José del Perojo
Voyage au pays de Babel
ou explorations a travers la science des langues et des religions, por F. Julien, Paris, E. Plon et c.e, 1876
En nuestros días, en estos mil veces benditos días de lucha y actividad, aumenta sin cesar el hombre con su asiduo trabajo el campo de sus conocimientos; y no a manera de agradable placer que a su espíritu deleita, sino como imperiosa necesidad que le mueve y le empuja sin parar hacia horizontes que atraen a un término a que nunca se llega. Tiempos hubo, y no muy remotos por cierto, en que creyó el hombre concluida su carrera, en que pretendió tocar a la cima de sus empresas y descansar contemplando lo que él mismo se trazó como límite definitivo de sus deseos y aspiraciones: parecióle el mundo un instante detenido y a su modo y manera lo describió, llamándolo verdad eterna, conocimiento absoluto, leyes permanentes y esas otras fórmulas más con que nos hablaron aquellas generaciones, tan cerca ¡ay! de la nuestra que casi con nosotros están rayando. Todavía te hablará alguno, lector, de la ciencia absoluta, del sistema del conocimiento; todavía existen espíritus, por desgracia para la ciencia moderna perdidos, que miran de soslayo esta ebullición que agita y remueve constantemente todas las adquisiciones del espíritu humano. Compadecen la instabilidad de nuestros conocimientos, el descrédito que espera mañana al descubrimiento que hoy nos enorgullece, y el mudar constante de reinas e ídolos en los dominios de la ciencia: in illo tempore sólo una ciencia reinó como soberana: la metafísica. A ella todas se amoldaban, todas rendían culto, y sus decretos ni aun discutirse podían.
Hoy corren otros vientos. El hombre pensó saberlo todo; vivió algún tiempo, aunque poco, con esta ilusión; y cuando empezó a examinar lo que como bueno y legítimo podía conservar y lo que como falso y sospechoso debía rechazar, comenzó el desarrollo de las ciencias particulares, hijas que nos atreveríamos a llamar del examen de conciencia de la ciencia absoluta. Desde entonces diariamente vemos presentarse a nuestra vista nuevos órdenes de conocimientos. Nacieron la física y la astronomía, la química y la fisiología, la geología y la paleontología, la psicología etnológica y la lingüística, &c., &c. Hoy tenemos otra nueva ciencia a la vista: la asiriología. ¿Qué significa todo esto? ¿Todas estas nuevas ciencias no son conocimientos de que antes carecíamos y que al penetrar en nuestro dominio toman un nombre? Estos bautismos los estamos viendo todos los días. ¡Y quieren que deploremos aquella era de inercia en que el pensamiento sólo jugaba muellemente con sus caprichos! [119] ¿Aquello llamarlo científico? Pase el nombre por la época en que se empleaba; pero examinado sin relación de tiempo ni circunstancias, fue... no solo para Espronceda,
Metafísica pura, puro disparatar.
Pero volvamos a nuestra asiriología.
El interés que hoy tienen los estudios asiriólogos está justificado. Los descubrimientos de antiguos e importantes documentos en Nínive y Babilonia, los epígrafes asirios exactamente interpretados por Schrader, Menant y Smith, han traído un nuevo mundo a nuestros ojos y abierto el camino a la resolución de antiguos oscuros problemas. En la lingüística no tienen precio sus ventajas, y son tantas y tan notorias, que con ella casi vienen a formar un mismo cuerpo, por lo unidas que ambas ciencias están. –«Asiriología y lingüística tienen en efecto algo más que puntos de contacto y que paralelo camino; no se codean simplemente, sino que a veces se compenetran y confunden...», dice muy bien Mr. Julien.
