Revista Contemporánea
Madrid, 30 de abril de 1876
año II, número 10
tomo III, volumen II, páginas 151-174

R. M.

El renacimiento intelectual en la Edad Media

The Conflict of Science and Religion, by Dr. Draper, London 1875

A distinción de los anteriores tomos de la biblioteca científica internacional, la nueva obra del Dr. Draper titulada «El conflicto entre la ciencia y la religión»{1} trata de un asunto histórico y literario. Empieza el autor por bosquejar brevemente el estado del pensamiento helénico en la época de Alejandro, las conquistas de este monarca y el efecto que en los griegos produjo un más vasto conocimiento de las teorías extranjeras y una más íntima relación con las naciones del Oriente. Pasa de aquí a dar cuenta del Museo y la Biblioteca de Alejandría, de los descubrimientos científicos que han inmortalizado este emporio del saber y del lujo, de la riqueza y el escepticismo del imperio romano en los primeros siglos de nuestra era. La aparición del cristianismo, la decadencia del imperio, el decaimiento del genio y de la sabiduría son considerados luego en sus causas probables. Pasa luego revista mucho más detenidamente a la historia primitiva del islamismo y al crecimiento del poderío de los sarracenos, consagrando considerable extensión a los progresos del saber arábigo y a la influencia de este en el pensamiento europeo. El renacer de este pensamiento, los inútiles esfuerzos que la Iglesia hizo para conservar su supremacía, el adelanto y difusión graduales de la verdad científica y el actual conflicto de la ilustración con la ortodoxia, [152] suministran materiales para la restante parte de la obra. Basta este imperfecto bosquejo para que midan nuestros lectores la magnitud del asunto, que es virtualmente la historia del pensamiento humano durante veintidós siglos. El Dr. Draper, persona de gran distinción científica y literaria, es muy conocido en ambos lados del Atlántico por varias obras excelentes, y estaba doblemente preparado para el tema que trata por su conocimiento de la naturaleza y de la historia. No sabemos hasta qué punto aumentará su reputación la obra a que nos referimos. No demanda muy detenida lectura ni hondas reflexiones; está escrita en animado e interesante estilo; pero no satisfacen al pensamiento la precipitación y a veces la inoportunidad con que se aborda en ella un asunto tan importante, que merece y acaso requiere la variada instrucción de Buckle, la imparcialiadad de Hallam y la concisa pero clara y majestuosa elocuencia de Gibbon.

No sería justo, sin embargo, culpar al autor por la penosa necesidad que tuvo de dar a su obra las proporciones de un pequeño tomo o negar que aun en los límites que le ha dado, sugiere muchas reflexiones tan nuevas como interesantes. La parte más satisfactoria es la que se refiere al periodo que media entre la ruina del imperio de Occidente y el estallido de la Reforma, período cuya historia, sumamente instructiva por cierto, diríase que ha sido pervertida o equivocada por los escritores más ricos en altos dones y penetración. Ha sido uso muy general el de considerar a la Iglesia durante toda la Edad Media como depositaria del saber, amiga de la civilización y madre de cuanto había de elevado o bello en aquellos tiempos brumosos. Pocos lectores de la magnífica, aunque incompleta historia de Inglaterra, por Macaulay, olvidarán el noble trozo en que con todo el impetuoso ardor y la esplendorosa elocuencia de su estilo sin par, lleva esta extraña teoría a su más alto grado y se esfuerza en demostrar el beneficioso efecto de los monasterios, las peregrinaciones y las cruzadas, frutos que dio la piedad en la Edad Media. Mira con agrado a esa Iglesia que estableció la esclavitud intelectual más abrumadora, que conculcaba constantemente el derecho de los Estados y de los individuos y que otorgaba la corona de la [153] virtud, no al mérito activo y útil, sino a la liberalidad mal dirigida y al degradante ascetismo. La obra que tenemos delante confirma una opinión que por tiempo nos pareció difícil de sostener, la de que la Iglesia, por el contrario, fue a las veces hostil y casi siempre indiferente del modo más culpable al fomento del saber, que Europa hizo bajo su soberanía, escasamente algún progreso en la civilización y que el renacimiento posterior al año 1000 debió su origen a los sarracenas de Asia, de África y sobre todo de Andalucía. Pero como esta desgraciada opinión ni es venerable por su antigüedad, ni ortodoxa merced a un gran número de sostenedores, ni acrece adornada de los esplendores de la elocuencia clásica, se nos perdonará tal vez que nos aventuremos a presentar algunos hechos ciertos y muy conocidos en apoyo de tan extraña y desabrida (unpalatable) teoría.

Si la fuerza de una religión debe medirse, no por el número y prosperidad de aquellos que la enseñan, sino por la fe incuestionable y la ardiente devoción que atesoran, los últimos años del siglo VII deben ser considerados como los que señalan la plena madurez del poder a que supo elevarse el catolicismo. No solamente reinaba sin rival en todos los países que un tiempo estuvieron unidos bajo el cetro de Roma, sino que había logrado la anexión de Irlanda, isla que en otros días separaba del resto de la humanidad un Océano solitario; y de Caledonia, cuyos fieros montañeses habían resistido durante muchas generaciones el ímpetu de las águilas imperiales. La herejía arriana había sido completamente soterrada en Francia, España, Italia y el imperio bizantino. Justiniano había logrado extinguir con piadosa crueldad los últimos restos de la religión y filosofía de los griegos. Durante tres siglos las acumuladas riquezas del mundo antiguo habían sido repartidas con mano pródiga a la Iglesia y sus ministros. Anmiano nos dice que en el reinado de Valentiniano I sobrepujaba en lujo y elegancia la mesa del romano Pontífice a la del mismo emperador. Este monarca se vio en la necesidad de prohibir al clero que recibiera los legados que tan frecuentemente le hacían los santos acaudalados, y particularmente los del bello sexo; sus sucesores con las leyes y ejemplos que [154] dieron, antes alentaron, sin embargo, que reprimieron tan peligrosa esplendidez. Solo en la iglesia de Santa Sofía gastó Justiniano un millón de libras esterlinas al menos: eran de mármol las columnas, y de pórfiro y jaspe, y coronábanlas capiteles de bronce labrado; las paredes y la cúpula estaban incrustadas de riquísimos mosaicos, el santuario contenía en plata cuarenta mil libras de peso, y los vasos para usos del altar eran de oro puro, adornados de las piedras más preciosas. Y no fue esta la muestra única de su piedad, pues levantó veinticinco iglesias en Constantinopla y sus suburbios, llenó de templos y monasterios las provincias, presidió los sínodos, persiguió las herejías y aumentó los privilegios del clero ortodoxo. Sean cuantos fueren los tesoros consagrados que se perdieron a consecuencia de la herejía arriana, se recuperaron con aumento considerable una vez sofocado el cisma. Los reyes godos no tocaron los tesoros del clero católico, y aun en el saqueo de Roma respetó Alarico la vajilla de oro destinada al altar de San Pedro.

