Revista Contemporánea Madrid, 15 de diciembre de 1876 |
año II, número 25 tomo VI, volumen V, páginas 623-631 |
Manuel de la Revilla< Revista crítica >a Constitución inglesa y la poesía lírica contemporánea en España; tales son las dos cuestiones que debaten la sección de ciencias morales y políticas y la de literatura y bellas artes del Ateneo, habiendo terciado en la primera los Sres. Montoro, Moret, Figuerola, Íñigo, Sánchez y Fuentes, y en la segunda los Sres. Valera, Vidart, Montoro, Carvajal, Núñez de Arce, Puelma, Rodríguez Correa, Bravo y Tudela, Reus, González Serrano, Lozano y el autor de estas líneas. Como de costumbre, el debate que mayor animación ofrece es el de la sección de ciencias morales y políticas. Allí se ha vuelto a plantear la cuestión entre el liberalismo y el ultramontanismo, después de haberse sostenido en un terreno expositivo la discusión en los primeros días. Todos los oradores liberales han convenido en que la práctica leal y sincera del sistema representativo, el régimen de las libertades necesarias, la influencia decisiva de la opinión en la marcha de la política, la moralidad y patriotismo de los partidos, las sanas costumbres públicas, la admirable organización de la justicia y la institución del Jurado son las causas del próspero estado político y social de la Inglaterra, con razón considerada como modelo de pueblos libres y bien gobernados. Todos también han manifestado que el especial organismo político de aquel país no puede ser imitado por otro alguno, y que lo único que de él puede importarse en pueblos menos afortunados es aquel conjunto de libertades, que ciertamente no son privilegio suyo, sino régimen de la mayoría de las naciones cultas. Preciso es reconocer que los oradores liberales han dejado en la sombra los aspectos poco simpáticos de la Constitución inglesa, como son la confusión del poder espiritual y del temporal reunidos en la mano de un rey-pontífice, [624] el predominio de la aristocracia, el aflictivo estado de las clases proletarias, la débil e imperfecta organización del ejército terrestre, las tendencias reaccionarias e intolerantes del clero anglicano y la existencia de ciertos usos poco en armonía con la civilización, como la pena de azotes, por ejemplo. En cambio, los oradores ultramontanos han puesto de relieve estos defectos, prescindiendo de las excelencias que en parte los compensan; y continuando en su tradicional costumbre de ver la paja en el ojo ameno y no la viga en el suyo, han hablado con edificante indignación de la intolerancia inglesa, que en buena lógica debieran aplaudir. A nuestro juicio, en la Constitución inglesa hay que distinguir lo que es común a los pueblos libres y lo que es privativo del inglés. Lo primero puede ser imitado en todas partes; lo segundo se debe a un conjunto de circunstancias históricas, etnográficas y climatológicas que no pueden reproducirse en pueblos de otra raza y de diversa historia. Esta parte de la cuestión no ha sido suficientemente esclarecida por los oradores liberales, acaso porque siendo todos espiritualistas y partidarios, por ende, de la igualdad absoluta de todos los hombres, no se cuidan de averiguar si es o no cierto que hay aptitudes y destinos que no son comunes a todas las razas. El régimen individualista, el self-government de la Inglaterra, sus especiales costumbres políticas, la facilidad con que ha hermanado el principio autonómico con el autoritario, no pueden ser imitados por pueblos de diferente raza y clima, y por eso no darían resultado sus instituciones al ser trasportadas a diversas latitudes, sobre todo a los pueblos latinos, igualitarios, autoritarios y socialistas por naturaleza, por tradición y por costumbre. Si a esto se agrega que el régimen inglés en su actual forma no puede ser el ideal de la democracia, mal avenida con gobiernos aristocráticos como el de Inglaterra, fácil es comprender que el estudio de la Constitución inglesa tiene para nosotros un interés más histórico que político, porque difícilmente hallaremos en ella nada que pueda aplicarse entre nosotros, salvo aquello que, como hemos dicho, es común a todos los pueblos regidos por instituciones liberales. El debate, sostenido a grande altura por los Sres. Montoro, Moret, Figuerola