Revista Contemporánea
Madrid, 30 de junio de 1876
año II, número 14
tomo IV, volumen II, páginas 230-250

Gumersindo de Azcárate

El positivismo y la civilización

I

Es sabido que en el Ateneo de Madrid se ponen a discusión las cuestiones que más preocupan a los hombres de ciencia, dando siempre la preferencia a aquellas que, no sólo interesan a la pura región de las ideas, sino que trascienden inmediatamente a la vida, influyendo en bien o en mal en la civilización de los pueblos. No es, por tanto, extraño que en el presente curso haya discutido una de las secciones de dicha corporación, si el actual movimiento de las ciencias naturales y filosóficas en sentido positivista constituye un grave peligro para los grandes principios morales, sociales y religiosos en que descansa la civilización. Hacer con ocasión de la larga e interesante discusión que con este motivo tuvo lugar algunas observaciones críticas sobre el tema propuesto es el fin que nos proponemos al escribir este artículo. No desconocemos las dificultades graves con que habremos de tropezar, puesto que, de un lado, los tiempos actuales piden en las investigaciones científicas un rigor de que no nos creemos capaces, y mucho menos discutiendo con un sistema, como el positivismo, que es en este punto de los más exigentes{1}; y de otro, abrigamos la íntima convicción de que la ciencia es maestra de la vida, y por tanto la responsabilidad que acepta todo aquel que se propone dilucidar cualquiera de las importantes cuestiones que hoy preocupan el pensamiento humano. Bien se nos alcanza que al lado del conocimiento científico, encontramos el común o vulgar, y que el hombre no obra en la vida guiado por la fría inteligencia, sino que [231] al lado de esta está siempre para impulsarle el sentimiento. Pero hay una gran diferencia entre reconocer que la investigación rigurosa y reflexiva de la verdad rectifica al sentido común y que este señala los extravíos en que aquella puede caer{2}, y considerar como completamente desligadas la ciencia y la vida, dejando a esta sin luz y sin guía, y convirtiendo aquella en un puro pasatiempo. De igual modo es evidente que el hombre no obra bajo la sola y exclusiva dirección del conocimiento, sino que la fuerza que le mueve y anima a seguir el camino que aquel le traza, no es otra que el sentimiento; pero constituir a éste en causa única e incontrastable de nuestra conducta, vale tanto como suponer que el hombre se deja llevar por las solicitaciones de un impulso ciego. El sentimiento guiado por la razón es la locomotora que, mientras marcha sobre los carriles, salva abismos y traspone montañas con vertiginosa velocidad, sin daño y sin peligro, al paso que cuando pretende prescindir de aquella luz, es como la locomotora descarrilada que lleva por todas partes la destrucción y la muerte. No tenía razón ciertamente Augusto Comte al afirmar que la historia de la humanidad es regulada por la del entendimiento humano; pero menos le asiste a Herbert Spencer, al decir que la sociedad es regida por sentimientos y no por ideas; pues, como dice Flint, «sin el sentimiento, el pensamiento nada puede hacer; pero sin el pensamiento, el sentimiento no puede ni existir.»

Por esto, los más de los oradores que tomaron parte en esta importante discusión reconocían su inmensa trascendencia, como que por tenerla, y grande, para la vida, se había puesto al debate el tema en cuestión. La historia muestra claramente el influjo real y positivo que los sistemas científicos, determinados por las evoluciones del pensamiento humano, han ejercido directamente en la marcha de la civilización. ¿Quién puede desconocer la parte que tuvo la filosofía griega en la formación del dogma cristiano, el estoicismo en el desarrollo del derecho de Roma, Descartes y Bacon en la emancipación del pensamiento, y por tanto en la vida científica y religiosa, Kant en el sentido que ha inspirado hasta el presente a la revolución, Montesquieu en la legislación, Adam Smith en el orden económico, y Proudhon en los problemas sociales contemporáneos? Precisamente, como más adelante tendremos [232] ocasión de repetir, una de las causas de que tanto preocupe el movimiento de las ciencias en sentido positivista es la rapidez con que sus adeptos sacan las consecuencias de su doctrina para hacer que sean ellas las que dirijan e inspiren la vida de los individuos y de los pueblos.

No es por lo mismo maravilla que en la discusión de que nos ocupamos hayan estado representadas todas las escuelas menos una: la comúnmente llamada tradicionalista o ultramontana, aunque ella pretende, quizás con razón, no merecer, propiamente hablando, otra denominación que la de católica. Y en verdad que ha sido objeto de general extrañeza su silencio. ¿Cómo, se decían todos, ella, tan batalladora en los años anteriores cuando se discutían la propiedad, la organización del Estado, los intereses de las clases conservadoras, se cruza de brazos en este debate, en que se trata de la causa del espíritu, de la libertad y de Dios? No puede ser la razón de semejante conducta el dejar a las puras escuelas filosóficas el combatir los principios del positivismo, cuando con repetición han sido todas ellas declaradas incapaces e impotentes para alcanzar la verdad. No puede tampoco atribuirse esta actitud a consideraciones de prudencia, o de una pretendida habilidad, puesto que cuando se trata de principios tan fundamentales y de creencias sostenidas por una fe viva, lo hábil y lo prudente es defenderlas donde quiera que se las ve atacadas. Lo que ha sellado los labios de los católicos que asistían a esta discusión, es que los más de ellos están imbuidos en los principios de una escuela que conforma en la parte crítica con la positivista. En efecto, los tradicionalistas comienzan por declarar la impotencia y la incapacidad de la razón, para deducir luego de aquí la necesidad de la revelación, y tan de acuerdo están en aquella primera afirmación, que, como ha hecho notar oportunamente Flint, los argumentos que contra la psicología y la metafísica de su tiempo emplearon Broussais y Augusto Comte, eran los mismos de que antes se habían servido Bonald y Lammenais para atacar a la filosofía. Es verdad que en nuestro país pugna por sustituir al tradicionalismo el tomismo bajo el influjo de un ilustre filósofo, que, al procurarlo, presta un innegable servicio a la par a la religión y a la ciencia; pero los principios del que llamaba con razón un escritor francés tradicionalismo sensualista continúan dominando los espíritus de los más de los católicos en fuerza del imperio no disputado que por tantos años ha venido ejerciendo. De aquí que en frente de la crítica del positivismo se encontraban sin medios y sin armas para combatirlo, así como desautorizados para oponerse a las afirmaciones que en el orden ontológico formula este sistema. [233]

¡Ojalá no llegue un día en que alguien se levante en nuestra patria y les dirija con fundado motivo estas palabras de Moleschott: «habéis arrojado a la juventud de la metafísica, y la juventud se ha venido a nuestro campo» esto es, al materialismo.

