Revista Contemporánea Madrid, 28 de febrero de 1878 |
año IV, número 54 tomo XIII, volumen IV, páginas 487-493 |
Rafael María de Labra< El Ateneo de Madrid >IIay algo más vergonzoso, más sombrío, más horrible que la reacción española de 1814, y es la reacción de 1824. Aquel Rey deseado, aún después de Valencey, que vuelve a los amantes brazos de sus heroicos vasallos, para ceñir las sienes de los inmortales legisladores de Cádiz con la corona del martirio, y restaurar los Señoríos, la Inquisición, el espionaje y la camarilla, con su secuela de humillaciones, tormentos, intrigas y dilapidaciones, acentuando ferozmente el cuadro de miserias que había hecho viable, siquiera por un instante, el pensamiento napoleónico de la invasión y dominación de España; aquella aristocracia, que aún más dócil que la portuguesa, había asistido a Bayona, y aquel Consejo de Castilla y aquella Sala de Alcaldes que tan blandos se habían mostrado ante el intruso, y que ahora se prestaban con no menor mansedumbre, aunque sí mayor vergüenza, a renunciar la alta dirección social, que por ley de naturaleza y de tradición les correspondía, resignándose a dar con su cortejo y su sombra mayor realce a figuras como la del delator Ostolaza, el esportillero Ugarte, [488] el grotesco Chamorro, Alagón el galanteador, el nuncio Gravina y el ruso Tattischeff, verdadero consejo áulico del astuto e implacable Fernando VII; aquel clero mundano, concupiscente, rabioso, a cuya cabeza figuraban el fanático Obispo de Orense, traidor a las Cortes de Cádiz, el sanguinario Padre Castro, redactor del horrendo periódico La Atalaya, el iracundo Creux, que como diputado había frecuentado la nave circular de San Felipe y contribuido al movimiento gaditano, y en fin, aquel grupo de clérigos ignorantes y furibundos que por su exageración política y apoyados por la camarilla habían hecho presa de las mitras y las prebendas; aquellas universidades que, como la de Cervera, protestaban contra la «fatal manía de pensar,» o como la de Alcalá, conferían la borla al infante D. Antonio, dando pasto a las cáusticas aficiones del Rey, que a todas horas, maliciosamente, invocaba la autoridad de «su tío el doctor;» aquel ejército de cuyo frente habían desaparecido Palafox y Mina y Lacy, y los más populares y afortunados soldados de la guerra de la Independencia, dirigido y aterrorizado ahora por el intransigente y reaccionario Eguía y el violentísimo Elío, personajes poco felices hasta entonces en sus campañas, de mediana representación y escaso nombre, destinados a adquirirlo por la disolución ab irato del Congreso gaditano el uno, y el otro por iniciar con la rebelión absolutista de Valencia la era de los pronunciamientos militares españoles, y ambos por la sangre de liberales que derramaron en el funesto período del terror realista; aquella muchedumbre desarrapada, que sobre los calderos vacíos de la sopa boba y bajo la dirección del lego restaurado, ensordecía los aires con el grito de «¡Vivan las cadenas y muera la Nación!»; aquella sociedad condenada al mutismo por la prohibición absoluta de la prensa, entregada al espectáculo de la Plaza de Toros en función permanente, amenazada a todas horas por las grandes partidas de salteadores que infestaban los campos, amedrentada con sentencias de muerte, como la dictada contra el Cojo de Málaga, por el inmenso delito de haber capitaneado en la época constitucional a los voceadores de la tribuna pública del Congreso, o con las pesquisas del siniestro comisario Negrete en Andalucía y del cruel Echavarri [489] en Madrid, o con las ejecuciones de Porlier, Lacy, Vidal y tantos otros verdaderos mártires de la libertad española; aquel orden político y social en que ni Eguía, ni Elío, ni Escoiquiz, ni Echavarri, ni Ostolaza vivían seguros y fuera de la delación de sus rivalidades y de la ingratitud del Rey, y en el cual todo es monstruoso, repugnante, maléfico, hediondo, todo perjurio, traición, crueldad, tiranía, degradación, concupiscencia, oscuridad y miseria; aquel torbellino, en fin, de infamias y brutalidades, es, en su género, de lo más acabado que puede darse en la Historia de la decadencia y la perversidad humanas, y quizá de lo más peregrino y más imponente que se ofrece en la vida de los pueblos modernos. ¡Oh! como aquello no había habido nada en la Historia de España. ¿Qué tenía que vengar la reacción de 1814? ¿Qué respetos no la imponían los altos merecimientos de los hombres ilustres a quienes brutalmente persiguió, encarceló y desterró? ¿Qué ejemplos no la daba Europa entera, la vecina Francia, en