Revista Contemporánea
Madrid, 15 de febrero de 1878
año IV, número 53
tomo XIII, volumen III, páginas 372-376

Manuel de la Revilla

< Revista crítica >

Un libro, más importante por el prólogo que lo encabeza que por su contenido, ha venido en estos días a aumentar el reducido catálogo de nuestra literatura filosófica; titúlase Filosofía y Arte; es debido a la pluma del Sr. D. Hermenegildo Giner, y el prólogo a que nos hemos referido es obra del más eminente y reputado de nuestros filósofos, del Sr. D. Nicolás Salmerón.

Consta de dos partes. La primera comprende diferentes trabajos sobre psicología, lógica y ética, en que se exponen con bastante discreción y cierta relativa claridad los principios fundamentales que acerca del método científico intenta la escuela krausista. La segunda, más amena y original que la primera, se compone de monografías artísticas, estudios estéticos y relaciones de viaje, todo ello escrito, por lo general, con discreción, amenidad y grato estilo. En cuanto a la parte filosófica de la obra, nada nuevo hallarán en ella los que ya conocen los principios de la escuela krausista, tales como han sido propagados por sus adeptos españoles.

La verdadera importancia de esta obra consiste en el prólogo con que la ha encabezado el Sr. Salmerón. La palabra de pensador tan profundo y renombrado escúchase siempre con atención y respeto extraordinarios; pero nunca tanto como en el caso presente, a causa de especiales circunstancias. Había, con efecto, en nuestros círculos científicos ansia verdadera de conocer el pensamiento y la actitud del Sr. Salmerón en estos instantes críticos, en que las corrientes positivistas todo lo invaden; asegurábase que en su espíritu se estaba verificando una evolución importante; y no era maravilla que con afán se esperase y con vivo interés se leyese el prólogo a que nos referimos. No han sido injustificados estos afanes: el prólogo, con efecto, es, más que un simple prólogo, un acto de la mayor importancia.

Lícito es ya afirmarlo: el Sr. Salmerón ha entrado en las corrientes novísimas del pensamiento europeo. Si por plausibles respetos todavía se muestra deferente hacia su antigua escuela; si por una ley lógica del pensamiento aún conserva, en la idea como en la [373] forma de exponerla, resabios de su pasado, no es posible desconocer que de hoy más se le puede contar entre los mantenedores de las nuevas doctrinas filosóficas, que bajo diferentes nombres concurren a un mismo resultado: la ruina del ontologismo idealista tradicional, la afirmación del sentido positivo de la ciencia, y en último término, la concepción monística del mundo. Vano fuera buscar ya en los escritos del Sr. Salmerón el panteísmo místico y el dualismo espiritualista que Krause juntó en inconcebible amalgama. El que dice que la evolución de lo inconsciente debe explicar la producción de la conciencia en el mundo; el que combate la dualidad radical de cuerpo y espíritu, la división de lo inconsciente y la conciencia, la abstracta separación de lo ideal y lo real, la contraposición ex equo de objeto y sujeto; el que afirma que todas las concepciones dualistas se han gastado; el que, en suma, acepta de plano las más atrevidas conclusiones de Spencer, Haeckel y Hartmann, no puede ya contarse entre los místicos y soñadores adeptos de Krause, sino entre los libres soldados de la salvadora doctrina del porvenir.

Poco importa que aún queden en tan poderoso espíritu resabios de la antigua metafísica, y que aún hable de conocer la esencia de las cosas y de buscar principios absolutos que nunca encontrará. El hombre no pasa en un día de una escuela a otra escuela, como no sucede inmediatamente la luz a la oscuridad. En la inteligencia humana hay crepúsculos como en la naturaleza, y en uno de ellos se encuentra el Sr. Salmerón.

Pronto saldrá de él, sin duda, y la ciencia novísima contará en sus filas un nuevo y esclarecido soldado. Rota por su inteligencia de águila la mezquina jaula en que se hallaba cautivo, seguro es que su poderosa palabra y su discreta pluma (que de hoy más será castiza), prestarán eminentes servicios a la causa de la ciencia. Felicitémonos por ello; que pocas adquisiciones hará la nueva idea que sean tan valiosas como la de la inteligencia esclarecida y el alma nobilísima de D. Nicolás Salmerón.

