaba diariamente a su mesa a algunos de sus buenos amigos, los que seguramente tuvieron no poca influencia en su vida. Aun con sus mismos convidados practicaba el celo crítico y el orden sistemático [378] que a todo aplicaba. Todo lo examinaba; todo estaba pensado y arreglado a la general armonía; la elección de platos, la de los invitados y su número; el tema para la conversación y hasta la forma y el momento de las invitaciones. Los convidados no debían ser menos de tres, ni más de nueve; «su sociedad no había de ser mayor que el número de las Musas, ni menor que el de las Gracias.» Después de la comida, y de un ligero reposo, venía siempre el paseo, que duraba ordinariamente una hora, y aún más, si el tiempo era hermoso. Generalmente paseaba por un camino que se llamó después el paseo del filósofo. Las más veces paseaba solo y despacio; ambas cosas por razones higiénicas. Dedicaba las horas de la tarde a la lectura en su cuarto, y las horas del crepúsculo a la meditación. A las diez estaba terminado su día. No era fácil hacerle salir de este orden regular diario, y si, por casualidad, y contra su voluntad, tenía que infringir en algo su plan, se prevenía para la segunda vez e inscribía entre sus máximas el evitar para lo futuro un caso semejante. No importaba la pequeñez del caso para hacerle quebrantar su propósito y hacer una excepción, hasta tal punto, que no pocas veces había una contradicción cómica entre el rigorismo de la máxima y la nimiedad de su aplicación. Cuenta Jachmann un ejemplo muy elocuente. «Una vez volvía Kant de su paseo habitual, y al momento de entrar en su calle, encontró al conde *** que iba en un coche por la misma calle. El conde, hombre muy atento, detuvo al punto su carruaje, bajóse de él, y suplicó a nuestro filósofo que diera un paseo con él. Kant, sin reflexionar y cediendo al primer impulso de la urbanidad, aceptó y subió al coche. Los briosos movimientos del fogoso corcel y las voces del conde le hicieron bien pronto recelarse, no obstante las seguridades que el conde le daba de sus conocimientos en el asunto. Fueron primero a visitar algunas propiedades inmediatas a la ciudad; propuso después el conde una visita a un amigo, distante no más que una milla, y Kant, por cortesía, no tuvo otro remedio que acceder a todo. Por último, contra todas sus costumbres sólo pudo llegar a su casa a las diez, incómodo y disgustado. Con este motivo tomó por máxima no subir jamás a un coche que él mismo no hubiera alquilado y del cual pudiera disponer a su antojo, así como no dejarse convidar nunca por nadie. Bastábale haber establecido una máxima para que formara parte de él; sabía ya cómo debía conducirse en otro caso semejante, y nada en el mundo era capaz de hacerle desistir.»

Así fue como pasó la vida de Kant, siempre lo mismo, como el más regular de todos los verbos. Todo estaba [379] meditado, pensado, determinado según reglas y máximas, en todos los detalles, hasta la comida de cada día y el color de cada prenda de vestir. Vivía en todas sus partes como el filósofo crítico, de quien decía en broma Hippel que así hubiera podido escribir una crítica del arte culinario como la de la Razón pura.