Veamos, pues, lo que es este sistema con severa imparcialidad, que si a ello no nos obligara el respeto debido a toda opinión sinceramente profesada, bastaría a aconsejárnoslo las circunstancias verdaderamente extraordinarias con que se nos presenta este poderoso movimiento científico, que parece querer avasallarlo todo. En efecto, con el nombre de positivismo en Francia, de monismo en Alemania, de psicologismo en Inglaterra, de experimentalismo en Italia, va extendiéndose rápidamente por todos los pueblos cultos; correspondiendo a una de las dos direcciones que señalan en el desarrollo del pensamiento humano Platón y Aristóteles, Bacon y Descartes, Hegel y Comte, vienen a darse la mano algunos de los discípulos de estos dos últimos filósofos desde los cuales siguen aquellas dos tendencias el movimiento en sentido contrario que vinieran recorriendo, pero ya no en línea recta, sino en curvas entrantes, dándose así el caso de que Feuerback se acueste, como dice un escritor inglés, un día hegeliano y se levante al siguiente materialista, y de que Spencer termine su sistema por donde había comenzado el suyo Hegel; nace el positivismo como protesta contra las exageraciones de la tendencia opuesta, y, sin embargo, coincide en puntos esenciales con Kant, que la inicia, y con Hegel, que la cierra; niegan algunos de sus secuaces la existencia del espíritu, y tiene la escuela una rica literatura psicológica; reniegan de la Metafísica, y otros de sus adeptos construyen sistemas ontológicos; amenaza destruir las dos fuerzas cuya resultante empuja en nuestros días la vida de los pueblos, la tradicional y la progresiva, la religión y la Filosofía; desciende con una rapidez pasmosa a las aplicaciones prácticas, contando por lo mismo en su seno, no solo filósofos y naturalistas, si que también jurisconsultos, economistas, historiadores, literatos, &c., que procuran llevar a las ciencias particulares el sentido de la doctrina; encierra en su seno una gran variedad de matices, hasta uno denominado positivismo creyente, lo cual debía, al parecer, estorbar la propaganda de su doctrina, y, sin embargo, aprovechando en Francia los recuerdos de la filosofía del siglo pasado, en Inglaterra la tradición filosófica, cuyo carácter descubren bien los nombres de Bacon, Locke, Hobbes, Hume y Benthan, en Alemania la constante aspiración a la unidad, que hace de ella la patria propia del panteísmo, y en Italia el renacimiento filosófico y [234] literario{3}, cunde y se extiende a modo de Mahoma científico que todo lo inunda y lo avasalla; movimiento sorprendente, del cual puede decirse lo que el ilustre Tocqueville decía de la Revolución francesa: «religión sin Dios, sin culto y sin la creencia en la otra vida, y que, sin embargo, ha invadido toda la tierra con sus apóstoles y sus soldados.»

En medio de la variedad de matices que, según le hemos dicho, se dan dentro del positivismo, debidos a las tradiciones científicas de cada país, a las ciencias particulares que profesan sus adeptos, a los distintos sistemas filosóficos de que se deriva o con los que se relaciona, y a la índole misma del sistema, hay dos que son los principales y que corresponden a problemas cuya solución viene agitando y agitará perpetuamente al pensamiento humano: el problema crítico y el problema ontológico. Por este motivo, limitaremos nuestro trabajo a examinar el tema propuesto bajo este doble punto de vista, que fue también, como no podía menos, el que apareció en la importante discusión del Ateneo.

Es verdad que uno y otro positivismo, el crítico y el ontológico, tienen una nota común, puesto que ambos se declaran enemigos de la Metafísica y de la Teología, ambos dan la preferencia a los hechos sobre los principios, ambos proclaman como único método lógico la observación y la experiencia, ambos declaran que la Filosofía es tan solo una inducción, una generalización, y ambos afirman que, si más allá de los hechos hay algo, este algo es incognoscible, y que el orden trascendental, si es que existe, no nos es dado conocerlo. La consecuencia lógica de todas estas afirmaciones es suprimir el problema ontológico e imponer respecto de él la más completa abstención.

Pero aquí comienza la diferencia entre uno y otro positivismo, puesto que a la par que los unos, fieles al método propuesto, se abstienen de ocuparse del referido problema por miedo a caer en el dogmatismo que tanto les repugna, otros, por el contrario, atraídos por la imprescindible necesidad que de resolver aquel tiene el hombre, llegan a afirmar la existencia de una esencia, de un noúmenos, cayendo así en el [235] materialismo. Los positivistas del primer grupo rechazan esta tendencia, puesto que, dicen ellos, viene a concluir en un dogmatismo tan censurable como cualquiera otro; y si bien es cierto que entre uno y otro matiz hay con frecuencia relaciones lógicas que no es posible desconocer, también lo es que no hay derecho alguno para atribuir a los que se mantienen fieles al punto de vista meramente crítico las afirmaciones que los otros hacen desde el punto de vista dogmático; y eso que todo el que imparcialmente atienda a este movimiento positivista, encontrará que los más de los que pretenden abstenerse de dilucidar el problema ontológico sienten una secreta simpatía hacia las doctrinas de los que en su mismo juicio son infieles al método propuesto.

Por este motivo examinaremos el tema en cuestión bajo este doble aspecto, ya que, de un lado, no es lícito confundir el positivismo crítico con el ontológico{4}, y, de otro, no lo es tampoco detenerse en el problema del conocimiento, porque el hombre necesita para vivir saber, no solo cómo conoce, sino también lo que es el mundo, lo que es la realidad, para poder así descubrir el puesto que en esta ocupa y la obra que le toca llevar a cabo en relación con todos los seres. Nos proponemos, por tanto, examinar el influjo que en la civilización pueden producir las doctrinas de uno y otro positivismo en la debida separación, y con la misma vamos a exponer y juzgar brevemente las afirmaciones de ambas tendencias, preliminar inexcusable para estimar luego la relación de aquellas a la vida, que es el objeto propio del tema.