No eran el número y organización del clero, así regular como secular, inferiores a su riqueza. En el reinado de Constantino gobernaban mil ochocientos obispos las provincias espirituales del imperio romano; los ministros que ocupaban inferiores grados en la jerarquía no eran menos numerosos, y su disciplina y obediencia eran muy superiores a las que mostraban los servidores del poder civil. Parecen pocos, sin embargo, cuando los comparamos con los que vivían en reclusión; modo de vivir que viniendo de la India, fue muy luego acogido con general favor en todos los países cristianos. Aunque Egipto era el principal hogar de estos ascetas, extendíanse por todo el mundo occidental desde la Siria hasta las Hébridas. Cinco mil habitaban el desierto de Nitria, mil cuatrocientas ocupaban la isla de Tábena en la Tebaida superior y la ciudad de Oxyrinco contenía el asombroso número de veinte mil frailes y diez mil monjas. Las islas rocallosas que se levantan sobre las olas del Mediterráneo, nuestro país y los vecinos, llenos estaban de estos hermanos, de cuya muchedumbre nos da una idea el hecho de que el monasterio de Bongor contuvo una vez más de dos mil adeptos. En la severidad de sus [155] penitencias así como en su número sobrepujaban grandemente los monjes de esa edad a sus degenerados sucesores; los que siguieron a Antonio y a Pacomio se abstenían de alimentarse con carne y consideraban el bañarse como pecaminoso lujo, mientras otros anacoretas llevaban su humildad al extremo de pacer, literalmente, en los campos.

Fue natural consecuencia de tales ventajas del clero, que se hiciera la más influyente clase del mundo cristianó. Un Pontífice sentado en el trono de Roma o de Alejandría armado de truenos espirituales y fuerte en el reverente cariño de una inmensa capital, fue muy a menudo capaz de desafiar al débil sucesor de Constantino. Herejes e idólatras instruyéronse por temerosa experiencia de la acción que ejercía el clero en las leyes de todos los pueblos que comulgaban en la ortodoxia. Los arrianos, nestorianos y jacobitas, los samaritanos de Palestina, los judíos de España y los gentiles de la Alemania septentrional fueron perseguidos con incansable crueldad. Infligió la muerte Carlomagno a los que rehusaban el agua bautismal o se aventuraban a comer carne en Cuaresma, y las leyes de Alfredo castigaban la idolatría con todo el rigor del código mosaico.

La obligación de todo sacerdocio es mirar por la pureza y moralidad de los verdaderos creyentes, de modo que permanezcan puros y sin tacha, y además de tan onerosos deberes, el cuidar de la educación, según nos dice la más alta autoridad, perteneció siempre como jurisdicción especial a la Iglesia católica. Cuando recordamos esto y también el celo, el número, las riquezas, holgura y cuidadosa organización del clero, llénase nuestra fantasía de un espléndido espectáculo de actividad intelectual. Nos pintamos entonces los majestuosos colegios, las innumerables escuelas, las grandes bibliotecas y las bien provistas instituciones, llamadas a velar por la indagación científica y que debieron resultar de tanto genio y tantas riquezas consagradas a la causa del progreso humano. Parécenos ver descubridores que eclipsan las glorias profanas de Alejandría, sabios que publican magníficas ediciones de los clásicos, historiadores y filósofos que enriquecen a la humanidad con el más valioso y permanente de todos los [156] tesoros terrenales. Volvemos la vista a la historia verdadera de esas edades, y la oscuridad se extiende entonces por la tierra. Aparece el clero ansioso de extender su dominio a todas las almas y cuerpos de los hombres, pero no de emplear esta supremacía en pro del bienestar intelectual de las gentes. Gregorio el Grande reprendió enérgicamente a un obispo que tuvo la audacia impía de enseñar la gramática y de estudiar a los poetas latinos, y difícilmente podría presumirse que algunos de sus hermanos sobrepujaran en sabiduría a quien fue Pontífice y santo. Júzguense los progresos que podía hacer con tales maestros el mundo cristiano. Los resultados de la supremacía eclesiástica se entenderán mejor evocando, aunque imperfectamente, el estado general de Europa desde los comienzos del siglo VII hasta la terminación del IX.

Debemos fijar primeramente la atención en el Imperio de Oriente, que era la más antigua, culta y civilizada nación de las cristianas. El vasto territorio que se extendía desde el Adriático hasta el Éufrates, y que formaba la rica herencia de los emperadores bizantinos, dividíase en 64 provincias y adornábase con 935 ciudades. Las victorias de Belisario habían unido a tan bellos dominios la mitad meridional de Italia. Sicilia y casi toda la africana provincia. Merced a los trabajos de Triboniano y sus colegas, un Código, que es incomparablemente el más perfecto que ha trazado el ingenio humano, elaboróse con la masa confusa de la jurisprudencia romana. En el esplendor de su capital, las rentas que anualmente se vertían en el Tesoro y la pompa que ostentaban la corte y la Iglesia, sobrepujó el imperio griego a todos los otros Estados de Europa, y tal vez de Asia. Practicábanse aún con esmero y fortuna las artes útiles.

