Revista Contemporánea
Madrid, 30 de noviembre de 1877
año III, número 48
tomo XII, volumen II, páginas 244-250

Manuel de la Revilla

< Revista crítica >

Comenzaron sus trabajos las secciones de Ciencias morales y políticas y de Literatura y Artes y las cátedras del Ateneo, y la Institución libre de enseñanza. Notables como siempre, las conferencias de esta última atraen numerosa concurrencia, ávida de escuchar la elocuente palabra de los que de ellas se han encargado, y de adquirir conocimientos nuevos y profundos en aquel importante centro de cultura, donde el pensamiento libre y la ciencia moderna hallan todavía seguro asilo. Imposibilitados por ocupaciones especiales para asistir a tan valiosas cátedras, nos limitamos a enviar entusiasta saludo a los que las desempeñan y a la noble Institución de que tanto espera la ciencia española.

Las cátedras del Ateneo son hasta ahora poco numerosas. Solamente funcionan en la actualidad las de lenguas vivas, la de Geología agrícola, a cargo del infatigable profesor Sr. Vilanova; la de Organización militar del imperio alemán, donde luce sus variados conocimientos en estas materias el Sr. Vidart; la del Sr. Maestre de San Juan sobre Aplicaciones del microscopio; la que desempeña el Sr. Fernández González con la mira de criticar algunas opiniones reinantes, y a su juicio erróneas, sobre arte y literatura; y la que desde algunos años ha explica el Sr. Bravo y Tudela sobre Historia de la elocuencia. Los méritos de estos distinguidos profesores no bastan, sin embargo, para dar animación a aquella cátedra, acaso porque los asuntos que han elegido no tienen el interés palpitante o la actualidad que poseen los temas explicados en la Institución libre. Fuerza es que el Ateneo fije su atención en este asunto y procure dar mayor lucimiento a sus cátedras; para lo cual acaso conviniera sustituir los [245] cursos anuales con conferencias sueltas y excitar a los profesores para que eligieran asuntos muy nuevos y de actualidad.

La Sección de Ciencias morales y políticas del Ateneo ha tenido el buen acuerdo de someter al debate la transcendental y pavorosa cuestión social, ya discutida en 1872 en el mismo Centro, pero de tal suerte compleja e interesante que nunca se agota ni envejece. Encargado de exponer tan delicado tema el secretario de la Sección, señor Fernández García, e impresionado sin duda por lo vasto y complejo de la cuestión, la dio proporciones tales que, a entenderla como él pensaba, había de ser la suma de todos los problemas que el pensamiento humano puede proponerse. Extraviado por esta opinión, exacta en el fondo, pero erróneamente entendida por el Sr. Fernández García, planteó sucesivamente este orador, en forma discreta y agradable, el problema religioso, el científico, el jurídico y el artístico que, juntamente con el económico, constituían, a su juicio, el problema social. Presentado así el tema, ofrecía tales proporciones, que su discusión era punto menos que imposible; por cuya razón algunos socios trataron de restringirlo, mostrando que, si bien la cuestión social se relaciona bajo múltiples aspectos con todas las cuestiones que al hombre, considerado en su vida social, se refieren, examinada bajo su aspecto concreto, reducíase al problema económico, al problema de la miseria, al problema del proletariado. Terció en este debate previo el Sr. Azcárate, dando y negando a todos una parte de razón, y declarando al cabo que la cuestión concreta que ha de debatirse es la que por el nombre (no muy exacto) de cuestión social todos entienden. Comenzó la discusión, terciando en ella los Sres. Romero Girón y Vidart, que más bien plantearon que discutieron el problema, y el Sr. Tubino, que continúa en el uso de la palabra para la sesión próxima, y que parece decidido a resolver la cuestión bajo un criterio francamente naturalista.