e Iñigo, ha decaído notablemente al terciar en él el Padre Sánchez. Este intencionado y hábil polemista incurre siempre en la grave falta de extraviar las discusiones y de agriarlas dándolas un marcado carácter personal. El incidente surgido entre él y el Sr. Figuerola ha tenido poco de instructivo y nada de ameno ni de edificante. Obstinado en traer al debate inoportunas cuestiones teológicas y en aludir a la personalidad política de su adversario, [625] buscando sus armas en repetidas citas históricas y en artificiosas sutilezas, un tanto sofísticas; olvidándose de la lógica de sus principios que le impide condenar en los protestantes la intolerancia que justifica sin duda en los católicos; ingenioso a veces, intencionado otras, cáustico y violento casi siempre, el Sr. Sánchez, si ha mostrado que aún conserva sus antiguos hábitos de polemista, ha extraviado en cambio el debate, provocando un intempestivo y enojoso incidente, que podrá tomar mayores proporciones si en él tercian (como parece) algunos pastores protestantes, resueltos, sin duda, a perder el tiempo en la defensa de una causa muy poco simpática entre nosotros. Esperamos, sin embargo, que el debate logrará encauzarse de nuevo cuando en él tome parte el Sr. Pelayo Cuesta, autoridad de mayor excepción en todo lo que a instituciones inglesas atañe, y persona de tan probada sensatez como reconocida inteligencia. * * * El tema puesto a discusión en la sección de literatura no ha producido un verdadero debate, bien porque no diera lugar a ello la forma en que se redactó, o bien porque cuantos en él han terciado estuvieran conformes en los puntos fundamentales y separados sólo en cuestiones de detalle. Pero si el interés que la polémica inspira ha faltado, en cambio se ha observado una unanimidad de opiniones en ciertos puntos, que bien pueden, por tanto, considerarse como verdades probadas; tales son: la superioridad del lirismo contemporáneo sobre el de casi todas las épocas anteriores, sobre todo en España, y la importancia decisiva, notoria influencia y relevante mérito de ciertas escuelas líricas modernas que han aparecido en España, singularmente las que se personifican en Quintana, Bécquer y Campoamor. Las cuestiones secundarias o extrañas al tema que han dado motivo a debate han sido la distinción entre la poesía objetiva y la subjetiva, la distinción entre el fondo y la forma del arte bello y la legitimidad del arte docente. En todas ellas han dado muestras insignes de ingenio y elocuencia los oradores que las han debatido, quienes, por regla general, han confundido los términos sobre que versaba el debate, unos obstinándose en negar al arte su carácter puramente formal por confundir el fondo de la obra artística con la forma conceptivo-figurativa en que se encarna; otros confundiendo la trascendencia del arte con un fin docente que le es extraño y repulsivo, y otros empeñándose en considerar como términos antagónicos e irreductibles lo objetivo y lo subjetivo, sin comprender que ambos no [626] son otra cosa que aspectos distintos de una misma realidad. El debate terminará muy en breve con un resumen del presidente de la sección, Sr. Canalejas. * * * Desde nuestra última Revista hasta la fecha han menudeado los estrenos en los teatros. El gladiador de Rávena, del Sr. Echegaray, y Dos hijos, del Sr. Fernández Bremon, en Novedades; Auto de fe, de autor ignorado, y Fruto vedado, del Sr. Sánchez de Castro, en el Español; Pepe Carranza, del señor Frontaura, Los dominós blancos, de los Sres. Navarrete y Pina Domínguez, en la Comedia, amén de una porción de piezas en un acto y de parodias de los dramas del Sr. Echegaray; tal es el material dramático de este período, más notable por la cantidad que por la calidad. Prescindamos de El gladiador de Rávena, imitación libre de un notable drama de Federico Halm, porque nuestra crítica pecaría ya de trasnochada; de Auto de fe, porque no es lícito perturbar la paz del sepulcro, y de la mayor parte de las obras estrenadas en la Comedia, porque pocas de ellas merecen mención, y consignando que, siquiera porque excitan la risa sin faltar gravemente al arte ni al decoro del público, son acreedoras a algún aplauso Los dominós blancos, Noticia fresca y Todo empieza y todo acaba, ocupémonos