los primeros días de la restauración sobre las pasiones mal apagadas de la República y del Imperio? Pero, en fin, aquello era la obra de un rey ingrato y torpe, para quien la posteridad, con ser terrible, nunca será bastante justa; en último caso era un salto atrás, un salto en las tinieblas y en el cieno, de un pueblo que se espanta y ciega ante la luz vivísima del espíritu moderno que de repente se ofrece a sus ojos. Mas la reacción de 1824 es más que eso: afrenta más, repugna más, sube más en la escala del oprobio y de la tiranía. Iniciase con la intervención extranjera, con la fuerza de aquellos 100.000 hijos de San Luis, que ahora en vez de encontrar a los capitanes de Bailén, Tarifa y San Marcial, dan con un Estado Mayor o traidor, o incapaz; con Morillo, Labisbal y Ballesteros, cabezas de tres de los cuatro ejércitos que se organizan frente a la invasión y que franquean el paso al extranjero y acatan la obra del invasor en el momento crítico de la lucha, en la hora angustiosa en que el honor de España se refugia bajo las banderas de los bizarros batallones de Mina en Cataluña y de los heroicos milicianos del Trocadero. Las primeras medidas de la reacción son el decreto de muerte en horca contra los regentes de Sevilla y los diputados que [490] habían votado la traslación de la corte a Cádiz; la subida del feroz clérigo Sáez, después mitrado de Tolosa, a la dirección del ministerio apostólico; el monstruoso proceso y la horrible ejecución de Riego, arrastrado en inmundo serón por las calles de Madrid y la instalación de la famosa sociedad El Ángel exterminador, de las Bandas de la fe y de los voluntarios realistas. Vueltos los ojos al pasado, no sólo se da por nulo cuanto había sucedido en la segunda época constitucional, no sólo se suprime el tiempo como en la Reacción del 14, sino que se declaran fuera de la ley a cuantos directa o indirectamente hubieran tomado parte en los anteriores acontecimientos; se afirma como uno de los fines de la política imperante, «el exterminio de los liberales, de los negros, hasta la cuarta generación;» y sólo como prueba de benevolencia se inician las purificaciones y los espontaneamientos que hicieron pasar por el tamiz de la más brutal intolerancia a toda la generación del 20 o determinaron nuevas y cruentas persecuciones llevadas a efecto por aquellas Comisiones militares y ejecutivas que hicieron atrozmente célebre al innoble Chaperón. El fanatismo del clero no tuvo límites: hecho obispo de Málaga Fr. Manuel Martínez, la pluma maratista del Restaurador; influyente el obispo de León que escribía en una pastoral: «no olvidéis lo que dice Isaías; que con los impíos no tengáis unión ni aun en el sepulcro;» premiado con el báculo de Tolosa, Sáez, el confesor del Rey, cuando sus brutales exageraciones le hicieron caer del ministerio, por exigencia de Francia y Rusia escandalizadas; acariciado el obispo de Osma, el alma del Ángel Exterminador; restaurada –subrepticiamente con el apellido de Juntas de la fe– la Inquisición en Orihuela, Valencia y Tarragona; declarados «sospechosos de vehementi de herejía e inductivos al trastorno del altar y del trono» los antiguos masones, y consagrados, en fin (¡apenas se concibe!), la prisión y asesinato de Riego por la gran fiesta religiosa instituida en la ermita de Santiago de Torre de Pedro Gil y que, en honor de aquellos sucesos, había de verificarse anualmente con asistencia de dos cabildos y de los infames aprehensores del infortunado caudillo. El crimen perpetrado en la persona del Empecinado, que muere luchando con el verdugo; [491] el enaltecimiento del delator Regato casi convertido en una institución política; la apertura del Índice de la policía, registro de todos los antecedentes y de los actos más menudos de los tenidos por liberales; la creación de la Escuela Oficial de Tauromaquia; las pesquisas de los obispos en las librerías públicas y privadas, después del decreto o bando del superintendente general de policía para la entrega al párroco de todo libro, folleto o papel impreso en España o introducido del extranjero desde 1820 a 1823 o prohibido por la Iglesia o la Inquisición; y por último, la aparición de D. Tadeo Calomarde en las alturas del poder y la prórroga de la ocupación francesa que, accediendo a los ruegos de Fernando VII, acordó hasta fin de 1827 Carlos X, en vista de aquella campaña que, como francés y como padre (así decía refiriéndose al jefe de la expedición, duque de Angulema) podía llamar gloriosa (¡), tales son los algunos de los hechos salientes del primer período de la Reacción