II

El positivismo crítico plantea el problema del conocimiento del siguiente modo. El hombre ve y conoce cosas que pasan, cambian y suceden, y las conoce atendiendo a ellas, observándolas; y como nota entre las mismas relaciones de semejanza o desemejanza, de continuidad, de causalidad, las agrupa y clasifica mediante la asociación y diferenciación, reduciendo varios fenómenos a uno más general, y llamando a la sucesión continua ley. Pero al hacer todo esto, nosotros [236] añadimos, vemos o suponemos algo que no es el hecho mismo, que no es el fenómeno, como la relación, la continuidad, la ley, la causalidad. Ahora bien: ¿qué es todo esto?, ¿de dónde proviene? Esto, dice el positivismo, no es real; solo existe en nuestro pensamiento, y de aquí la estrecha relación de esta doctrina con la de Kant, la cual, mantenida de nuevo en su parte más esencial por el neokantismo, es hoy un elemento que con razón es incluido por muchos dentro de la corriente general positivista.

Si aquel elemento del conocimiento, continúa diciendo el positivismo crítico, fuera real, se daría en algo, y no siendo este algo el fenómeno, tendría que ser algo oculto a los sentidos y a la observación, esto es, sería un noúmenos. Mas como el elemento componente del conocimiento, que entra en este con el dato de hecho, no tiene realidad, y solo existe en nuestro pensamiento, o no hay nada más allá del fenómeno, o si hay algo que de este exceda, es inaccesible a nuestro entendimiento, y es, por tanto, una pura abstracción el suponer detrás de cada serie de fenómenos un noúmenos y con todos estos componer el mundo.

El positivismo, colocado en este punto de vista, comienza por incurrir en una inconsecuencia, puesto que lo que hace es negar unos conceptos metafísicos, como los de esencia, sustancia, &c., y afirmar otros, como los de causa, relación, continuidad, unidad, &c., olvidando que es arbitraria tal distinción; puesto que, por ejemplo, no es posible atribuir un efecto a una causa sin admitir los principios de identidad y de esencia, ya que sin ellas no se daría aquella relación; que admitir la continuidad es reconocer algo sobre lo que subsiste y en lo que se da la mudanza; que la ley lleva en sí envuelta la afirmación de lo permanente; que la agrupación de fenómenos supone la unidad como principio de clasificación, etcétera; y, por tanto, que lo lógico sería limitarse a declarar que conocemos fenómenos y no más, y abstenerse rigurosamente de emplear idea alguna, categoría o principio de razón.

Se deduce de aquí, que el positivismo crítico no puede detenerse en el puro fenómeno, pues que afirma algo que de él trasciende; solo que niega su realidad, sosteniendo que existe sólo en nuestro pensamiento. Ahora bien; este elemento es común a toda cosa, y se da en todo conocimiento. En el examen de cualquiera clase de fenómenos, nos encontramos con los principios de unidad, esencia, continuidad, relación, semejanza, ley, &c., y la cuestión, por tanto, es la misma para todos ellos: así que si hallamos que en algunos este elemento es real como el fenómeno mismo, estaremos [237] autorizados para afirmar su existencia respecto de todos. ¿Hay algo en que esto se verifique?

Los positivistas, incurriendo en el error de la escuela escocesa y del espiritualismo francés, confunden la observación psicológica con las declaraciones o intuiciones de la conciencia. Yo no sólo sé, por ejemplo, que pienso antes, ahora y después, sino que sé que soy ser pensante, que tengo esta propiedad, y que a ella refiero todos mis pensamientos; y no sólo sé que tengo esta propiedad y otras, sino que por encima de ellas, conteniéndolas y fundándolas, afirmo la existencia del ser que las tiene; afirmo el ser mismo: yo. De suerte, que respecto de este, conozco en junto y a la par, el noúmenos y el fenómeno, puesto que no se trata aquí de una cosa exterior a la que añado algo que sólo en mí se da, sino que lo conocido mismo es ambas cosas; porque, como ha dicho un escritor{5}, cuando veo un hecho exterior, digo que hay una causa; cuando se trata de un hecho mío, veo y afirmo la causa al producirse el efecto, antes y después. En este caso, por tanto, no es ni siquiera posible suponer, que de los dos elementos del conocimiento, se da uno en lo conocido y otro en el que conoce, sino que ambos se dan en lo conocido; puesto que encuentro que por encima de todos los estados o hechos, trasformaciones o evoluciones, queda invariable, permanente e inagotable en mí algo que ni muda, ni cambia, ni se disuelve, y en este algo se funda todo lo que de común y constante se da en los fenómenos, sin excluir el mudar mismo, puesto que ella es en sí una propiedad inmutable. Así, pues, encuentro en mi ser dos órdenes distintos; de un lado, lo esencial, lo permanente, lo que siempre es lo mismo; de otro, lo pasajero y mudable; mi pensamiento y mis pensamientos, mi sentimiento y mis sentimientos, mi voluntad y mis voliciones; en una palabra, mi esencia y mi vida, el ser que soy y lo que hago y vivo.

Resulta, por tanto, que hay algo que contiene en sí mismo y en lo que se da realmente eso que el positivismo supone puramente formal; que no es este elemento, como se supone, una creación de nuestro pensamiento que aplicamos cuando conocemos, ni algo que está dado en nuestro espíritu como para este fin, sino que se da en él en cuanto es ser y solo como ser, y no en una relación particular, esto es, como ser que conoce. Ahora bien, si en el conocimiento de nosotros mismos no pone este elemento el espíritu como conocedor, sino que se da en el mismo como objeto conocido, ¿cómo [238] puede ser otra cosa en los demás conocimientos, ya que estos mismos dos elementos se dan en todos ellos?

