Revista Contemporánea
Madrid, 30 de septiembre de 1877
año III, número 44
tomo XI, volumen II, páginas 226-233

Manuel de la Revilla

< Bocetos literarios {1} >

Don Gaspar Núñez de Arce

I

Si creyéramos con el antiguo espiritualismo que el cuerpo es la cárcel en que gime aprisionada el alma, materia tendríamos para hacer filosóficas consideraciones sobre este cautiverio al contemplar encerrada en tan endeble y menudo calabozo el alma poderosa del Sr. Núñez de Arce. La tendencia que nos mueve a establecer íntimas relaciones de forma, capacidad y belleza entre el cuerpo y esa misteriosa y apenas conocida fuerza a que llamamos espíritu y que nos lleva irresistiblemente a pensar que los héroes han de ser gallardos y fornidos, de dulce mirar y melancólica fisonomía los poetas, de majestuoso aspecto los príncipes y los sacerdotes, nos hace suponer también que el alma ardiente y la inspiración vigorosa del autor de los Gritos del combate deben albergarse en cuerpo enérgico y robusto, de formas atléticas cual las del gladiador clásico, airado rostro y expresión sombría. ¡Vana ilusión desmentida por los hechos! [227] El espíritu del Sr. Núñez de Arce habita, como el de Napoleón, en pequeño y endeble cuerpo y sólo en su expresiva fisonomía se revela algo de su energía poderosa. Sin duda la naturaleza gastó tanta cantidad de fuerza en producir su organismo psíquico que no le quedó suficiente para los demás.

La fuerza: he aquí el carácter distintivo del Sr. Núñez de Arce. La sangre que circula, la corriente nerviosa que se desborda por aquel cuerpo de tan escasa apariencia deben ser ríos de ardiente lava, a cuyo calor se transforman en pasiones todos sus sentimientos y se vacían en moldes de fuego todas sus ideas. Todo es en él vehemencia y energía. Si cree, su fe se asemeja al fanatismo en lo intensa y fervorosa; si duda, no se duerme sosegado sobre la que Montaigne apellidó dulce almohada; antes se revuelve airado y furioso contra la duda misma y su incredulidad toma el carácter de la desesperación; si increpa o censura, sus acentos vibran como el látigo acerado de Juvenal; si llora y se entristece, abrasan sus lágrimas y sus sollozos se confunden con el rugido; si canta el amor, nunca acierta a ser tierno, por más que sepa ser delicado; su amor es de ese que cuando besa, muerde.

En la lira poética hay muchas cuerdas, y una de ellas es de bronce. Pulsáronla siempre aquellos espíritus que sienten hondo y fuerte, y cuyo corazón sólo palpita por las cosas grandes; espíritus educados en la desgracia o nacidos al fragor de las revoluciones y de las guerras, que, dominados por graves preocupaciones, asediados por temerosos problemas o rudamente flagelados por el destino, sólo contemplan el lado trágico, sombrío y grandioso de la vida: espíritus águilas que viven en el seno de las tormentas y no sienten el beso de la brisa; que se mueven a alturas tales que no pueden vislumbrar las florecillas del campo, acostumbrados como están a ver de cerca las montañas gigantes y la faz del sol. Sombríos los unos, ardientes los otros, atrevidos y enérgicos aquellos, de su mente brotaron los cánticos grandiosos que se elevan hasta la Divinidad, los bélicos acentos que impulsan a los guerreros al combate, las tragedias en que se representa el drama terrible de la vida humana en sus más profundos y conmovedores aspectos, las gigantescas epopeyas en que se compendian el ideal y [228] la vida de una edad entera, las sátiras implacables que imprimen eterna mancha en la frente de los tiranos, los apocalipsis sombríos que semejan fulguraciones de lo infinito. En ese grupo de poetas, únicos dignos del nombre de vates, es donde puede figurar el Sr. Núñez de Arce, no entre los capitanes ciertamente, pero sí entre los más valiosos soldados.

