Revista Contemporánea Madrid, 30 de abril de 1876 |
año II, número 10 tomo III, volumen II, páginas 244-252 |
Manuel de la Revilla< Revista crítica >nunciamos en nuestra última Revista que en esta nos ocuparíamos detenidamente de una colección de Sonetos y Madrigales del Sr. Martí Folguera, y, a riesgo de pasar por informales, vamos a faltar a nuestra promesa. Conocíamos un volumen de poesías publicado tiempo ha por dicho señor, y pensábamos, por algunos vislumbres de inspiración que, a vuelta de gravísimos lunares, en él se notaban, que el Sr. Martí Folguera había de colocarse muy en breve por cima del vulgo de los poetas; y al ver el nuevo libro del Sr. Martí, antojósenos que en él hallaríamos una confirmación de nuestras previsiones. Por desgracia no ha sido así: los Sonetos y Madrigales antes revelan decadencia que progreso, y si alguno hay entre ellos sentido, original y delicado, piérdese y queda oscurecido en medio de los restantes, vulgares casi siempre, rara vez correctos, y pocas inspirados. Si a esto se agrega el lamentable afán del señor Martí por introducir innovaciones métricas de muy mal efecto, será fácil comprender que nos asisten razones suficientes para faltará lo prometido y dispensarnos de examinar con detenimiento un libro que habría de salir muy mal parado de nuestro examen. * * * Entre los varios trabajos que acerca de la grave cuestión de los fueros de las Provincias Vascas han visto la luz estos días, merece mencionarse el folleto del Sr. D. Arturo Campion y Jayme-Bon, titulado Consideraciones acerca de la cuestión foral y los carlistas en Navarra. Redactado este folleto en enérgico y vigoroso estilo y destinado a defender decorosamente los fueros de Navarra (pues de los vascongados para nada se ocupa) merece atención especial, por lo razonado de sus apreciaciones, que deben tenerse muy en cuenta para resolver sin apasionamiento la cuestión gravísima de los fueros. [245] Después de sostener el Sr. Campion, apoyándose en citas consideraciones históricas, que Navarra forma parte de la unidad española por su propia y libérrima voluntad, y mediante un pacto, y que, por tanto, sólo con su previo acuerdo pueden arrebatársela sus fueros --reducidos hoy a una especial organización administrativa, económica, que no rompe la unidad constitucional --afirma que la cuestión religiosa, y no los fueros, es la causa verdadera de la guerra civil, felizmente terminada, y que la supresión de los fueros únicamente perjudicaría en Navarra a los liberales, y de ningún modo al carlismo, que se recluta entre las clases inferiores, a las cuales aprovecha muy poco el régimen foral; todo lo cuál sostiene el Sr. Campion con abundancia de razonamientos y con cierta mesura, que no impide en ocasiones la explosión enérgica del acentuado provincialismo del autor. La parte del folleto, que pudiéramos llamar histórico legal, entraña una cuestión gravísima que debe tenerse hoy en cuenta para el esclarecimiento del problema. La nacionalidad española es producto de la agregación de varias nacionalidades independientes, reunidas, ora por la conquista, ora por la espontánea voluntad de los que las constituían, y hay, por tanto, en sus orígenes algo que debe estimarse cuando se trata de consumar la unidad en el terreno de la legislación civil. Que una vez, constituida la nacionalidad, a todos los españoles obligan por igual los deberes propios del ciudadano; que unos mismos derechos han de ser patrimonio de todos y una misma ley fundamental ha de reinar en toda la extensión de nuestro territorio, cosa es que por nadie puede desconocerse, y que tampoco desconoce el Autor del folleto que nos ocupa. Por eso en la cuestión de fueros hay que distinguir dos elementos, a saber: el fuero que contraría abiertamente la unidad constitucional y establece entre los españoles una desigualdad injusta e irritante; esto es, la exención de pagar tributos y quintas, de que disfrutan las Provincias Vascas, pero no Navarra; y el fuero que, rompiendo la unidad legislativa, pero no la constitucional, y no perjudicando los derechos de nadie, pone a dichas provincias en posesión de un especial régimen administrativo y económico, de carácter eminentemente democrático, envidiado y celebrado con razón por todos los liberales, tanto de España como del extranjero. Respecto del fuero, que consiste en no pagar tributos ni contribuir con soldados a la defensa de la patria, no es lícita la discusión siquiera. No hay consideración política que valga contra el cumplimiento de la unidad constitucional; no hay posible defensa de un privilegio absurdo que rompe la unidad nacional y