Revista Contemporánea Madrid, 28 de febrero de 1878 |
año IV, número 54 tomo XIII, volumen IV, páginas 501-510 |
Manuel de la Revilla< Revista crítica >na serie de traducciones constituyen el movimiento bibliográfico de esta quincena. Tales son, entre otras, la del célebre libro del P. Curci, hecha por la casa editorial que publica esta Revista; la del libro de Bonghi, titulado Pío IX y su sucesor, debida a D. Hermenegildo Giner; las de los Viajes al África, de Schweinfurth, Mauch, Baines y Rolfhs, por el Sr. Ayuso, y la del discreto y ameno Libro de una madre, de Mme. Pauline L. Respecto a trabajos originales, ninguno podemos mencionar. No ha rayado a mayor altura el movimiento de las asociaciones científicas, exceptuando la Institución libre de enseñanza, que continúa brillantemente su gloriosa carrera. En el Ateneo sólo ha habido de notable la inauguración del Curso de fisiología elemental, del Dr. Cortezo, persona de gran autoridad en esta materia, que con general aplauso ha comenzado sus doctas e interesantísimas explicaciones. Un discurso no mal pensado, pero difuso y lánguido, pronunciado en la sección de Ciencias morales y políticas por el señor Rodríguez San Pedro, y un insignificante tiroteo de rectificaciones en la sección de Literatura, que sigue agonizando, han sido las únicas muestras que de su actividad ha dado aquella corporación. * * * En nuestra última Revista no nos fue posible examinar el drama del Sr. Cano: Los laureles de un poeta. Pasó, en cierto modo, la oportunidad de hacerlo, pues dicha producción ya ha desaparecido de los carteles; pero la indudable importancia que tiene y la obligación en que nos hallamos de cumplir lo que hemos prometido, nos mueven a ocuparnos, siquiera sea brevemente, del drama del nuevo discípulo del Sr. Echegaray. ¡Discípulo singular por cierto! Imita fielmente al maestro, pero con el objeto de censurarlo; póstrase ante el ídolo para asestarle el [502] golpe mortal; y tanto se posee de su papel, que acaba por olvidar su primitivo propósito y trocarse de encarnizado adversario en admirador tan ferviente y discípulo tan entusiasta, que ninguno más fiel y decidido cuenta en su nueva escuela el Sr. Echegaray. Hale acontecido al Sr. Cano lo que a aquel actor pagano que, ridiculizando el cristianismo, tanto se poseyó de su papel, que acabó por adorar a Jesús y recibir el martirio; lo que a aquellos cardenales que empezaron de burlas, y sin darse cuenta de ello, realizaron de veras la elección del Papa Pío V. Inconscientemente se ha hecho discípulo del mismo a quien (según cuentan) quería combatir. Sucede con el drama del Sr. Cano lo que con el poema de Ariosto. Si el Orlando es una parodia burlesca de los poemas caballerescos (como creen muchos críticos), la burla está en él tan disimulada, que se han necesitado siglos para adivinarla. Que Los laureles de un poeta son una embozada crítica de la dramaturgia del Sr. Echegaray, lo sabemos sólo por el dicho de los amigos del autor, y del autor mismo, y por un breve pasaje de su drama. Pero la crítica está tan velada que, lejos de comprenderla el público, ha creído de buena fe, y no podía menos de creerlo, que el Sr. Cano es admirador entusiasta y fiel discípulo del Sr. Echegaray. Y de no ser así, ¿qué calificación merecería un drama en que los más sombríos personajes, las más patéticas escenas, las más terribles situaciones, no serían otra cosa que juegos y burlas? ¿Cómo suponer que por procedimiento tan inaudito se hiciera la crítica de un género dramático? Eso no puede ser: si es cierto que el Sr. Cano ha querido parodiar, con exageración tal que engendrase lo ridículo, el sistema dramático del Sr. Echegaray, le ha acontecido, sin duda, lo que antes hemos dicho; ha concluido en serio lo que comenzó en broma, y sin darse cuenta de ello, se ha encontrado convertido en sectario de la escuela que trató de censurar. ¡Y qué sectario! Cuanto hay de bueno y de malo en la nueva escuela se lo ha asimilado de maravilloso modo. Poeta de indudable talento y de inspiración no vulgar, ha sabido dar a su obra aquel sello de fascinadora cuanto falaz grandeza que a las suyas imprime su maestro; como éste, ha explotado los efectos y ha deslumbrado al público con el falso brillo de amañadas, pero sorprendentes situaciones; y con igual maestría que su modelo, ha manejado el arte de edificar sobre arena soberbias construcciones y hacer pasar por diamantes las piedras falsas. No faltan en su drama situaciones magníficas y levantados pensamientos, ni tampoco aquel interés palpitante que en toda producción del Sr. Echegaray se advierte; ni ha dejado de causar en los espectadores aquellas terribles emociones, más dolorosas que gratas y más físicas que espirituales, que tan mal se compadecen con la verdadera emoción estética y tan seguro efecto producen en estos tiempos de perversión de la sensibilidad y del gusto. Pero si las