Nuestro siglo ha sido fecundo en poetas de este género. ¿Y cómo no, si quizás es el siglo más trágico de la historia? Difícil es que un espíritu de levantados alientos cante las dulzuras de la vida campestre, los encantos de la naturaleza o los goces del amor, cuando ensordecen los aires el fragor de las instituciones que se derrumban, el ruido del combate que en todas partes y con todo linaje de armas libran el pasado y el porvenir, y el estruendo de la ola revolucionaria que todo lo invade y todo lo destruye. En medio de tanto estrago y ruina tanta, en la crisis pavorosa que sociedades e individuos atraviesan, en el centro de una vida tan tumultuosa, compleja y agitada como la moderna, ¿qué mucho que el poeta sólo acierte a pulsar esa cuerda de bronce a que antes nos hemos referido, única bastante poderosa para hacer que sus vibraciones sean percibidas en medio del estruendo y la confusión de este siglo extraordinario?

Por eso, con leves excepciones, los grandes poetas españoles de nuestro siglo se dirigen todos por ese camino. Alguno que otro, bajo la influencia de tales circunstancias, pero con espíritu menos enérgico, entona melancólicos acentos o se refugia en la contemplación de lo pasado; los demás todos participan del carácter antes dicho. La musa de la energía es la que inspira los cantos de Quintana, de Espronceda, de López García, de Tassara, de todos los líricos que ya podemos llamar grandes, porque su muerte nos da el triste derecho de decirlo. La misma musa alienta en los poetas dignos de este nombre de la generación presente, exceptuando al legendario Zorrilla, constantemente vuelto hacia lo que pasó, y a Campoamor cuya bonhomía característica no le permite alterarse por nada y que se contenta con ayudar a la obra de su siglo, destruyendo suavemente y como por vía de juego, no ya las creencias, sino hasta las bases mismas de toda certidumbre. [229]

Es, pues, Núñez de Arce un poeta enérgico y entusiasta. Si hubiese nacido a principios del siglo, cuando la fe en el progreso y la libertad era una verdadera religión no entibiada todavía por obstáculos, desengaños y catástrofes, Núñez de Arce rivalizara con Quintana, y acaso le venciera. Pero ha nacido en tristes tiempos de vacilaciones y desmayos, y de aquí el especial carácter de sus obras.

No es Núñez de Arce espíritu que se complazca en la duda ni se avenga con el escepticismo. Fáltanle la tranquilidad de ánimo con que Campoamor pone de manifiesto la vanidad y la mentira que hay en el fondo de todas las cosas y el intenso goce con que José Alcalá Galiano acude a destruir todo lo que la humanidad ha creído y respetado hasta el presente. Pero tampoco vuelve por eso los ojos al pasado; despídese de él con tristeza y amargura, pero se despide al fin.

Luchan en su alma opuestos impulsos; y esta lucha que en otros ánimos engendrara abatimiento o afeminado sentimentalismo, en él sólo despierta vigorosos acentos, ora de desesperación, ora de cólera, a veces también de entusiasmo. Lamenta la pérdida de su fe; recuerda amargamente los tiempos venturosos en que creía; revuélvese airado contra el fatal destino que le obliga a no creer; pero no por eso retrocede ni desmaya. Atormentan su alma los desengaños políticos; indígnase al ver la libertad prostituida; pero no reniega de ella ni duda de su triunfo. Hay siempre en él un resorte poderoso que le impide caer, hay siempre una fe que no le abandona, un culto que nunca se extingue en su pecho: la fe en la libertad y en el progreso, el culto de la justicia y del bien.