establece irritantes desigualdades entre los ciudadanos; no hay derecho, sobre todo, para reclamar exención tan monstruosa a favor de [246] provincias ingratas y rebeldes. El más exagerado cantonalista no se atrevería a erigir en doctrina absurdo semejante, y el país daría pruebas de no tener dignidad ni energía si consintiera en la continuación de tan inicuo privilegio. Pero cuando se trata de lo que propiamente se llama la organización foral, la cuestión varía de aspecto y las consideraciones históricas a que antes nos hemos referido deben ser atendidas antes de fallar. Que la voluntad de las provincias no ha de ser consultada cuando se trata de establecer la unidad Constitucional, cosa es que no admite duda; pero tratándose de arrebatarlas un régimen liberal y democrático, consagrado por la tradición y la costumbre, que a ningún derecho perjudica y que ningún privilegio odioso entraña, cosa es de pensar en si hay derecho, equidad y justicia en proceder contra sus libertades sin contar con su acuerdo, siendo ella nación independiente, entrada en el cuerpo común de la nacionalidad por su voluntad propia y no por la fuerza de las armas. Que la unidad legislativa, con ser apetecible, no es tan importante como la constitucional, cosa es que no puede negarse. Que en España dista mucho de ser un hecho, tampoco se puede desconocer. Rígese aún nuestra patria en materia de derecho civil por leyes muy diversas: disfrutan algunas provincias de legislación propia; gobiérnanse aún nuestras posesiones de Ultramar por leyes especiales, y a nadie chocan ni sublevan tales diferencias, que rompen, empero, nuestra unidad legislativa; ¿por qué, pues, ensañarse sólo contra el régimen democrático de las Provincias Vascas, más digno de ser convertido en derecho común de los españoles, que de ser abolido como odioso privilegio o inútil y perjudicial antigualla? Dícese que a los fueros es debida la guerra carlista, y no se tiene en cuenta que la guerra ha ardido en multitud de provincias que no los poseen, y que las causas verdaderas de haberse sostenido tan encarnizadamente en las Provincias Vascas se debe al fanatismo religioso de sus habitantes, a la preponderancia omnímoda que allí ejerce el clero y a las condiciones topográficas de aquel territorio. Añádese que la supresión absoluta de los fueros ha de decretarse como justo castigo de la rebelión, y no se tiene en cuenta que en tal caso no habrá castigo para Cataluña y el Maestrazgo, y lo habrá, en cambio, para los liberales defensores de Bilbao, San Sebastián, Hernani, Guetaria, Irún, Vitoria y otras poblaciones vascongadas, y no se advierte que la supresión del fuero es castigo para la parte bien acomodada de la población vasca, es decir, para el elemento liberal, y no lo es para la bárbara plebe de los campos, que ha sido el nervio de la guerra. Buscar en el fuero la causa de la guerra civil es buscar en causas pequeñas [247] efectos grandes. La guerra carlista no ha sido foral, ni, dinástica, ni española, ha sido religiosa y europea. No son los fueros, no ha sido D. Carlos vencido en Estella, Vera y Peña-Plata; ha sido el ultramontanismo europeo que ha librado en España desesperado combate con la causa de la civilización y del progreso. Nuestras especiales condiciones; el fanatismo que aún nos domina; el influjo del clero en nuestro pueblo, la situación política que atravesábamos; las singulares condiciones topográficas de una parte de nuestro territorio; la favorable coincidencia que al ultramontanismo ofrecieron la guerra de Cuba y la anarquía federal; estas y otras causas que fuera prolijo enumerar suministraron a la causa ultramontana un excelente campo para librar combate, y España fue, por su desdicha, el teatro escogido para la lucha. Con fueros o sin ellos hubiera sucedido lo mismo. Abundando por estas razones en la mayor parte de las ideas del Sr. Campion, entendemos que la política sensata y racional en materia de fueros es restablecer inmediatamente la unidad constitucional, imponiendo a los vascos la obligación de contribuir a las cargas del Estado con hombres y dinero, y con respecto al régimen foral; proceder de acuerdo con aquellas provincias, a introducir en él cuantas modificaciones sean necesarias para evitar ulteriores contingencias. Con esto, y con infiltrar el espíritu liberal en aquel país por todos los medios posibles, y con extirpar de raíz la influencia maléfica que allí ejerce un clero fanático, se conseguirá más que con adoptar medidas violentas dictadas por la pasión del momento, e inspiradas por cierto espíritu nivelador y autoritario, que tiene mucho de jacobino, y que