Revista Contemporánea
Madrid, 30 de marzo de 1877
año III, número 32
tomo VIII, volumen II, páginas 237-246

Manuel de la Revilla

< Revista crítica >

Como manifestamos en nuestra última Revista, el Sr. Pí Margall ha dado a la estampa, con el título Las nacionalidades, un importante libro, que vamos a examinar con la atención que merece; pues no se trata ya de un folleto de circunstancias, sino de un trabajo fundamental, en que el infatigable campeón del federalismo vuelve a sustentar su doctrina favorita con una constancia y una fe dignas de mejor causa.

El libro del Sr. Pí no justifica su título. Si así fuera, si sólo se tratara del principio federal aplicado a la constitución de las nacionalidades, nada tendríamos que oponerle. Su verdadero objeto es defender el sistema federal como fórmula acabada e ideal perfecto de la organización política de los pueblos. Cierto que también se ocupa de la constitución de las naciones; pero fácilmente se comprende que este no es el objeto verdadero de la obra.

Declarémoslo lealmente. El libro del Sr. Pí es un trabajo serio y meditado, en que campean un juicio sereno y un espíritu verdaderamente científico, y que no puede confundirse, por tanto, con los vulgares folletos o apasionados discursos en que ha solido difundirse la idea federal. No es un libro para las masas, sino para los pensadores, y en tal sentido, no tiene mucho de peligroso. Es además claro, maduramente pensado, bien escrito, digno, en suma, del buen talento del Sr. Pí.

Fúndase todo el sistema político desenvuelto en esta obra en la idea de que toda sociedad es producto de un pacto, que no se dice si es tácito o expreso. La ley económica del cambio, fundada en una necesidad imperiosa y natural, dio origen, a juicio del Sr. Pí, a las sociedades. Familias dispersas se reunieron y fundaron la ciudad; [238] ciudades aisladas se confederaron y crearon la nación. Naciones pequeñas, unidas en otras mayores, quedaron reducidas a la condición de provincias, y de esta suerte, la nación, la provincia y la ciudad o municipio no son otra cosa que productos diversos del pacto social en todos sus grados. Es la teoría de Rousseau, completada por Proudhon, y vertida al castellano por el Sr. Pí.

¿Confirma la historia la verdad de esta teoría? He aquí lo que nos permitimos dudar. La historia desconoce sus propios orígenes, y ningún dato tenemos acerca de cómo hubieron de formarse las primeras sociedades. Los documentos históricos más antiguos nos ofrecen ya formas muy diversas de organización social. La tribu aparece en los pueblos semíticos, no con carácter de federación de ciudades, sino de familias. India, Persia, Egipto, Asiria, nos presentan poderosas monarquías o teocracias, donde la ciudad significa poco o nada, y no se hallan huellas de ese ingenioso y uniforme procedimiento a que sujeta esa teoría la formación de todas las sociedades. La Germania, las Galias, la Gran Bretaña, tampoco presentan en sus orígenes otra unidad que la tribu en diferentes formas. La ciudad, con el carácter que la da el Sr. Pí, como unidad social fundamental, es una creación grecolatina. Pero esa ciudad en nada se parece a las modernas: éstas son parte de una nación; aquélla la nación misma; y la confederación de esas ciudades es perfectamente asimilable, por tanto, a las confederaciones modernas de naciones independientes. Ni siquiera se asemeja a la de los Estados Unidos. La nación griega no ha existido nunca en el sentido que damos a esta palabra, y que se le da en la misma república norte-americana.

Que los pactos, que a juicio del Sr. Pí dan origen a las sociedades, sólo en muy contados casos han existido, y eso en circunstancias especialísimas, cosa es que, en nuestra opinión, no ofrece duda. Y no se diga que ha habido un pacto tácito para formar las sociedades; pues para fundar el concepto federal es preciso que el pacto sea expreso. Cuando lo es; cuando diversos Estados, como los que constituyen las federaciones suiza, norte-americana, alemana, &c., se unen mediante un pacto explícito, en que consignan de un modo terminante los derechos y deberes de cada Estado, y los que al poder central corresponden, cabe perfectamente toda la teoría que el Sr. Pí desenvuelve; cuando así no sucede, cuando el instinto y la necesidad unen espontáneamente a los hombres, ni hay pacto verdadero, ni cabe fundarse en él para deshacer a deshora la obra de los siglos.