Este contraste entre su natural tendencia a creer y la irresistible necesidad de negar, entre el entusiasmo y la desesperación, entre la energía y el abatimiento, es causa de que en las poesías de Núñez de Arce no se halle aquella animación y fervor que se advierte en las de Quintana. Se ve que el poeta tiene fe, pero combatida por el desengaño y la duda; que cree en las ideas, pero desconfía de los hombres; que hay en él un fondo de amargura y a veces de negra desesperación, que entibia su entusiasmo, y que hay también cierto matiz escéptico, disimulado por la valentía de sus acentos. Núñez de Arce [230] duda, vacila, se abate y desespera; no se rinde, porque es de bronce; pero su victoria es fruto de penoso esfuerzo, y su canto se resiente de él.

¡Ah! No es culpa suya. No es fácil que vuelva a haber otro Quintana. Entonces la libertad era joven e inexperta y por eso era crédula y entusiasta. Hoy no puede serlo. Entonces se creía en la proximidad del Edén; hoy parece todavía muy lejano. El poeta de aquellos días cantaba himnos entusiastas a la libertad naciente; el de hoy lucha palmo a palmo contra obstáculos casi insuperables, y su canto lleva impreso el sello de la fatiga, cuando no del desengaño. Así y todo, ¡ojalá fueran todos nuestros poetas como Núñez de Arce! Él al menos cree en la libertad: ¡cuántos reniegan de ella o la escarnecen!

II

Bajo dos aspectos puede ser considerado el Sr. Núñez de Arce: como dramático y como lírico. Fue lo primero al comenzar su carrera literaria; pero su verdadera reputación data desde el momento en que, abandonando la escena, acreditóse de inspirado lírico con sus renombrados Gritos del combate. A nuestro juicio, en la lírica más que en el teatro debe buscar sus triunfos, sin que esto quiera decir que no tengamos en mucha estima sus producciones dramáticas.

Pocas son estas; algunas han sido escritas en colaboración con el Sr. Hurtado, y entre las exclusivamente suyas sólo deben citarse dos discretos y bien pensados dramas de costumbres (Deudas de la honra y Quien debe paga) y otro histórico El haz de leña, que es sin duda su obra dramática más importante. Mostró en todas las dotes características de su genio, señaladamente en la última; manifestóse inspirado y vigoroso siempre que trataba de pintar caracteres enérgicos y varoniles o trágicos efectos, y no tan feliz si apelaba a los tonos dulces y delicados de su paleta; revelóse como versificador de gran fuerza y conocedor de los efectos teatrales, y probó que aspiraba a dar a sus concepciones mayor transcendencia que la que es habitual en nuestro teatro y a emplear en sus pinturas los calientes tonos de la musa romántica, sin caer en [231] exageraciones deplorables; siguió, en suma, con acierto el buen camino iniciado por Hartzenbusch, Ayala, Tamayo y García Gutiérrez, uniendo el realismo moderno con un romanticismo castizo y, de buena ley; y figuró, por tanto, honrosamente entre los regeneradores de nuestra escena, ocupando a su lado puesto distinguido.

No es, sin embargo, en el teatro donde más resplandecen las dotes del Sr. Núñez de Arce. Rara vez se reunieron en un mismo sujeto las cualidades de lírico y de dramático, y no había de ser excepción de esta regla el autor de los Gritos del combate. La libertad a que está habituado el poeta lírico no se aviene con la multitud de exigencias, limitaciones y trabas que el teatro impone: y la exuberancia de la inspiración lírica mal se compagina con el carácter realista que en la escena han de tener hechos, personajes, diálogo y estilo. El ingenio del Sr. Núñez de Arce carece, por otra parte, de la flexibilidad que el drama requiere. Como hemos dicho, de ordinario pulsa siempre una misma cuerda, y le es difícil olvidar sus aficiones al pisar las tablas y librarse de cierta monotonía inherente a este carácter de su musa. Sus obras dramáticas son óperas escritas siempre en un mismo tono, cuyos personajes son todos bajos profundos, y en las cuales no hay una melodía tierna o juguetona que distraiga de aquella sucesión de airados o terribles acentos; son cuadros llenos de sombras, cuyas enérgicas tintas rara vez matiza un toque risueño o delicado. Además, el teatro del Sr. Núñez de Arce es pobre en producciones, y entre ellas sólo hay una verdaderamente notable: El haz de leña.

