Revista Contemporánea
Madrid, 15 de enero de 1878
año IV, número 51
tomo XIII, volumen I, páginas 487-497

Manuel de la Revilla

< Bocetos literarios >

Don Juan Valera

I

Quién no le conoce? ¿Qué dama aristocrática no ha leído sus chispeantes escritos, escuchado con deleite su conversación variada y amenísima y estrechado en suntuoso salón su enguantada mano? ¿Qué literato no ha saboreado sus críticas, tan eruditas como ingeniosas, y sus discretas novelas? ¿Quién no ha admirado la enorme cantidad de ático ingenio, gracejo andaluz y erudición copiosa, almacenada en aquella cabeza que se yergue altiva en lo alto del cuerpo más rígido que puede concebirse y sobre el más inflexible cuello de camisa que jamás almidonó planchadora alguna?

Él es, sí. Ese altivo caballero de aristocrático talante, de labio a la par benévolo y desdeñoso, de grave e impasible fisonomía, de alzados hombros, entre los cuales aparece encajada una cabeza que jamás se dobla, es D. Juan Valera, el más donoso y erudito de nuestros críticos, y uno de nuestros novelistas más amenos. Si reparáis en su aspecto, os parecerá el más altivo de los aristócratas o el más estirado de los académicos. Tratadle de cerca y hallareis en él el más amable y simpático de los hombres y uno de los escritores que con más gallardía y desenfado manejan hoy la prosa castellana. [89]

Valera es la solución viviente de las más imposibles antinomias. Es juntamente artista y erudito, filósofo y literato, hombre de mundo y hombre de letras. En él parece renovarse la raza de aquellos distinguidos espíritus del Renacimiento que con igual facilidad descifraban un palimpsesto, comentaban un códice y derramaban torrentes de ingenio en amenísimos escritos. En él la erudición deja de ser la gruñona y apergaminada vieja que todos conocemos, para trocarse en coqueta y elegante dama, llena de gracias y de encantos. Ha resuelto el problema de ser erudito sin pecar de empalagoso, y sabe tratar las más áridas y enojosas cuestiones con tanto primor y gracejo como si escribiera una novela. Habla de filología, de literatura, de crítica, de todo en suma, no en el tono pedantesco y en el altisonante lenguaje que es de moda en la literatura académica, sino en forma de la más chispeante y amena causerie que pudiera imaginar un hombre de mundo. Es capaz de causar deleite hablando de la Crítica de la razón pura y de entretener gratamente a una dama de la high life comentando los himnos Védicos o desarrollando las teorías de Fichte; es, en suma, la ciencia con corbata blanca y la erudición vestida de limpio.

Se dirá que esa ciencia no peca de profunda. Fuerza es reconocerlo. Valera es, ante todo literato, y no como se quiera, sino literato aristócrata. Lo selecto, lo distinguido, lo ingenioso y discreto, he aquí lo que busca en primer término. Es una de esas naturalezas exquisitas y privilegiadas que todo lo sacrifican al buen gusto, que en todo buscan lo irreprochable y lo pulcro, que se apartan con repulsión instintiva de cuanto no sea hermoso y perfecto. El sentido de lo bello y de lo noble llega en él al punto de delicadeza que sólo conocieron cuatro felices momentos de la historia: el siglo de Pericles, el de Augusto, el de León X y el de Luis XIV. El arte, la belleza son para él la más luminosa manifestación de lo divino. Lo pulcro y lo delicado es su ideal; vivir en una atmósfera exquisita de distinción y buen gusto, en medio de una sociedad de gentes discretas, elegantes y cultas, sería su mayor encanto. El talento y el ingenio son para él joyas preciosísimas, que sólo en elevados círculos pueden brillar; el arte es flor delicada de la [90] vida que no ha de mancharse al contacto de nada que sea rudo y grosero. La ciencia misma sólo es estimable a condición de perder su natural rudeza, adquirir buenos modales y vestir con elegancia. Ser literato es formar parte de una aristocracia que representa en el mundo de la inteligencia lo que la gente del buen tono en la vida familiar y pública. El literato ha de ser, ante todo, un espíritu distinguido y culto, que hable y escriba con suprema delicadeza y gusto exquisito, sepa dar forma agradable a las cosas más áridas, y no olvide que lo esencial es tener ingenio y saber mostrarlo. Tal es el ideal de Valera, y esto es lo que trata de realizar en su vida y en sus obras.