El pacto se ha verificado siempre entre Estados o naciones independientes, nunca entre ciudades; pues las ciudades griegas ya hemos dicho que deben considerarse como naciones. Pactaron en Suiza los cantones; en los Estados Unidos los Estados y territorios; [239] en Alemania naciones verdaderas, y lo mismo en Austria-Hungría. Pero ¿dónde está el pacto verificado entre las ciudades para formar, no ya las naciones, pero ni siquiera las provincias?

La nación española, por ejemplo, se ha formado por la conquista, por los vínculos dinásticos, por multitud de medios, excepto el pacto. Lo único que ha sucedido es que al entrar en la unidad nacional, algunas comarcas han solicitado la conservación de sus fueros y franquicias. Pero esto no era un verdadero pacto entre varias unidades independientes para constituir una unidad mayor, sino una condición puesta por una sociedad para entrar en otra. Es más: todos los antiguos reinos, que hoy son provincias, se formaron espontáneamente, se aumentaron por la conquista, y no fueron producto de ningún pacto entre ciudades. Las monarquías asturiana, navarra y aragonesa; el condado catalán y el castellano fueron el fruto espontáneo de una agregación de fuerzas que se reunieron para la defensa sin pacto alguno. La conquista fue luego aumentando sus territorios, y los pueblos sometidos nada pactaron tampoco con los que les sometieron, sino que entraron sin condiciones casi siempre en la unidad nacional.

En España no hubo, pues, semejante pacto federal. Ni el reino de Aragón, por ejemplo, fue el resultado de un pacto entre Zaragoza, Huesca, Teruel, &c., ni la nación española lo fue de una federación entre los anteriores reinos. Y siendo así ¿con qué derecho se viene hoy a hablar de una autonomía que ningún pacto garantizó y cuya desaparición está consagrada por la fuerza consuetudinaria de los hechos y por el expreso consentimiento de los pueblos? ¿Con qué derecho se quiere fundar una organización política inusitada y peligrosa en una fantástica teoría acerca de la formación de las sociedades, no confirmada por la historia?

La federación nunca ha sido otra cosa que un medio para llegar a la unidad, un procedimiento para formar grandes naciones; pero jamás se ha aplicado a la organización de nacionalidades ya constituidas. Por eso la federación entre ciudades no independientes o entre provincias que se hallan en el mismo caso, no tiene razón de ser ni se ha verificado nunca. Por eso cabe hablar de federación entre España y Portugal, o entre estas naciones, Italia y Francia; pero no entre las provincias, departamentos y ciudades de estos pueblos. En la época presente las ciudades no tienen el carácter de independencia política que tuvieron en otros tiempos; no son un todo independiente, sino partes de un todo superior que ellas no han constituido por pacto; y siendo así; no se explica a qué puede responder el sistema del Sr. Pí.

Hay, pues, que distinguir en el federalismo (y en el libro que nos ocupa por consiguiente), dos aspectos diversos. El federalismo, aplicado a la constitución de grandes nacionalidades, considerado [240] como lazo de unión entre pueblos afines, es una necesidad de los tiempos; y cuanto se haga en su favor será un inestimable servicio prestado al progreso humano. El federalismo aplicado a la organización interior de naciones ya constituidas, es un fatal y peligroso absurdo.

Hay en esta cuestión una multitud de equivocaciones. Se confunde el federalismo con la descentralización, y al defender ésta se apela a los procedimientos del primero, como si hubiera algo de común entre ambas cosas. Que la nación no ha de ser una unidad absorbente y despótica; que los intereses municipales y provinciales han de correr a cargo de los municipios y las provincias; que la centralización es un grave mal; que hay que dar vida propia y cierta autonomía a todas las esferas de la vida humana, a todos los diferentes centros políticos, es una gran verdad por nadie desconocida. Pero ¿qué tiene que ver eso con los pactos federales?