innegables cualidades del maestro se hallan en el [503] discípulo, encuéntranse también, elevados al cubo, los defectos de aquél, adicionados con otros que son propios del segundo. El tinte melodramático de la concepción, la falsedad y exageración de los caracteres, la atrocidad del desenlace, la ausencia total del sentimiento, sustituido por estados patológicos de la pasión, el repugnante realismo de algunas escenas, los efectos rebuscados y artificiosos, el amaneramiento del lenguaje, cosas son que claramente demuestran el abolengo de la obra. Acaso estos defectos son fruto de un deliberado propósito y constituyen la parte de parodia que se afirma que en el drama existe; pero el fracaso de este intento crítico deja todo su valor positivo a tales imperfecciones. Pero, indudablemente, no se deben a tales miras el profundo dualismo que en la acción se observa y el notorio descuido con que están pintados los caracteres, defectos que, a nuestro juicio, son los mayores del drama. Tampoco puede achacarse a tales causas la falta de originalidad que el autor revela al reproducir en el acto primero (y aun en el segundo) la situación capital de un drama nuevo, haciendo coincidir una acción ficticia con otra real. Menos se explican de esta suerte el exceso de acción que embarazó la marcha del drama, las numerosas imperfecciones del diálogo y la carencia de sentido estético que se manifiesta en aquella deplorable escena en que el protagonista comete la fea acción de poner la mano en el rostro de su hija, detalle repugnante y de mal gusto que no se concibe en poeta de tan relevantes condiciones como el Sr. Cano. No hay en este drama un solo carácter bien pintado. Error insigne ha sido hacer del protagonista un personaje inmoral y perverso. Si el Sr. Cano se propuso mostrar los malos resultados que en el seno de la familia produce la propagación de doctrinas inmorales, el efecto hubiera sido mayor y la lección más eficaz si el poeta fuera digna y honrada persona, ofuscada por erróneos pensamientos, que sin darse cuenta de ello, y amando sinceramente el bien, labrara su propia desdicha y lanzara a sus hijos en caminos de perdición. Por otra parte, en tal caso, la perversión de la familia del poeta nacería principalmente de las doctrinas de éste, y no de su ejemplo personal, y el personaje del protagonista interesara y conmoviera más de lo que interesa aquel miserable asesino, cínico y grosero, desprovisto de todo sentimiento humano, que ni aun en los momentos en que más padece, logra conmover al espectador. Inexplicable es el carácter del hijo del poeta. Desprovisto de todo sentimiento honrado al comenzar la acción, truécase de pronto en caballeresco paladín del honor de su familia, para descender luego al papel de ladrón doméstico, sin causa suficiente que lo justifique. Semejante a él en un todo es aquel Ernesto que venga su honra de esposo con el más villano de los crímenes, y a la vez se entretiene en falsificar billetes de banco. Nunca hemos visto bandidos más susceptibles ni rufianes más caballerescos. [504] Ninguna necesidad había de que Ernesto fuera ex-presidiario y falsificador, ni de que lo fuese el criado del poeta. Para el fin moral de la obra es inútil esta aglomeración de crímenes y de bandidos, que hace de la casa de D. Pablo un presidio suelto. Tampoco se justifica que el hijo del poeta aprendiera a ser un perdido en las obras de su padre, ni es creíble que haya autores dramáticos que hagan en sus producciones la apología del juego y de la estafa. Al menos entre nosotros no los conocemos. Holgaba también en el drama aquel tipo de Celestina, ridículo y repugnante a la vez, que para nada sirve; y no parece muy necesario tampoco aquel D. Justo, personificación glacial de la virtud, que no hace otra cosa que prender criminales y predicar de vez en cuando. La hija del poeta es, en cambio, el único carácter simpático y regularmente pintado que hay en el drama. La acción camina holgadamente en el primer acto, se complica con exceso en el segundo, no sin dar lugar a situaciones de grande efecto, y se desenlaza en el tercero de un modo artificioso y melodramático y según el estilo del Sr. Echegaray, esto es, cayendo aplastados bajo el peso de la fatalidad todos los personajes sin distinción. La larga escena en que después de aparecérsele al poeta su antigua víctima convertida en hermana de la caridad, le roba y se suicida a su vista su propio hijo, es de indudable efecto, pero revela demasiada preparación y notorio artificio. La catástrofe final es horrible, pero grandiosa y eminentemente dramática. La segunda acción, que se enlaza con la principal del drama, infringe una regla fundamental del arte dramático, y no se justifica ni es necesaria para el fin moral de la obra. El personaje de Magdalena parece creado únicamente para producir efecto en el desenlace, pues el rapto de la hija de D. Pablo