Revista Contemporánea
Madrid, 15 de mayo de 1877
año III, número 35
tomo IX, volumen I, páginas 115-121

Manuel de la Revilla

< Revista crítica >

Verdaderamente notable ha sido el discurso pronunciado por el Sr. Labra en la sección de Ciencias morales y políticas del Ateneo. Alto sentido político; templanza y cordura; copia de doctrina acomodada a los últimos adelantos de la ciencia; sincero amor a la libertad, sin alardes demagógicos; verdadero espíritu conservador y sensato dentro de la democracia; espíritu conciliador y transigente, sin abdicación ni flaqueza, y, con todo esto, una palabra fácil, sentida y elocuente, calurosa expresión de una rica fantasía y de un ánimo entusiasta. He aquí lo que ha sido el inspirado discurso de nuestro amigo, que, juntamente con los Sres. Montoro, Moret, Pedregal y Rodríguez, ha sabido dar la fórmula de la democracia novísima, tal cual la han constituido los adelantos de la ciencia y las enseñanzas que de recientes y dolorosos hechos se desprenden.

¡Síntoma consolador, por cierto, la aparición de esta nueva democracia, no ya idealista, utópica, bullanguera e intransigente como la pasada, sino cuerda, mesurada y razonable! Trabajo ha costado llegar a este punto, y librarse de los funestos resabios del jacobinismo francés y del progresismo español, buscando la ley y norma de la democracia en las enseñanzas de la ciencia seria, de la ciencia inglesa y alemana, y en las lecciones de la experiencia y de la historia. Pero, o mucho nos engañamos, o el camino salvador está emprendido; y no sólo por los genuinos demócratas conservadores, sino por los que forman, como el Sr. Labra, en los puestos avanzados de la democracia, lo cual no deja de ser importante y significativo.

La índole de nuestra publicación nos veda hacer un análisis del discurso del Sr. Labra. Baste decir que, salvo en dos o tres cuestiones, en él se formularon cumplidamente los principios y reglas de conducta de la democracia sensata y posible, dando de mano a varias utopías. Cierto que todavía nos habló de federalismo el Sr. Labra, quizá por ceder a compromisos de partido; pero lo consideró como ideal lejano, es decir, lo aplazó para las Calendas griegas; y de esa suerte nos tiene sin cuidado, sobre todo, si por federalismo entiende simplemente el Sr. Labra una descentralización algo exagerada.

Renunciando el Sr. Labra al idolátrico culto que a la forma rinden todavía algunos demócratas, se opuso a ciertas incompatibilidades o intransigencias, y aplaudió la conducta de los demócratas italianos en determinada cuestión, señalando las condiciones en que podían y debían hacerse ciertas transacciones, a veces convenientes. Sobre este punto tampoco podemos ser explícitos, y nos limitamos a declarar que lo dicho por el Sr. Labra nos pareció tan racional como político y sensato.

Antójasenos que no estuvo a igual altura al tratar de las relaciones entre la Iglesia y el Estado, sosteniendo la fórmula de Cavour. En el estado actual de las cosas, ningún Gobierno (sea liberal o conservador) puede aceptar solución tan impolítica. Podrá ser un ideal; pero establecer hoy la separación de la Iglesia y del Estado, valdría tanto como arrojar a las plantas del ultramontanismo la independencia y seguridad de los Gobiernos y la libertad de los pueblos. En medio del movimiento ultramontano de nuestros días, es deber de todo Gobierno defender a toda costa sus legítimas prerrogativas, y tener a [116] raya a los poderes eclesiásticos, so pena de abrir la puerta a la más absorbente teocracia. España tiene en este punto tradiciones no interrumpidas; y su regla de conducta en esta cuestión, debe ser unir la política liberal y tolerante de nuestros tiempos a la política regalista que sostuvo desde Isabel la Católica hasta Carlos III. El día en que se desprendiera de sus prerrogativas en materia eclesiástica; el día en que renunciara a su unión con la Iglesia, la libertad tendría que vestirse de luto; porque muy pronto la Iglesia libre absorbería al Estado y establecería el régimen teocrático, y la libertad moriría por la más vergonzosa de las muertes, por el suicidio.

La democracia debe renunciar a esas generosas utopías. No quiere decir esto que sea tiránica y perseguidora, y viole el derecho; pero sí que no se entregue atada de pies y manos a sus enemigos, por el gusto de darse aires de generosa y justa. No hablemos ya de Iglesia libre en el Estado libre, sino de Iglesia libre en lo puramente religioso, sujeta a la ley del Estado soberano.