debemos a una funesta herencia: al despotismo romano, que es y será por mucho tiempo la tendencia característica de los pueblos latinos, por mucho que de liberales y demócratas se precien. * * * Terminada en la sección de Ciencias Morales y Políticas del Ateneo la discusión sobre el positivismo, se ha puesto al debate el siguiente importante tema: ¿Son necesarios los partidos políticos? Caso de serlo, ¿a qué principios ha de someterse su organización? No esperen nuestros lectores que nos ocupemos de estos debates; ausente el Sr. Azcárate y obligado, por tanto, el que suscribe a presidir las sesiones, faltaríamos a los deberes de nuestro cargo si emitiésemos aquí nuestro juicio respecto a los discursos que allí se pronuncien. Otro de nuestros compañeros de redacción se encargará de este cometido. En la sección de Literatura y Bellas Artes continúa la discusión pendiente, [248] habiendo hecho uso de la palabra los Sres. Vidart y Valera. Ingenioso como siempre el primero, sustentó soluciones muy semejantes a las defendidas en su notable Memoria por el Sr. Alcalá Galiano y defendió el realismo francés, al cual manifiesta excesiva afición. Discreto, erudito y amenísimo el Sr. Valera, combatió varias apreciaciones de la referida Memoria y se opuso a la intervención del gobierno en la vida del teatro en un delicioso discurso, lleno de intención y de gracejo, que cautivó al auditorio y fue recompensado con merecidos aplausos. El Sr. Valera no es orador; pero sus peroraciones son inimitables causeries que no pueden escucharse sin deleite y que a través de su apariencia ligera y festiva encierran no pocas veces provechosas enseñanzas, y siempre revelan las singulares dotes de crítico que adornan al distinguido autor de Pepita Jiménez. * * * La Exposición de Bellas Artes es hoy el tema de todas las conversaciones en los círculos artísticos y literarios. La opinión está unánime en declarar que la Exposición es deplorable y revela un notable retroceso en comparación con los certámenes anteriores. El retraimiento de los buenos autores explica, en cierto modo, esta decadencia; pero a nuestro juicio el mal es hondo y merece particular atención. Para los que siguen con interés el movimiento de las artes en España de algún tiempo acá, no es motivo de sorpresa lo que hoy sucede; que bien lo adivinaron a través de la apariencia de progreso y crecimiento que ofreció la pintura en reciente período. El éxito fabuloso de las obras de Fortuny, el desarrollo de lo que pudiera llamarse su escuela, la invasión del llamado realismo pictórico, todos los fenómenos, en suma, cuyas manifestaciones pudieron observarse en los mercados artísticos del extranjero, en los trabajos de nuestros pensionados en Roma, y de los pintores españoles residentes en París, en la pasada Exposición nacional, y en la Exposición permanente de la Platería de Martínez, eran otros tantos síntomas de una próxima y funesta decadencia, disimulada bajo el ropaje fastuoso de una prosperidad mentida. ¡Fenómeno singular! Dos causas opuestas han producido en el arte pictórico y en el dramático un mismo resultado. El realismo en la pintura y el romanticismo en el teatro han engendrado un mismo hijo, que bautizaremos (si se nos permite) con un nombre, tártaro sin duda, pero exacto: el efectismo. Realistas y románticos de común acuerdo han declarado que el fin del arte es, producir efecto, cueste lo que cueste; y para ello han apelado, los primeros a [249] fotografiar la realidad, los segundos a suprimirla. En ambos campos, todo se ha sacrificado al elemento técnico del arte, a la ejecución; y ya no se ha pedido al cuadro que sea interesante y sentido y que su asunto sea digno del arte, sino que esté bien pintado; y al drama se ha exigido sólo que haga efecto y tenga sonora verificación. La orgía del color en el lienzo; la orgía del verso en la escena; he aquí los elementos que hoy constituyen el arte. La idea, el pensamiento, la intención, se han abolido por innecesarios; el efecto los sustituye, el efecto se consigue fácilmente: en la pintura a fuerza de brochazos y en el teatro a fuerza de horrores. Con tal sistema el artista se convierte en artífice; la inspiración se sustituye con el procedimiento mecánico y la audaz medianía usurpa el lugar que al genio corresponde. En la dramática lo esencial es ser atrevido; en la pintura ser valiente, franco y abierto; fórmulas diversas para expresar una sola cosa: la carencia de pensamiento, la falta de ideal, el exceso de audacia. No vacilamos en decirlo, aunque se nos tache de temerarios y blasfemos. Así como Echegaray, con ser un poeta de verdadero genio, es