Revista Contemporánea
Madrid, 15 de abril de 1876
año II, número 9
tomo III, volumen I, páginas 121-128

Manuel de la Revilla

< Revista crítica >

Los que en el día 25 de Marzo del corriente año acudieron a presenciar en la Academia Española la recepción pública del nuevo académico Sr. D. Vicente Barrantes, ganosos, sin duda, de elevar su espíritu a las puras y serenas regiones del arte y de recrear su oído con los armoniosos acentos de la lengua española, debieron experimentar amarga decepción y doloroso desengaño. Acaso pensarían que era la Academia Española santuario venerando del arte y de las letras, región serena a donde no llegan los ecos apasionados de la política, palenque en que solo lidian la razón y la ciencia, en que no son lícitas armas que no sean corteses, en que nada de lo que puede perturbar la serenidad del espíritu tiene cabida, en que nunca se ventila nada que sea extraño a la conservación del lenguaje y a la prosperidad y adelantamiento de las buenas letras, únicos fines de aquel docto instituto. Penetrados de la idea de que allí no tiene entrada quien no se haya acreditado de poeta insigne, eruditísimo literato o crítico profundo, no acordándose de que no merecieron la honra de ser académicos Moratín, Espronceda ni Zorrilla, con ser restaurador de nuestra escena el primero, poeta de altísimo pensamiento el segundo, y no menos inspirado el tercero, no habiendo tenido mejor suerte en los presentes días otros escritores ilustres, entre ellos el autor de la única Historia de la literatura española de verdadera importancia escrita en lengua castellana, sin duda acudieron a aquella solemnidad los concurrentes llenos de entusiasmo y de esperanzas, y ansiosos de presenciar algo grande, algo levantado que infundiese en su ánimo esa emoción nobilísima que en él despiertan los acentos de la verdad revestidos de las galas del bien decir.

¡Cuán grande debió ser su decepción! Dos académicos: uno, cuya recepción motivaba la ceremonia, otro que se levantaba a contestarle, ocuparon la atención de los oyentes. Dignos ambos de estimación y de aprecio, ninguno de ellos figura, sin embargo, en el número de aquellas renombradas eminencias a quienes parece corresponder por derecho propio el honroso título de académico de la Española. Poeta más discreto que inspirado, prosista más enfático y atildado que castizo y elegante el nuevo académico; poeta habilidoso, orador parlamentario, intencionado y travieso, abogado de merecida fama el que había de contestarle, a ninguno de los dos deben las letras patrias insignes monumentos ni días de verdadera gloria. Si cupieran en ciertas materias interpretaciones maliciosas, diríase que la invasora política, más que la literatura, les franqueó las puertas del santuario de la calle de Valverde; y ocasión darla para presumirlo el ver su obstinado empeño de llevar los acentos de la pasión [122] política al recinto en que nunca debieran tener cabida. Sea de ello lo que fuere, es lo cierto que así como la recepción pública del más antiguo de los dos académicos citados, fue en otros tiempos más acto político que literario, la recepción del segundo ha presentado análogos caracteres, y más que solemnidad literaria ha parecido alarde ostentoso de políticas intemperancias.

Si en la Academia Española hubiera penetrado, en el día a que nos referimos, alguien que desconociera el carácter y fines de aquella corporación, difícil le hubiera sido persuadirse de que se hallaba en una institución literaria. Al oír condenar con acrimonia ciertos desafueros cometidos contra el lenguaje castellano por una escuela filosófica muy conocida, hubiera acaso podido vislumbrar que de asuntos literarios se trataba: pero al escuchar tantas y tan intrincadas consideraciones metafísicas, hubiérase creído en una Academia de filosofía, y al oír los apasionados y virulentos apóstrofes de los oradores, en que rebosaba la saña política, las declamatorias imprecaciones contra la civilización, la ciencia y el liberalismo moderno, las acusaciones violentas e injustísimas contra ciertas tendencias del pensamiento humano, y las patéticas invocaciones al débil sexo que firma exposiciones contra la libertad de cultos, hubiera acudido a su mente la idea de que presenciaba una sesión de la Juventud católica o del antiguo Casino carlista, y hubiera vuelto los asombrados ojos hacia el orador que contestó al Sr. Barrantes para ver si ostentaba su porte la tradicional insignia de los vencidos de Estella y Peña Plata. ¡Grande hubiera sido la sorpresa del tal individuo al saber que aquel recinto era el de la Academia Española, que aquella solemnidad era puramente literaria y que los verdaderos propósitos de los oradores no eran hacer la apología del vencido ultramontanismo, sino dar la voz de alarma contra los profanadores de la lengua castellana!