Menos acertada en la elección de temas la mesa de la Sección de Literatura, ha formulado el suyo preguntando si las condiciones artísticas de la oratoria se cumplen mejor en nuestros tiempos que en la edad antigua. Cuestión es esta de escaso interés de actualidad, sin condiciones para que sea objeto de un verdadero debate, y además insoluble a nuestro juicio; pues siendo la oratoria un arte en el cual los elementos materiales de la palabra tienen capital importancia, no es fácil juzgar discursos que no se han oído, y que, despojados de los encantos de la pronunciación, de la acción y del gesto, son lejanas sombras de lo que en realidad serían. Todo juicio póstumo de un orador es incompleto, por lo tanto; y comparar la elocuencia de hoy con la de ayer, sin haber escuchado a sus representantes, es lo mismo que comparar los cuerpos vivos con las momias o los esqueletos. ¿Sabemos acaso si la oratoria de un Demóstenes sería hoy insufrible para nosotros? ¿Pueden darnos idea de la fascinación que el gran Orador ejerciera, las frías páginas en que la posteridad ha reunido sus [246] vigorosos razonamientos y sus enérgicos apóstrofes? Plantear esta cuestión es resolverla; y es bien extraño, que esta solución no se les haya ocurrido a los ilustrados individuos de la mesa de la Sección de Literatura.

El secretario de la misma, Sr. Reus y Bahamonde, expuso el tema en una extensa Memoria, que leyó con apagada voz y monótona entonación. Lástima es por cierto que tan ilustrado joven desluzca sus brillantes dotes, leyendo y pronunciando tan deplorablemente sus discursos. El que con tal ocasión leyó, merecía sin duda mejor suerte; pues era erudito y bien pensado, escrito con elegancia, quizá extremada y un tanto retórica, y abundante en buenas doctrinas; pero algo inmetódico, sobrado extenso y no siempre oportuno, pues en él se trataban cuestiones que ninguna relación inmediata tienen con el tema. Esto es, al menos, lo que pudimos juzgar, haciendo titánicos esfuerzos para percibir la palabra del orador. No todos fueron tan felices como nosotros; y acaso por eso no obtuvo el trabajo el éxito que, a pesar de sus imperfecciones, merecía. El debate ha comenzado después, pronunciando un discreto discurso el Sr. Bravo y Tudela.

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Escasísima en novedades bibliográficas ha sido esta quincena. A nuestra redacción sólo han llegado dos obras: los Cuadros y cuentos de aldea, de los Sres. Peño-Carrero y Becker, y la novela titulada: ¡Cuatro millones! del escritor catalán D. Eusebio Font y Moreso.

La primera de estas obras, debida sin duda a escritores noveles, carece de importancia. Tipos lugareños mal dibujados, e historietas manoseadas y vulgares; sentimentalismo de relumbrón, y lenguaje enfático, lleno de esas imágenes que pudieran llamarse de repertorio, y de todo género de lugares comunes; he aquí lo que la crítica descubre en este libro, escrito con la inexperiencia propia de los pocos años, y falto por completo de condiciones literarias.

No ha sido muy afortunado tampoco el autor de la novela ¡Cuatro millones! Su argumento no ofrece novedad alguna; nada más sabido que la eterna historia de la mujer interesada y ambiciosa que sacrifica el amor al lucro y olvida al amante que la adora, por obtener los millones de un viejo opulento, a quien vende, cual torpe meretriz, su mano. Tampoco es nuevo el contraste entre esta mujer y la amante modesta y virtuosa, que sufre en silencio el desvío del objeto de su amor, apasionado de la ambiciosa, y vuelto al cabo al buen camino, merced al desengaño sufrido y a la noble conducta de la que verdaderamente le ama. El Sr. Font debió buscar recursos más nuevos para condenar el amor interesado, y ya que no los buscara, debió dar mayor interés y movimiento a la acción, descargarla de prolijas descripciones y digresiones, aunque bien pensadas, inoportunas, y dar al diálogo más animación y colorido, y al lenguaje mayor [247] naturalidad y sencillez. De esta suerte tendrían más relieve los caracteres, generalmente bien pintados, de su obra, y más lucimiento el lenguaje, casi siempre esmerado y correcto, en que está escrita.

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La inconstancia de los afectos humanos dio margen al escritor francés Carlos Monselet para escribir un delicioso cuento, que no ha mucho tiempo tradujo, o mejor dicho, arregló el Sr. Blasco con el título Viaje redondo. En este cuento, una sortija regalada por una esposa adúltera a su cómplice, va corriendo de mano en mano hasta regresar, por extraña casualidad, al punto de donde partiera. Igual asunto trató (convirtiendo en flor la sortija) el Sr. Campoamor en su pequeño poema Las flores vuelan, no sabemos si inspirándose también en el cuento de Monselet; y este asunto, tan traído y llevado, es asimismo el argumento de la nueva comedia del Sr. Blasco La Rosa Amarilla.