Dado este punto de vista del positivismo crítico, tenía que concluir necesariamente por proclamar como única fuente de conocimiento la observación, como único método la inducción. Bajo el influjo de los asombrosos adelantos que merced a estos procedimientos han realizado las ciencias naturales y de los graves errores en que han incurrido algunos filósofos, al aplicar al estudio de la naturaleza el opuesto procedimiento de la deducción, los positivistas han llegado a desconocer el valor y legitimidad de esta y afirmar que ni la filosofía general, ni las ciencias particulares son otra cosa que una inducción y una generalización. Bien pudiera llamar su atención el hecho de estar sometidas a continua corrección las verdades y las leyes que los naturalistas han afirmado siguiendo el procedimiento inductivo, y el contraste que forman con el valor absoluto de las debidas a la deducción. Las clasificaciones zoológicas y botánicas, por ejemplo, mientras no tengan otro fundamento que el dato de hecho, estarán pendientes de modificación, como lo muestra la experiencia, al paso que no consienten corrección ni enmienda verdades como esta: «la suma de los tres ángulos de un triángulo es igual a dos rectos.» El que investiga la verdad empleando la inducción, se encuentra en un caso análogo al en que se halla el que sabiendo que hay bolas de dos colores en una urna cerrada, no tiene otro medio de averiguar la relación en que están las de un color con las de otro que ir sacando bolas y notando la proporción en que están las blancas con las negras que van saliendo. Si sabe que el número total de ellas es, por ejemplo, noventa y nueve, y en las experiencias sucesivas que va haciendo encuentra que salen en la proporción de dos blancas y una negra, inducirá que hay en la urna sesenta y seis de aquellas y treinta y tres de estas; pero la seguridad que irá alcanzando, según va siendo mayor el número de bolas sacadas, aunque va creciendo sucesivamente, no puede adquirir un carácter absoluto, sino en el momento en que se han extraído las noventa y nueve. Ahora bien; sin que pretendamos afirmar que la inducción sea un mero cálculo de probabilidad, antes bien reconociendo su valor real, se encuentra, por lo que a su carácter relativo hace, en un caso análogo al propuesto en el ejemplo. Para el positivismo, la esencia de cada ser es una urna cerrada, cuyo contenido no nos es dado conocer sino observando los hechos y fenómenos que de su seno brotan, al modo que salían las bolas de la urna, mientras que cuando se afirma la existencia de esa esencia y la posibilidad de conocerla, de ella es posible [239] deducir el carácter y naturaleza de los hechos en que aquella se ha de mostrar y realizar, al modo que el que hubiese presenciado la introducción de las bolas en la urna, podría predecir la proporción en que saldrían de la misma las de uno y otro color. Para lo que la deducción es impotente, es para determinar a priori el modo de realizarse los hechos en su última concreción, y por no tener esto en cuenta han incurrido en graves errores aquellos que han pretendido formar especulativamente una historia de la naturaleza o de la humanidad, como si fuera posible encontrar en una deducción lógica las trasformaciones particulares de un planeta o la aparición en la vida de un Sócrates, de un César o de un Napoleón; y por esto, al paso que las leyes biológicas se deducen de la naturaleza de los seres de cuya vida se trata, no es posible obtener el contenido y forma de esta de otro modo que por medio de la observación y de la experiencia.

Este punto relativo al método tiene naturalmente una estrecha relación con el modo de considerar los dos órdenes que antes hicimos notar, el de la esencia y el de la vida, el noúmenos y el fenómeno, uno de los cuales suprime o declara incognoscible el positivismo. Cuando se admiten ambos, se reconoce el uno como fundamento del otro, y se afirma por consiguiente que los seres tienen una naturaleza propia, de la cual pueden deducirse las leyes de su vida y el contenido general de esta, y que la completa realización de su esencia es el fin a que tienden aquellos; es, en una palabra, su bien. De aquí la gran trascendencia que tiene para la vida humana, según veremos más adelante, el modo de resolver tan delicados problemas, puesto que si puede conocerse la naturaleza y esencia de un ser, todo lo que ha de desenvolver este en el tiempo es cognoscible y existe como posible, mientras que si, por el contrario, no puede conocerse, desaparecen para el ser racional y libre, así el ideal absoluto como los relativos que forma en vista de aquel y de las circunstancias históricas de cada momento.

De todo lo dicho puede deducirse el carácter general que este sentido crítico imprime a las ciencias, y que habremos de tener presente al examinar el influjo que en consecuencia ha de ejercer en la vida. Respecto de la Metafísica o ciencia primera, el positivismo crítico, o la anula, ya negando la realidad del objeto que estudia, ya declarándola incognoscible, o arrojándola de la esfera de la ciencia, entrega el estudio de que se ocupa a la religión o al puro sentimiento, o la confunde, como ha hecho Hegel, con la Lógica. Respecto de las ciencias particulares, concluye, como no podía menos, en la exaltación de las históricas y en la desestima de las [240] filosóficas; y por esto, como hace notar oportunamente Flint, que «el doble fenómeno de haberse hecho rápidamente científica la historia y rápidamente históricas casi todas las ciencias, es una señal de los tiempos.» De aquí el afán en nuestros días por investigar el camino andado por la humanidad, de parte de aquellos que pretenden elevar el hecho a la categoría de principio, olvidando que, cuando se desconoce la realidad, de un elemento esencial y permanente, es arbitrario el declarar si aquello que se encuentra constantemente y sin interrupción en la historia está o no llamado a perecer y morir. Este sentido tiene mayor trascendencia respecto de las ciencias que tienen por objeto al hombre, puesto que, debiendo éste, como ser racional y libre que es, determinar por sí su vida, se queda sin luz y sin guía en ella cuando se declara pura y vana abstracción el orden de las ideas, y se le priva de criterio cuando se niega la existencia y el valor de los principios.

III

El positivismo ontológico tiene de común con el crítico el considerar sólo posible el conocimiento de los hechos{6}, el no reconocer otra fuente de aquel que la observación, ni otro procedimiento, por tanto, para adquirir la verdad, que la inducción; pero se aparta de él en que, infiel a las consecuencias que de tal doctrina se deducen, en vez de abstenerse de investigar qué pueda ser ese algo que trasciende de los fenómenos y que el positivismo crítico declara incognoscible{7}, afirma una esencia, la materia, incurriendo así en un dogmatismo, que rechazan los que se colocan en el punto de vista que queda examinado.

Esta inconsecuencia tiene su explicación. Y es, que no solo, según en otro lugar hemos indicado, es imposible al hombre detenerse en el problema lógico y prescindir del ontológico, sino que de tal modo se nos imponen las categorías, que, querámoslo o no, referimos los hechos a una esencia. Ahora bien; los naturalistas, que son los principales mantenedores de este sentido, se encuentran con una que estudian y que no pueden desconocer; lo que hacen es negar que los principios, las ideas, las categorías, supongan la existencia de otra sustancia que aquella, creyendo, por el contrario, que todos los [241] fenómenos que en nosotros y fuera de nosotros se nos ofrecen, son de una misma naturaleza y que están colocados en una serie entre cuyos extremos hay gran distancia, pero sin solución de continuidad entre todos ellos, viniendo así a constituir todo un sistema ontológico, el monismo, después de haber declarado una vana abstracción el orden metafísico. Prescindiendo de lo que tienen de común ambas tendencias y que hemos examinado ya, veamos las consecuencias más importantes que de esta doctrina se deducen con relación al hombre y a la realidad toda.