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La obra del Padre Curci, que hemos empezado a publicar en nuestra Revista, ha dado ocasión para que se publiquen numerosas refutaciones de las doctrinas que en ella se sustentan. Una de ellas, debida al joven e ilustrado sacerdote D. Benito Isbert y Cuyás, acaba de publicarse en nuestra patria.

Difícil es juzgarla. Su autor no parece ultramontano, ni católico liberal tampoco. Muéstrase dispuesto a transigir con ciertas libertades, y a la vez sustenta los actuales principios y conducta de la Iglesia. No parece sino que en su conciencia luchan el sentimiento liberal, la fe del creyente y el deber del sacerdote, con no escaso detrimento del primero. Pero no obstante, en lo fundamental se atiene a la actitud intransigente y hostil al liberalismo en que la Iglesia se [374] sostiene, a nuestro juicio, con razón. La Iglesia, en efecto, puede resignarse ante los hechos consumados y transigir con la libertad política, pero no conciliarse con lo que es la negación de todos sus principios. Mantiene la pureza del dogma, la integridad de sus derechos y la plenitud de su soberanía, y al hacerlo así, obra dignamente. Si transigiera, si renegara de aquel altivo Non possumus, que es su mejor título de gloria en estos tiempos, cometería una abdicación tan vergonzosa como inútil. Su deber es luchar hasta morir, mantener enhiesta su bandera; y si su destino es caer, caer con honra y con grandeza. Potius mori quam foedari debe ser su divisa; y mientras lo sea, será digno del aplauso de los suyos y de la respetuosa admiración de sus contrarios. Renegar de su tradición y de su historia es lo último que puede hacer una institución. Así lo comprendió el último Pontífice, y por eso su venerable figura aparecerá con indudable sello de grandeza ante la historia.

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Tenemos en campaña un nuevo poeta lírico, el Sr. Blasco, solamente conocido hasta ahora como escritor festivo y autor cómico.

Soledades se titula el tomo de poesías que acaba de dar a la estampa; y si en ellas no se revela como poeta lírico de primer orden, muestra al menos condiciones estimables que le hacen acreedor a la atención de la crítica.

Soledades es un libro muy desigual. Al lado de composiciones de indudable mérito hay otras muchas de valor escaso, y la forma, correcta y castiza en ocasiones, peca en otras de descuidada y vulgar. El tono ligero y festivo, habitual en el Sr. Blasco, aparece con frecuencia en sus composiciones serias, que rara vez se distinguen por la profundidad de la idea o la intensidad del sentimiento. Cierto sensualismo voluptuoso, y en ocasiones harto frívolo, da a las poesías eróticas que en el libro se hallan un carácter no muy edificante, no compensado por la fuerza de la pasión en ellas retratada. A esto, y a algunas extremadas libertades en materia de combinaciones métricas, pueden reducirse los capitales defectos de la obra.

Hay en ella, en cambio, verdaderas bellezas. La forma es primorosa en varias de las poesías que el libro contiene, y en algunas hay verdadera inspiración y delicado sentimiento, sin que falten trozos descriptivos bellamente escritos, que revelan en el Sr. Blasco profundo amor a la naturaleza y viva fantasía. En suma, el Sr. Blasco ha mostrado que es poeta lírico, y sólo necesita para contarse entre los buenos, perder añejos resabios, sentir con más calor, conceder igual atención a la forma de todas sus composiciones, y sobre todo, prescindir de esa frivolidad francesa de que siempre ha hecho alarde y que es incompatible con la verdadera poesía, por ser extraña al verdadero sentimiento. [375]

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Las secciones del Ateneo atraviesan un período de languidez, sobre todo la de literatura, donde no recordamos haber presenciado debate más insulso y desmayado que el presente. La discreción y buen deseo de los oradores que en él toman parte son impotentes para dar interés al insignificante tema que la mesa ha sometido a discusión con notorio desacierto. En la sección de ciencias morales y políticas han pronunciado discretos discursos el Sr. Pisa Pajares y el Sr. Navarrete.