La etnografía, la historia, bien se comprende, y las religiones sobre todo, adquieren nueva y más brillante faz. La oscuridad, por ejemplo, de muchos nombres bíblicos ha desaparecido. Hechos allí referidos y en nubes y tinieblas envueltos nos sorprenden hoy a la luz de los nuevos trabajos, y hombres como Schrader, Smith, Goldziher y otros nos demuestran la existencia nada menos que del politeísmo en el pueblo hebreo. Palabras mal interpretadas son juramentos que la asiriología explica; nombres que nadie entendía dioses y diosas son del olimpo hebreo. El diluvio, por ejemplo, no es otra cosa que un canto del poema de Isdubar. Schrader en su última traducción de la bajada de Istar a los infiernos, la Astarté de la Biblia, pone de manifiesto coincidencias tan extraordinarias, que ni un momento le es permitido vacilar sobre el origen de los recintos bíblicos, con ser el autor por demás cristiano y creyente.
Es que la mitología hebrea va abriéndose camino por todas partes. ¿Y quién puede ya dudar de la existencia del mito hebreo? Después de los trabajos del Dr. Goldziher sobre todo, la duda es casi imposible. Hace poco que existían importantes los dos bandos y que el uno rechazaba decidido las demostraciones del primero por creerlas, más que inverosímiles, contrarias a su empeño de no conceder espíritu mitológico al pueblo hebreo y sus consanguíneos, dotándolos del instinto monoteísta, como único digno de los grandes planes de la Providencia. Se ponía entre arios y semitas ese insuperable valladar. Era el uno el pueblo de las grandes concepciones, el del pensamiento elevado, ideas madres y generosos sentimientos, pero pagano; y el otro, el que solitario con su único Dios, servia a la Providencia en la tierra de luz y guía para la salvación de los otros; pero estéril, pobre y miserable en poesía, ciencia y filosofía. Las líneas están ahora en completa confusión y no hay partidos ni exclusivismos, y hombres como Mr. Derembourg, guardadores incólumes de la tradición y sangre hebreas, enhiestan decididos la causa mitológica, y sostienen llenos de razón y verdad que todo pueblo tiene su período mitológico como el individuo sus años de infancia, y que tan imposible es concebir una raza que [120] comience a vivir por la edad de la razón como un ser humano por la edad madura.
La historia, con la comprobación de este hecho, ve unido y regular su cuerpo y zanjadas esas contradicciones que parecían poner a la humanidad en negación consigo propia. Semitas, arios touranenses, todos siguen un mismo proceso psicológico y repiten sin cesar la ley eterna de la evolución. Resta al investigador, es cierto, campo árido y difícil en que ir entresacando los elementos precisos y definitivos de aquellas etapas: pero en la lengua, sobre todo, y en la literatura están esas fuentes de la mitología hebrea. En la lengua, como dice Goldziher, porque allí se esconden los datos más seguros y decisivos de la mitología de un pueblo: pues en ella se reflejan las impresiones primeras que la naturaleza en el hombre produjo. Y en la literatura, existen abundantemente en el Génesis y libro de los Jueces; la historia de los Reyes da no pocos elementos, y hay por último mucho que apuntar y recoger en los Talmudes y Midraschinm, sin contar con el Agada, de grande e innegable valor mitológico, como claramente lo dicen su naturaleza y contextura. Es preciso ir quitando poco a poco a los personajes históricos lo que la imaginación del pueblo les dio, y separar con tiento y tacto los elementos que insensiblemente se fueron aglomerando. Nada tan difícil como el proceso lento y misterioso que lleva al hombre a lo inesperado y desconocido, con ser todo ello obra suya.
Mas dejemos esto y sigamos con nuestro autor.