el principal causante de la ruina del teatro, Fortuny es el autor de la decadencia de nuestra pintura. La manera especial de ambos no puede constituir escuela sin llevar al abismo; porque ambos establecen su particular estética sobre las ruinas de toda regla y de todo criterio en materia de arte. Para ambos la idea, el pensamiento son en el arte lo secundario; lo esencial es la brillantez, la audacia, la bravura de la ejecución. Gracias a su genio, ambos han podido evitar los escollos a que conducen inevitablemente sus doctrinas; pero al llegar sus procedimientos a manos de discípulos é imitadores que no pueden compararse con ellos, han de tocarse necesariamente las fatales consecuencias de su ejemplo pernicioso. Fortuny es un pintor de asombroso genio que ejecutaba de una manera indescriptible, pero carecía de idea, y ni uno sólo de sus cuadros encierra un asunto de verdadera importancia. Poseía de un modo inimitable los secretos del colorido, de la luz, de la perspectiva, de la línea, y con el más insignificante asunto, producía una obra pasmosa, digna de un verdadero genio. Idólatra del natural, en la interpretación fiel de la naturaleza cifraba su orgullo, y por eso se apellidaba realista; pero idealista a pesar suyo, al copiar la realidad la revestía de mágicos colores y la idealizaba de tal suerte, que nunca se vio más ideal realismo que el de sus cuadros. Con tales condiciones, alcanzó en breve tiempo fama asombrosa y fue objeto de frenética idolatría; pero ¿quién comparará su genio, brillante, pero no sublime, con el genio de los Murillos y los Rafaeles? [250] El arte es creación y poesía; el arte es idea y sentimiento; el arte es interpretación de la naturaleza, pero interpretación libre y embellecida por el espíritu del artista. Si en la obra de arte no alienta un pensamiento profundo o un sentimiento conmovedor, si en ella no hay algo que conmueva las fibras del corazón y eleve el espíritu a las regiones de la belleza ideal, si el artista no acierta a continuar los datos que la realidad le ofrece, de tal modo que resulte algo más bello que la misma realidad; si al reproducir ésta no la sorprende en sus aspectos y momentos bellos y no desentraña la belleza que en ella se oculta, al lado de deformidades indignas del arte; si el artista no crea, en la medida en que es posible la creación a los seres finitos; si a la vez que músico, pintor o estatuario no es poeta, la obra artística se convierte en obra mecánica, y todos los primores de la ejecución no bastan a disimular la pobreza de su fondo. Lo que llaman los franceses le grand art, nada tienen de común con esos cuadritos de caballete que no conmueven ni interesan, en los cuales nada sucede, y en que a la emoción que produce la belleza de la idea o la delicadeza del sentimiento sustituye la emoción, menos honda y elevada; que engendran la mancha del color, los juegos de luz la valentía del toque o la verdad de la perspectiva. El realismo histórico, verdadero en lo que afirma, es falso en lo que niega. Sostiene que el artista debe inspirarse en la realidad, y tiene razón; preconiza el culto del natural, y la tiene también; combate lo que pudiera llamarse la pintura a priori, la pintura idealista, que para nada atiende a la naturaleza, y hace bien al combatirla; pero se empeña en negar la importancia del asunto, en prescindir de la idea y del sentimiento, y en esto yerra lastimosamente, Pásale en esto lo mismo que al realismo literario y al positivismo filosófico, todos verdaderos y legítimos cuando se contraponen a lo que combaten; todos ilegítimos y falsos cuando van más allá de sus límites racionales. Fortuny, con su afán de tratar magistralmente asuntos baladíes, dio el primer paso en el fatal camino de sacrificar la idea a la ejecución; camino recorrido hasta el fin por sus discípulos e imitadores. Gracias a esta tendencia, la pintura se reduce hoy a copiar minuciosamente un modelo vulgar en una posición vulgar también: y a revestirle con brillantes ropajes que den pretexto para una verdadera orgía de color. Abolido el cuadro de historia, en el cual, no es fácil lograr el efecto con medios sencillos, le ha sustituido el cuadrito de caballete, frívolo y brillante como la sociedad que lo compra. Casacones de todos colores, majas y manolos de todas clases, figuritas que nada dicen, interiores en que nada sucede, he aquí la pintura que hoy se preconiza como el último esfuerzo del genio. Cópiase lo natural sin distinguir siquiera lo bello de lo [251] feo: un mendigo harapiento o una infecta charca parecen tan aceptables como la Venus de Médicis o el más poético de los paisajes, con