del 24, bastantes para caracterizarle como uno de los períodos más vergonzosos y sombríos de nuestra historia, y que justifican las observaciones y las protestas, ineficaces casi siempre, del mismo Gabinete de París, del de San Petersburgo, y de los hombres todos de la Santa Alianza. Pero tales horrores y tales indignidades no eran suficientes a calmar la rabia de los apostólicos (que con este nombre más que con el de serviles son conocidos los realistas de aquella época), y luego aparece el Rey dominado por la muchedumbre clerical y fanática y eclipsado en su mismo odio a todo lo grande, lo espléndido y lo generoso. A partir del año 26 comienzan el descontento respecto de Fernando VII y las conspiraciones de los agraviados de Cataluña en favor de D. Carlos; movimiento más o menos contenido por un redoble de persecuciones y violencias contra los liberales, que sobrecogen el ánimo y están representadas todas en un solo nombre: el Conde de España. El casamiento de Fernando VII con María Cristina primero, y su misma enfermedad después, y sobre todo la disposición de las cosas en Europa, estremecida por las auras regeneradoras de la revolución del 30, pusieron un cierto límite a aquel orden de cosas hacia 1829, en lo que tampoco dejó de influir [492] el cansancio y debilitación de la fuerza apostólica, que por el camino de la intolerancia, del oscurantismo y de la violencia había llegado casi a extirpar la generación liberal del 12, a atrofiar la nación y a producir la inminencia de la demagogia blanca. No era posible ir más allá. En lo sucesivo la reacción absolutista no podría constituir nada imponente ni dominante. Tenía que reducirse a un puro elemento de discordia, por desgracia más duradero de lo que el estado actual de la cultura europea daba base para esperar y temer. Cuando uno vuelve los ojos a aquellos períodos, ¡cómo no irritarse ante las declamaciones y los aspavientos que a los oscurantistas y reaccionarios provoca el espectáculo de las revoluciones contemporáneas! No soy yo de los amigos del procedimiento; lo he combatido siempre, con más o menos reservas, reservas que mantiene el pueblo menos revolucionario y más feliz, políticamente hablando, del mundo moderno: Inglaterra. No se me ocultan los desmanes, los errores, las transgresiones de varias clases que las masas liberales han cometido. Pero ¡por Dios! ¡Cómo hablar de esto, cómo aproximarlo siquiera a la historia horrible de las reacciones absolutista y apostólica! ¡Cómo prescindir de las provocaciones sin tasa de la gente oscura, en períodos repetidos y de un modo constante e implacable, a todas las pasiones, ¡qué digo pasiones! a todos los sentimientos más dignos y nobles de los liberales, atropellados, perseguidos, confiscados, encarcelados, ahorcados sin ley ni forma, no ya en un momento de vértigo, no ya en los días de la explosión, si que en un largo espacio de tiempo más que suficiente para calmar los arrebatos populares (que cuando de la libertad se trata terminan muy luego) y no ya realizados sólo por las muchedumbres ebrias de furor o comprometidas en excesos quizá por los mismos que, como el Regato de 1822, han de sacar partido de tales desaguisados, si que por autoridades, por hombres que presumen de serios, por gentes que visten toga o aparecen con carácter sagrado, por los dueños, en fin, de las alturas del poder y del gobierno del Estado! ¡Cómo comparar el rencor, la saña de esos reaccionarios; cómo comparar la ingratitud misma de aquellos frenéticos al día siguiente de la victoria, y la impiedad de los que [493] tienen reservado siempre el Te-Deum para después de las dragonadas... cómo compararlos con el olvido, la generosidad, el abandono mismo que sucede en los períodos revolucionarios al fragor del combate y a los excesos fugaces de las multitudes desbocadas! Y el quid está, a mi juicio, en el contraste de las ideas a que respectivamente sirven la Reacción y la Revolución. Estos procedimientos indudablemente son malos; pero la libertad tiene tal virtud que enfrena y corrige la misma bestia que a las veces toma para salvar los abismos. Pero si la reacción del 24 aterra por sus crímenes y abochorna por su oprobio, aflige y casi desespera por sus tinieblas, por el estado de postración, de ruina intelectual y material a que trajo al país. Nunca como entonces era apropiada la doliente frase de Job a la podredumbre: ¡Tú eres mi madre! ¡Qué silencio el del pensamiento nacional! ¡Qué aleteo tan siniestro el de aquellos cuervos que ennegrecían nuestro cielo! |
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