Respecto de aquel, el positivismo ontológico concluye en la negación del espíritu. No desconoce, en verdad, todo el orden de fenómenos que denominamos comúnmente afectivos, intelectuales, morales, &c.; pero, lejos de referirlos a un ser distinto del cuerpo, considera que no hay en el hombre la dualidad que se supone, sino que toda aquella serie de hechos no es más que la florescencia más pura de la materia, y de aquí que busquen los mantenedores de esta doctrina en la organización y modo de ser del sistema nervioso la explicación de los fenómenos más íntimos y delicados de la conciencia humana, habiendo llegado a formular esta doctrina uno de sus secuaces, diciendo que al modo que el hígado segrega la bilis y los riñones la orina, el cerebro segrega el pensamiento; sin que los detenga en el camino de sus afirmaciones la dificultad de explicar ciertos hechos de la vida humana, puesto que con la teoría del hábito y de la herencia, y tomando como cómplice al tiempo, encuentran solución a todo en los átomos de la materia. Es debido este que consideramos grave error a la confusión por parte del positivismo ontológico, de dos conceptos que son muy distintos, el de causa y el de condición.

En efecto, todos los argumentos que aducen para negar la existencia del espíritu, los toman en el rico arsenal constituido por las observaciones y experimentos relativos a la relación y dependencia de aquel respecto del cuerpo. Son bien conocidos los resultados del estudio que a este propósito hacen con entusiasta afán los adeptos de esta escuela, y el cual no es otro que el mostrar por medio de numerosos é interesantes ejemplos cómo a la supresión o alteración de un órgano corporal corresponde la desaparición o modificación de una de las funciones que se atribuyen al espíritu, de lo cual deducen inmediatamente, que, siendo evidente esta correlación, los hechos que solemos atribuir en nosotros a un ser que no es material, no son sino efecto del cuerpo. Ahora bien; salta la vista que, como decíamos, aquí se confunde la causa con la condición. Un músico tocará mejor o peor un [242] instrumento, según sea este bueno o malo; cualquiera de nosotros escribirá de uno o de otro modo, según sea la pluma que se ponga en nuestras manos; un industrial producirá más o menos, según que tenga o no mercado para dar salida a los productos que fabrica; y sin embargo, ni el instrumento toca, ni la pluma escribe, ni el mercado produce, sino que en todos estos casos, el hombre es la causa de la música, de la escritura y del producto, siendo sólo el mercado, la pluma y el instrumento, condición para que el efecto se produzca. La diferencia esencial en estos dos conceptos, es que en el un caso se da identidad de esencia entre los dos términos, esto es, entre la causa y el efecto, mientras que en el segundo, lejos de exigirse aquella, puede ser un principio o un hecho de cierta naturaleza condición para que se produzca un fenómeno de otra naturaleza completamente distinta. Por esto, viniendo al caso presente, entre el hígado y la bilis se da la relación de causa a efecto, porque entre ellos existe dicha identidad de ciencia, mientras que esta no se da entre el cerebro y el pensamiento.

Además, esa correlación, que pretende ver constantemente y en todas partes el positivismo ontológico, entre el estado del cuerpo y la vida que referimos al espíritu, lejos de mostrarse con el carácter de necesidad o de permanencia con que se nos presentaría, si ambos términos estuvieran unidos por la relación de causa a efecto, podemos observar que a veces se interrumpe y que encontramos verdadera contradicción en vez de esa supuesta armonía. ¿Qué significa, si no, el que coincidan a veces la alegría espiritual y la pena corporal y al contrario? ¿Qué es el disimulo sino la prueba manifiesta de que existe en nosotros un principio que es capaz de alterar aquella armonía? ¿Qué explicación tiene el martirio para la doctrina que estamos examinando, puesto que dentro de ella es imposible distinguir el que sacrifica y lo sacrificado? ¿Cómo darnos cuenta del revivir del espíritu de los niños y de los ancianos en la hora de la muerte, cuando vemos que, al mismo tiempo que el cuerpo débil y apenas desarrollado en los unos, debilitado y consumido en los otros, va a deshacerse y desmoronarse, el espíritu parece que recobra la frescura de la edad viril en los segundos y que muestra el desarrollo que no llegará a alcanzar en los primeros? ¿Cómo podríamos explicarnos que en el cuerpo débil y enfermizo del ilustre Kant habitara un espíritu tan poderoso como el suyo, y cómo que siendo iguales en genio Goethe y Schiller, mientras el uno encerrado en su habitación y respirando los miasmas que exhalaban manzanas podridas producía sus magníficas creaciones, el otro necesitara para las suyas respirar en una [243] atmósfera pura y el aire libre del campo? Todos estos hechos demuestran que cuando el mismo materialista pronuncia estas palabras: yo conozco mi cuerpo, no dice meramente una frase, sino que se las arranca la existencia real y verdadera de esta dualidad de ser que en nosotros se da y que él niega, pretendiendo destruir los poderosos argumentos con que le contradicen sus adversarios, hasta los relativos a la conciencia y a la libertad.

Para demostrar la dualidad de cuerpo y de espíritu se ha hecho notar que éste, a diferencia de aquél, tiene la propiedad de ser conscio, resultando de aquí la posibilidad de trazar entre uno y otro orden una línea divisoria, que el ilustre Jouffroy señaló con gran elocuencia y precisión{8}, mostrando como al paso que de los hechos del cuerpo no tenemos conciencia alguna, la tenemos de los del espíritu, pues que mientras yo sé que pienso y lo que pienso, qué quiero y lo que quiero, ignoro cómo se verifica en mi estómago la digestión de los alimentos y cómo circula la sangre por mis venas. Y de tal suerte es esencial esta distinción, que no tenemos para conocer todo lo que a nuestro cuerpo se refiere otros medios que aquellos de que nos servimos para conocer los cuerpos extraños, siendo así que todos sabemos bien que conocemos directa e inmediatamente nuestros pensamientos y nuestras voliciones; dándose el caso de que muchos hombres terminan su vida en esta tierra sin saber apenas nada de lo que constituye su organismo corporal, y siendo de notar la singular circunstancia de que aquella parte de nuestro organismo que está en las lindes que confinan con la esfera del espíritu, y que según los positivistas es la causa de los fenómenos que a aquel referimos, esto es, el sistema nervioso, es precisamente el que nos es más extraño y desconocido.