No busquéis en él, por tanto, condiciones de verdadero genio. Las brusquedades, las notas inarmónicas, las salidas de tono que a éste suelen caracterizar en ocasiones, son incompatibles con su manera de ser. Todo en él es atildado, medido, correcto, sujeto al canon supremo de la elegancia y del buen gusto. No extralimitarse es su regla constante. Si alguna vez pudiera tener un arranque de pasión, un momento de inspiración verdadera, cuidaría de evitarlo por no cometer alguna falta de buen gusto, a la manera de esas mujeres hermosas que no darían un beso a un amante por no descomponer los pliegues de su traje. Por eso, hablando o escribiendo, siempre es frío; aunque a decir verdad, a ello contribuye no poco la naturaleza de su ingenio.

Valera, con efecto, no es hombre de mucho sentimiento; al menos así lo muestran sus escritos. La nota dominante en él es el entendimiento reflexivo y principalmente el espíritu crítico. Su fino y penetrante análisis lo descompone y desmenuza todo, descubre con facilidad el aspecto negativo de las cosas y no deja espacio a la pasión ni al entusiasmo. El entendimiento ejerce en su alma el monopolio y atrofia más o menos todas sus facultades, salvo una: la fantasía, a la que esclaviza tiránicamente, obligándola a prestar ingeniosas y pintorescas formas a sus agudos conceptos. Por eso, teniendo, sin duda, imaginación viva y brillante, verdaderamente andaluza, nunca la pone al servicio del sentimiento, y por esta razón no es verdadero poeta ni perfecto novelista. La fantasía es para él un medio de representar en vivas imágenes ideas originales e [91] ingeniosas, algo parecido a lo que llaman esprit los franceses y sal los españoles. Unida al entendimiento, produce de esta suerte ese inagotable raudal de observaciones picantes, comparaciones oportunas y felices, ingeniosas teorías y paradójicas ocurrencias que, vertidas en elegantísimo estilo y chispeante lenguaje, constituyen el mérito capital de los escritos del Sr. Valera ; pero nunca sirve para llevar la emoción al ánimo porque es una fantasía divorciada del corazón.

Por eso Valera no es poeta. Sus versos fríos y tirados a cordel como las calles de un jardín de Versalles, ni conmueven ni deleitan. Vaciados en la turquesa académica, paseen la perfección negativa de lo insignificante, la corrupción rígida de las cosas sin vida. No hay en ellos nada que choque al buen gusto; pero nada tampoco que hable al corazón ni a la fantasía. Su autor, que será tan buen crítico de sí mismo como de los demás, debe saberlo, y por eso ya no los hace, en lo cual obra sin duda como prudente.

Tampoco es filósofo, como algunos piensan. Cierto es que no desconoce la filosofía y que en altos principios de estética suele inspirar sus críticas; pero su espíritu literario no le permite entrar por esos abstrusos caminos, en que suele perderse todo lo que hay de bello y artístico en la vida, desde el sentimiento hasta la gramática. Es filósofo como lo eran los beaux esprits del siglo XVIII; esto es, gusta de buscar el sentido más elevado de las cosas, pero sin profundizarlas demasiado. Toma de la filosofía lo necesario para dar elevación a su pensamiento, pero no penetra en sus tenebrosas profundidades. Busca ante todo en ella lo que de bello tiene, y por eso, siendo escéptico en alto grado, se deleita al leer los éxtasis y arrebatos de nuestros místicos, tanto al menos cómo en saborear las artísticas voluptuosidades del arte pagano. Espíritu abierto a todo lo que es bello y distinguido, sería filósofo si hoy se cultivara la metafísica en los rientes jardines de Academo o bajo los arcos anchurosos del Pórtico; pero no penetraría de buen grado en la oscura cámara de Kant o en el prosaico laboratorio de cualquier positivista moderno. Valera, en suma, es filósofo a la manera de Campoamor.

Pero lo que en Valera domina y todo lo avasalla es el crítico. [92] Bajo este concepto, reúne su espíritu las más peregrinas condiciones. Dotado de selectos, variados y copiosos conocimientos, es uno de nuestros primeros eruditos, y sin duda nuestra autoridad más alta en historia de las literaturas extranjeras. Dueño de vivacísimo y flexible ingenio, su crítica, seria en ocasiones, festiva y aun satírica en otras, recuerda a la vez la fina intención de Luciano, el ático gracejo de Erasmo y la punzante ironía de Voltaire, sin rivalizar con ninguno de ellos en profundidad ni menos en amargura. La finura ática, la sal andaluza y la vivacidad francesa se combinan en delicioso conjunto en esas causeries, habladas o escritas, con que Valera mantiene en perpetuo regocijo a sus admiradores. Un fondo de sana y escogida erudición da valor y utilidad a esos chispeantes trabajos que nunca dejan de reportar provecho positivo y siempre ilustran la cuestión sobre que versan. A veces, sin embargo, el deseo de lucir su feliz ingenio y de ser original, impulsa a Valera a sostener inconcebibles paradojas y teorías singulares de que acaso se está burlando mientras las expone, si no es que, engañándose a sí mismo, las toma momentáneamente por verdaderas, fascinado por la agudeza que en ellas se advierte.