Lo que el Sr. Pí no ve claro en este asunto es la unidad de la nación. Para él la nación es un simple agregado de provincias y ciudades. Es cierto; pero lo es también que este agregado forma una unidad poderosa que ha de imponer un derecho común a todas sus partes. Si no, no hay verdadera nacionalidad. La nación es una unidad formada por el vínculo de intereses y derechos comunes, por afinidades de raza, lengua, &c., y sobre todo por la fuerza del hecho histórico. Una agregación de ciudades y provincias con leyes distintas y derechos diversos, unidas por una alianza más o menos estrecha, pero sin una perfecta unidad en la vida del derecho, no es una verdadera nación.

Dedúcese de aquí, que la autonomía de los diferentes grupos sociales que componen una nación, no puede extenderse más allá de lo que puede ser peculiar a cada uno, esto es, de lo administrativo y económico. Y por eso no puede hablarse de autonomía política, en el sentido que habitualmente se da a esta palabra, tratándose de municipios y provincias. O esa vida política no es más que la que hoy tienen esas entidades, o se simboliza en la variedad de su legislación. Y siendo así, ¿dónde está la nacionalidad? Habrá un conjunto de naciones confederadas, no una nación. En tal caso, lo lógico sería que las provincias y los municipios, unidos por el pacto federal, sólo delegaran en el poder central las atribuciones necesarias para la defensa de la confederación y para la garantía de sus intereses comunes; esto es, todo lo que contribuyera a facilitar el comercio (moneda, pesos y medidas, líneas generales de comunicación y transporte, aduanas, &c.); las relaciones exteriores; la gestión de la hacienda general de la confederación; el mantenimiento del orden; la resolución de las diferencias entre los Estados confederados, y la validez igual de los contratos y de los fallos de los tribunales en todos los Estados de la confederación. En lo demás, autonomía completa. [241] Cada Estado tendría su código civil y penal; su ley de enseñanza; su tabla de derechos; su ejército propio; sus tribunales, &c. Sólo así tendrían los confederados verdadera autonomía política; todo lo que no sea eso, no es federalismo, sino descentralización.

El Sr. Pí no se atreve a tanto. Su Estado central tiene muchas más atribuciones. Sus Estados confederados en realidad no tienen poder político. Unos mismos derechos y deberes rigen en toda la confederación. Salvo la gestión de los intereses administrativos y económicos, lo único que deja a cargo de las provincias y municipios es la legislación civil, la hipotecaria, la de enjuiciamiento civil y la organización de la enseñanza. Todo lo demás corre a cargo del Estado central.

No comprendemos estas diferencias. O en la nación ha de haber un derecho común o no. Si lo primero, en el derecho entran por igual la codificación civil, la penal y la procesal. Si lo segundo, ¿por qué se concede a los Estados el poder de organizar a su gusto la propiedad y la familia, y se les niega el de legislar en materia penal y comercial? Si son verdaderos Estados independientes, ¿por qué se les priva de fijar a su antojo los derechos de los ciudadanos? Si las Provincias Vascongadas entran a formar parte de la nación por un pacto libre, conservando su soberanía, ¿por qué no han de establecer la teocracia, si así les place?

Se dirá que los derechos inherentes a la persona humana, lo que traspasa los límites de lo puramente municipal y provincial, no puede entregarse al arbitrio de los Estados. Enhorabuena; pero ¿por ventura no afectan a lo más íntimo de la persona la propiedad y la familia, materias del derecho civil? ¿No es un derecho humano el de aprender y enseñar? ¿Pues cómo se entrega eso a los Estados, y se reservan al Poder central otras atribuciones de igual carácter?