No podían encubrir, sin embargo, estas glorias, que se marchitaban al crecimiento de una rápida e incurable decadencia. Un gobierno débil, costoso y arbitrario, que despreciaban sus enemigos, que no lograba obtener la confianza de sus aliados, y que era aborrecido por sus súbditos, paralizaba la fuerza de la nación y agotaba los nacionales recursos. Abrumado el comercio por pesadas exacciones, corrompida la administración de justicia, vendíanse los cargos públicos en el mismo [157] palacio, y mientras rapaces favoritos acumulaban riquezas considerables, quedábanse sin sus pagas o sus provisiones los soldados y los marineros. Arrebataban victoriosos invasores una tras otra provincia a imperio que fue un tiempo tan temido. Tres veces pusieron cerco en un siglo a la capital. Coincidían con estos infortunios nacionales decadencia y estancación intelectuales que maravillan. La filosofía, después de atravesar un período de decadencia lleno de tedio, extinguióse violentamente bajo la despótica mojigatería de Justiniano. Mucho antes habían seguido la elocuencia y la poesía de Atenas a su libertad y virtud. Desapareció con Procopio el último historiador griego merecedor de ese nombre. Un estilo arquitectónico magnífico, aunque inculto, floreció con la riqueza del imperio; mas en vano buscaríamos en la tierra de Fidias y de Apeles un escultor o un pintor de mediano mérito. La ciencia, que de todos los ramos del saber es aquel que siente primero la influencia esterilizadora de la tiranía y la superstición, había experimentado el más completo retroceso. Las ridículas fábulas que refiere Procopio, viajero y hombre de estudios, acerca de la Bretaña, muestran del modo más notable la decadencia de los conocimientos geográficos desde la época de Constantino. En opinión de sus contemporáneos, era la tierra un plano oblongo de cuatrocientas jornadas de largo y doscientas de ancho. Aceptaron la idea errónea de un Océano que rodeaba al planeta; negaron que existiera más de una zona templada, y rechazaron piadosamente los bárbaros absurdos de Tolomeo. Pero el colmo de la locura es el del geógrafo Cosmas, quien dice, en un trozo comentado por Mr. Draper, «que el plano de la tierra no es exactamente horizontal, sino que presenta una ligera inclinación al Norte; de aquí que el Éufrates, el Tigris y otros ríos que corren hacia el Sur son rápidos; pero el Nilo, que tiene que correr hacia arriba, tiene por necesidad más lenta corriente.»

Recibe la decadente civilización del imperio griego un esplendor accidental de su contraste con el barbarismo absoluto y no suavizado del Oeste. Las guerras consiguientes a la caída del imperio romano habían terminado. Dominaban los [158] francos a la mayor parte de lo que un tiempo fue denominado Galias; y poseían anglos y sajones las más bellas comarcas de Bretaña. Y sin embargo, no se advierten, a pesar de este estado relativamente pacífico de las cosas, adelantos generales y permanentes hasta los comienzos del siglo XI. El seglar y el clérigo, el magnate y el pechero estaban casi igualmente destituidos del más rudimentario saber. «En casi todos los Concilios, dice Hallam, es la ignorancia del clero un motivo de queja. Consta por uno que se celebró en 992, que escasamente podía encontrarse en la misma Roma quien poseyera las primeras nociones de literatura. Ni uno solo de los mil sacerdotes de España podía escribir a otro en la época de Carlomagno una sencilla carta de felicitación. En Inglaterra, declara Alfredo, que no podía acordarse de un solo sacerdote que al Sur del Támesis, o sea en la parte más civilizada del país, entendiese, cuando él subió al tronó, las oraciones más acostumbradas, o pudiese traducir algo del latín a su lengua nativa. Ni mejoraron las cosas en tiempo de Dunston, cuando, según se dice, no había en todo el clero quien supiese escribir o traducir una carta latina. Sería interesante averiguar cómo celebraban estos doctos hombres el sacrificio de la misa, cómo administraban los sacramentos o seguían sus estudios teológicos cuando tan desconocida era para ellos la lengua de Gerónimo y Ambrosio, de Agustín y Lactancio. Y como quiera que todas las escuelas y bibliotecas estaban entonces adscritas a los monasterios y a las catedrales, y no había centros de instrucción para los seglares, estos eran, si cabe, más ignorantes que el clero. Carlomagno, restaurador del imperio de Occidente, patrono del saber, no sabia escribir; el Papa Silvestre, único filósofo que en su tiempo contaba Italia, era tenido por hechicero entre sus mismos incultos conciudadanos, y el mismo Alfredo traducía con dificultad la instrucción pastoral de San Gregorio. Con tales ejemplos de barbarie, apenas se necesita decir que la literatura de esos tiempos está lamentablemente desprovista de extensión y plenitud, y que caracterizan a sus mejores modelos pobreza de estilo y asunto, falta de crítica y una miserable carencia de pensamiento o expresión originales. Durante este largo período de más de [159] cuatro siglos solo produjo el Occidente, en opinión de Hallam, dos hombres de verdadero genio literario, y es hecho digno de apuntarse que ambos se vieron obligados a buscar en tierras lejanas la cultura desconocida en la propia. El primero de estos, Juan Scoto, el célebre metafísico irlandés, residió por algún tiempo en Grecia, y allí estudió la filosofía oriental: Gerberto, que es el otro, y que fue más tarde el Papa Silvestre II, adquirió en las escuelas de Córdoba ese saber matemático con que adquirió una justa celebridad.

Algunos autores que debían conocer mejor la materia han encarecido desmedidamente la virtud y piedad de esas oscuras edades; pero un ligero conocimiento de la historia hará que el criterio imparcial forme un juicio muy diferente. La práctica de exportar desde aquí esclavos a Irlanda prevaleció hasta el reinado de Enrique II; los venecianos sostenían un lucrativo comercio de seres humanos con los sarracenos, y las leyes prohibitivas de Carlomagno demuestran que los franceses no eran menos culpables en este sentido. ¿Hay por ventura nada más inmoral que los hábitos de perjurio, de guerra intestina, de robar en cuadrilla y aun de vender a viajeros después de arrebatarles cuanto tenían, de reducirlos a esclavitud si no pagaban el rescate? Con frecuencia se quejan los escritores de aquel tiempo de la relajación de costumbres que pervertía a la sazón conventos, monasterios, peregrinos y cruzadas. Las virtudes que excitan más admiración son una veneración infantil de santos y reliquias, la liberalidad en dotar las fundaciones religiosas y una fanática aversión para cuanto no perteneciera a la verdadera Iglesia. «Roberto, rey de Francia,» dice Hallam, «habiendo notado con cuánta frecuencia juraban en falso los hombres sobre las sagradas reliquias, y menos escandalizado por lo visto del crimen que del sacrilegio, decidió que se usara un relicario vacío para que aquellos que lo tocasen pecaran menos de hecho aunque no de intención.» Era costumbre en Tolosa dar una bofetada a un judío en la Pascua de Resurrección, y en Beziers atacar a pedradas las casas de esos desdichados infieles. En época mucho más ilustrada buscó San Luís la salvación de su alma y la de sus antepasados condonando un tercio de deudas que [160] los cristianos tenían que pagar a los judíos, y exhortando a sus amigos del orden seglar a no tratar nunca con paganos y a que en vez de proceder así, los pasaran a cuchillo. Ni puede haber más ridículo ejemplo de superstición que el uso de la ordalía, la cruz y el juicio de Dios para decidir la culpabilidad o la inocencia; costumbres de origen germánico que fueron sancionada constantemente por la Iglesia en tan oscuros tiempos.