Después del Sr. Labra, han terciado en el debate los Sres. Fuentes y Fliedner. Conservador a la española (es decir, furiosamente reaccionario) el primero, ha sostenido con más vehemencia y buen deseo que habilidad y templanza, las soluciones más retrógradas. En cuanto al segundo, capítulo aparte merece.

El Sr. Fliedner es un pastor evangélico al servicio de la embajada alemana, que maneja nuestra lengua con no poca soltura, pero con rebelde acento germánico, y que no carece de erudición, ni tampoco de intención, habilidad y gracejo. Óyense con gusto sus razonados discursos, llenos de espíritu liberal y sentido religioso, y apláudense de buen grado los contundentes golpes que a los ultramontanos dirige; pero no sucede otro tanto cuando defiende (siquiera sea con notable circunspección y cordura) el protestantismo. Por eso su polémica con el Sr. Sánchez pareció un hors d'oeuvre, en un debate donde no juegan en realidad más que dos fuerzas: el ideal tradicional y el libre pensamiento. La inmixtion de ese tercer término, vago e incoloro, ilógico e inconsecuente, el protestantismo, a nada conduce en tales discusiones. Para espíritus verdaderamente latinos, ese factor de la lucha religiosa importa poco. Trátase para ellos de soluciones más radicales y de cosas más altas; y si aplauden la aparición de ese elemento como fuerza política, no les sucede otro tanto al considerarle como fuerza religiosa. Así es, que los mismos que aplaudían al Sr. Fliedner cuando descargaba mortales golpes al ultramontanismo, se regocijaban al oír los poderosos e irrebatibles argumentos del Sr. Sánchez contra la doctrina protestante. En el Sr. Fliedner se aplaudía al liberal y al libre-pensador; para el protestante no había aplausos. Los españoles, cuando abandonan sus hermosas catedrales, prefieren quedarse en medio del campo, expuestos a la inclemencia de los elementos, a buscar un refugio en los fríos y prosaicos muros de las capillas evangélicas.

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En la sección de Literatura han pronunciado importantes discursos los Sres. Hinojosa, Reus, Vidart y Sánchez Moguel. El Sr. Hinojosa es un joven orador de mucho porvenir. Sin ser verdaderamente elocuente, su palabra es fácil, correcta y agradable, y su entendimiento no es inferior a su palabra. Conoce perfectamente y defiende con suma destreza las doctrinas escolásticas; es buen ergotista y argumentador, aunque no se desdeña en apelar a sofismas que hábilmente disfraza de argumentos; y aunque ultramontano decidido, hay en sus discursos una tolerancia, unas buenas formas y una exquisita cortesía, que [117] no harían mal en imitar algunos de sus correligionarios. Sostuvo con brillantez las doctrinas estéticas de los neo-escolásticos (señaladamente Jungmann), y en la cuestión del arte por el arte se mostró bastante liberal y conciliador, pues no negó que el fin primero y capital de la obra artística es la realización de la belleza, si bien defendió la legitimidad de su fin moral y docente, cosa que nadie niega, por cierto.

Encargado de contestarle el Sr. Reus, pronunció un correcto discurso, en que sostuvo con sólidas razones el carácter puramente formal del arte y de la belleza y la doctrina del arte por el arte. Lo que nos extrañó en su discurso fue que siendo por su doctrina eminentemente anti-idealista, lo encabezara con un himno platónico-hegeliano-krausista, que con todo podía concertarse menos con el resto del discurso. Quizá se deba esto a que en el espíritu del Sr. Reus batallan (hablando en el lenguaje de su escuela) dos sujetos distintos; uno que le lleva a las doctrinas racionales y positivas de la filosofía que hoy impera, y otro que le impulsa a seguir los corrientes místicas en que anda extraviado el claro espíritu de su maestro y jefe, el Sr. Canalejas.

El Sr. Vidart, agudo y paradójico como de costumbre, hizo algunas atinadas observaciones sobre diversos puntos del debate y defendió después la peregrina tesis de que la religión no es buena fuente de inspiración para el arte. Defender es.

El Sr. Moguel, dando un carácter histórico y erudito a su ingenioso discurso, procuró rebajar la importancia del elemento religioso en nuestra literatura; dando lugar a que le contestara el Sr. Sánchez y se iniciara un debate accidental bastante extemporáneo, que contribuyó menos a ilustrar el tema, que a poner de relieve la habilidad de ambos oradores.