Decimos lo mismo de otro error que hay en el fondo de esa doctrina. Por temor de que la unión nacional se rompa, se afirma que el pacto es bilateral, y se niega a los Estados confederados el derecho de romperlo. A nuestro juicio, esto no es sostenible en modo alguno. Todo el que entra en una sociedad tiene el derecho de salirse de ella cuando le plazca, máxime si cree que no se cumplen las condiciones del contrato. De no ser así, ¿dónde está esa decantada autonomía de los Estados? Si cada uno de ellos no puede separarse de la confederación, no se diga que son autónomos y soberanos. Una autonomía que no puede volver a recobrarse, no es tal autonomía.

Otro punto grave y oscuro hay en el sistema del Sr. Pí. Procediendo lógicamente dentro de ese sistema, la verdadera unidad política es el municipio. La provincia no es más que una agregación de municipios y la nación un agregado de provincias. Siendo así, [242] ocurre al punto este problema: ¿por qué no se dejan a los municipios, y no a las provincias, las atribuciones que no se otorgan al poder central? Si ha de haber en cada provincia un código civil y procesal, ¿por qué no ha de haberlo en cada pueblo? Se dirá que esto es la anarquía. Es cierto; pero esa es la consecuencia lógica del principio. Los fueros y las carta-pueblas, el feudalismo municipal; he aquí la fórmula inevitable del federalismo.

Y todo lo que no sea eso es la tiranía. Si las provincias pactaron para formar la nación y por eso se reservaron esos derechos y atribuciones, los municipios pactaron para formar las provincias, y otro tanto debe concedérseles. Si Aragón tiene derecho para poseer un código civil, ¿por qué no lo ha de tener Huesca? Es más: ¿por qué no suprimir esa entidad intermedia que se llama la provincia y reducir la nación a una confederación de municipios?

Si de la teoría descendemos a la práctica, lo absurdo del sistema salta a la vista. Supongamos deshecha en horas, por un capricho de utopista, la obra de los siglos; supongamos aniquilada la nación española y devuelta a las provincias, o mejor, a los municipios, su independencia primitiva. El pacto se va a celebrar y las nuevas unidades a formarse. ¿Con qué criterio?

¿Se hará la federación sobre la base de las actuales provincias? Creaciones arbitrarias y puramente administrativas las que hoy existen, no creemos que fueran aceptadas como entidades reales por ningún federal. ¿Se reconstituirán los antiguos reinos? Pues aquí empezaría la confusión. ¿Qué época histórica se tomaría por base para eso? Refiriéndose a Andalucía, por ejemplo, ¿se formarían con ella el estado de Sevilla, el de Córdoba y el de Granada, que fueron reinos independientes? Pues ¿por qué no conceder derecho igual a los que fueron reinos de Taifas? ¿Por qué ha de ser estado Córdoba y no ha de serlo Jaén, por ejemplo? ¡Qué de cuestiones surgirían para establecer la capital de los Estados! Toledo, Valladolid, Burgos, que todas fueron cortes, no querrían someterse a otra población. No ya de reino a reino, de provincia a provincia, de pueblo a pueblo se establecería la lucha, y el pacto federal vendría a tierra entre ruinas y sangre como en 1873.

¿Y cómo se daría a este pueblo esa organización? Este pueblo, que ni como nación sabe gobernarse a sí mismo ¿cómo ha de constituirse federalmente? ¿Cómo han de ser Estados esos atrasados y bárbaros municipios, devorados por el caciquismo, hundidos en la ignorancia, desgarrados por odios de localidad, ineptos por completo para el gobierno? El federalismo sería en España la más espantosa anarquía, sería la ruina y la deshonra de la nación.

¡Harto caro hemos pagado ese error funesto para que pensemos en renovarlo! La libertad perdida, la democracia deshonrada, la república muerta a manos de sus propios defensores, hablan con [243] sobrada elocuencia en contra de este lamentable extravío. Aunque la razón teórica no lo condenara, la práctica bastaría a condenarlo. Y no se diga que todas las grandes ideas han comenzado así; no se diga que no hubo tiempo para desenvolver entre nosotros la idea federal. Lo que sucedió es que en España el federalismo no es ni puede ser más que el despertamiento de las rivalidades provinciales; lo que sucedió es que el federalismo es un absurdo aplicado a naciones ya constituidas y nunca puede dar otros frutos que la ruina y la vergüenza.