tal de que estén minuciosamente copiados y maravillosamente ejecutados. A esto se une un verdadero furor por el efecto y un culto idolátrico a lo que se llama la franqueza y valentía del estilo. Lógrase el primero a fuerza de brochazos incoherentes que a distancia de diez kilómetros parecen figuras, creándose así una pintura a la vez microscópica y telescópica; microscópica por su tamaño, telescópica, porque solo con telescopio es posible hacerse cargo de las figuras que la componen. Por franqueza se entiende abocetar los cuadros, sustituir la mancha con el chafarrinón y pintar a puñetazos; y de tan absurdo modo de ejecutar se dice que es el summum del genio, y para justificarlo se cita a Velázquez, como si Velázquez pintara informes bocetos y entendiera por vigor en la ejecución y color y brillantez en el colorido una ensalada de brochazos arrojados ad libitum sobre el lienzo. Tales son las doctrinas y tendencias que en nuestros pintores dominan y tal es la causa verdadera de la decadencia que en la actual Exposición se nota. Consecuencia necesaria de pasados errores, aplaudidos como rasgos de genio por los que hoy maldicen de la Exposición, lo que ahora acontece no debe extrañar a nadie. Los que colocaban al par de las obras clásicas de Rafael y de Velázquez las manolas, gitanas y marroquíes de Fortuny, prodigios de ejecución que nada dicen, fruslerías asombrosas que nada entrañan; los que por cima de las nobles figuras del Testamento de Isabel la Católica colocaban los andrajosos republicanos de la Muerte de Lucrecia; los que adoraban como última palabra del genio aquella Santa Clara de Domingo, pasmoso retrato, admirablemente ejecutado, de una mujer vulgar y adocenada, vestida de monja; los que encomiaban la orgía de colores del Ultimo día de Sagunto; los que daban la partida de defunción al genio del que pintó los Comuneros y los Puritanos y se extasiaban ante los casacones de la nueva escuela; los que, en suma, sacrificaban la idea a la ejecución, el arte al efecto, y creían que el ser pintor consiste en pintar bien y nada más, no deben extrañarse de lo que sucede ni condenar a los que no tienen otro delito que imitar lo que se declaró modelo de perfección y recorrer los caminos en que se dijo que estaba la salvación. En todas las esferas de la vida los culpables son los que guían, no los que obedecen, los iniciadores y no los imitadores. Encómiense en buena hora las excelencias del realismo, si por tal se entiende la negación del idealismo amanerado y falso; proclámese en todos los tonos que la naturaleza es la verdadera fuente de inspiración del artista; recomiéndese a los pintores el estudio asiduo del natural, y excitéseles a adquirir en la [252] ejecución toda la soltura, valentía y habilidad posibles; pero no se olvide que el arte es intérprete libre, y no servil fotógrafo de la naturaleza; que no todo lo natural es bello ni digno, por tanto, del arte; que la idea, el sentimiento, la expresión son las primeras y más altas cualidades de la obra artística; que el cuadro de género es algo más que un estudio de ropajes o de muebles y el país algo más que un estudio de efectos de luz; que el efecto ha de subordinarse a la idea, y ha de obtenerse por medios lícitos; que la manera franca no es el menosprecio del dibujo, ni la mancha atrevida del color es una ensalada de colorines, ni el cuadro de efecto requiere ser mirado a distancia para que parezca cuadro; y de esta manera, el realismo se reducirá a sus justos límites y reportará grandes beneficios al arte. De otra suerte, el arte pictórico se despeñará en el abismo, y la pintura quedará reducida a la condición de la fotografía, o lo que es peor, a ser una colección de cuadritos insignificantes, de valor análogo al de un abanico chino, y pintados con la manera franca con que pintaría un mono que se entretuviera en arrojar colores sobre un lienzo, usando de su cola a guisa de pincel. * * * Para terminar esta Revista diremos que los teatros no han ofrecido novedades dignas de especial mención. Traducciones del francés o piezas originales de escasa importancia; he aquí todo lo que han ofrecido los dos teatros de verso que actualmente funcionan. La única solemnidad literaria que ha merecido la atención del público ha sido la fiesta, organizada en honor de Cervantes por la Asociación de escritores y artistas. La música y la poesía han contribuido a esta solemnidad, siendo aplaudidos con justicia cuantos en ella tomaron parte por el numeroso y escogido público que llenaba todas las localidades del teatro del Príncipe Alfonso.
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