Mr. Julien no es un asiriólogo en el verdadero sentido de la palabra. Es, sí, un noble espíritu, poseído de esto que podíamos llamar santa curiosidad. Autor, por otra parte, de profundos y sólidos estudios, en que ha demostrado fuerzas propias, y no pequeñas ciertamente, aunque con tendencias siempre harto señaladas, como su Comandante Marceau y las Misiones cristianas, o sus Armonías del mar, en esta ocasión ha abandonado su propio terreno para penetrar en otros que le eran casi desconocidos. Mundo nuevo que anhelaba ver y hechos y datos que necesitaba acumular; pero que ni con el deseo se alcanzan ni que sólo el propósito facilitan. Es menester en esos como viajes de exploración paso firme y buena vista, que si la sorpresa o preocupación turban, a nada bueno pueden llevar. No quisiéramos equivocarnos; pero antes de introducirse Mr. Julien en la asiriología, sabía ya lo que iba a ver. A más del título de la obra, lo pone aún más evidente los autores a quien sigue y las conclusiones que nos da. ¿Cree así Mr. Julien haber visto algo nuevo? ¿No sigue viendo lo que de antemano le guiaba? En estudios de este género no es permitida la preocupación, que todo lo que tiene de respetable en determinados momentos, cuando estorba al hombre el camino y le aprieta y embaraza, es de odioso y desagradable. Impresiones no se reciben en los sentidos que están sobrexcitados, y ni datos ni apuntes pueden tomarse dominado el espíritu por una idea. Viaje, en verdad, es título que al libro de Mr. Julien convendría, si ya también no fuera menester al que viaja más circunspección y sangre fría, porque viajes hay en que, como el del caracol, no se descubre otro mundo que el que se lleva a cuestas.
Hablando, por ejemplo, el autor de las raíces que en dos suertes divide: [121] verbal o atributiva y primordial o demostrativa, dice de las primeras: «de misterioso origen, es decir, divino, nada al hombre debe.» ¿Parece bien a Mr. Julien y colegas convertir en divino todo lo que es misterioso y tinieblas? ¡No os quejéis, después, al ver a la ciencia desalojar diariamente de nuestros territorios eso que llamáis divino! Si a lo desconocido y misterioso hacéis divino, grandes deben ser los desengaños que el corazón del hombre ha de experimentar. Lo misterioso es lo que hasta ese instante ha sido inexplicable, es un hecho como otro cualquiera que si no encuentra algún día explicación, será porque nos falten elementos materiales; pero no porque sea sobrenatural o divino. Lo divino, metido a misterioso, casi rayaría en ridículo.
Es la blasfemia de las blasfemias derivar de Dios lo que no viene más que de nuestra pequeñez e impotencia, porque sencillamente no hacemos menos que divinizar nuestras flaquezas. Con ese procedimiento no hay que extrañar que aparezca la teoría de que la ciencia está en razón contraria de la religión, y que a medida que aquella adelanta, es cada uno de sus pasos un golpe que va arrancando las ilusiones más queridas del alma humana, y que como problema se ponga qué es lo que más vale, si los hielos del saber o los amores del sentimiento.
Algo más altos están los fundamentos en que la religión descansa para que la ciencia los alcance, y más imperiosas son las leyes de la ciencia para que la religión a su antojo las tuerza. Una y otra son almas de nuestra alma, vidas de nuestra vida; pero almas o vidas que se completan y armonizan. Mira la una a lo exterior y necesario, a lo que en el mundo y en nosotros sucede, tal como se nos imagina suceder, y tiende la otra su vuelo a lo perfecto y lo ideal, a los reinos de nuestra conciencia, para con su luz iluminar los hechos y tempestades que en el fondo del alma estallan y se desencadenan. La ciencia sólo acepta lo relativo y accidental: el hecho; la religión, lo absoluto y lo imperioso: la ley imperativa.
En la ciencia reconocemos nuestros conocimientos como producto de nuestra organización: son obra nuestra; en la religión, reconocemos nuestros deberes como hijos de la voluntad divina: son la obra de Dios. ¿Cabe lucha entre términos que tanto discrepan?
Esto bien entendido, no poco había de aliviar nuestras tan enconadas contiendas. Y Mr. Julien es de los que más bien atizan la hoguera. Su libro, por muchos estilos interesante y producto de largas y provechosas vigilias, no es de toda la utilidad que podía esperarse. Reducido el autor a un número pequeño de autores a él simpáticos, no sale de un exclusivismo imperdonable. Talentos sobran al autor, datos y conocimientos nadie puede ponerlos en duda; pero la pasión en que se encierra en sus preocupaciones, tratando, sobre todo, de una ciencia tan libre, nueva y espontánea como la asiriología, hace efecto tan desagradable y de tan pésimos resultados como el que con mohosa y bastarda llave se empeñara en poner en juego brillante y pulida cerradura.
José del Perojo
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