5. Celibato

En esta organización de su vida, que formaba un sistema completo y acabado, exactamente dividido y detallado como un libro kantiano; en este orden estereotipado que tenía en todas sus esferas la independencia personal del filósofo, se comprende muy bien que Kant se bastaba a sí propio en el interior de su casa, y que no había de tener inclinación a la vida entre dos. Realmente, el círculo uniforme de su vida no podía tener otro centro que él. He aquí la razón de que permaneciera célibe. El matrimonio no podía penetrar en el orden de su vida. Su amor exclusivo a la independencia le retenía célibe. Además, las inclinaciones que impulsan al matrimonio no fueron tan vivas en él que causaran a su estado célibe grandes privaciones. No había en su vida hueco alguno que el matrimonio pudiera llenar. Y a medida que avanzaba en edad se arraigaban más sus costumbres, y el sistema de vida que había seguido era incompatible con la vida conyugal. Pretenden sus biógrafos que aun en edad bien avanzada estuvo dos veces a punto de casarse; pero que faltó en el momento oportuno; esto prueba que no había tomado en serio la cosa. Estaba conforme con San Pablo sobre el matrimonio: casarse es bueno; no casarse mejor, y hacía además referencia al juicio de una mujer muy inteligente que le había repetido muy a menudo: «Si te va bien, quédate así.» Mas no debe por esto creerse que fuera insensible o contrario a las mujeres, porque no era ni lo uno ni lo otro, antes bien, gustaba en extremo de su trato y dícese que se mostraba con ellas sumamente amable y atento. Eso sí, no habían de ser eruditas, ni debía versar la conversación sobre puntos que traspasaran los límites prescritos en la buena sociedad. Le impresionaban vivamente las gracias y encantos que da a la sociedad la mujer, pero también es verdad que no sintió mucho que le fuera indispensable en su vida íntima esta bella mitad del género humano. Su falta no le causó tampoco enojo alguno. No dejaron de hablarle de ello sus amigos y hasta de aconsejarle; pero siempre permaneció sordo a sus deseos, aunque los recibiera con benevolencia. Aun teniendo sesenta y nueve años, un [380] pastor de Koenisberg le instó a que se casara y hasta le llevó en hora no acostumbrada un escrito que con este objeto había publicado: «Rafael y Tobías, o el diálogo de dos amigos sobre el matrimonio agradable a Dios.» Kant indemnizó a este buen hombre de los gastos que había hecho, y refería frecuentemente de muy buen humor esta edificante conversación.

El matrimonio es una de esas condiciones que sólo pueden ser conocidas practicándolas, y como Kant no se sometió nunca a ese régimen, permaneció oculta para él la dicha y la dulzura que en esta vida común existen. Él lo consideraba como una relación externa de derecho, en la cual los contrayentes no son el uno para el otro más que un medio y no un fin; y lo que es todavía más característico para su manera de considerar esto, hallaba la parte útil del matrimonio en condiciones económicas, es decir, en el concurso que una mujer rica da a la independencia de su marido. Asegurada esta relación económica y la mutua benevolencia, parecíale el matrimonio realmente feliz y racional por la sencilla causa de que estaba fundado en principios sólidos de la razón. Estos matrimonios de razón eran los que frecuentemente aconsejaba a sus amigos jóvenes, y a veces los instaba vivamente, llegando el caso de disgustarse si notaba que la pasión tenía entrada en sus propósitos. No es posible pensar nada más prosaico, vulgar, común, y en el sentir de algunos hombres, más práctico sobre el matrimonio que lo que pensaba Kant, quien carecía por completo de sentido para comprender su parte poética y sentimental. Falta es esta que sólo podemos perdonar al filósofo achacándosela al solterón. En algunos de sus héroes, parece que es la filosofía poco favorable al matrimonio. Descartes y Hobbes, Spinoza y Leibniz, fueron también célibes.

IX
Los principios

El mismo orden y puntualidad que Kant tenía en todo, se muestran también en sus trabajos. Formaba su plan en la meditación silenciosa; reflexionaba sobre el asunto que quería tratar la mayor parte de las veces durante sus paseos solitarios, tomaba después notas en hojas volantes, las estudiaba más tarde en sus detalles, y cuando quería dar algo a la estampa, era menester que estuviera antes acabado el manuscrito en todas sus partes. Esta es la razón de que tengan todos sus escritos la madurez y el carácter que los distingue y que le [381] aseguran en la historia de la filosofía un lugar tan eminente, el primero sin duda alguna en la filosofía alemana.

Frecuentemente se ha comparado a Kant, en su obra filosófica, a un comerciante que en todos los negocios que trata, cuenta exactamente su capital, conoce perfectamente los límites de su capacidad financiera y nunca se sale de ellos. Analizó, tanto como pudo y con el mayor celo todo el capital de los conocimientos humanos; y si pueden ser comparados los conocimientos que se adquieren con las mercancías que se expenden, Kant ha separado las buenas mercancías de las legítimas, para vender solamente, como hombre honrado, las buenas y legítimas. Ha verificado el inventario de la filosofía según lo que realmente posee, lo que puede todavía adquirir, lo que falsamente cree haber adquirido y enseña a los otros como si realmente lo poseyera. Aún puede extenderse esta comparación de Kant con el comerciante a su propia persona. Su carácter tiene algo del comerciante honrado, y sus mismas amistades hablan de esta semejanza. Hombre completamente libre de prejuicios y sóbrio, de una moralidad sencilla e inquebrantable que por instinto rechaza lo que es simple apariencia y tiende hacia lo verdadero, es Kant uno de los pocos que viviendo en este mundo de apariencias, no les dan valor. De aquí que el rasgo más enérgico de su carácter, el más grande y general sea ese sentimiento incondicional de la verdad, que tanto ha menester la ciencia, y que en medio de las ilusiones que llenan al mundo, es tan difícil encontrar para que disipen las tinieblas que lo rodean. No basta para el sentido de la verdad el desearla. Muchos hombres tienen buena voluntad, y también la convicción sincera de su amor a la verdad, y son, sin embargo, incapaces de concepciones verdaderas, porque sus ojos sólo ven apariencias y en sus cabezas sólo hay ilusiones engañosas. Ese sentimiento de Kant era primitivo en él, con él nació, y poderoso por naturaleza formaba el centro y el núcleo, de su carácter. Jamás se dejó deslumbrar por las apariencias, por las locas ilusiones, ni por la imaginación, enemigos los más funestos de la verdad. Mas los verdaderos motores de la verdad, si así puede decirse, la constante aplicación, la infatigable actividad y el continuo examen de sí mismo jamás le abandonaron.