No es mucha, por tanto, la originalidad que ha demostrado el Sr. Blasco en su última comedia. Verdad es que no son nuevos estos procedimientos en el Sr. Blasco, que ya en El Pañuelo Blanco puso a contribución un delicioso proverbio de Musset; pero el Sr. Blasco dirá a esto que lo mismo hacía Shakespeare, lo cual no impide que el autor del Hamlet, con no haber inventado un solo argumento, sea el más original de todos los dramáticos. Es cierto, y por eso no censuramos al Sr. Blasco, que ha tenido el acierto de dar novedad en La Rosa Amarilla al mencionado cuento de Monselet.

Que la verosimilitud no queda muy bien parada en La Rosa Amarilla, es cosa evidente; que las casualidades en que se basa su intriga son demasiadas casualidades, no lo es menos; que en los personajes hay mucha exageración, y en ocasiones caricatura, también lo es; y sin embargo, no es posible negar que La Rosa Amarilla es una de las mejores producciones del Sr. Blasco, y que el éxito que ha alcanzado ha sido merecido.

¿Por qué? Porque dado el género a que pertenece La Rosa Amarilla, es indudable que esta producción llena todas las condiciones que se le pueden exigir. La Rosa Amarilla es un juguete sin pretensiones, cuyo objeto exclusivo es hacer reír, y siempre que en semejante género de obras se logra este objeto, sin mengua notoria del arte y de la moral, fuerza es aplaudirlas. En casos tales la cantidad de vis cómica es al modo de un velo que cubre todas las faltas que en la obra pueden hallarse; y el público, que ha ido a reír y se ha reído sin verse ofendido en su decoro, ni advertir que se haya cometido grave desafuero contra el sentido común y el buen gusto, tiene perfecto derecho para aplaudir y afirmar que la obra es buena.

En pocas producciones ha derramado tan abundoso raudal de chistes el Sr. Blasco como en La Rosa Amarilla. Las cómicas e ingeniosas, aunque inverosímiles situaciones que la constituyen; las [248] festivas ocurrencias que la esmaltan; la facilidad de su diálogo y la ligereza de su elegante versificación, bastan para hacer olvidar sus defectos y conservar perpetuamente la risa en los labios del espectador, cuyo regocijo no tiene límites ante tan inagotable vena cómica. Y siendo así ¿cómo la crítica no ha de sentirse desarmada y cómo ha de ser severo el que no cesó de reír en toda la representación?

La ejecución de La Rosa Amarilla ofreció el acabado conjunto que siempre ofrecen las representaciones del Teatro de la Comedia. Acaso no hay en Madrid compañía mejor organizada que la dirigida por el Sr. Mario. Pocos de sus individuos son verdaderas notabilidades, y sin embargo, están tan bien combinadas sus especiales aptitudes, trabajan con tal celo, se ayudan con tanta inteligencia, y se amoldan con tal docilidad a desempeñar todo linaje de papeles, que cada representación es un cuadro perfecto en que nada desentona y todo concurre a la belleza del conjunto. Distribúyense allí con acierto los papeles, ensáyanse y estúdianse con cuidado las obras, favorecen los distinguidos a los medianos, estimúlanse éstos y se acrecen, y a sí propios se exceden al contacto de aquéllos, y colaborando todos con igual celo y dentro de su esfera a la obra común, no hay obra que se desluzca por el desempeño, y no pocas veces, gracias a él, se libran de merecido naufragio execrables producciones. Así se organizan las compañías, así se dirigen, así contribuyen al lustre de la escena.

En la ejecución de La Rosa Amarilla todos los actores trabajaron con inteligencia y celo. Dolores Fernández interpretó admirablemente su personaje, quizá él más verdadero y mejor trazado de la obra; la señorita Morera desempeñó su papel con suma verdad y no poca gracia; la señorita Ballesteros ejecutó con acierto el suyo; Mario caracterizó con perfección el cómico tipo que le cupo en suerte; Julián Romea se distinguió también; y el Sr. Aguirre, a pesar de ser uno de los más endebles elementos de la compañía, nada dejó que desear.