Nos hemos extendido demasiado y no nos detenemos en enumerar otros graves errores del trabajo del Sr. Pí. Baste decir que, como si nada le enseñara la experiencia, afirma que la enseñanza primaria debe continuar a cargo de los municipios, es decir, que los maestros deben seguir condenados a ayuno perpetuo; y que aún sueña con los ejércitos de voluntarios. El que tal piensa será filósofo profundo, historiador discreto y escritor distinguido, y lo es en efecto; pero ni puede llamarse hombre político ni está autorizado para querer intervenir en la gobernación del Estado.

Fuerza es decirlo. Necesitamos a toda costa hombres prácticos. Es menester que el idealismo desaparezca de nuestra política. Es menester que no nos cuidemos de lo ideal y de lo absoluto, sino que nos contentemos con lo práctico y lo posible. Es menester que los hombres de acción y de experiencia sustituyan a los hombres de idea, que para nada práctico sirven. Los filósofos y los poetas son una calamidad en política. Los grandes hombres de estado nunca son lo uno ni lo otro. Hagamos política seria, como los ingleses y los alemanes; dejemos las teorías para los sabios de gabinete, y atengámonos a lo positivo. Los hombres como el Sr. Pí, a concebir obras portentosas en el retiro y la soledad propios del sabio. Para el gobierno los hombres prácticos que no saben filosofía, pero saben hacer la felicidad de su patria. De otra suerte, estamos irremisiblemente perdidos.

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El conocido escritor D. Abdón de Paz, que hace tiempo se consagra a la empresa, más generosa que práctica, de conciliar el catolicismo con las ideas modernas, acaba de publicar un libro titulado El árbol de la vida (estudios fundamentales sobre el cristianismo), que es como el resumen de todos sus trabajos.

Por más que el título de esta obra parece anunciar en ella un trabajo verdaderamente filosófico, es lo cierto que nada hay en ella que confirme tal presunción. El árbol de la vida es el libro de un entusiasta, más que el de un pensador. Toda la argumentación en que descansa es sumamente endeble y nada nueva, y fácil nos sería, si no nos lo vedaran ciertos respetos, derribar en breves momentos todo este fastuoso edificio levantado sobre bases de arena. [244] Parécese este libro al Genio del Cristianismo, de Chateaubriand, y como él, puede fascinar a los espíritus románticos y a las almas débiles, sin causar el menor efecto en los hombres pensadores.

Inútil es decir que su autor no conseguirá sus bien intencionados propósitos. Para reconciliar la ciencia con la fe se necesitan trabajos más detenidos y análisis más concienzudos; se necesita, sobre todo, estar más al corriente de las doctrinas científicas modernas, y no incurrir en errores tan graves como afirmar, por ejemplo, que el tártaro, el indio y el chino son lenguas semíticas; hacer del fabuloso Nemrod y del pueblo babilónico el centro de todas las razas y civilizaciones antiguas, y otras equivocaciones de no menor importancia.

¡No! No recabará para su libro el Sr. Paz los sufragios de los hombres de la ciencia y de los libre-pensadores; pero en cambio merecerá los anatemas de sus correligionarios, no sólo por ciertas libertades que suele permitirse en la interpretación de los dogmas (como poner en duda, por ejemplo, si es real o alegórico el barro de que fue hecho Adán), sino por su empeño de conciliar la Iglesia con el liberalismo, de defender el catolicismo liberal, doctrina terminantemente condenada por la autoridad inapelable del Pontífice romano.

