Revista Contemporánea Madrid, 30 de julio de 1876 |
año II, número 16 tomo IV, volumen IV, páginas 505-511 |
Manuel de la Revilla< Revista crítica >n nuevo libro del Sr. Giner acaba de publicarse. Titúlase Estudios filosóficos y religiosos y compónese de artículos publicados en diferentes épocas, originales unos y traducidos otros. Son los traducidos dos trabajos de Krause sobre matemáticas y otro del barón de Leonhardi sobre relaciones entre la religión y la ciencia, y los originales versan sobre Las condiciones el espíritu científico, el alma de los animales, la clasificación de las ciencias, la Iglesia española y los católicos viejos. Comprende, además, el libro un programa de un curso de Doctrina de la ciencia. Nada diremos de los trabajos de Krause, porque versan sobre materias a que somos ajenos. En cuanto al estudio de Leonhardi sobre la religión y la ciencia, parécenos un trabajo muy poco estimable, absolutamente extraño a todo verdadero carácter científico e impregnado de un misticismo empalagoso, muy propio de la escuela a que pertenece su autor y muy antipático a los verdaderos racionalistas como a los creyentes verdaderos. Todo trabajo de reconciliación entre la ciencia y la fe religiosa es imposible e ineficaz, como en repetidas ocasiones hemos dicho, mientras la primera no renuncie a sus pretensiones teológicas y la segunda a sus intrusiones en el terreno de la ciencia pura. Cuando la filosofía crítica haya puesto fin a todas esas pretendidas teodiceas racionalistas y las religiones se hayan reducido al conocimiento y adoración de Dios, entregando sin reservas ni restricciones a la ciencia el conocimiento del mundo, podrá hablarse de reconciliación; pero pretender que ésta se verifique entre las religiones actuales y les sueños teosóficos de fichtianos o schellinianos, hegelianos o krausistas, dando un barniz cristiano a fórmulas panteístas o una interpretación panteísta a los dogmas cristianos y convirtiendo la conciliación en una serie de mistificaciones inaceptables para los creyentes, es empresa vana e insensata que nunca alcanzará el éxito a que aspira. Y menos ha de lograrse semejante intento, adoptando para ello las empachosas fórmulas místicas de Krause, malamente amalgamadas con un panteísmo vergonzante y expuestas en ininteligible y bárbaro lenguaje. Los trabajos originales que el Sr. Giner incluye en su libro son, por lo general, muy superiores al de Leonhardi. De los cinco que la obra comprende (haciendo caso omiso del programa de Doctrina de la ciencia, que huelga en ella), dos se refieren a cuestiones religiosas y tres a la filosofía. Aquellos nos gustan mucho menos que éstos, pues sobre no pecar de profundos, dan escasa [506] luz sobre las opiniones religiosas del autor, y si alguna dan, antes confunde que ilustra acerca de ellas, pues no es pequeño problema el de averiguar cómo se las compone el Sr. Giner para compaginar el catolicismo de que alardea (siquiera sea liberal) con las doctrinas krausistas que profesa. Misterios de la conciencia privada, que no es lícito escudriñar, son estas inexplicables contradicciones, que señalamos únicamente para mostrar el caos intelectual que reina en esta época en que son la contradicción y la inconsecuencia señoras del mundo. En los dos estudios sobre las condiciones del espíritu científico y la clasificación de las ciencias expone el Sr. Giner las doctrinas generales sobre el concepto y carácter de la ciencia, a que tan aficionada se muestra la escuela krausista. Poco nuevo dice el Sr. Giner acerca de las condiciones del espíritu científico, trabajo encaminado a defender la metafísica de los ataques que hoy se la dirigen, y en el cual abundan discretas y atinadas observaciones, al lado de afirmaciones tan peregrinas como la de que toda realidad es cognoscible por estar puesta en Dios y bajo Dios ante nuestros ojos y otras de índole semejante que en el estado actual de la ciencia ni siquiera pueden ser ya objeto de discusión. El ensayo sobre clasificación de las ciencias, intentado por el Sr. Giner, merece aplauso, siquiera sea por el estudio que revela y por el loable propósito de hacer algo en esta cuestión, muy desatendida por los filósofos. La clasificación del Sr. Giner tiene un carácter señaladamente subjetivo, pues en ella se forman los grupos sin atender a la realidad de los objetos a que corresponden. De esta manera no se traza una clasificación de ciencias (pues no hay ciencia sin objeto real), sino una clasificación de pensamientos e ideas subjetivas, resultando de aquí que en rigor, en el cuadro dibujado por el Sr. Giner podrían, sin inconveniente alguno, comprenderse la magia, el espiritismo y otros análogos dilates, toda vez que son conjuntos de conocimientos sobre objetos cuya realidad no conocemos, pero que indudablemente se ofrecen o han ofrecido al pensamiento humano. Aparte de este error gravísimo hay otro que vicia por completo la clasificación del Sr. Giner, y la da un carácter artificioso y preconcebido, en que se muestran en toda su extensión los estragos que siempre produce el a priori. Desde el comienzo de su trabajo obstínase el Sr. Giner en buscar a todo trance la unidad de la ciencia, basándola en la unidad de su objeto, y no en una unidad cualquiera, sino en aquella célebre unidad de ser y de esencia, que es la piedra filosofal del krausismo. Ni el cosmos, ni la realidad total bastan al Sr. Giner para su objeto; necesita más y yendo más allá de la realidad, afirma que ésta es una propiedad de un ser, y que este ser ha de constituir el objeto de la ciencia una... Por tal camino sabido es adonde se llega. El término abstracto y generalísimo: ser, idéntico sin duda al de realidad (la cual no es propiedad de nadie ni de nada, sino término que expresa la totalidad de los objetos existentes), es prontamente personificado por el Sr. Giner e identificado con Dios, y de esta manera (y a vueltas de sutiles y escolásticas fórmulas y distingos para distinguir el ser absoluto del ser supremo); se plantea [507] ese panteísmo que, bajo el nombre de panenteísmo, constituye el gran descubrimiento y la fórmula suprema de la escuela. Llegados a este punto, la tarea es sencilla: en la unidad de ese ser se encierran y compendian todos los seres, apareciendo al punto la consabida trinidad del espíritu, la naturaleza y la humanidad, tres cosas distintas y una sola abstracción verdadera; en la unidad de la ciencia de ese ser, se comprenden a su vez todas las ciencias, y el trabajo de clasificación queda reducido a ir enumerando todos los seres y propiedades de seres que en el ser se hallan, y en correspondencia con ellos todas las ciencias particulares que se contienen en la ciencia del ser. Colocadas la realidad y la ciencia en el lecho de Procusto del a priori, el Sr. Giner comienza a enumerar multitud de ciencias, algunas de las cuales no existen, otras no han existido nunca y otras no existirán jamás, siendo las que denomina fundamentales meras sumas o agregados de ciencias particulares. Dicho está con esto que la clasificación del Sr. Giner es escasa en valor científico, no muy abundante en utilidad práctica y por todos conceptos inferior a los ensayos de clasificación debidos a los filósofos de la escuela crítica y positiva, señaladamente Herbert Spencer. Y entiéndase que esto no es culpa del Sr. Giner, cuya elevada inteligencia y singulares dotes somos los primeros en reconocer, sino de la escuela en que está afiliado y de las tendencias a que su espíritu obedece. El trabajo más curioso e importante de los contenidos en el libro del señor Giner es, sin duda, el que versa sobre el alma de los animales. El Sr. Giner merece elogio por dar a conocer entre nosotros los trabajos más recientes sobre Psicología comparada, ciencia novísima, mirada hasta el presente con incalificable menosprecio y de la cual ha de recibir mucha luz la Psicología humana. Varia y copiosa erudición y asiduo trabajo revela el Sr. Giner en este estudio, mostrando además no poco conocimiento del asunto y dando señaladas pruebas de sano criterio. Con delicado análisis indaga el Sr. Giner las diferencias entre el espíritu del animal y el del hombre, concediendo al primero multitud de propiedades psíquicas que en épocas anteriores se le negaban con notoria injusticia y ligereza (entre otras, la conciencia de su individualidad, las ideas, en el sentido kantiano; cierto grado de libertad y responsabilidad &c.), y reservando para el segundo únicamente, como propiedades peculiares y características de la humanidad, la conciencia absoluta, esto es, el conocimiento, sentimiento y voluntad de lo esencial, eterno y permanente y el pensamiento puro o poder de reflexionar las ideas. Estas cuestiones llevan como por la mano al Sr. Giner a ocuparse de la génesis del espíritu animal y del humano, y a examinar si la diferencia entre