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Las conferencias de la Institución libre de enseñanza continúan llamando la atención del público. Terminó el Sr. Rodríguez las suyas, que han sido verdaderamente notables, y han comenzado varios cursos muy importantes, como son el del Sr. Sala sobre Arte militar, el del Sr. Moret sobre Filosofía de la historia de España, el del Sr. Saavedra sobre la Constitución física del sol, y el del Sr. Linares sobre la Morfología de Haeckel, que será notabilísimo, dadas la competencia y capacidad del Sr. Linares en estas difíciles materias.

Creemos que el Ateneo debiera seguir el ejemplo de la Institución y dar mayor interés a sus cátedras públicas que, a pesar de la reconocida competencia de los que las desempeñan, no están a la altura de sus sesiones privadas. Quizá convendría para esto sustituir los largos cursos que hoy dan sus profesores con cursos breves o conferencias sueltas que, a nuestro juicio, producen mejores resultados. Mucho importaría, sobre todo, que a las enseñanzas de carácter filosófico y literario prefiriera las de ciencias experimentales que hoy tanta boga alcanzan y tan necesarias son en nuestro país, abundantísimo en oradores, poetas, políticos y filósofos, pero muy escaso en cultivadores de tales ciencias.

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En la Academia de San Fernando se verificó la recepción del nuevo académico Sr. Tubino, a cuyo discurso contestó el señor marqués de Monistrol.

El Sr. Tubino defendió la tesis de que la escultura no ha decaído [118] en los tiempos modernos, sino que se mantiene a notable altura, teoría que defendió con copia de eruditos datos y no despreciables argumentos. Creemos, sin embargo, que no ha logrado desmentir el hecho de que, con no estar este arte tan decaído como se dice, tampoco alcanza el grado de perfección que logró en la Grecia, merced, es verdad, a circunstancias excepcionales, imposibles de reproducir. Para el Sr. Tubino, la fórmula salvadora de este arte es encarnar el ideal romántico en la forma plástica de la escultura helénica, con lo cual estamos de todo punto conformes.

Erudito fue también el discurso del señor marqués de Monistrol; siendo deplorable que tan ilustrada persona aprovechara la ocasión para sostener la vulgar doctrina de que la decadencia del arte escultórico es debida a la falta de sentimiento religioso de nuestro siglo. ¡Como si la escultura, que es la más humana de todas las artes, no pudiera vivir sino a la sombra del misticismo! ¡Como si debiera el menor beneficio al espiritualismo cristiano que la hizo imposible! ¡Como si su moderna resurrección no fuera debida al renacimiento del arte pagano, esto es, a la rehabilitación de la naturaleza, por tanto tiempo sacrificada al espíritu! No hay tendencia más funesta para el arte que este empeño de conservarle su carácter hierático y de sostener que fuera de la religión no hay inspiración artística; como si el arte plástico religioso hubiera hecho nunca otra cosa que representar, bajo nombres divinos, la naturaleza idealizada, sobre todo en su manifestación más bella, en la forma humana.

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Oro y oropel se titula un libro publicado por el escritor vascongado D. Vicente de Arana; y en verdad que no es fácil hallar en él ningún trabajo a que pueda aplicarse el segundo de ambos términos. Compónese esta obra de diferentes traducciones de Tennyson, Lougfellow y otros notables escritores extranjeros, y de algunas leyendas, cuentos y poesías originales del autor. Pocas traducciones conocemos tan fieles y elegantes como las que contiene este libro, señaladamente las de los poemas Evangelina de Lougfellow, y Enoch Arden de Tennyson. Si a esto se agrega que las leyendas originales del señor Arana (evidentemente inspiradas en estos poetas y otros de igual género) en nada desmerecen al lado de las traducciones, fácilmente se comprenderá que Oro y oropel es un libro muy estimable y que su autor ha demostrado en él condiciones distinguidas de escritor y poeta, que le hacen acreedor al aplauso de la crítica. Sólo nos permitiremos advertirle que a nuestro juicio debe dar la preferencia a la prosa sobre el verso, en el cual no manifiesta tanto acierto y soltura como en aquella.