Valera es escéptico; pero no al estilo de los tiempos actuales. Su escepticismo recuerda más el de Luciano que el de Leopardo. Hijo legítimo de su espíritu crítico, no es el producto de una existencia tormentosa ni de un desesperado estado del ánimo. Es un escepticismo sereno, jovial, de gran señor, que no riza siquiera el tranquilo lago de su existencia. No cree, porque la falta de creencias está en la atmósfera de nuestro siglo; porque la crítica le hace ver el lado negativo de todas las cosas; porque la experiencia de una vida pasada entre dos inagotables fuentes de escepticismo: la crítica y el gran mundo, le hace ser así. Pero no se altera por eso. Reposa tranquilo en la dulce almohada de la duda, y amante de las conveniencias dora lo mejor que puede la amarga píldora que a su público propina, ora revistiendo su escepticismo de las más gratas y delicadas formas, ora aparentando con la sonrisa en los labios una fe de buen tono que le permite, como a Campoamor, introducir el veneno bajo la forma del más elegante de los bombones y depositarlo en el boudoir de las más creyentes y escrupulosas [93] damas. Gracias a esto, su Pepita Jiménez ocupa al lado de las Doloras y los Pequeños poemas lugar preferente en sitios de donde se expulsaría con horror a Voltaire y Renau.

La naturaleza negó a Valera las condiciones de orador. Carece de facilidad y no sabe accionar; pero, sin embargo, se le oye con gusto. La viveza de su ingenio, su gracejo inagotable, la elegancia y distinción que en todas sus producciones resplandecen, hacen de sus discursos, siempre desordenados e inmetódicos y no pocas veces paradójicos y contradictorios, deliciosas conversaciones familiares que se escuchan con el mayor deleite. Las faltas del orador se olvidan entonces y sólo se ve al discreto e intencionado crítico que tiene el don inapreciable de hacer bello, ameno y agradable todo cuanto toca.

II

Valera es de esos hombres que a fuerza de ingenio son capaces de hacer bien hasta aquello para que menos sirven. Empeñóse Echegaray en ser dramático, y lo fue, y tal talento tiene que, si se empeñara en domar fieras, es seguro que a fuerza de talento las domaría. Quiso Valera ser novelista, y lo es notable; y sin embargo, examinadas sus condiciones, para todo debiera servir menos para eso.

Con efecto; Valera, que conoce admirablemente las ideas, no conoce el corazón humano; ingenioso en extremo y dotado de viva fantasía, carece de inventiva, sin embargo; y como antes hemos dicho, no lo creemos muy fuerte en materia de sentimiento, ni por verdadero poeta lo tenemos. Y no obstante, ha hecho novelas justamente celebradas, entre ellas una (Pepita Jiménez) que puede considerarse como una de nuestras joyas literarias.

Si se examinan detenidamente sus novelas, muy luego se advierte que los caracteres de sus personajes suelen ser falsos, que su acción peca de pobre y poco interesante y que la verosimilitud no suele distinguirlas. Todas ellas parecen concepciones a priori que no se han tomado de la realidad palpitante, sino de la libre idea del autor. En todas se nota profundo desconocimiento de la naturaleza humana, cual si [94] fueran concebidas por quien nunca ha visto el mundo sino de lejos. Obras maestras, cuando en ellas se manejan la crítica y la sátira, decaen por lo general cuando el autor intenta hablar el lenguaje del sentimiento que nunca es tan elevado, filosófico, culto y galano como el que pone en boca de sus personajes. Fácilmente se nota que en estas novelas todas las figuras hablan y piensan casi lo mismo, como que no son otra cosa que manifestaciones distintas de la personalidad del señor Valera, cuya mano se adivina demasiado bajo los personajes que mueve en sus obras.

¿Cómo, sin embargo, tales defectos no impiden que esas novelas se lean con aplauso y que su autor haya obtenido merecido puesto entre nuestros buenos novelistas?