de las dos producciones de alguna importancia últimamente representadas, a saber: Dos hijos y Fruto vedado. Dos hijos es un cuadro dramático sencillo, bien sentido y bien escrito, que logra conmover profundamente al espectador, sin caer en exageraciones románticas, y que valdría mucho más de lo que vale si su autor no hubiera tenido el mal gusto de confundir la libertad del pensamiento con el libertinaje, incurriendo en el vulgar error de creer que perdida la fe se pierde necesariamente la virtud y la delicadeza del sentimiento, infiriendo así una gratuita e injustificada injuria a los librepensadores. Este error, imperdonable en persona tan culta como el Sr. Bremon, la intervención de un personaje semicómico en situaciones dramáticas y patéticas, y algún otro detalle de menos bulto, constituyen las faltas de este drama, en cuyo éxito cabe no pequeña parte a las eminentes dotes de la Sra. Civili. Siempre que nos hemos ocupado del Sr. Sánchez de Castro, hemos dicho que sus dotes de poeta lírico excedían a sus cualidades de dramático, acerca de las cuales hemos hecho repetidas reservas, si bien absteniéndonos de emitir una opinión definitiva por tratarse de un autor que daba sus primeros pasos [627] en la carrera del teatro. Hoy, después de su tercera obra, no es ya posible dudar de que el Sr. Sánchez de Castro, poeta lírico de poderoso aliento, dista mucho de ser un verdadero dramático y acaso no llegue a serlo nunca. Se nos ha dicho, y lo consignamos como circunstancia atenuante de su falta, que Fruto vedado es su primera producción; pero si esto es así, una de dos: o la ha dado a la escena tal como la concibió, error gravísimo tratándose de un primer ensayo, necesariamente imperfecto, o la ha corregido y modificado, y en tal caso, ¿qué pensar de un poeta dramático que incurre en deslices semejantes? Fruto vedado debe su salvación exclusivamente a la excelencia de su verificación y al poderoso auxilio de la Sociedad de aplausos mutuos organizada admirablemente por el partido neocatólico para fabricar éxitos en favor de sus correligionarios. Fruto vedado es el drama que puede concebir un colegial que tiene inspiración lírica y que conoce de oídas el corazón humano y la sociedad. Fruto vedado es digno de ser concebido por un ángel y representado por una compañía de querubines; pero no es una obra humana, soportable para un auditorio de míseros mortales, lo bastante flacos para no comprender la beatitud que anima a los personajes del Sr. Sánchez de Castro y lo bastante impíos para no interesarse por aquellas pasiones en miniatura. Un marido que pasa tres actos llorando, gimiendo, desesperándose y hasta pensando en el más inocentón de los suicidios, porque, a pesar de querer a su mujer, tiene ciertas intenciones (de que al punto se arrepiente) de hacerla una mala pasada con cierta amiga; la mujer del susodicho marido, única que tiene motivo para desesperarse, y única que se parece a un carácter, y a la cual no se la ocurre arreglar cosas que desde el primer acto tienen arreglo; la amiga, objeto inocente de las intenciones malévolas del marido, no menos bonachona que el resto de los personajes, ni menos desesperada tampoco; el novio de la amiga, hombre de tan estrecha manga, que renuncia a su amor porque hay quien peca de pensamiento con su amada; un papá al estilo de los de Echegaray, pero con la diferencia de que aquellos son tontos inofensivos y este es perjudicial; y un seductor que entra, sale, hace que se va y vuelve, revela a cada paso al público sus siniestros planes y sus artes malévolas (dignos de un alumno de segunda enseñanza) y al cabo hace lo que Cascaciruelas; he aquí los personajes de esta obra seráfica, que más que producción de un hijo del siglo, parece engendro de un ermitaño de la Tebaida, y que en rigor debería titularse: El pecado de la lenteja. Poner de relieve lo inverosímil de los recursos, lo artificioso y preparado de las situaciones, lo injustificado de las entradas y salidas de los personajes, [628] todas las innumerables faltas de experiencia que la obra revela, fuera crueldad imperdonable; ¿ni qué tiene de extraño que no conozca la escena quien no conoce el mundo ni el corazón humano? Créalo el Sr. Sánchez de Castro. Las eminentes dotes de poeta