También merecen especial mención un libro del Sr. Mentaberri, titulado Impresiones de un viaje a China, que es una interesante y amena descripción de las costumbres del Celeste Imperio, hecha con vivo colorido y en elegante estilo, y el Libro de poesías provinciales ofrecido al rey por el ayuntamiento de Barcelona, y en el cual se hallan diferentes composiciones poéticas, escritas en castellano unas y en catalán otras, y debidas a diferentes ingenios catalanes, algunos tan notables como los Sres. Piferrer, Milá, Coll y Vehí, Rubió, Aribau, Aguiló, Clavé, Balaguer y otros de grandes méritos. La colección, aunque algo desigual, no deja de ofrecer interés, observándose en ella que las poesías catalanas exceden en valor poético a las castellanas. [119]

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Un nuevo e importante libro acaba de dar a la estampa el brigadier de ingenieros D. José Almirante, ya ventajosamente conocido por su Diccionario militar. Titúlase Bibliografía militar de España y es un copioso catálogo bibliográfico dispuesto por orden alfabético de todas las publicaciones importantes españolas y extranjeras que al arte e historia militares se refieren, con especial aplicación a España. Un registro general de autores por orden de materias y un cuadro sinóptico de bibliografía militar (dividido en tres secciones: bibliografía, arte militar e historia) facilitan el manejo de este importante libro que representa una suma inmensa de erudición y de trabajo.

De desear hubiera sido que el Sr. Almirante, que ha ilustrado con observaciones y notas varias de las obras que en su catálogo comprende, hubiera hecho lo mismo con todas y se hubiera tomado el trabajo de indicar las razones que hacen figurar en su libro algunos escritos cuya relación con la bibliografía militar no parece clara. Quizá hubiera convenido también que el catálogo no estuviera formado únicamente por orden alfabético de autores, sino de materias; pues aunque esto se hace en el registro final, resultaría más cómodo y metódico del modo que indicamos. Pero estos leves reparos no impiden que la obra monumental del Sr. Almirante tenga importancia suma y preste inestimable servicio, no sólo a la ciencia militar sino a las letras y a la bibliografía en general. Precede al trabajo del Sr. Almirante un extenso prólogo en que a pretexto de exponer sus propósitos y justificar el método que sigue en su obra, trata de multitud de cuestiones históricas más o menos relacionadas con la ciencia de la guerra, mostrando en ellas no poca discreción y agudeza, haciendo observaciones de gran valor (singularmente sobre la historia de España en el siglo XVIII) y alardeando en el estilo de cierto desenfado que a veces no cuadra del todo a la severidad del asunto. El prólogo en cuestión se lee con verdadero deleite y muestra condiciones muy distinguidas de historiador y de escritor en el Sr. Almirante, a quien felicitamos por su importantísimo trabajo.

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Dejando para otro día el examen de la nueva edición que del Mágico prodigioso de Calderón ha hecho el erudito escritor francés Sr. Morel-Fatio, y que requiere un examen imparcial y detenido, para el cual nos faltan tiempo y espacio, diremos que los teatros que penosa y lánguidamente atraviesan ese período de esterilidad y marasmo que se llama segunda temporada, no han ofrecido novedades dignas de madura crítica. Y no porque hayan escaseado, pues pocas veces se han repetido tanto los estrenos; pero todas las obras por primera vez representadas han pasado rápidamente por la escena, sin dejar apenas recuerdo de su existencia. Únicamente La Torre de Talavera, bello y sentido cuadro dramático del Sr. Sellés y el drama patriótico del Sr. Cano El más sagrado deber, pueden exceptuarse de esta ley general. El Sr. Echegaray ha dado en este período su segunda caída en la representación de su drama Para tal culpa tal pena, título en que se formula gráficamente lo que de él puede decir la crítica.

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No terminaremos esta prolija y mal pergeñada Revista sin contestar a las censuras que nos dirige nuestro colega barcelonés El Porvenir, por el juicio que hicimos de la obra del Sr. Pí y Margall Las Nacionalidades. [120]

La primera objeción que El Porvenir nos hace consiste en decir que al afirmar nosotros como razón perentoria contra el pacto federal, la de que nunca ha existido en España, y fuera de ella sólo en contados casos y en especiales circunstancias se ha realizado, sostenemos que no hay derecho a hablar de lo que no ha existido, nos condenamos a la inmovilidad absoluta y nos reducimos a resolver toda cuestión sobre formación de nacionalidades por los criterios de la conquista y de los vínculos dinásticos.