Una advertencia debemos hacer, sin embargo, a los actores de la Comedia. Sea por condiciones del local, sea por culpa de los artistas, es lo cierto que los que concurrimos a aquel coliseo advertimos con frecuencia que no se oye bien a los actores. Si a la primera causa mencionada se debe esto, nada tenemos que decir; si a la segunda nos creemos con derecho para reclamar de los actores que eleven más la voz, o al menos que cuiden de articular con mayor claridad las palabras. Los que hablan en público no deben olvidar que la primera condición para hacerse oír, no tanto consiste en extender y ahuecar la voz, como en articular clara y distintamente los sonidos. Constantes y repetidos ejercicios de vocalización serían convenientes para el caso, y a ellos debieran dedicar parte de su tiempo los actores y los oradores.

En el teatro que nos ocupa se ha representado también un nuevo [249] sainete del Sr. D. Ricardo de la Vega, titulado Vega, peluquero. No faltan en él gracia y verdad; pero el escaso movimiento de su acción le hace inferior a los demás sainetes del Sr. Vega. La ejecución de esta obra fue inmejorable.

Una nueva producción del Sr. García Gutiérrez se ha puesto en escena en el Teatro Español. Dolor y vergüenza produjo en nuestro ánimo el espectáculo que ofrecía el coliseo en la noche de la primera representación. Escasa concurrencia lo ocupaba; a menos de su precio ofrecían localidades los revendedores. ¡Y era una obra de García Gutiérrez la que se estrenaba! ¡Y entre tanto rebosarían de gente los teatros de Novedades y de Apolo! ¿Qué pensar de un público que se desdeña de oír una obra del autor de Venganza catalana, y acude, ebrio de sensualidad, a contemplar las formas de Miss Leona o a escuchar los dislates de los Bufos?

Un cuento de niños se titula la última producción del Sr. García Gutiérrez. Digámoslo con respetuosa franqueza: el Sr. García Gutiérrez no ha estado afortunado en esta obra. Despojándola de esa brillante versificación que caracteriza a toda producción del gran poeta, nada queda en ella que no sea digno de censura. Las bruscas transiciones de lo cómico a lo dramático, que en ella se observan, impiden que el espectador experimente una emoción profunda y duradera. Si un rasgo dramático le hace sentir, un rasgo cómico interrumpe de repente la emoción y le obliga a reír; y apenas ha terminado la risa, cuando otro incidente dramático cambia de improviso el curso de sus impresiones. Llevado de este modo de extremo a extremo, el espectador no puede interesarse seriamente por la obra.

A esto debe agregarse la falsedad de la mayoría de los caracteres, que no están vaciados en un molde humano. Aquel anciano caduco, ridículo maniático a veces, austero y trágico carácter otras, que tan rápidamente y sin justificado motivo perdona la más sangrienta de las ofensas, y que en treinta años no ha concebido sospechas que el más menguado entendimiento concibiera, está fuera de la naturaleza humana, y de la verdad dramática por tanto. No lo está menos el que juzga reparar faltas que no pueden repararse y hacerse perdonar ofensas que nunca se perdonan, casando a la hija del ofensor con el hijo del ofendido, y pretendiendo sacrificar a fines egoístas la felicidad de la que le debe el ser. No se explican tampoco la facilidad con que el protagonista de la obra se deja conquistar en breves momentos por los acordes de un piano y la lectura de un cuento, y la blandura que con todos tiene quien, sin razón ni justicia, es tan implacable con su hijo. Inútil es el acto primero, exposición oscura que nada explica y a nada conduce; violento y mal preparado el desenlace; mal conducida y fundada en poco verosímiles recursos la intriga. Un carácter cómico bien trazado (el ama de gobierno); algunas escenas sentidas; una versificación brillante y un animado y [250] bello diálogo, no bastan a oscurecer los graves defectos de Un cuento de niños.

La ejecución de esta obra ha sido excelente por parte del Sr. Valero. Las Sras. Contreras y Fenoquio desempeñaron con acierto su parte, y el Sr. Parreño dijo con discreción la suya. Los demás actores contribuyeron al conjunto.

En el mismo coliseo se ha estrenado una pieza cómica del Sr. Estremera, titulada Hay entresuelo, muy inverosímil, pero escrita con gracia, y bien desempeñada por los actores, entre los cuales se distinguió, como de costumbre, el Sr. Fernández.

M. de la Revilla

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