No negamos que hay en el libro del Sr. Paz algo de simpático. Está escrito por el sentimiento y la fantasía, que tienen el privilegio de embellecerlo todo; hay en él cierto espíritu tolerante y evangélico que no deja de tener encanto: su autor ha cuidado de poner en relieve las partes luminosas de la causa que defiende, dejando en la sombra las menos simpáticas; la obra responde a un propósito generoso, y está escrita con sentimiento y elegancia. Todo eso es verdad, pero no lo es menos que para los espíritus científicos no es otra cosa que un libro poético y agradable, sin valor filosófico de ningún género, útil a lo sumo para difundir bellas ideas y sentimientos simpáticos entre las almas débiles; para los buenos católicos, para los católicos legítimos, será, en cambio, un libro sospechoso, de funestas tendencias liberales, y dotado de cierto espíritu amplio, de cierto latitudinarismo poco acepto a los ojos severos de la Iglesia. Unos y otros tendrán razón al juzgarlo así, y el libro del Sr. Paz irá a aumentar el catálogo de las vanas tentativas hechas para realizar un intento en que se han estrellado almas tan nobles y caracteres tan enérgicos como Lacordaire, Montalembert y Lammenais.

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El Sr. Martín de Olías, conocido escritor republicano, ha empezado a publicar una serie de biografías de nuestros políticos contemporáneos, de las cuales han aparecido ya las de Castelar, Serrano y Ruiz Zorrilla. Discretamente escritas, merecen elogio; pero, [245] como es inevitable tratándose de personas que viven, ni son tan imparciales como fuera de desear, ni en ellas dejan de influir las pasiones e intereses de partido. A decir verdad, para escribir con recto y desapasionado juicio biografías políticas, sería necesario que de ello se encargara un hombre que a la política fuera ajeno; lo cual en España es más difícil de lo que parece. Por eso este género de trabajos deben acogerse siempre con cierta reserva, y no serán guías muy seguros para los historiadores venideros. Y no insistimos más en el asunto; pues para justificar nuestras afirmaciones, habríamos de entrar en ciertos análisis, que quizás no serían del todo lisonjeros para algunos de los personajes retratados por el Sr. Olías.

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Los cien mil hijos de San Luis se titula el nuevo tomo de Episodios nacionales, dado a la estampa por el Sr. Pérez Galdós, y, como su nombre lo indica, se refiere a la inicua invasión francesa de 1823. El autor ha apelado en él de nuevo a la forma autobiográfica, poniendo la narración en boca de un personaje femenino, que ya figuró en los tomos anteriores. Parécenos que no ha andado muy acertado en ello; pues sobre ser demasiado escabrosas las aventuras de su protagonista para ser referidas por ella misma, esta forma de exposición quita mucho interés y movimiento a la acción de la novela, y es causa de que la parte histórica de ésta se reduzca a límites muy estrechos. Ya hemos dicho, al ocuparnos de estas novelas, que el Sr. Galdós rara vez acierta a equilibrar en ellas el elemento histórico y el novelesco. En la que nos ocupa, el primero queda sacrificado al segundo completamente. Hay, sin embargo, en esta novela algunos pasajes interesantes y algunos tipos bien caracterizados; pero al final decae bastante, por la extremada prolijidad de aquella poco edificante persecución de Monsalud a que se entrega Genara. El carácter de ésta, aunque algo repulsivo, está delineado con bastante acierto.

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Si el autor de Pilatos no fuera el poeta insigne que tantos días de gloria ha dado a nuestra patria; si no tuviéramos en cuenta que los ingenios más privilegiados tienen momentos en que se duermen, como Horacio decía de Homero; si no creyéramos que los hombres de cierta talla tienen derecho a ser respetados cuando caen, nuestra crítica del último drama del Sr. Zorrilla sería acerba por extremo. Pero como no pertenecemos al número de los que quieren hacerse notables mordiendo a las reputaciones más legítimas y faltando a todo género de consideraciones y respetos, creemos lo más prudente y digno guardar silencio acerca de esa producción. Confiamos mucho en el talento del Sr. Zorrilla, y estamos seguros de que sabrá reparar su error y volver por su buena fama; como lo [246] estamos también de que sabrá apreciar en lo que valen aplausos otorgados a su nombre y no a su último drama, menospreciar como se merecen ciertos ataques, y dar el valor debido al respetuoso silencio de los críticos que se estiman lo bastante para no adularle en sus errores y para no mortificarle con burlas y chanzonetas de mal gusto, que antes perjudican al que las profiere que al que de ellas es objeto.

M. de la Revilla

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