ambos es esencial y fundamental, o meramente accidental e histórica. Exponiendo con este fin las soluciones dadas al problema por las más opuestas escuelas, abstiénese el Sr. Giner de presentar la suya, fundándose (y no sin razón) en la carencia de datos para resolver la cuestión, pero mostrando bien a las claras sus tendencias y aficiones espiritualistas y buscando apoyo para sustentarlas en la opinión de naturalistas autorizados, y muy señaladamente en las hipótesis, hoy poco acreditadas en la ciencia, del célebre Carus. [508] Una cuestión delicadísima y poco tratada ventila el Sr. Giner al terminar su notable trabajo. Tal es la de si los animales disfrutarán de la inmortalidad. Tampoco revela claramente su pensamiento en este punto; pero antójasenos que no es muy contrario a tan original idea, que tan abiertamente choca con la opinión común. Una observación sutil aventura sobre esto el Sr. Giner, y es la de que, siendo igualmente valederas para el espíritu animal y para el humano las razones que ordinariamente se alegan en pro de la inmortalidad de nuestras almas, la unánime opinión que la niega en los animales, pone en grave peligro la de los hombres. El argumento no deja de tener alguna fuerza; pero también podrá retorcerse y objetar al Sr. Giner, que de esa solidaridad que establece entre la inmortalidad del animal y la del hombre, muy bien pudieran deducir los escépticos que, siendo notoriamente absurda, injustificada y repulsiva al sentido común la primera, otro tanto habría que decir de la segunda, si la afirmación o negación de cualquiera de entrambas, supone necesariamente la de la otra; en cuyo caso, no eran los adversarios de la inmortalidad del animal, sino el Sr . Giner, quien causaba gravísimo daño a la creencia en la vida ultramundana del hombre. * * * Con el título: El catolicismo antes del Cristo acaba de publicar el señor vizconde de Torres-Solanot un libro en que se propone dar a conocer los más recientes trabajos de los indianistas, con el objeto de señalar las semejanzas que existen entre los dogmas, leyendas, instituciones, ceremonias y organización del brahmanismo y los del catolicismo romano, mostrando que este es un plagio de aquel, y justificando de este modo el singular título de su abra. Atrevida es la tesis que pretende demostrar el señor vizconde, y notable gravedad entrañaría su libro, si de un modo evidente y autorizado la probara. Si las pasmosas semejanzas que señala entre brahmanismo y catolicismo fueran ciertas, golpe mortal recibiría la religión católica, a la que parece profesar verdadera saña el señor vizconde; pero, por desgracia para su causa, distan mucho de merecer completo crédito las afirmaciones de su libro. Que entre todas las religiones nacidas en Oriente (incluso el cristianismo) existen indudables relaciones y semejanzas; que hay en ellas un fondo común de doctrinas y creencias que parecen trasmitirse de unas a otras, cosa es puesta fuera de duda por cuantos se dedican a estudiar la ciencia comparada de las religiones y reconocida por los mismos orientalistas católicos desde fecha bastante remota. Pero que estas semejanzas lleguen al extremo que hallamos consignado en el libro del señor vizconde de Torres-Solanot, es ya cosa que dista mucho de estar probada, como quiera que en ninguno de los trabajos debidos a los grandes orientalistas, en ninguno de los monumentos literarios auténticos de la India se hallan consignadas las singulares leyendas que vemos reproducidas en El catolicismo antes del Cristo. Ignoramos hasta qué punto llegan los conocimientos que en el idioma y literatura de los indios posee el señor vizconde, pero, a juzgar por lo que de su obra se colige, nos parece que su ciencia es de segunda mano y que no ha [509] bebido en las fuentes originales. No le culpamos por ello, pues siendo desconocido el sánscrito entre nosotros, todos conocemos de igual manera (salvo alguna mínima excepción) aquella antigua literatura; pero se nos figura que antes de aventurar las atrevidas tesis que en su libro sustenta, debió pesar cuidadosamente las pruebas en que se apoyan y quilatar con el mayor cuidado el valor científico de los escritores en que se inspira. Con tal criterio, podía el señor vizconde dar a la estampa sin desconfianza las conclusiones, hechos y doctrinas que viera consignadas en las obras clásicas de aquellos grandes orientalistas que gozan de autoridad indiscutible en el