¿De qué se trató, con efecto, en aquellos discursos? Únicamente de dirigir merecidas censuras a los partidarios de una escuela filosófica, por mucho tiempo preponderante en España, que, abusando del tecnicismo científico y empeñándose en amoldar nuestra lengua a la singular manera de exponer el pensamiento filosófico adoptada en Alemania por Carlos Cristian Federico Krause, con no poco escándalo de sus compatriotas, hacen del idioma castellano una bárbara e intolerable jerga, sin causa que lo abone ni ineludible exigencia que lo disculpe. El propósito era laudable, aunque a decir verdad no pareciera el asunto suficientemente importante para ocupar una sesión entera, ni mereciese otra cosa que ser tratado de una manera incidental en un debate general sobre las causas de la corrupción de nuestra lengua; ¿pero era este el verdadero y único móvil de los discursos a que nos referimos?

No lo parecía, por cierto; antes podía presumirse que la condenación literaria de la precitada escuela filosófica no era más que un pretexto para discutir y refutar sus doctrinas y con ellas el movimiento científico, social y político de nuestra época. Si a propósitos puramente literarios se hubieran ceñido los oradores, bastárales con condenar acerbamente los desafueros gramaticales del krausismo, sin entrar a desmenuzar sus teorías metafísicas, como hizo el Sr. Barrantes, o a desentrañar sus consecuencias políticas y sociales, como [123] hizo con poco caritativa intención, notoria injusticia e inexactitud evidente el Sr. Nocedal. En el primer caso, aplaudiríamos el intento de ambos señores, aunque no le concediésemos grande importancia; no ha sido así, y fuerza es que protestemos contra el contenido de sus discursos.

Por más que juzguemos extemporáneo e inoportuno en la Academia Española todo debate filosófico (pues para debatir tales materias existe la de ciencias morales y políticas), nada tendríamos que objetar a las disquisiciones metafísicas del Sr. Barrantes, si halláramos en su discurso aquella imparcialidad, aquel espíritu de tolerancia y de justicia, aquella mesura y cortesanía que son exigibles en toda discusión científica y seria. Aún pudiéramos tolerar, ya que no disculpar, ciertos apasionamientos en el discurso del Sr. Barrantes, si en el nuevo académico reconociéramos una indisputable autoridad para hablar en ciertos asuntos, si el que así maltrata y zahiere doctrinas merecedora, de respeto, hubiera acreditado su competencia filosófica en obras insignes como las del inolvidable Balmes o del ilustrado y profundo Fray Ceferino González. Pero tratándose de quien, con ser estimable literato, ningún título tiene para ser respetado como autoridad filosófica, de quien da claras muestras de conocer mal y entender peor las doctrinas que tan sañudamente combate, no es posible dejar pasar sin enérgica protesta las virulentas e inconsideradas diatribas con que, olvidando las leyes de la mesura científica y el tono que debe tener un discurso pronunciado en corporación tan respetable como la Academia española, maltrata el Sr. Barrantes a la escuela krausista, aprovechando para ello, con notoria falta de generosidad, los momentos en que se halla abatida después de recientes desventuras y persecuciones.

No pretendemos defender las doctrinas de una escuela que no es la nuestra; no queremos disculpar sus pecados literarios; no desconocemos lo que puede haber de erróneo en algunos de sus principios; pero creemos que una escuela fundada por un hombre de penetrante ingenio, de austera virtud, de honestas y apacibles costumbres, como era Krause; propagada en el extranjero por escritores tan dignos de respeto como Ahrens, Roeder, Leonhardi, Tiberghien y otros no menos insignes; traída a España por un varón como Sanz del Río, tan ilustre por sus talentos como por sus virtudes y del cual no es lícito hablar sino con respeto; sostenida después por numerosa falange de inteligencias esclarecidas y caracteres nobilísimos en la que figuran un orador tan elocuente, un pensador tan profundo, un repúblico tan íntegro como D. Nicolás Salmerón, y hombres de tanta ciencia y virtud como Giner de los Ríos, Azcárate, Castro, González Serrano y otros que fuera prolijo enumerar, merece ser tratada con grandísima consideración y respeto, y no en la forma inconvenientísima en que la han tratado los Sres. Barrantes y Nocedal.