¿Qué tiene que oponer a este argumento el positivismo? Lo que podemos llamar la teoría de lo inconsciente, que tan importante papel desempeña en algunos sistemas filosóficos novísimos. Dice que en la esfera del espíritu no se da siempre la conciencia, sino que, por el contrario, pasan para nosotros ignorados muchos hechos que son de la misma índole y naturaleza que aquellos otros a que la conciencia llega, y que, por tanto, lejos de ser una característica que diferencie el orden espiritual del corporal, es una condición que [244] dentro de aquel se da unas veces y no se da otras, resultando por lo mismo que es esta una propiedad que se adquiere y que no puede servir de límite que separe una de otra esfera. El positivismo ontológico, al argüir de esta manera, olvida una diferencia importante, y es, que lo inconsciente respecto del cuerpo es esencial e imborrable, mientras que en el espíritu corresponde a un estado transitorio, que depende tan sólo del sujeto, y es por lo mismo posible convertirlo o hacerlo consciente.

Ni el esfuerzo individual, ni el poder del hábito y de la herencia dan señales de que sea posible al hombre tener conciencia de los hechos que constituyen las funciones de su organismo corporal, mientras que no hay quien deje de reconocer que es conscio de todos los actos que se verifican en su espíritu; sin otra diferencia entre unos y otros que la mayor o menor reflexión con que a ellos atiende. Es verdad que parece que a veces somos extraños a las operaciones de nuestro espíritu, como si estas se verificaran sin nuestra intervención; pero no lo es menos que desde el momento en que atendemos y reflexionamos, aquello que parecía inconsciente pierde este carácter. Por ejemplo, con frecuencia no tenemos conciencia de lo que vemos y de lo que oímos; pero sabemos bien que está siempre en nuestra mano el convertir el ver en mirar, y el oír en escuchar, así como que podemos regir los numerosos movimientos que de ordinario verificamos inconscientemente. Así, pues, este principio, este hecho de la conciencia es un límite infranqueable entre los dos órdenes que constituyen el dualismo que en nosotros se da, puesto que siempre viene a resultar que sé que tengo un espíritu y lo que él es; que yo sé que tengo un cuerpo, pero no lo que es él.

Dado este punto de vista del positivismo dogmático respecto de la naturaleza humana, tenía que concluir necesariamente en la negación de la libertad, en el determinismo, y esto pos dos razones, una que alcanza también al positivismo crítico, otra que es propia del ontológico. En efecto, de una parte, como el único elemento que trasciende del fenómeno, según los mantenedores de la primera de estas dos tendencias, es la ley que rige a aquellos, deducen de aquí que, siendo las leyes necesarias, se hace incompatible con ellas la libertad; y de otra, el naturalismo, afirmando la materia como única sustancia, claro es que ha de extender a la realidad toda el fatalismo que no alcanza al espíritu, según opinión de los que, para afirmar la existencia de éste, se fundan principalmente en su condición de libre, a diferencia del cuerpo sometido a distinta, ya que no contraria, ley.

Por esto, bajo el primer punto de vista, recuerdan con [245] frecuencia los positivistas una conocida frase del estadístico Quetelet, el cual decía: que con la misma regularidad con que el hombre paga tributo al Estado y a la Naturaleza, lo paga a las cárceles y a los presidios; con lo cual quería dar a entender, deduciéndolo de los datos reunidos por la estadística criminal, que necesaria y fatalmente salen cada año del seno de las sociedades cierto número de delincuentes. Y siguiendo por este camino, el malogrado historiador inglés Buckle afirmaba que de tal suerte estaban sometidos los hechos del hombre a estas leyes ineludibles, que la estadística de correos de Inglaterra acusaba en cada año un número de cartas que se habían puesto sin sello en los buzones, que guardaba una proporción próximamente igual con el número total de ellas, es decir, que lo que parece en nosotros más arbitrario, la distracción, estaba también sometido a ley. Toda la fuerza de este argumento se deriva de un hecho inexacto y de un concepto erróneo de la libertad.

Consiste aquel en afirmar una regularidad y una exactitud en la producción de los actos del hombre que no existe, puesto que basta examinar las estadísticas criminales, por ejemplo, de distintos años, para observar cómo la delincuencia crece y mengua, cómo varía la naturaleza de los delitos, cómo se altera la relación en este respecto entre una y otra provincia dentro de un pueblo, &c.; diferencias y variaciones que serían imposibles e inexplicables, si el hombre no fuera libre. Hojéese un anuario estadístico y saltará a la vista que al paso que en unos puntos se observa esa regularidad, como por ejemplo, en lo relativo a los datos climatológicos, en otros, tanto no existe, como que nos servimos de sus variaciones para venir en conocimiento del progreso o del retroceso de la civilización de un pueblo.

Fúndase también esta objeción en un equivocado concepto de la libertad, porque se confunde esta con el libre albedrío. Cuando se estima que aquella consiste en escoger entre el bien y el mal, convirtiéndola así en una pura arbitrariedad, claro es que, implicando el concepto de ley algo de fijo y de permanente, parece que hay contradicción entre uno y otro término. Pero si la libertad es, por el contrario, la propiedad que tenemos de regir nuestra vida, de ser dueños de nuestro destino, de ejercer imperio sobre nosotros mismos, no hay tal incompatibilidad, porque el hombre, obrando, como no puede menos, según leyes que se derivan de su propia naturaleza, es libre en cuanto dentro de ellas actúa y determina su vida por sí mismo. De otro modo, vendríamos a parar en que aquel que con más frecuencia llevara a cabo esa elección entre el bien y el mal, sería el más libre, cuando la [246] sana razón declara esclavo de las pasiones al que en tal caso se encuentra, al paso que estimamos que es más soberano de sí propio aquel que muestra en su vida una rectitud y una regularidad, que siendo en la apariencia análoga a la que impera en la Naturaleza, es en realidad producto de la libérrima acción del hombre.

Es tal la evidencia del principio de la libertad y con tal claridad la ve el hombre en su conciencia, que son pocos los que, arrastrados por una lógica inflexible, llegan a defender esta consecuencia manifiestamente errónea de su doctrina. Y cuando, desafiando a la sana razón, se pretende elevar a la categoría de un principio verdadero el determinismo, todos los argumentos que sus mantenedores enmudecen ante la voz de la libertad que todos oímos en la conciencia, y que parece puesta allí por Dios como dique en que se estrellan los dos grandes peligros en que puede caer la razón humana, el materialismo y el panteísmo.