Las condiciones físicas de la Europa occidental estaban a la sazón en conformidad con su estado moral e intelectual. Aquellos países, cuyo florecimiento fue tan grande bajo la dominación romana, casi habían caído otra vez en el estado natural; la mayor parte de su superficie estaba cubierta de selvas, navazos y pantanos; y aunque la población era excesivamente reducida, los habitantes padecieron de escasez frecuentemente. Cuarenta y ocho de los setenta y tres años que comprenden los reinados de Hugo Capeto y sus dos sucesores, fueron de hambre, y desde 1015 hasta 1020 todos los países de la Europa occidental carecieron de pan. Refieren los escritores contemporáneos que en esos períodos de hambre comiéronse las madres a sus niños, estos a sus padres y que se puso a la venta carne humana, aunque no sin tratar de que no se supiera. La población de Inglaterra en la época de la conquista no parece que pasaba de un millón y medio de habitantes; en la compilación de Domesday Book, York tenía solamente siete mil, y en el reinado de Esteban no podía Londres gloriarse de tener más de cuarenta mil. Alemania no tuvo ciudades hasta la época de Carlomagno, a no ser algunas romanas en las orillas del Rhin y del Danubio. Los edificios públicos eran, generalmente hablando, insignificantes, y los privados generalmente miserables. Entre nosotros el arte de construir con ladrillos se había olvidado hasta que fue nuevamente introducido en el siglo XIV. Las manufacturas se limitaban estrictamente a las necesidades humanas. Estaba muy extendido el uso del cuero en los trajes. Aun en el reinado de Federico II, los italianos de la clase media desconocían el lujo de cuchillos con mangos de madera y de las velas de sebo. No es necesario detenerse en el estado del comercio, pues lo [161] más esencial de su existencia, el estricto cumplimiento de una ley uniforme, las facilidades para una barata comunicación de géneros y pasajeros y los recursos del capital acumulado faltaban hasta tal punto, que ninguna importancia tenía en la constitución de las naciones.

Cuando comparamos el estado de Europa durante el período que acabamos de mencionar con el magnífico cuadro de riqueza, orden y refinamiento que presentaba aún en los reinados de Diocleciano y Constantino, nos inclinamos naturalmente a indagar cuál fue la causa de tan lamentable cambio. El hecho de que se debilita el espíritu humano y de que adelanta en este mal camino desde la muerte de Augusto y la ruina y desolación que produjeron las conquistas de los bárbaros, son ciertamente las causas directas y principales de ese cambio. Pero a medida que se considera más detenidamente la historia de ese período, notamos con mayor claridad que no bastan esas causas que hemos señalado. Debe afirmarse, en primer lugar, que la esterilidad intelectual que caracteriza al imperio romano en sus postrimerías pudo corregirse con amplia efusión de sangre fresca y vigorosa. La mezcla de las razas grecolatinas, célticas y teutónicas habría producido y produjo, como lo demuestra la historia, una familia de naciones dotadas de capacidad artística, literaria y científica comparable a la que en otros tiempos se encontró en la Hélada y sólo allí. Por otra parte, no resulta que los bárbaros fuesen esos conquistadores crueles y licenciosos que nos han pintado los prejuicios o la fantasía de antiguos escritores. La devastación a que los Hunos se entregaron fue, sin duda, terrible; pero ellos pasaron pronto y el imperio de estos salvajes terminó con la vida de Atila. Hay motivos para creer que muchos excesos fueron cometidos en África por los vándalos y más aún por los bárbaros conquistadores de la Bretaña. Pero los godos que subyugaron a la Galias, a Italia y a España parecen haber sido fervorosos cristianos, rectos y virtuosos en su vida y no desprovistos por completo del conocimiento de la literatura latina ni de veneración por las antigüedades romanas. Ilustran este carácter la conducta de Alarico después de [162] apoderarse de Roma y Atenas y el glorioso y benéfico reinado de Teodorico en Italia. Puso en vigor este ilustrado monarca las leyes romanas, estableció el orden y la seguridad en sus dominios, se esforzó en arraigar una imparcial y universal tolerancia, y además de restaurar los monumentos del imperio, erigió muchas obras grandiosas de común utilidad. Fue sin duda un hombre de talento y virtudes poco comunes; adviértese sin embargo el mismo espíritu de moderación y humanidad con más o menos fuerza en la conducta de otros reyes godos, y Mariana confiesa fue entonces sus compatriotas, fatigados de la opresión romana, encontraron alivio al yugo de los bárbaros. Debe tenerse en cuenta que las autoridades a que podemos acudir para estudiar ese período son casi todas ortodoxas y de quienes no era lícito esperar que hicieran justicia a los arrianos.

De modo que aun reconociendo a esas causas todo lo que les corresponde, no podemos admitir que basten a explicar la noche que envolvió durante cuatro siglos al mundo cristiano. Una tercera causa contribuyó grandemente. Mucho, muchísimo se debe sin duda a la única organización que permaneció en pie e intacta entre las ruinas del imperio y las devastaciones de los bárbaros y a la cual volvían todos las miradas implorando su dirección y que vio caer de rodillas ante sí a los bárbaros; en quien recayó la obligación, y solo tuvo los medios intelectuales y materiales de proteger a sus hijos de los crecientes males de tan desventurados tiempos. Sin embargo, esta Iglesia estuvo quieta durante cuatro siglos, sin hacer ningún esfuerzo colectivo para ahuyentar tantas tinieblas, ocupada constantemente en defender sus prerrogativas y su poder, su riqueza y sus privilegios.

Mientras Europa, después de mil años de supremacía intelectual, hundíase rápidamente en el abismo, una grandiosa revolución sobrevino entre los despreciados bárbaros de la Arabia. Aunque importan grandemente a nuestro intento el carácter, la vida y la enseñanza de Mahoma, es tan vasta la materia que suministran y ha sido tratada tantas veces, que no nos detendremos en ella. Después de largos siglos de errores, después de haber aparecido en la tragedia de [163] Voltaire como un malvado que ocultaba los más atroces planes de ambición y de venganza; bajo una hipócrita máscara de piedad, después de haber sido pintado por Southey como un estúpido y perverso impostor, el profeta árabe ha encontrado por fin una crítica más imparcial y juiciosa. La obra que un clérigo de la Iglesia anglicana acaba de publicar sobre el asunto, es un poderoso ejemplo de este espíritu amplio y tolerante. Nos contentaremos, por nuestra parte, con recordar que ninguna religión fue propagada con más rapidez que el mahometismo, y que tal vez ninguna, después de más de doce siglos de existencia, puede lisonjearse de haber conservado con tanta fortuna su vigor y sencillez primitivos.