lírico que posee no bastan para ser autor dramático. No se fíe de ellas, ni crea tampoco que el conocimiento de la escena se adquiere sin conocer antes la sociedad. Si por ventura quiere escribir para el teatro, busque su inspiración en asuntos en que el ropaje lírico pueda ocultar la pobreza del fondo dramático; inspírese en pasadas sociedades y no en la presente, que tan mal conoce; y si quiere retratarla, si quiere cultivar el drama moderno de costumbres, si quiere inspirarse, no en los épicos cuadros de la historia, sino en el corazón de los hombres, crea que no se aprende lo que es la vida, no se adquiere la experiencia del mundo en las sesiones de la Juventud católica, en las redacciones de los periódicos ultramontanos ni en la lectura de los libros místicos. Ese será un excelente camino para ganar el cielo; pero no para subir a la cima del parnaso. La ejecución del drama del Sr. Sánchez de Castro ha sido excelente. Todos los actores compitieron a porfía en desempeñar con acierto sus papeles, distinguiéndose, como siempre, las Srtas. Boldun y Contreras y el Sr. D. Antonio Vico. * * * Resueltos como estamos a no admitir polémicas con los que, al atacar, en uso de su perfecto derecho, nuestros escritos, confunden el debate científico con el personal y olvidan las reglas de la cortesía, lo estamos también a contestar a los que adopten la conducta contraria, usando el decoroso lenguaje que es propio de personas cultas. Por eso tenemos el mayor gusto en contestar a las observaciones que acerca de nuestra crítica de Cómo empieza y cómo acaba nos dirige en el último número de la Revista Europea nuestro amigo el distinguido escritor D. Antonio Sánchez Pérez. El trabajo del Sr. Sánchez Pérez tiene dos partes: una defensa del público que ha aplaudido el drama del Sr. Echegaray, y una del drama mismo. La primera pudo excusarla el Sr. Sánchez Pérez, pues nosotros no hemos atacado al público; antes al contrario, le hemos prestado un servicio al explicar cómo ha podido aplaudir la obra en cuestión, y al hacer constar que no lo hizo sin protesta, cosa de que se ha olvidado nuestro contrincante al dar a entender [629] que el éxito de Cómo empieza y cómo acaba no tuvo tropiezos, cosa de todo punto inexacta. Tampoco hemos negado que en el drama hubiera algo de bello y de grande, pues en repetidos pasajes de nuestra crítica hemos afirmado que era obra de un genio, y hemos señalado las bellezas y méritos que, a nuestro juicio, la distinguen. Pero el Sr. Sánchez Pérez se ha creído en el caso de exponer una doctrina que, de ser aceptada, destruiría por su base la crítica y la misma estética. Cierto que no la desarrolla en toda su extensión; pero la indica, y esta indicación basta para que en ella señalemos un peligro. El Sr. Sánchez Pérez supone, en efecto, que al apreciar una obra el público antepone la emoción al análisis, y el crítico, el análisis a la emoción; que el primero considera que es bueno todo lo que le conmueve, y que el segundo estima malo lo que peca contra los principios del arte, conmuévale o no, originándose de aquí un conflicto entre el juicio del público y el del crítico, conflicto en el cual el Sr. Sánchez Pérez parece muy inclinado a ponerse de parte del primero, fundándose en los errores cometidos diferentes veces por la crítica, y en la especie de que para juzgar las obras dramáticas no bastan la erudición, la ciencia y el ingenio, sino que es necesario haber experimentado las luchas del corazón y conocer los vicios sociales, a lo cual agrega que acaso dañan al recto juicio artístico las preocupaciones de escuela y el espíritu de secta. Hay grandes errores y graves peligros en esta doctrina. No es cierto que en el crítico el análisis preceda a la emoción, pues esto le sería completamente imposible: lo que sucede es que el crítico trata de buscar los fundamentos de la emoción para ver si conforman con las reglas del arte, porque sabe muy bien que puede producirse emoción con obras no artísticas, cosa que no extrañaría al Sr. Sánchez Pérez si acertara a distinguir la pura emoción estética del asombro, el temor, la sorpresa, &c., que pueden producir obras dramáticas de condiciones muy medianas y nada conformes con los preceptos artísticos. Emoción producen La huérfana de