Esta cuestión de la libertad tiene una gran trascendencia, porque ella suscita en el espíritu contradicciones que sólo pueden tener solución en la Metafísica. «Nada dentro del mundo, ni entre el mundo ni el hombre, si otra cosa no hubiera, puede explicar este hecho maravilloso: que sabiéndonos libres, nos sintamos en el punto y con la misma voz limitados, y, sin embargo, ni la libertad sea amenguada por la limitación, ni ésta sea borrada, contrariada por la libertad. El mundo sólo no explica esta primitiva armonía de una contradicción primitiva también; si por este sólo fuera, el individuo no sería libre; si por el individuo sólo fuera y otra cosa no hubiera, el mundo estaría a sus pies. Del mundo abajo sólo cabria la libertad sin límite, a la servidumbre sin libertad. Si no hemos, pues, de hallar la contradicción y el vacío en la esfera más alta del Espíritu, hemos de reconocer un principio y orden supremo de la vida, que funde igualmente nuestra libertad y nuestra limitación; nuestra libertad, como semejantes; nuestra limitación, como dependientes y causados por este fundamento. Bajo este principio y ley suprema, el lado receptivo de nuestro ser que al ojo vulgar parece pura negación y contradicción inconciliable con el espontáneo y activo, es reconocido como la limitación infinita de nuestra libertad por la libertad divina, que la comprende de todos lados, la penetra por todos los modos, y, sin embargo, la deja entera e ilesa en su límite y análoga a sí misma.»{9}

A la negación de este fundamento a la par de nuestra [247] libertad y de nuestra limitación llega el positivismo ontológico por otro camino, puesto que, no deteniéndole en el desarrollo de su doctrina las consideraciones de estos dos hechos, principios y propiedades, la conciencia y la libertad, tienen que concluir necesariamente en afirmar una sola sustancia, la materia, y desde este momento, claro es que, así como la dualidad de cuerpo y espíritu lleva consigo la afirmación de un ser que sea razón y fundamento de ambos y de su unión, desconocida aquella, no es posible ni hay para qué admitir la existencia de cosa alguna que de la materia trascienda, puesto que declarada la unidad de ser en el hombre, casi todas las llamadas pruebas de Dios vienen al suelo. En efecto, si la consideración del movimiento nos lleva a afirmar un motor inmóvil, ¿por qué no ha de ser este la Naturaleza? Si el principio de causalidad nos conduce a reconocer la existencia de una causa causarum, ¿por qué no ha de ser esta asimismo la Naturaleza? Si. La inducción es la que nos ha de llevar, ascendiendo de grado en grado, hasta Dios, ¿por qué, puesto que es preciso pararse en algún punto, no hemos de detenernos también en la Naturaleza? Si. Cuanto el hombre produce de ordenado y bello en la vida es producto de su cuerpo, es secreción de su cerebro, ¿por qué atribuir el orden y la belleza del universo a otro ser que a esa misma Naturaleza, en cuyo seno fue engendrado el cuerpo? Así que no es en verdad extraño que el positivismo ontológico, después de afirmar la unidad de sustancia, atendiendo a la naturaleza e índole de los argumentos aducidos por ciertas escuelas para demostrar la existencia de Dios, haya venido a concluir en la negación del ser Supremo, en el ateísmo.

Un malogrado pensador español{10} ha dicho que «el espíritu sereno y reflexivo ve que el nombre de Dios está escrito en todas partes, en los cielos y en la tierra, en el polvo y en el sol, en la cabeza de los filósofos, en la fantasía de los artistas, en la boca de sus sacerdotes, y especialmente en el fondo de la conciencia humana.» Sí, es verdad, en su conciencia encuentra el hombre este ser, por más que los preocupados no acierten a comprender que en el seno de un ser finito se albergue el que es infinito y absoluto. Confundiendo la comprensión física con la espiritual, creen imposible esta relación de presencia, que ellos estiman de continencia, porque olvidan que no llevamos a Dios en la conciencia al modo que los alimentos en el estómago, sino a la manera que llevamos la patria en el corazón.

Si atendemos a la conciencia, encontraremos en todas y [248] cada una de sus esferas la presencia de Dios. En la referente al conocimiento hallamos, al lado de datos particulares, mudables, transitorios, que debemos a la observación y a la experiencia, principios inmutables, universales y absolutos; al lado de elementos que pone la actividad de nuestra inteligencia, otros que se nos imponen y que son condición necesaria para que tenga lugar el conocimiento; y hallamos también que en este vemos siempre un más allá; que los objetos y relaciones que conocemos son poca cosa al lado de la infinita realidad y de las infinitas relaciones que unen a los seres que la constituyen. Ahora bien: eso que ni muda ni cambia, que es siempre lo mismo y que con soberano imperio se nos impone; ese conjunto de ideas, de principios, de categorías, que penetra en todos los seres y no procede de ninguno, no puede tener su razón y fundamento, sino en un ser que siendo absolutamente infinito e infinitamente absoluto, sea fundamento y razón de todos ellos. Y de otro lado, si la realidad toda tiene la propiedad de ser cognoscible y en correspondencia con ella ha de darse un ser capaz de conocerla para que así tenga aquella la debida realización, no pudiendo el hombre ser este ser, puesto que no alcanza a conocer sino una pequeña parte de esa realidad y un corto número de las infinitas relaciones que unen a los seres que la constituyen, es evidente que ha de existir un ser infinito que reciba en sí la presencia de la infinita realidad.

De igual modo, atendiendo a nuestra conciencia, hallamos una serie de sentimientos que nos unen a todo cuanto existe; pero encontramos que aquellos constituyen una serie ascendente, desde los sensibles hasta los racionales, los unos pasajeros y transitorios, los otros particulares e incompletos; mas por encima de todos ellos tenemos conciencia de uno que ni muda, ni cambia, ni recae sobre un objeto particular, sino que, por el contrario, se nos muestra permanente, siempre igual e infinito; de aquí que, mientras que los primeros aparecen y desaparecen, produciéndonos en el espíritu el gozo o la pena, el último nos mantiene perpetua é íntimamente unidos a algo que ni es particular ni deja de estar siempre presente en el espíritu, para que el hombre pueda satisfacer la eterna necesidad de amar. Y de tal suerte se diferencia este sentimiento de lo absoluto de todos los demás, que, cuando, lejos de encontrar satisfacción a esta necesidad en nuestras relaciones con los seres particulares, parece que todos se apartan y separan de nosotros; cuando la naturaleza, bajo el influjo de alguno de sus procesos, en lugar de atraernos, nos repele; cuando el amigo nos es desleal, la mujer que amamos nos engaña, la familia nos abandona y la sociedad es con [249] nosotros ingrata, parece como que cerramos los ojos para no ver todos estos desencantos, y volviendo sobre nosotros mismos, encontramos allá en el fondo de nuestro ser algo que ni nos falta, ni nos abandona, y al calor de lo cual, no sólo sentimos consuelo en el corazón, sino que a su contacto el alma se templa y vuelve al exterior dispuesta a entrar de nuevo en esta relación de unión con todos los seres y a pagarles con amor su odio y su indiferencia.