mundo científico y en los monumentos literarios de la India, cuya autenticidad está universalmente reconocida, y cuyas autorizadas versiones en lenguas modernas pudo utilizar. No lo ha hecho así; preocupado por la idea de dañar al catolicismo, ha buscado la ciencia orientalista en los trabajos de Luis Jacolliot, y de esta suerte se ha hecho cómplice, sin saberlo, de las inauditas mistificaciones de este escritor, y ha dado, como última palabra de la ciencia indianista, un conjunto de fábulas, que inducirán a gravísimos errores a los que en su libro quieran hallar el conocimiento de aquella portentosa civilización. No debía desconocer en su buen talento el señor vizconde de Torres-Solanot que de ser ciertas las afirmaciones contenidas en las obras de Jacolliot, sobre ser inexplicable que no hubieran sido dadas a conocer anteriormente tan trascendentales descubrimientos por los grandes orientalistas, la alarma y la sorpresa producidas por tamaños hallazgos debieran haber tenido inmensa resonancia en el mundo científico, disfrutando, merced a ello, el nombre de Jacolliot crédito y reputación, no ya iguales, sino superiores a los que alcanzan los Burnouf, los Lassen, los William Jones, los Colebrooke, los Max Muller y los Barthelemy Saint Hilaire. Pues bien: lejos de ser así, Jacolliot está completamente desprestigiado entre los científicos serios, y la momentánea conmoción que produjo su primer libro (la Bible dans l'Inde) ha sido reemplazada por el más absoluto descrédito y la indiferencia más profunda, a más de ser pulverizado su autor por los rudos ataques, no sólo de escritores católicos como Ravisi, Paire y Genoude, sino por los de hombres de espíritu tan despreocupado como Max Muller (a quien con notoria inexactitud llama ultramontano el señor vizconde), y por escritores tan radicales como el eminente filólogo positivista Abel Hovelacque, coincidentes todos en negar crédito a las opiniones y autenticidad a los textos de Jacolliot. En prueba de ello, véase lo que dice Max Muller en su libro La ciencia de la religión: «Los libros canónicos, aunque en la mayoría de los casos suministran los informes más antiguos y auténticos en el terreno de las religiones no merecen, sin embargo, una confianza ciega y deben ser sometidos a una crítica más minuciosa, a un examen más preciso que todos los demás libros históricos. Para este examen presta considerable auxilio en frecuentes casos la ciencia del lenguaje. No es fácil imitar las formas arcaicas del lenguaje con el acierto suficiente para engañar a los ejercitados ojos del gramático, aunque se consiguiera imitar con feliz resultado el pensamiento antiguo y primitivo, ocultando al historiador su origen moderno. Un libro forjado como el [510] Ezour Veda que engañó al mismo Voltaire... no engañará hoy a ningún lingüista iniciado en el conocimiento del sánscrito. Puedo añadir que un libro reciente; que ha causado alguna sensación en el mundo científico y ocupado la atención, La Biblia en la India por Mr. Jacolliot, pertenece al mismo género de escritos. Aunque los pasajes de los libros sagrados de los brahmanes no están reproducidos en el original, sino en una traducción francesa muy poética, nadie que conozca un poco los elementos del sánscrito dudará un momento siquiera en reconocer que la buena fe de Mr. Jacolliot, presidente del tribunal de Chandernagor, ha sido sorprendida por el maestro indígena que le ha prestado su concurso. Muchas cosas pueriles y ridículas se hallan en los Vedas pero cuando se ve citada como tomada de los Vedas la siguiente frase: La mujer es el alma de la humanidad, no es difícil comprender que esta es una invención del siglo XIX y no de la infancia del género humano. Las conclusiones y teorías de Mr. Jacolliot son naturalmente lo que debían ser, apoyándose en semejantes materiales.» Perdónennos nuestros lectores por haberles molestado con tan extensa cita; pero los fueros de la verdad y de la ciencia así lo exigen. Sería culpable nuestro silencio si no pusiéramos en guardia al público contra el libro del señor vizconde de Torres-Solanot, evitando que corran como verdades las fábulas con que ha sido sorprendida (según la expresión de Max Muller) la buena fe de Jacolliot, siéndolo también la de su expositor español. Deplorable fuera que, dada la ignorancia que hay entre nosotros acerca de este linaje de estudios, pasara por ciencia indianista lo que no es otra cosa que