Corresponde a los historiadores la narración de las conquistas que dieron al mahometismo en tan corto tiempo un poder tan considerable. Hay sin embargo en esta historia un ramoso incidente que demanda alguna atención. Y es la supuesta destrucción de la Biblioteca de Alejandría. Gibbon ha esforzado mucho los argumentos contrarios a la certeza del hecho a que aludimos. El silencio de los escritores contemporáneos y el avenirse muy mal este proceder con las enseñanzas del islamismo y la probabilidad de que no existiera ya esa biblioteca son los argumentos que invoca. La parte de esta famosa colección que se depositó en el palacio real fue destruida con el edificio en la guerra alejandrina de Cesar, y aunque Antonio la renovó, es dudoso que no tuviera el mismo destino del edificio que desapareció por segunda vez en el reinado de Galieno. El resto, que fue colocado en el Serapion, fue destruido evidentemente por Teófilo, el obispo cristiano de Alejandría, tío de San Cirilo, en el reinado de Teodosio. Es tal la fuerza de la mojigatería, que este rasgo vandálico del prelado es suprimido por casi todos los historiadores, mientras que las más violentas invectivas llueven sobre el desdichado Omar, sobre los árabes y el mahometismo en general, sin más fundamento que una anécdota de muy dudosa certeza. Se dice, sin embargo, que varios escritos mahometanos confirman la versión más generalizada, y si así fuera, su testimonio tendría sin duda una gran importancia. Sigue siendo por tanto una cuestión libre que los árabes destruyeran la [164] biblioteca; pero es indudable que no pudo ser muy grande ni muy valiosa.

La estabilidad del vasto imperio arábigo fue asegurada por medio de colonias, de la alianza con otras sectas y la fusión de la raza dominadora con las de otras naciones. Puesto en íntimo contacto con los países más civilizados del mundo, iniciáronse pronto rápidos progresos en un pueblo tan inteligente e investigador por naturaleza como el árabe. Bajo el califa Abdelmelik se dio un paso que como sucede a todos los adelantos en todos los países y edades, halló resistencia en ciertas gentes fanáticas. Los califas protegen la arquitectura, el orden, la disciplina y vida refinada de las grandes ciudades, contribuyen a pulir y dominar a los rudos hijos del Desierto. No es probable que la afortunada resistencia de Constantinopla ni la victoria de los franceses en Tours habrían detenido el torrente de la invasión arábiga, a tener los muslimes más concordia y unidad internas. La memorable guerra civil que estalló entre los Abbasidas y Omegas, dividió al imperio y moderó la ambición de los sarracenos. Los Abbasidas obtuvieron el dominio piel Asia y el África y fundaron la espléndida capital de Bagdad en un lugar que la experiencia de doce siglos señalaba como asiento natural de los imperios. España consoló al último de los Omegas de la rota y matanza de sus deudos.

La rivalidad de las dos dinastías y el término de las conquistas, hicieron que la actividad del pueblo se convirtiese a más nobles empresas, donde adquirieron gloria y ejercieron una influencia que ha sobrevivido a su imperio y durará más que su religión. Con la misma impetuosidad que habían desplegado en sus empresas militares, aplicáronse los sarracenos al estudio de todos los ramos del saber humano, reales e imaginarios, mezquinos e importantes, abstractos o concretos. En un principio, fueron una raza bárbara apta sola para la guerra; pero en el trascurso de dos siglos, lograron formar el pueblo más adelantado y docto de la Edad Media.

En todo estudio importa averiguar, como indispensable indagación preliminar, lo que anteriormente se ha logrado descubrir acerca de la materia que se examina. Todo lo que de la literatura griega se conservaba, fue ardientemente buscado por [165] los sarracenos; las obras científicas y filosóficas sobre todo, las tradujeron con muy meditados comentarios. Resuélvese, generalmente, de un modo negativo que fueron traducidos los poetas griegos. Al-Mamun, sétimo califa de Bagdad, tuvo agentes encargados de coleccionar los tesoros de la sabiduría griega, en Armenia, Siria y Egipto, y logró del emperador bizantino una biblioteca que contenía el Μεγαλη Ευνταξες de Tolomeo. Hakem II de Córdoba tenía coleccionistas en Egipto, Siria, Irak y Persia. Solicitó de todos los hombres eminentes que le enviaran sus obras, y empleó a otros en escribirlas nuevas sobre ciencias e historia. No había para él regalo más agradable que un libro. Formaron de esta suerte los monarcas sarracenos bibliotecas de tamaño y número sin par. La de Hakem ascendía a 600.000 tomos, de los cuales 44 estaban dedicados al catálogo. Más de 70 bibliotecas públicas fueron establecidas en sus dominios. 100.000 volúmenes contaba la del Cairo y eran ofrecidos con liberalidad a los ciudadanos estudiosos. La afición del soberano comunicóse a los súbditos, y un particular declaraba que tenía bastante con sus libros para cargar 400 camellos.

No atendieron menos los sarracenos a la fundación de escuelas y colegios. Ochenta de estas últimas instituciones adornaban a Córdoba en el reinado de Hakem: en el siglo XV estaban diseminadas cuarenta por la ciudad y vega de Granada. Cerca de cien mil libras esterlinas costó la fundación de un solo colegio en Bagdad. Invertíanse en su sostenimiento cerca de 7.500 libras. Todos los años se educaban allí 6.000 estudiantes. Los príncipes de la casa de Omeya honraron las academias de España con su presencia y sus estudios, y disputaron, no sin éxito, los premios otorgados al saber. Numerosas escuelas dedicadas a la instrucción primaria fueron establecidas por una larga serie de monarcas. Aun en nuestros tiempos y en nuestro país debemos considerar como un alto ejemplo de tolerancia la conducta de Harum-Al-Raschid, que puso un nestoriano a la cabeza del sistema de escuelas que había organizado en todo el imperio. Construyeron los árabes de esta suerte en el trascurso de dos siglos un aparato de adelanto intelectual que hasta entonces no tuvo igual, [166] exceptuando a Alejandría, y que no logró igualar la Iglesia después de dominar, durante más de quinientos años, al pensamiento europeo.