En la esfera de la voluntad es igualmente fácil encontrar el Dios de la conciencia. Todo el que atienda a sí propio, hallará que, en el fondo de su espíritu, hay perpetuamente un diálogo interior de dos voces que son esencialmente distintas. La una nos aconseja la mentira, el odio, el interés, la conveniencia; la otra, la verdad, el amor, el desinterés, el trabajo; la una es tan propia de cada cual, que, mientras yo no revelo por palabras o por actos lo que ella me dice, todos lo ignoran; la otra, por el contrario, tan es verdad que dice lo mismo a todos los hombres, que en las relaciones de cada uno con los demás, lo damos siempre por supuesto; la una, a mi conjuro, él se irrita o calla, se levanta, o se apaga y muere; la otra, siempre igual y la misma, parece la voz del varón justo y fuerte que conserva la serenidad de espíritu en medio de las más graves circunstancias de la vida; la una nos aconseja que nos erijamos en centro del mundo y de la realidad, poniéndolos a nuestro servicio; la otra, por el contrario, que reconozcamos el lugar subordinado que en aquella ocupamos, y que por lo mismo sacrifiquemos nuestro bien particular al cumplimiento del bien uno y todo, del destino universal de los seres. Voz aquella, que nos hace caer y pecar; voz, esta, que nos redime y nos levanta, que todo hombre lleva dentro de sí mismo junto al Adán pecador el Cristo redentor; voz, aquella, en fin, de un Mefistófeles que yo creo y que yo mato; voz, ésta, que es tan sólo eco de una que se hace sentir al mismo tiempo en todas las conciencias, como la acción de la luna se hace sentir a la vez en todos los puertos del Océano.

He aquí cómo encontramos, según decíamos, en cada una de las esferas de la conciencia, en el conocimiento, en el sentimiento y en la voluntad, el Dios cuya existencia niega el positivismo ontológico. Y no es este el Dios de una secta o de una escuela, sino el Dios de antes, de ahora y de siempre: aquél que proclamaba hace treinta y tres siglos un Código de Oriente, cuando decía al hombre: – «mientras que tú dices: estoy sólo conmigo mismo, en tu corazón reside permanentemente este espíritu supremo, observador atento y silencioso del bien y el mal: este espíritu, que está en tu corazón, [250] es un juez severo que castiga inflexiblemente, es un Dios; este es el ser que hablaba en el interior del alma de Sócrates y que le condujo a proclamar su existencia en medio de aquella sociedad politeísta; es el Dios, de cuya verdad depone lo que Tertuliano llamaba testimonium animae naturaliter christianae; es el Dios de nuestro ilustre Servet, para quien no era otra cosa el Espíritu Santo que el principio que habla en el corazón del hombre: es en el que pensaba Scheleimacher cuando afirmaba que el hombre lleva en sí mismo la conciencia de lo eterno y de lo infinito, constituyendo el fondo de su ser, y que, por tanto, lo que los detractores de la religión desprecian es su propio santuario; este es el Dios, criterio de nuestros juicios, fuente de nuestros amores, norte de nuestra voluntad, piedra angular que no puede ser removida en nuestro espíritu sin que retiemble y venga abajo todo el edificio intelectual humano, de que hablaba en ocasión solemne Sanz del Río; éste es, por último, el Dios que inspiró a Herder la que fue su divisa en vida y después inscripción de su sepulcro: luz, amor, vida: luz para la inteligencia, amor para el sentimiento, vida para la voluntad. Si alguna voz blasfema repitiera algún día la frase que oyó la Francia de 1848: Dios, retírate, podrán huir de la tierra dioses antropomórficos y los que son creación de la fantasía; pero continuará el hombre oyendo en su espíritu la voz, siempre viva, siempre igual, del Dios de la conciencia.

Gumersindo de Azcárate

(concluirá)

——

{1} En efecto, preciso es que todos se convenzan de que hoy sirven de poco, si se quiere permanecer en la esfera propia de la ciencia; el dogmatismo sentimental y el sentimentalismo dogmático.

{2} Ancillon hace notar una de las diferencias que distinguen el conocimiento científico del común, el carácter reflexivo, diciendo a propósito de la lógica: «Qu'est ce que la logique naturelle? C'est la logique artificielle qui s'ignore: et la logique artificielle n'est, a son tour, que la logique naturelle qui se sait.»

{3} En España el positivismo está penetrando por dos puertas, abiertas, la una, por los dedicados a las ciencias naturales, la otra por los neo-kantianos. Quizás los esfuerzos de los primeros sean más eficaces que lo fueron en otros tiempos los de aquellos que, consagrados a las ciencias médicas; trataron de propagar una doctrina análoga; pues no es posible desconocer que los actuales positivistas disponen de más medios y manejan mejor templadas armas, sobre todo por el carácter y amplitud de su cultura. Sin embargo, nos parece evidente que es mucho más probable la propagación del positivismo en España bajo el influjo y protección, del neo-kantismo.

{4} De intento damos a este positivismo el calificativo de ontológico o dogmático y no, como es frecuente, el de materialista. Aparte de que el darle este último nombre no sería justo respecto de todos los que siguen esta tendencia, nos mueve a no emplearlo la consideración del sentido que a este término se da en la vida ordinaria y que puede ser ocasión a que suscite en el espíritu de las gentes, respecto de aquellos a quienes alcance, una idea contra la cual con razón protesta enérgicamente Haeckel. Es muy provechoso servirse en las discusiones de ciertas palabras, pero no siempre es lícito.

{5} Jouffroy, si no recordamos mal.

{6} Buchner pone al frente de una de sus obras estas palabras de un escritor inglés: what we now want is facts, lo que ahora necesitamos son hechos.

{7} Schiff lleva su abstención hasta el punto que revela esta frase: «yo no digo que sea incognoscible lo absoluto, porque esto sería un apriorismo.»

{8} Véase la Exposición histórico-crítica de los sistemas modernos, cap. VII, por D. Patricio de Azcárate, y el discurso leído por el mismo en la Sociedad Económica de Lion sobre el materialismo y el positivismo moderno en el año de 1870.

{9} Sanz del Río. – Discurso inaugural pronunciado en la Universidad de Madrid en 1857.

{10} D. Tomás Tapia.

 


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