La poesía lírica es el teatro de los más legítimos triunfos del Sr. Núñez de Arce: allí le llevan su vocación y su destino; allí es donde campea su ingenio con más desembarazo. Dentro siempre de las condiciones que le hemos asignado, lanzando constantemente las notas graves de su lira poderosa, ora flagela con sangriento látigo y acentos dignos de Juvenal los vicios y flaquezas del siglo (pero no los pequeños, sino los grandes); ora llora con varoniles lágrimas las desdichas de la patria y las derrotas de la libertad; ya excita al combate a los soldados del porvenir, reprendiendo sus errores, pero sin desalentarlos en su empresa; ya, por fin, remontándose a las más [232] elevadas regiones, revuélvese contra las duras leyes que rigen la condición humana, y pregunta a Dios con amarga queja por qué nos crea; agítase entre la fe que pierde, y la duda y el escepticismo que invaden su alma; despídese con dolorido acento de los antiguos ideales e instituciones a cuya sombra se deslizara su feliz infancia, y airado unas veces, penetrado de indignación otras, creyente en ocasiones, escéptico alguna vez, ora melancólico y abatido, ya vigoroso y entusiasta, muestra siempre el férreo temple de su alma, la energía de su inspiración y el poderoso vuelo de su ingenio.

Es Núñez de Arce poeta meridional por lo apasionado, mas no por lo pintoresco; sobrio en imágenes y galas, en la energía del sentimiento, en la profundidad o valentía de la idea, en la forma escultural del período, en la rotunda y severa armonía de la verificación, es donde reside el encanto de sus obras. Sabe armonizar el fondo moderno de sus producciones con la más pura y exquisita forma clásica, a tal punto, que si las ideas y sentimientos que en ellas campean, luego denotan que son fruto de la inspiración moderna, parecen por la forma páginas arrancadas a Herrera, Rioja y los demás modelos de nuestro siglo de oro, a cuyos cánticos nada tienen que envidiar los majestuosos tercetos, las robustas décimas y los esculturales sonetos de los Gritos del combate.

¿Qué más hemos de decir del Sr. Núñez de Arce? Como político no hemos de juzgarle, que esto es ajeno a nuestro propósito; baste decir que su espíritu, ardientemente liberal, no debe hallarse muy holgado en el partido en que figura, y que como orador, toda la energía de su alma no es bastante para hacerle vencer las dificultades de una palabra rebelde, enérgica a veces, pero elocuente nunca. Como prosista, merece lugar distinguido por lo nervioso de su estilo y lo puro y castizo de su lenguaje.

Tal es el Sr. Núñez de Arce. Hijo legítimo de su siglo, refleja en sus obras con vivos y enérgicos colores las angustias y las vacilaciones, pero también las grandezas de esta época extraordinaria: adorador ferviente de la libertad, pero nunca idólatra de la plebe, deplora los errores que manchan su camino, sin por eso renegar cobardemente de su culto; poeta de [233] poderosos alientos, lleno de inspiración y de vigorosos arranques, sabe pensar hondo, sentir fuerte y hablar claro, mira siempre a lo alto, inspirase siempre en lo noble y en lo grande, y manejando con notable maestría el habla castellana, ostenta méritos más que suficientes para ser considerado como uno de los ingenios más brillantes entre esa pléyade de grandes poetas que renueva entre nosotros las glorias imperecederas de nuestro siglo, y es uno de los pocos consuelos que nos quedan en medio de tantas desventuras.

M. de la Revilla

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{1} En el boceto referente al Sr. Tamayo se atribuyó por equivocación al Sr. Estébanez el drama El honor, que es del Sr. Campoamor, confundiéndolo con Lances de honor, que es el que pertenece al Sr. Estébanez.

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