Mientras los sarracenos exploraban de esta suerte las minas del antiguo saber, no descuidaron la formación de una nueva y espléndida literatura, cuyos fragmentos mutilados excitan todavía el respeto y la admiración de los doctos. Resulta de los estudios hechos, que esa literatura fue notable por su riqueza, la multitud de los asuntos que examina y el esmero de un acabado y elegante estilo; cualidades que distinguen sobre todo a los árabes de España, en quienes se elevó al más alto grado el poder intelectual de su raza. Córdoba, Málaga, Almería y Murcia, produjeron más de trescientos autores ellas solas; las mujeres y los ciegos contribuyeron al acrecentamiento de la riqueza literaria del país, y un solo individuo publicó mil y cincuenta tratados sobre asuntos tan extensos y varios como moral, historia, leyes y medicina. Para la utilidad de este breve bosquejo, convendría, sin embargo, dividir en tres clases las creaciones del genio arábigo, según pertenezcan los asuntos al dominio de la filosofía, de la ciencia o de lo que arbitrariamente se llama literatura para distinguirlo de aquellas.

La afición a la más elevada y mística especulación ha caracterizado siempre a los pueblos del Asia. En esa tierra de la contemplación han nacido las seis grandes religiones de la tierra, y aun existen allí en mayor o menor florecimiento todas ellas. No se exceptúan los árabes, y es buena prueba que sus tratados de lógica y metafísica forman una novena parte de la famosa colección que duerme en los sombríos claustros del Escorial. Su maestro fue Aristóteles, y ellos dieron a conocer los escritos del insigne pensador griego al mundo cristiano. Perjudicó ciertamente a los árabes su excesiva veneración al genio del Estagirita. Prefirieron el modesto papel del comentador a los triunfos de la originalidad. De todos modos, los sabios empezaron a introducir en el credo y en la tradición nacionales una crítica y un sentido muy elevados y de esta suerte una manifestación del panteísmo adquirió muy pronto el favor general. En vano buscareis ahora las cátedras [167] de Averroes y sus compañeros; en vano pretenderéis que sus obras dejen de ser privilegiada lectura de los doctos; pero aun así, no hay quien pueda negar que esos pensadores casi olvidados fueron los que iniciaron en la Europa occidental el espíritu de indagación que nos ha traído las bendiciones de la ciencia y de la libertad. Y no sacan solamente los sarracenos del estudio de la literatura arábiga una gran cantidad de conocimientos científicos, pues también alcanzaron de este modo el acertado método que aplicó el famoso Arquímedes a sus admirables estudios. El método experimental descuidado en las escuelas jónicas y atenienses, había sido desarrollado en Alejandría y produjo muchos descubrimientos magníficos. Los sarracenos se dedicaron también ardientemente al cultivo de las matemáticas y la astronomía. La astrología desprestigia en ocasiones a los verdaderos descubrimientos de aquellos sabios que no supieron sustraerse a la inclinación que han tenido siempre las poblaciones del Oriente a esas misteriosas y disparatadas lucubraciones. También señalóse la cultura arábiga por inmortales trabajos y descubrimientos físicos. A pesar de estos grandes adelantos, la química es la única ciencia que debe su creación a los árabes. Consecuencia natural de estos grandes progresos fue el renacimiento del arte médica. Un sistema muy regular de exámenes acredita la superioridad que tenían los árabes a la sazón en el cultivo del saber.

Preocupados estuvieron sin duda los árabes con los serios y austeros trabajos de filosofía y ciencia que tanta gloria les reportaron; mas no fue causa este celo que en el estudio desplegaban para que abandonasen otros ramos más amenos y agradables de la literatura. Ellos cultivaron con extraordinario éxito la elocuencia y la poesía. Los de España particularmente sobresalieron en esta cultura literaria, pues el talento poético extendióse tanto entre ellos, que se encuentra así en los poderosos monarcas de Córdoba y Granada como en sus más humildes vasallos. No era su musa majestuosa y sublime, pues desconocieron el drama y la epopeya; pero tal vez no la hubo nunca más tierna, melancólica y voluptuosa. Estos ramos de la literatura arábiga conservaron constantemente su carácter nativo. Con la poesía debemos clasificar [168] también las innumerables narraciones que nos son conocidas por uno de sus más excelentes modelos: Las mil y una noches. Los historiadores son en esa raza más numerosos que distinguidos. España sola fue la patria de mil y trescientos. Faltos de crítica, excesivamente lisonjeros para con los príncipes más vulgares, penetrados de la más estrecha ortodoxia, no pueden aspirar estos historiadores a más elevado puesto que el de cronistas.

A consecuencia de la actividad intelectual desplegada especialmente en los diversos ramos del saber por los árabes, produjéronse grandes adelantos en esas artes humildes, pero necesarias, que contribuyen tan eficazmente a la felicidad del género humano. El riego, que es tan útil para las tierras, fue practicado con sin igual esmero; muchas plantas exóticas fueron introducidas por ellos en España, y su cría caballar, cuyas excelentes condiciones son muy conocidas, fue naturalizada en África y Andalucía. La pólvora fue usada por ellos dos siglos antes que fuera descubierta por los cristianos, y Casiri ha descubierto muestras de papel de algodón e hilo que ellos usaron en los siglos XI y XII.

Las hojas de Toledo y Damasco, la seda y el algodón de Granada y el cuero de Córdoba y Marruecos, no fueron sobrepujados en la Edad Media. La minería fue cultivada con tanto vigor, que cinco mil excavaciones del período sarracénico se han encontrado en la pequeña provincia de Jaén. Tanto trabajo, tanta actividad, tanto celo, dieron por resultado una riqueza y esplendor tales que nos parecerían fabulosos si no estuvieran probados por numerosos historiadores de aquel tiempo.

Algunos datos respecto al estado de España nos hacen comprender la grandeza de aquel imperio en que España fue no más que una parte. Un censo verificado en el siglo X por Hakem II de Córdoba nos revela que esta ciudad contenía doscientas mil casas, seiscientos templos y novecientos baños. La gran mezquita principal tenía para su sostén mil columnas de mármol, el techo era de madera olorosa, delicadamente tallada, e iluminaban el edificio para las oraciones nocturnas más de dos mil lámparas. Todo lo que podía contribuir a la [169] belleza o comodidad de la capital española, acueductos, fuentes, hospitales, eran liberalmente dispuestos. A tres millas de la ciudad, rodeado de deliciosos jardines, alzábase el magnífico palacio de Zahra, hoy desvanecido cual niebla vaga, pero un tiempo, el más noble monumento de la grandeza arábiga. Ochenta ciudades de primer orden, trescientas de segundo, juraron obediencia al califa de Occidente; asombrosos eran, en suma, el poder y la riqueza de aquellos soberanos. Aun en el siglo XV el reino de Granada, en no mayor territorio que Bélgica, desplegaba la fuerza y el fausto de un poderoso imperio.