Epítetos mal sonantes, chistes de pésimo gusto, sañudas invectivas, venenosas acusaciones; he aquí las armas que los Sres. Barrantes y Nocedal han esgrimido contra la escuela krausista, personificando en ella con notoria inexactitud todo el racionalismo moderno y echándola en cara culpas a que es ajena y atribuyéndola monstruosas consecuencias que siempre rechazó. Ni tales armas son dignas de adversarios corteses, ni lenguaje semejante puede [124] tolerarse en el seno de una corporación culta y respetable como la Academia Española.

¿Y qué decir de algunas peregrinas afirmaciones del Sr. Barrantes? ¿Qué pensarán nuestros lectores del profundo criterio filosófico del nuevo académico cuando sepan que a su juicio la filosofía de Krause es una simple disidencia de Hegel, cuando si algún grave pecado tiene es no haber entrado en la corriente hegeliana y si de alguna otra escuela procede es de la de Schelling; que la doctrina de Espinosa es un crudo ateísmo del cual salen todos los trasformismos modernos, las concepciones teológicas de la filosofía moderna son antropomórficas (!), con otras especies no menos peregrinas y curiosas? Bien es verdad que para el Sr. Barrantes, Sanz del Río desconoce el concepto absoluto de la humanidad y cree que el pensamiento es antitético al sentimiento y al carácter humano, porque en una de sus Cartas a D. José de la Revilla acusa a nuestra lengua de haberse desarrollado sólo bajo el aspecto parcial del sentimiento y del carácter humano, mas no bajo la relación más íntima y fundamental suya, esto es, como expresión del pensamiento y de la razón. Nuestros lectores dirán que nada hay en todo esto de lo que ha creído ver el Sr. Barrantes, que, sin duda, no ha entendido el párrafo citado. Así es, con efecto, y lo mismo acontece en cuantas ocasiones entra a censurar bajo el aspecto filosófico la doctrina krausista, pues no de otra suerte se concibe que el Sr. Barrantes afirme que en esta doctrina el yo pone a Dios evolucionando sobre sí mismo, cosa que no es posible deducir de ella, a no poseer a intuición profunda del señor Barrantes; que en dicha doctrina se infunde al hombre la esperanza de convertirse en Dios, y otros descubritos igualmente pasmosos, que no enumeraremos por no ser prolijos y porque con lo citado basta para mostrar toda la competencia y autoridad que al Sr. Barrante asisten para tratar con tanta delicadeza y cortesía a la escuela de Krause.

No terminaremos con el discurso del Sr. Barrantes sin protestar enérgicamente contra las frases despreciativas que dedica dicho señor al respetable Sanz del Río y a sus discípulos, y sin hacer una indicación sobre un punto que es para nosotros importante. Dice el Sr. Barrantes que nunca perdonará la historia a nuestro Centro directivo de Instrucción pública tan lamentable ocurrencia (la de enviar a Sanz del Río a estudiar a Alemania) inspirada principalmente por el prurito de imitar a tontas y a locas a la Francia, a donde en Febrero de 1834 el calvinista Mr. Guizot había llamado a Ahrens agregado de la Universidad de Goettinga, a dar un curso de psicología en la de París. Y añade, en otro lugar, ocupándose de las Cartas de Sanz del Río a D. José de la Revilla, que arrojan luz muy clara sobre los errores científicos y las responsabilidades políticas de los hombres que han dirigido la Instrucción pública en España.