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El teatro continúa avanzando rápidamente por la senda de la decadencia. La historia del teatro de la Comedia en este año es una serie casi no interrumpida de fracasos, y otro tanto puede decirse del teatro Español. El mismo Sr. Echegaray ha cometido este año uno de sus grandes errores al escribir Lo que no puede decirse. Los autores de fama siguen retraídos, las medianías invaden la escena, el mal gusto cunde por doquiera. ¿Qué dirán a esto los que hace un año pregonaban en todos los tonos que no había decadencia en el teatro?

Cuatro estrenos se han verificado en esta quincena: el de La manta del caballo, drama del Sr. Novo, el de Risas y lágrimas, comedia del Sr. Larra, el de Quiero ser pobre, comedia del señor Santistéban, y el de Los laureles de un poeta, drama del Sr. Cano. El primero es la obra de un principiante que, si no deja de revelar ciertas dotes para el teatro, muestra, no obstante, que carece de verdadero sentido estético. Con efecto; el cuento popular en que se funda La manta del caballo no puede llevarse a la escena, porque los sentimientos que en él juegan son repulsivos y odiosos hasta tal punto, que no es posible que produzcan emoción estética. Lo horrible y lo espantoso caben en el arte, lo repugnante no; y si por ventura se admite en el teatro, es cuando el genio que lo concibe y representa es lo bastante poderoso para idealizarlo en el grado suficiente para que no subleve al espectador. Shakespeare desarrolló en El rey Lear un asunto parecido al de La manta del caballo; su genio por una parte, y por otra las grandiosas proporciones que dio a su obra, hicieron en cierto modo tolerable aquel horrible cuadro de infames y bajas pasiones; pero aun así hay algo que repele en aquella tragedia. El Sr. Novo ha tratado el mismo asunto con el colorido realista de la comedia burguesa; y como no tiene el genio de Shakespeare, no ha podido evitar que su obra cause repugnancia, sin producir emoción estética ni placer de ningún género. Aquel cuadro de torpes infamias llevadas a cabo contra un noble anciano por una megera y un imbécil, subleva e indigna sin conmover y está completamente fuera del arte. No quiere decir esto que no haya algunas bellezas en la obra; pero son insuficientes para disimular la deformidad del fondo de la misma.

Risas y lágrimas es una de esas obras convencionales que se [376] hacen con receta y que elabora en su taller con deplorable facilidad el Sr. Larra. Pertenece al género festivo-moral, y hay en ella todos los requisitos y condimentos propios del mismo, como son modistas virtuosas y sensibles, estudiantes que se dedican al amor platónico, militares veteranos que rabian y blasfeman, huérfanas sentimentales de austera virtud, tan insufribles y necias como honradas, &c.; todo es allí falso, todo convencional, todo amanerado e inverosímil, desde el argumento hasta el lenguaje. Obras son éstas, hechas para deleite de las galerías, edificación de los cursis y desesperación de las personas de buen gusto. Imposible parece que en cosas tales se ocupe el buen ingenio del Sr. Larra; pero más imposible parece todavía que haya público que las aguante y, lo que es peor, las aplauda.

Los actores del teatro de la Comedia se esforzaron por salvar engendro semejante, y lo consiguieron. ¡Desdichados actores, eternamente condenados a representar comedias malas!

Quiero ser pobre, del Sr. Santistéban, es todavía peor que Risas y lágrimas. Es una acción inverosímil, lánguida, sin interés ni gracejo, desarrollada en tres mortales actos para aburrimiento del público. También pertenece al género moral y también ha sido interpretada con acierto por los actores.

Del notable drama del Sr. Cano nos impide ocuparnos la premura del tiempo. Por hoy nos limitaremos a decir que, en medio de sus gravísimos defectos, en ella se revela un poeta dramático de grandes condiciones.

M. de la Revilla

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