La respuesta es sencilla. El talento es recamado manto que todo lo cubre. Sobre esas figuras falsas, sobre esas acciones lánguidas y pobres arroja el Sr. Valera la riqueza de su ingenio, y el cuadro, mal dibujado, deslumbra por la brillantez de su colorido. El lector se olvida de que el personaje es falso para no ver más que la valentía con que está pintado; no repara en que cuanto dice es impropio, merced al deleite que le causa el gracejo inagotable y a veces la profundidad de sus ocurrencias. Aparte de esto, la trascendencia del libro, la copiosa doctrina que encierra, la intención que tiene, impide que se note la debilidad de su contextura; y la gallardía de aquel castizo y elegantísimo lenguaje, la magia de aquel chispeante estilo tan original y tan bello, bastan para que la fascinación sea completa, y para que la crítica se rinda ante ese poderoso esfuerzo del ingenio que sabe hacer una novela de lo que no es novela, y un notable novelista de quien no tiene condiciones de tal.

III

Es Valera la acabada muestra de todo lo que en materia literaria puede hacer el ingenio entregado a sus propias fuerzas. Pero lo es también de la impotencia de este mismo ingenio. Valera, con efecto, no crea ni funda nada. Tratad de averiguar qué es lo que en realidad piensa acerca de las cuestiones [95] que con tanta brillantez agita, y os será difícil conseguirlo. ¿Qué es Valera en filosofía, en arte, en política? Nadie lo sabe; ni siquiera él mismo. De esa brillante y deslumbradora exhibición de ingenio y de originalidad nunca ha salido una verdadera afirmación. La contradicción es más bien lo que campea en sus trabajos. ¿Será que el entendimiento y la crítica, que es su hija, poderosos para destruir, son impotentes para crear? ¿O será la causa de este fenómeno el escepticismo que anida en el espíritu del Sr. Valera?

A nuestro juicio (y acaso hablamos por experiencia propia), el espíritu crítico es pariente muy cercano del espíritu escéptico. Las ideas son como las decoraciones del teatro: examinadas despacio y de cerca, casi siempre pierden la mayor y mejor parte de su efecto. El hábito de descubrir el lado negativo de las cosas lleva fácilmente a desconocer su aspecto positivo. El que dedica su vida a comparar ideas, hechos e instituciones, con dificultad se libra de una de estas dos formas del escepticismo: el optimismo, que todo lo halla bueno, o el pesimismo, que todo lo encuentra malo. Es un hecho indudable que a fuerza de manejar con igual asiduidad las ideas, acaban por parecer todas verdaderas o todas falsas, quedando el ánimo en tal estado de indiferencia acerca de ellas que por ninguna sabe decidirse. Una pendiente irresistible lleva al crítico, por ende, al escepticismo, y sabido es que éste nunca se ha afirmado ni fundado nada.

A esto debe agregarse la especial naturaleza del espíritu del Sr. Valera. Hay en él algo de bizantino, mucho de volteriano y muchísimo de andaluz, y no son éstos elementos muy adecuados para tomar en serio las ideas, los hombres ni las cosas. Si Valera fuese un escéptico desesperado y sombrío, un Byron o un Leopardi, acaso podría esperarse que en un momento extremo llegara a afirmar algo, si por algo se interesaba seriamente. Pero es más bien un humorista, un artista de fino y riente espíritu que con todo juega y de todo se ríe, y que se halla muy a gusto en medio de la negación. A ello le lleva, además, su propio ingenio, cuya originalidad y bizarría nunca se muestra mejor que haciendo juegos malabares con todas las ideas y combinando en vistoso calidoscopio todas las [96] doctrinas. Pedir a un espíritu de esta naturaleza una concertada y metódica serie de afirmaciones que constituyan un sistema, valdría tanto como exigir de la voluble mariposa el lento y acompasado paso de la tarda tortuga. Para caracteres de este género la ciencia y la vida son pénsil ameno cuyas variadas flores van libando alegre y desembarazadamente sin posarse en ninguna. El libre juego de su brillante ingenio es lo que ante todo les interesa; la manifestación de su viva originalidad es lo que les encanta y a lo que todo lo sacrifican; ¿habrá que culparles por ello? No, ciertamente. No son menos agradables y simpáticas las mariposas de pintadas alas que alegran la vista con sus vuelos caprichosos, que las laboriosas abejas que fabrican la miel con el jugo de las flores. Si los pensadores serios y profundos que contribuyen al progreso y al bienestar humano merecen elogio, no son menos estimables los brillantes ingenios que con sus felices ocurrencias nos deleitan, y que no pocas veces adivinan las verdades y señalan los errores que escapan a la penetrante vista de los filósofos. El ingenio y la crítica no son todo en el mundo; pero son mucho, sin embargo.

M. de la Revilla

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