Pues bien: si responsabilidad cabe a los que trajeron a España el movimiento filosófico moderno, sacándola de las densas tinieblas en que la tenían sumida los que piensan como el Sr. Barrantes; si fue error abrir el camino a la nueva idea, rompiendo la cárcel en que el fanatismo y la tiranía encerraron a la inteligencia de los españoles, esa responsabilidad y ese error corresponden [125] precisamente a un partido que debe ser muy simpático al Sr. Barrantes: al partido moderado, que por entonces imperaba. Pero esa responsabilidad es para ese partido un título de gloria que puede hacerle perdonar muchos pecados, y de ella deben envanecerse cuantos caen dentro de las acusaciones del señor Barrantes. Hijo de uno de aquellos varones ilustres del antiguo partido moderado, de aquel D. José de la Revilla a quien embozadamente ataca el Sr. Barrantes, es el que escribe estas líneas; y lejos de molestarle ese ataque, reivindica con orgullo para su padre la gloria de haber contribuido a iniciar en España un movimiento, gracias al cual ya no será posible que torne a caer nuestra patria en el tenebroso abismo a que la condujeron en otros tiempos los amigos del Sr. Barrantes.

Y aquí ponemos punto a estas observaciones, sin ocuparnos del discurso del Sr. Nocedal, porque habríamos de calificarle de muy dura manera. Dañado en la intención, vacío, declamatorio y hueco en la forma ese discurso es una de esas rabiosas alharacas con que exhala su furor el vencido ultramontanismo. La escuela a quien combate el Sr. Nocedal con armas prohibidas que no calificamos está demasiado alta para que a ella y la conciencia publica está ya lo bastante ilustrada para tener en el aprecio que se merecen las declamaciones de los que, vencidos en el campo de batalla, tratan hoy en vano de reconquistar lo perdido, explotando la credulidad y la sencillez de las mujeres que se ocupan de lo que no les importa y de las fanáticas turbas que, sin necesidad de propaganda atea y racionalista, manejan el trabuco, el puñal y el petróleo ad majorem Gloriam Dei.

* * *

Si los Sres. Barrantes y Nocedal hubieran asistido a la sesión con que terminó el debate habido sobre el positivismo en la sección de ciencias morales y políticas del Ateneo; si hubieran escuchado el admirable discurso del señor Azcárate, presidente de dicha sección, acaso reconocieran cuán censurable era su conducta ligera e irrespetuosa con una escuela que cuenta en su seno hombres como el Sr. Azcárate. Al ver la mesura, la imparcialidad, la exquisita cortesía con que el orador krausista combatía las doctrinas del positivismo, pudieran aprender aquellos señores a censurar las doctrinas ajenas con el respeto que se exige para las propias; al escuchar la vigorosa defensa que de los fundamentos de la sociedad, de la moral cristiana, de la libertad del hombre y del sentimiento religioso hizo en sentidas y elocuentísimas frases el señor Azcárate, hubieran comprendido que no son las ideas filosóficas las que ponen el trabuco y el puñal en manos de las turbas, y que es cuando menos ligereza insigne lanzar sin pruebas ciertas acusaciones; y al oír con deleite la palabra castiza, sobria, elegante del Sr. Azcárate, comprendieran también que no todos los krausistas son verdugos del idioma castellano, y que hay entre ellos notables oradores, tanto al menos como los que figuran en las filas del ultramontanismo, que en su afán de acapararlo todo, llega a dar carácter religioso a los idiomas y a hablar de lenguas católicas y racionalistas; peregrina [126] doctrina filológica, digna de ser esculpida en mármoles y bronces y que de hoy más constituirá el más glorioso timbre de esa Academia Española en que tan pasmosas novedades se sustentan.

Pero demos al olvido los desahogos de la filología neo-católica y fijemos la atención en cosas más altas; que más alto que tales pequeñeces es el discurso del Sr. Azcárate, uno de los más notables que en el corriente año se han pronunciado en el Ateneo.

En ese discurso, fidelísimo e imparcial resumen del debate a que sirvió de coronamiento, hay tres partes esencialmente distintas: expositiva la una, crítica la otra, afirmativa la tercera. fue la primera una exacta exposición de las doctrinas positivistas, cuyos orígenes, filiación, afinidades y matices señaló hábil y directamente el Sr. Azcárate, desvaneciendo el erróneo concepto de que positivismo y materialismo sean sinónimos, poniendo en claro las estrechas e innegables relaciones entre el criticismo kantiano y el moderno positivismo, y distinguiendo en este dos grandes grupos esencialmente distintos: el positivismo crítico (sinónimo a nuestro juicio de la dirección neo-kantiana y del psicologismo inglés) y el positivismo dogmático o naturalista, cuyas tendencias declaró materialistas el Sr. Azcárate.