Es innegable la inmensa superioridad de los árabes de entonces sobre todas las colectividades vecinas. Ahora nos toca fijarnos en el grado de comunicación que verdaderamente existió entre los sarracenos y las naciones de Europa. Ellos tuvieron en su poder a Sicilia durante dos siglos y mantuvieron en su dominio por setecientos ochenta años una parte considerable de España, aunque la perdieron gradualmente. Amalfi, que fue la primera de las grandes repúblicas mercantiles de Italia, era también la más meridional y próxima a los dominios del mahometano, sosteniendo con ellos un provechoso comercio. Dice Hallam que un escritor del siglo XII compara a Pisa con los judíos, los árabes y otros «monstruos de la mar» que pululaban en ella. Y hablando de Venecia, nos dice Hallam en otra ocasión, que ningún pueblo cristiano mantuvo tan importante comercio con los mahometanos. Parece que los genoveses tenían establecimientos mercantiles en Granada, y que llegaron a celebrar tratados de comercio con sus monarcas, mientras Florencia importaba desde allí grandes cantidades de seda, y de igual modo que otras ciudades de Italia, aprendía de los árabes de España su destreza en ese ramo de la manufactura. El prolongado comercio que así en la paz como en la guerra sostuvieron los españoles y los moros y que tan fértil ha sido para la novela y la poesía, no requiere especial estudio en este artículo, pero no dejaremos de recordar que en los siglos XIII y XIV muchos moros siguieron habitando en Aragón bajo los reyes cristianos. fue menos íntima y duradera la comunicación de los [170] árabes y los provenzales; pero es notorio que no careció de importancia. De suerte que no pudieron los odios nacionales y religiosos impedir la comunicación ni que aprendieran mucho de los árabes los cristianos. De Inglaterra, Francia y Alemania acudía en gran número la juventud estudiosa a las afamadas academias en que sabios profesores enseñaban la lógica de Aristóteles, la geometría de Euclides y los descubrimientos mecánicos de Arquímedes. Brindábase tanta opulencia a la explotación del comercio, y en tiempos de paz, cuando serenados los odios y adormecidas las pasiones, era dable entregarse a los esparcimientos favoritos de aquella época, muchos caballeros de bizarría y denuedo muy notorios, encontraban hospitalaria recepción en la corte de los reyes moros y desplegaban su valor y su destreza en las amigables contiendas que se entablaban alanceando toros o afrontando las variadas e interesantes peripecias de los torneos.

Los historiadores están conformes generalmente en que el siglo X es el último de espesas tinieblas y en que datan de sus últimos años las primeras señales del renacimiento intelectual. Durante los cuatro siglos siguientes notamos un lento pero continuo progreso en la riqueza, el orden y la inteligencia, la importancia creciente de las ciudades, la fundación de de las universidades el desarrollo del arte y el nacimiento de la literatura. Comenzó tan dichoso cambio y adelantó con mayor rapidez en Italia, Provenza y España; países que como hemos visto tuvieron más estrecha comunicación con los diversos emporios del poder sarraceno. En muchos rasgos de esta gran revolución descubre sin duda el observador ingenuo la poderosa influencia que los árabes ejercieron. Extendióse su filosofía desde Sicilia y Andalucía, suscitando numerosas herejías y hallando un favor tal, que la Iglesia se alarmó y se propuso suprimirla por medio de la persecución. La metafísica de Aristóteles triunfó sin embargo de los anatemas, obtuvo asiento firme en las inteligencias ilustradas y fue por último prudentemente adoptada por los mismos que se habían opuesto a su difusión. Los adelantos que iniciaron los árabes en las matemáticas y la medicina, fueron muy pronto aceptados en toda la Europa occidental. Según dice Prescott, [171] recibieron las literaturas de Provenza y Castilla poderoso impulso de los sarracenos. De todas las teorías que se exponen respecto del origen de la arquitectura gótica, no nos parece ninguna más racional que aquella que lo pone en el Oriente. La ojiva y sus rasgos característicos encuéntranse en una mezquita del Cairo construida en el siglo IX. El uso de las ventanas talladas, de los vidrios de colores y de los acabados adornos geométricos es común al arte gótico y al sarraceno. Lo que no sabemos es si nuestro autor tiene razón en derivar el espíritu caballeresco de la España morisca; pero es lo cierto que en esta tierra alcanzó un grado de perfección no igualado en país alguno, y las virtudes que inspira se acompañan del mismo moda con el carácter de un beduino y con el de un cristiano. Atribuye Sismondi a la misma los celos, las ideas del honor y el espíritu de venganza que distinguen a la Europa meridional en los siglos XV y XVI.

Despertóse así la actividad intelectual en toda Europa. Levantáronse los descendientes de los bárbaros como gigantes que acaban de descansar en sueño reparador; demuestran los eclesiásticos un amor al saber desconocido hasta entonces; alégrase la Iglesia y bendice los gloriosos hechos de sus hijos. Pero ¡ay! muy pronto se renueva la contienda del pensamiento libre con la autoridad infalible, de la razón con la fe. No podía suceder otra cosa, pues la Iglesia no ha celebrado, ni pudo celebrar nunca, una sincera alianza con el progreso. Un credo que rechaza el libre ejercicio de la razón y reclama asentimiento para los más patentes absurdos, no podrá jamás estar unido por duradera amistad con ese espíritu de honrada investigación y reflexión valerosa que mejora la condición del género humano. Siempre miró Roma de reojo la fortaleza y audacia crecientes del pensamiento europeo. Dedicaba en cambio toda su energía, toda su influencia, todos sus recursos al fin piadoso y caritativo de exterminar a los mahometanos fuera de sus dominios y en casa, a los herejes. Nada le importaba que cerca de 900.000 personas perecieran en la primera cruzara y cerca de 400.000 en la segunda; nada que toda el Asia occidental experimentara la desolación del fuego y la espada; nada que las gentes embaucadas [172] estuvieran expuestas a todas las tentaciones que podían endurecer o corromper el corazón: impávida ante este espectáculo seguía instando a las naciones de Occidente para que no interrumpieran su loca carrera, hasta que llegó el día en que la razón y la experiencia revelaron la futilidad de sus amenazas y de sus exhortaciones. Organizóse una cruzada contra los albigenses: 15.000, o según dicen otros, 60.000 habitantes perecieron en el saqueo de Beziers; extinguiéronse la literatura y civilización peculiares de la Francia meridional, y el célebre tribunal del Santo Oficio constituyóse para velar por que no renaciera la herejía. Muchos tomos podrían llenarse con el desagradable relato de sucesos parecidos, con los insultos y tormentos inferidos a los judíos en todos los países cristianos, con el asesinato de Huss, que fue quemado prescindiendo para ello sus perseguidores de un salvoconducto, con la conversión forzosa y expulsión posterior de los moriscos de España. Una importante obra podría escribirse sobre un asunto que el autor trata de pasada, la conducta seguida por la Iglesia respecto a toda la ciencia herética; los 6.000 tomos, tesoro del saber oriental, quemados en Salamanca; los 80.000 manuscritos que ardieron en las plazas públicas de Granada; los anatemas fulminados contra el sistema de Copérnico; el tormento de Bruno y la retractación de Galileo.