un tejido de patrañas y en ellas se apoyara una injusta acusación de plagio lanzada contra el catolicismo. La ciencia debe ser ante todo seria y si quiere luchar con una religión lo ha de hacer con armas corteses, nunca con las forjadas por la impostura, y fuera cosa peregrina, por cierto, que para combatir al catolicismo se emplearan las consejas con que engañaron a Jacolliot los astutos brahmanes que se entretuvieron en forjar el fantástico Iezeus cristna, importado a Europa por el indianista francés y traído entre nosotros por el señor vizconde de Torres-Solanot. El libro del señor vizconde tiene un doble propósito: desacreditar al catolicismo, presentándolo como un plagio y sustituirlo con otra creencia. De tal suerte preocupa este fin al señor vizconde, que su obra es una violentísima y apasionada diatriba contra la religión católica, a la que trata con una saña y virulencia que son impropias de un trabajo científico, revolviéndose además contra los que, formando en las filas de la moderna filosofía, no creen conveniente, sin embargo, cooperar a esta obra de violencia y de destrucción. Su celo anticatólico ha movido al señor vizconde a combatir a nuestra Revista por haber sustentado en ella la necesidad de conservar en nuestro pueblo la fe católica, aunque liberalizándola, por ser imposible sustituirla con otra alguna. Censúranos por ello el señor vizconde y le falta poco para llamarnos ultramontanos como a Max Muller y a renglón seguido se sirve decirnos cuál es la fe que en su concepto puede sustituir con ventaja al catolicismo. Esta fe (pásmense nuestros lectores) no es otra que la doctrina espiritista. [511] He aquí la clave del libro del señor vizconde, cuya publicación ha coincidido con la de una nueva edición de cierta novelita titulada: Marietta (páginas de dos existencias y páginas de ultratumba) que tenemos a la vista. Sustituir al catolicismo con el espiritismo; he aquí el fin a que responde la obra que hemos examinado, es decir, reemplazar una religión grandiosa, profunda en sus dogmas, conmovedora en sus leyendas, bella y artística en su culto, sorprendente y poderosa en su organización, con un conjunto de pueriles supersticiones, debidas a la alucinación y acaso a la impostura, con una serie de pretendidos principios filosóficos que no son más que un cúmulo de absurdos, en suma, con una secta de alucinados, cuya existencia en el siglo XIX es un anacronismo inexplicable. No queremos añadir una palabra más. Baste con lo dicho para que el público sepa a qué atenerse con respecto al orientalismo de Jacolliot y de su expositor. En cuanto a la novela Marietta, dictada por los elevados espíritus de Marietta y Estrella (!) al médium D. Daniel Suárez Artazu, diremos únicamente que hace honor a los dotes de estilista de este señor, a quien felicitamos por su trabajo. Por lo que hace a las doctrinas que en dicha novela se exponen, nada queremos decir, pues tenemos el firme propósito de no tomar en serio la superstición espiritista, que no merece siquiera los honores del debate ni debe ocupar ni por un momento a quien se precie de rendir culto a la verdadera ciencia. * * * Nos falta espacio para ocuparnos del cuarto tomo de la segunda serie de los Episodios nacionales que con tan merecido éxito publica el Sr. Pérez Galdós. Titúlase El grande Oriente y es una viva y exacta pintura de la azarosa época que se extiende de 1820 a 1823. La vida interior de las sociedades secretas de masones y comuneros, las intrigas, candideces y dislates de los liberales de aquel período, las negras maquinaciones de la corte, los sangrientos excesos de la plebe, están retratados de mano maestra en esta novela, una de las más interesantes y amenas de esta segunda serie de los Episodios. La acción novelesca que con los hechos políticos se anuda, y que parece el prólogo de un conmovedor drama, es también muy digna de encomio, no sólo por la perfección con que están pintados los personajes que en ella intervienen, sino por haber en ella un movimiento y un calor que no son frecuentes en los tomos anteriores. El conflicto moral en que el autor coloca a Salvador Monsalud, la narración de los amores de éste con Andrea, la interesante figura de Lolita, son felicísimas ocurrencias que muestran cómo va creciéndose de día en día el Sr. Pérez Galdós, a quien una vez más felicitamos por sus repetidos triunfos.
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