La parte crítica del discurso fue una refutación, no siempre sólida ni afortunada, del positivismo, acerca de la cual hay que hacer grandísimas reservas. Justa y oportuna cuando se dirigía al inconsecuente positivismo dogmático, pareciónos asaz endeble e infundada cuando se encaminaba al crítico, y sobrado exagerada y recargada de tonos cuando se refería a las consecuencias morales y sociales de la doctrina positivista. Creemos que al tratar este punto, se fijó demasiado el Sr. Azcárate en cierta exagerada dirección del positivismo dogmático y no tuvo en cuenta las soluciones más amplias y conciliadoras del positivismo crítico y neokantiano; pero aun cuando de esta suerte pecó de injusto, hízolo con una circunspección y mesura dignas del mayor encomio.

La parte afirmativa ofreció poca novedad. Confesamos francamente que en este punto hemos experimentado una decepción. Esperábamos que el krausismo se hubiera modificado en puntos esenciales, al compás de los adelantos de la ciencia, pero no ha sido así. Ha adquirido, sin duda, mayor tolerancia con las doctrinas que le son opuestas; hase ensanchado su punto de vista; ha perdido algo sus resabios místicos; ha templado un tanto sus idealismos y parece menos radical e intemperante en materia sociológica; ha ganado, sobre todo, en claridad; pero aún conserva sus viejas ideas, sin esencial alteración, como si nada pasara en derredor suyo. Colocándose en un terreno muy aceptable dentro de la fe racional, pero no dentro de la ciencia, hablaba el Sr. Azcárate con elocuente entonación del Dios vivo de la conciencia, superior a todos los dioses particulares y exclusivos, y nunca conmovido por los ataques del materialismo; pero nada decía de cómo, dentro de la ciencia, es lícito y posible llegar al conocimiento de ese Dios, que es para el Sr. Azcárate clarísimo concepto y para nosotros divinidad desconocida que a la conciencia y la vida se impone, pero sin rasgar jamás el velo que la envuelve. Al criticismo oponía el Sr. Azcárate la intuición que ve directamente el ser en el fenómeno, [127] confundiendo la visión directa e inmediata que nadie tiene (excepto los krausistas) con el presentimiento necesario de que bajo el fenómeno se oculta el ignorado noúmeno, y dando como resultado de la intuición lo que es solo producto de reflexión continuada y laboriosa. Envolviéndose en las nebulosidades de su escuela, combatía el Sr. Azcárate a la par el monismo y el dualismo, rechazaba el Dios incognoscible de Spencer y el Dios antropomórfico del deísmo tradicional, condenaba la evolución y anatematizaba el panteísmo; pero no se cuidaba de decir qué es el espíritu que el krausismo afirma, cuál es, según la escuela, el origen de los seres, y qué es y cómo es conocido ese Dios de la conciencia que proclamaba en tan bellas frases, pero sin explicarlo ni definirlo. La afirmación, por lo tanto, fue en el discurso del Sr. Azcárate tan vaga y nebulosa como exacta fue la exposición y clara y razonada la crítica; y es que el espíritu crítico de tal suerte se impone a todos y es tan característico y peculiar de nuestra época, que toda dirección del pensamiento es poderosa y fuerte cuando de criticar se trata, débil y vacilante cuando llega el momento de las afirmaciones.