Cuando estudiamos la historia de este período nos quedamos absortos y maravillados ante la ilimitada influencia, la perseverancia, el ardor que se empleaban en cortar las alas del pensamiento, en paralizar su acción. No es admisible que la Iglesia, que tanto poder tenía para enviar millones de hombres a buscar una muerte penosa en las lejanas tierras del Oriente, tornárase débil e impotente, cuando de cumplir una misión alta y útil se trataba. Por otra parte, cuesta mucho trabajo comprender que efectivamente empleara sus grandes recursos en el adelanto de sus hijos, cuando se advierte que la Europa era tan ignorante y estaba tan atrasada en el siglo X como en el VI. ¿Cómo se explica que los gloriosos esfuerzos de Carlomagno para encender de nuevo la sagrada llama del saber produjeran un resultado permanente tan pequeño y que los trabajos no menos honrosos ciertamente de Alfredo [173] no produjeran ninguno? ¿Por qué necesitaron las naciones occidentales seiscientos años para adquirir una civilización rudimentaria, mientras los árabes, a los dos siglos de abandonar en bárbaras hordas el desierto, se elevaron a un grado de progreso intelectual y prosperidad no muy inferior ciertamente al que han logrado los más florecientes países de la edad en que vivimos? Pocos serán los que estén dispuestos a admitir que los naturales de Asia tengan física o intelectualmente superioridad sobre los europeos; pocos los que admitan que nuestro clima y el de los países vecinos son menos favorables al perfeccionamiento humano que los de España, Egipto y Persia. Bastan estas consideraciones para que sepamos el crédito que debe darse a los que pretenden que en la Edad Media la Iglesia trabajó sin descanso por la difusión del saber, que cada monasterio era un centro de actividad intelectual y que a ella se debe que la civilización renaciera en Europa.

Claro está que en estas observaciones no nos referimos a los individuos, sino a la colectividad. Sabido es que debemos mucho a eclesiásticos ilustres que se afanaron verdaderamente por dar poderoso impulso a la causa de la ilustración, a Nicolás V, que favoreció eficazmente el adelanto de los estudios clásicos, y a León X, que dispensó espléndida protección a las bellas artes. Pero tales excepciones preséntanse naturalmente en toda sociedad que reclute para llenar sus filas los espíritus más doctos y capaces de su tiempo. Sabido es por otra parte que no se distinguían mucho por su piedad hombres como León y Wolsey. Debemos convertir preferentemente nuestras miradas para apreciar las obras de la fe a los hombres que la tuvieron más arraigada, a San Gregorio, Santo Domingo y Torquemada. Debemos hacer a la Iglesia la justicia de que su espíritu ha sido siempre el mismo.

Se ha dado con justicia gran importancia al beneficioso efecto que produjo en la Europa occidental la caída del imperio griego y la consiguiente dispersión de los sabios y los manuscritos. Lícito nos será, sin embargo, declarar, que si el pensamiento europeo no hubiera estado en disposición de recibir estas preciosas reliquias, no habrían podido despertará un [174] mundo dormido algunos libros y algunos sabios. Todo nos revela en aquel tiempo el cariño y alto aprecio con que miraban los italianos la literatura helénica, y estos sentimientos evidencian perfectamente la cultura y el adelanto a que habían llegado ya. La sabiduría griega extendióse por todos los países, si no con gran rapidez, con una seguridad y un éxito al menos que forman un grato contraste con el espectáculo que en anteriores tiempos nos ofrece la historia. El primer impulso de importancia, cuyas señales empiezan a notarse en el siglo XI y cuya eficacia se advierte ya en los siguientes, debió proceder de otro origen que se encuentra, según creemos nosotros, en la civilización arábiga. No conocemos ninguna teoría que pueda apoyarse en tantos testimonios históricos ni que esté tan de acuerdo en el curso de los acontecimientos en la Edad Media.

Algunos manuscritos, algunas ruinas que se desmoronan: he aquí todo lo que se conserva del imperio arábigo. Quedó roto, tiempo ha, el cetro de los califas, sus mismos sepulcros han desaparecido, y ciudades que rigieron durante siglos, han olvidado ya la raza y el nombre de los sarracenos. En los hermosos valles de Sicilia y Andalucía, pululan los bandidos y los contrabandistas: divídense las costas septentrionales del África en algunos pequeños y casi bárbaros Estados: las ricas llanuras del Tigris muéstranse faltas de cultivo, y el poder, la riqueza y la magnificencia que en otro tiempo ostentaron, pertenecen al número de las cosas que fueron y ya no son. Sin embargo, la imperecedera gloria de la grandeza intelectual, refleja todavía su esplendor sobre los arruinados palacios de Bagdad y de Granada, y cuando desaparezcan por completo las pasiones excitadas por el conflicto religioso, la admiración que ahora se prodiga a los incultos monjes y a los rudos guerreros de una edad bárbara, será dispensada más sabiamente a los muníficos príncipes y doctos varones a quienes debe la humanidad la conservación y el renacimiento del saber en uno de los períodos más críticos de la historia.

R. M.

(The Westminster Review.)

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{1} Se ha publicado recientemente la traducción española de esta importante obra con este título: Conflictos entre la Ciencia y la Religión, Biblioteca contemporánea, Madrid 1876.

 


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Juan Guillermo Draper
Revista Contemporánea
1870-1879
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