Bruselas, La cabaña de Tom y La aldea de San Lorenzo, y no creemos que el Sr. Sánchez Pérez tenga por buenas tales obras porque conmueven y hacen llorar, ni que niegue a la crítica el derecho de condenarlas en nombre del arte. Aún pudiéramos ir más allá y decir al Sr. Sánchez Pérez que la emoción producida por Cómo empieza y cómo acaba dista mucho de ser estética, y que más que el goce inefable y puro y las conmovedoras lágrimas que lo bello causa, produce ese drama un asombro mezclado de protestas que no es precisamente la emoción estética. [630] Pero no queremos pecar de extensos ni distraernos con cuestiones de detalle. Concedemos de buen grado al Sr. Sánchez Pérez que la experiencia es necesaria al crítico, siempre que nos conceda que también lo es la ciencia, que al parecer tiene en muy poco nuestro amigo, puesto que al juicio del que la posee prefiere el juicio inconsciente y subjetivo de las muchedumbres que han coronado con el éxito las mayores monstruosidades. Pero no creemos que la experiencia huya de llegar al extremo de que el crítico deba haber pasado por todas las luchas que se representan en la escena: lo uno porque en tal caso nadie se dedicaría a oficio que requiriera haber pasado por trances tan duros, y lo otro porque si para juzgar una obra es preciso haberse hallado en la situación que en ella se pinta, para escribirla sube de punto esta necesidad. De tan peregrina teoría se seguirían las más singulares consecuencias. Así, por ejemplo, todo autor dramático necesitaría haber sido engañado por su mujer y haber hecho un par de muertes siquiera para poder escribir con conocimiento de causa un drama sobre el adulterio, y el crítico necesitaría para juzgarlo haber pasado por iguales trances. De ser así, nos alegramos por nuestra parte de no saber juzgar el drama del Sr. Echegaray, y nos explicamos perfectamente que tampoco lo juzgue muy bien el Sr. Sánchez Pérez, a quien suponemos tan falto de experiencia en eso como nosotros. Pero lo grave de estas doctrinas es que envuelven la negación de la crítica, la divinización del éxito y la apoteosis del juicio del vulgo. Lo que de aquí parece desprenderse es que el aplauso basta para legitimar los mayores absurdos, que el éxito lo justifica todo y que el público es el crítico más autorizado. Si así fuera, lo lógico sería quemar todos los tratados de estética y literatura y declarar pasmo de la escena y gloria de las artes La vuelta al mundo, que es la obra de más éxito que conocemos, y La huérfana de Bruselas, que hace llorar a las piedras. ¿A dónde iría el arte con tales teorías? ¿A dónde irá si los grandes autores como el Sr. Echagaray lo pervierten, y los críticos ilustrados, como el Sr. Sánchez Pérez, ayudan al triunfo de la corrupción y al descrédito de la crítica? De la defensa del drama del Sr. Echegaray no podemos ocuparnos porque nos falta espacio para ello. Mucho habría que decir sobre esta parte del trabajo del Sr. Sánchez Pérez; pero por hoy basta. [631] * * * La falta de espacio y de tiempo nos impide también ocuparnos con algún detenimiento de las obras recientemente publicadas. Limitarémonos, por tanto, a consagrar merecido elogio a Las Botas, colección de poesías festivas de costumbres, no exentas de gracejo y facilidad, pero quizá menos intencionadas de lo que fuera de desear, y debidas a la pluma del Sr. Sepúlveda; a la Miscelánea histórica, política y literaria del Sr. Cañamaque, en la que no faltan estudios bien pensados y muy estimables, aventajando en general los trabajos históricos y políticos a los literarios; a la Guía de Madrid, del Sr. Fernández de los Ríos, obra tan útil e importante como bien pensada y escrita; a La república de las letras, del Sr. Osorio y Bernard, colección de cuadros de costumbres literarias, llenos de verdad y no faltos de gracia; al libro Glorias de la ciencia, del Sr. Olmedilla, serie de amenas e instructivas biografías de notabilidades científicas modernas, narradas en elegante estilo, y al Siete de Julio, del Sr. Pérez Galdós, que compite en méritos con las novelas que la preceden, y a la cual pueden, por tanto, aplicarse los elogios que en repetidas ocasiones hemos dedicado a las obras de tan distinguido novelista.
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