Pero estas imperfecciones del discurso del Sr. Azcárate en nada amenguan sus méritos. Lo que en el valía no era tanto la verdad de la doctrina como la forma de su exposición; lo que allí merecía admiración y aplauso era la severidad, la cultura, la tolerancia, el alto espíritu de justicia que animaba al distinguido orador krausista; era la virilidad, la nobleza, la rectitud de sus propósitos, la persuasiva y sentida elocuencia de sus palabras. Si hablaba de Dios, resplandecía en su acento la más pura y simpática emoción religiosa; si de la moral, animaba sus frases la austeridad del estoico y la virtud del cristiano; si de la libertad y del derecho, fulguraba en sus palabras el entusiasmo del liberal ardiente; y en toda ocasión, en todo momento, aun cuando más se apartaba de lo verdadero o de lo práctico, notábase en todo su discurso un perfume de nobleza, de dignidad, de reposada convicción, de sincera fe, que producía en el ánimo de los oyentes la profunda veneración y el singular deleite que en toda inteligencia bien sentida engendra la contemplación de la ciencia unida a la elevación del carácter y a la pureza del corazón. Antes que al pensador, aplaudía el Ateneo al orador elocuente, al hombre honrado, al cumplido caballero; y en él saludaba, no a una escuela metafísica más o menos errónea, sino a una agrupación de inteligencias elevadas y de corazones puros, que podrá haber incurrido en graves errores, pero que siempre se ha señalado por la rectitud de sus propósitos y la excelencia de sus virtudes.

* * *

Nos falta espacio para ocuparnos de algunas publicaciones recientes que en estos días han sido remitidas a nuestra redacción. Nos limitaremos, por tanto, a dar noticia de algunas de ellas, reservando para otra ocasión el examen de las restantes.

Mencionaremos ante todo el cuarto volumen del Compendio razonado de Historia general, obra comenzada por el malogrado profesor de la [128] Universidad de Madrid D. Fernando de Castro y continuada por su fideicomisario y amigo D. Manuel Sales y Ferré. Propónese el Sr. Sales continuar hasta nuestros días la obra del Sr. Castro y rehacer el tomo primero, que trata de la Edad antigua, dividiéndolo en dos y redactándolo con arreglo a los últimos descubrimientos acerca del Oriente y de los tiempos prehistóricos. Para iniciar estos propósitos, publica ahora el Sr. Sales el precitado tomo IV, que comprende desde las Cruzadas hasta fines del siglo XIII, aprovechando para ello el plan y los apuntes que dejó el malogrado profesor. Conocida y justamente estimada la obra del Sr. Castro, tanto por la claridad de su método como por lo acertado de sus juicios histórico, y sabido que su sucesor ha de continuarla inspirándose en el mismo sentido, creemos inútil recomendar un trabajo justamente acreedor a la estimación de cuantos se dedican al estudio de la historia.

Merece también mencionarse el Compendio de Hacienda pública, escrito por D. Francisco Lozano y Montes, profesor de dicha asignatura en la Academia de Administración Militar. Algo habría que decir acerca de las doctrinas de esta obra, inspirada en el sistema de Krause, demasiado metafísica y no siempre de acuerdo con las necesidades de la práctica; algo sobre el afán de amoldar a toda ciencia, siquiera sea tan práctica y poco filosófica como la Hacienda, el conjunto de cuestiones preliminares, lógicas y metodológicas, que es aderezo inseparable de todo libro krausista, y a que llamaba, no sin gracejo, una ilustre persona exordio fiambre; pero estos lunares, debidos a la escuela más que al autor, no impiden que el libro del Sr. Lozano sea un Compendio muy digno de aprecio y que revela en su autor conocimientos no vulgares y cualidades muy distinguidas.

Y con esto ponemos punto a esta interminable revista, dejando para la próxima el examen de una colección de Sonetos y Madrigales del Sr. Martí Folguera y de un folleto sobre los fueros de las provincias vascas, escrito por don Arturo Campion. Ambos trabajos, sobre todo el segundo, necesitan detenida lectura y maduro examen antes de ser juzgados imparcialmente.

Novedades teatrales no ha habido en esta quincena. El teatro del Circo ha terminado sus tareas; en el de la Comedia funcionará una nueva compañía después de las Pascuas; el Español agoniza y en Apolo se prepara a lucir sus habilidades una compañía coreográfica. Con tales elementos poco tiene que hacer el crítico, y no extrañarán por ello nuestros lectores que no nos ocupemos de un movimiento teatral de índole semejante. Bien es verdad que otro tanto sucederá en el año próximo si la protección oficial no salva al teatro de la ruina a que le lleva la anárquica libertad de que hoy disfruta y que tanto regocija a los partidarios de las salvadoras doctrinas individualistas.

M. de la Revilla

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