Vamos por partes. Ni hemos dicho nunca que no hay derecho a hablar de lo que no ha existido, ni nos condenamos a lo que dice el colega. Lo que afirmamos es que, no existiendo en España las condiciones y circunstancias que en otros pueblos han motivado el pacto federal, y no habiéndose dado nunca el absurdo caso de que una nación constituida se divida y disgregue para volver a constituirse, nos parece extemporáneo e improcedente hacer en España lo que no es necesario y en ninguna parte se ha hecho, en igualdad de circunstancias. Los pactos se hacen para unir lo que está separado, para formar una nación grande con la suma de varios Estados pequeños independientes. Esto no sucede en España; luego no hay necesidad de realizar un pacto sin objeto ni motivo que lo justifique. No condenamos, pues, el pacto por nuevo e inusitado, sino por innecesario y peligroso; aunque tampoco somos de los que creen que todo lo nuevo es necesariamente bueno y todo lo viejo forzosamente malo.

Acúsanos El Porvenir de haber dicho que la descentralización que pedimos para las provincias y municipios ha de ser gracia precaria otorgada por el Estado central, de no decir cómo pueden conciliarse la autonomía administrativa y económica de dichos centros y la unidad legislativa. Lo primero no es exacto; creemos que la descentralización no es una gracia otorgada, sino un derecho, que no se deriva del pacto, pero sí de la naturaleza de los referidos grupos. A lo segundo contesta la experiencia, mostrando en todos los pueblos verdaderamente libres, la armónica coexistencia de la autonomía provincial y municipal, y de la unidad política y legislativa de la nación. Nada hay más autónomo que los condados y burgos ingleses, y sin embargo, allí no hay nadie que sueñe con pactos federales.

Censúranos también por negar que el pacto es bilateral y por defender el derecho de los contratantes a romperlo: pero ninguna razón decisiva alega contra nuestra tesis. No hemos dicho que el pacto no es bilateral; lo que hemos sostenido es que es un contrato de sociedad, de la cual puede salirse el socio cuando no se cumplan las condiciones del contrato. Claro es que las obligaciones son recíprocas, como en toda sociedad; pero esto ¿qué tiene que ver con el derecho de separarse de los asociados? Si el firmante del artículo es, por ejemplo, socio del Casino de Barcelona, al entrar en él se comprometió, sin duda, a llenar ciertos deberes para con los demás socios y para con el Casino, a cambio de ciertos derechos que adquirió; pero quedó en libertad de salirse del Casino, máxime si no se cumplían las condiciones del contrato. ¿Quién puede privar al Estado confederado de hacer otro tanto? ¿Con qué derecho se convierte un pacto voluntario en irrevocable y definitivo? Si llega un momento en que se falta a las condiciones bajo las cuales se pactó, ¿por qué no ha de salirse de la nueva sociedad cualquiera de los pactantes? Todo contrato bilateral se rompe por la voluntad de las partes contratantes; en todo contrato de sociedad puede separarse de ésta el asociado, si las condiciones del contrato no se cumplen. Pues ¿por qué ha de negarse esto al tratarse de una sociedad política, exclusivamente debida al pacto? [121]

El argumento de que debemos establecer el federalismo precisamente porque no sabemos gobernarnos, es peregrino por cierto. Los pueblos ingobernables para todo sirven, menos para un sistema político que reparte las cargas del Gobierno sobre gran número de ciudadanos, y complica notablemente las ruedas de la máquina gubernativa. El que no sabe gobernarse, ¿cómo ha de ser autónomo? ¿Ha visto el articulista que a pueblos rebeldes y anárquicos cuadre el sistema federal, o por el contrario, el más autoritario posible? Si la federación, en el sentido de descentralización amplia, de self-government sin pactos absurdos, puede ser una realidad algún día, será cuando el pueblo haya adquirido la educación política y moral necesaria para gobernarse a sí mismo. Mientras tanto no será otra cosa que una peligrosa utopía.

El articulista termina acusándonos de apasionados y declamadores por haber condenado los excesos del federalismo, y achaca el atraso del pueblo al unitarismo. Al unitarismo absolutista y teocrático bien puede achacarlo; al que nosotros defendemos no.

Lo que al final de su trabajo dice no merece apenas contestación. Al atacar a los hombres teóricos y defender a los prácticos, no era nuestra intención la que, con malicia notoria y tergiversando nuestras palabras, nos atribuye el colega. Nada hemos dicho que suponga menosprecio hacia los hombres honrados y consecuentes, ni tenía necesidad el colega, para defender su tesis, de hacer ciertas alusiones poco convenientes, y de entrar en un terreno a que no hemos descendido, ni descenderemos nunca.

M. de la Revilla

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