En moral, este amor a la verdad es el amor a la justicia. Kant acudía al juicio recto sobre todas las cosas, así en la vida como en la ciencia; quería juzgar justa y fundamentalmente, sin adornos retóricos ni palabras altisonantes. Toleraba la sátira, pues llegaba a ella con su juicio punzante, despreocupado y su modo de poner en desnudez todas las [382] cosas; pero no la retórica que sacrifica la verdad y la justicia de las cosas a las antítesis, a los juegos ingeniosos y a las frases elocuentes y de efecto. El amor sincero a la verdad de Lessing cayó a veces en paradojas por someter, con una contradicción aventurada, la cuestión a una prueba inesperada e iluminarla también con un rayo repentino de luz. En esto era Kant mucho más severo, pues jamás quiso sorprender, sino convencer. Su mismo estilo se adapta perfectamente a esta manera austera de pensar; nunca es deslumbrador, siempre profundo, por cuya razón es también con frecuencia pesado, cosa que nunca le sucedió a Lessing. Para ser perfectamente justo, Kant se creía en el caso de decir todo cuanto se refiere al objeto que trataba. Así, el peso de su período es a veces demasiado, y necesitaba los paréntesis para que todo pudiera marchar en el mismo período. Esos períodos de Kant marchan lentamente, parecen carros cargados; es menester leerlos y volverlos a leer, coger separadamente cada proposición y reunirlas todas después; en una palabra, es necesario deshacerlos materialmente si se quiere comprenderlos bien. Esta pesadez de estilo no es falta del autor, porque Kant escribía en estilo fácil y ligero cuando el objeto se lo permitía; es debido a la profundidad, al amor a la verdad del pensador concienzudo que no quiere omitir nada en su juicio de lo que puede darle forma más completa y acabada.

Todos los rasgos característicos de Kant, que con el mayor cuidado hemos seguido hasta en sus pequeñeces, convergen hacia una común conformidad, rara y verdaderamente clásica: el pensador profundo y el hombre sencillo y recto. Siempre exacto y puntual en todo, económico en las pequeñeces, generoso hasta el sacrificio, cuando era menester, siempre reflexionando, completamente independiente en sus juicios, y siempre la lealtad, la probidad y la rectitud personificadas, es Kant, en la mejor acepción de la palabra, un burgués (buerguerlich) alemán de aquella gran época de que nuestros abuelos nos han hablado. Para nosotros es un tipo admirable, ideal, bienhechor, un tipo nacional.

«Si se quiere determinar, dice Guillermo de Humboldt, la gloria que Kant ha dado a su patria y sus servicios al pensamiento especulativo, hay que considerar necesariamente tres cosas: 1º que lo que ha destruido, nunca volverá a levantarse; 2º que lo que ha fundado nunca perecerá, y 3º y lo más capital, que ha establecido una reforma a que muy pocas se asemejan en toda la historia de la filosofía.»

Kuno Fischer

——

{10} Sin contar las repetidas ediciones que este escrito de Kant ha tenido en Alemania así como sus obras restantes, este estudio en particular ha sido publicado por un médico, habiendo obtenido un sin número de ediciones desde la reciente fecha en que se tiró la primera.

{11} Borowski, Obra cit., pág. 113.

{12} La carta está fechada el 9 de Julio de 1784.

{13} 1º de Febrero de 1802.

 


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