podía explicarse sin necesidad de atribuirle a una vil venganza, y el carácter del protagonista no necesitaba mancharse con aquel oscuro crimen de su vida pasada. De aquí resulta la existencia de dos acciones perfectamente distintas en la obra del Sr. Cano, y un aumento innecesario de crímenes y horrores que a nada conduce. En resumen; negar que Los laureles de un poeta son obra de un ingenio de poderosos alientos y grandes esperanzas, fuera injusticia notoria. Desconocer que abunda en imperdonables defectos y que no cumple el fin moral que evidentemente se propone, ni el fin crítico que, según se afirma, envuelve, fuera también dar prueba insigne de ausencia completa de sentido crítico. Aconsejar a su autor que se aparte de tan extraviados caminos y dé más sana y acertada dirección a sus notables facultades, es también el mejor favor que podemos dispensarle. La ejecución de este drama ha sido notabilísima por parte del señor Valero. Distinguiéronse también la señorita Contreras, que cada día adelanta más, y el Sr. Rodríguez que, a pesar de su [505] desagradable voz, llegará a ser un buen galán joven. Cumplió perfectamente el Sr. Parreño, y los demás actores hicieron todo lo posible por salir airosos de su empeño. * * * Juan García, juguete cómico del Sr. Blasco, estrenado en el teatro de la Comedia, es una de esas obras sobre las cuales no puede tener jurisdicción la crítica. Reímos tanto y de tan buena gana al escuchar aquella inagotable serie de donosos chistes; gozamos tanto al ver aquellas graciosísimas caricaturas a que llama personajes el Sr. Blasco; nos deleitaron de tal suerte aquellas situaciones, tan cómicas como inverosímiles, que no nos sentimos con fuerzas para examinar seriamente una obra que no resiste al menor embate de la crítica. Hay que perdonar mucho al Sr. Blasco porque nos hizo reír mucho, y fuera crueldad insigne descargar mortales golpes sobre el autor que nos deparó uno de los mejores ratos que hemos pasado en el teatro. En la ejecución de Juan García se distinguieron todos los actores, principalmente la señora Valverde y los Sres. Mario y Zamacois, dignamente secundados por todos los restantes. * * * Ocupémonos ahora del acontecimiento literario de la quincena; la representación del drama del Sr. Echegaray En el pilar y en la cruz. Nuestras previsiones se han cumplido. El genio del Sr. Echegaray, divorciado de la realidad, rebelde a toda disciplina artística, extraviado por un sistema falso, más amante del fácil aplauso de la indocta muchedumbre que de la aprobación razonada de la crítica, ha caído al cabo en el profundo abismo que hace tiempo venía costeando. Con rapidez vertiginosa se ha derrumbado desde las alturas de la concepción trágica al melodrama de tumba y hachero, desde las cimas en que se cierne el genio hasta el fangoso pozo en que se revuelcan los poetas melenudos. Si nuestro público no hubiera olvidado las más elementales nociones del buen gusto, si la importancia política y las simpatías de que goza el Sr. Echegaray, y el prestigio singular que va unido a su nombre no le depararan en todas las ocasiones tan fácil como pasajero triunfo, su último drama no hubiera pasado de la primera noche, y una severa y tremenda lección habría castigado los desafueros del genio atrevido que con tal desenfado conculca los principios del arte y tales monstruosidades engendra. En el pilar y en la cruz no es, con efecto, un drama tolerable, y el público, que no lo ha tratado como merecía, se ha hecho reo de un verdadero atentado contra el arte y el buen gusto. Y sin embargo, materia había en el pensamiento que lo inspira para hacer un buen drama. Pintar las horribles y perturbadoras [506] consecuencias del fanatismo religioso; mostrar cómo, gracias a él, se olvidan y atropellan todos los sentimientos humanos y el hombre se trueca en fiera salvaje; poner de relieve la espantosa perversión del sentido moral que la intolerancia entraña, por cuanto, merced a ella, pasan a los ojos ofuscados del fanático por heroicas virtudes los más atroces crímenes, y por graves pecados o indisculpables flaquezas los más nobles y puros sentimientos del corazón humano, –empresa era digna del genio potente del Sr. Echegaray. Terrible y conmovedor conflicto de pasiones, tragedia patética y espantosa pudo llevar a la escena eligiendo asunto semejante; y no le hubieran faltado grandes y dramáticas figuras que poner en acción, desde el grandioso y sombrío carácter del fanático que, a impulsos de elevadas ideas y poderosos, pero extraviados sentimientos, llega al crimen, permaneciendo puro en el fondo y excitando a la vez horror y respeto, espanto y simpatía, hasta la noble figura del campeón de la libertad que vierte su sangre por la emancipación de la conciencia humana. ¡Qué lección tan admirable hubiera resultado en tal caso! ¡Qué drama tan verdadero, tan conmovedor y tan humano hubieran presenciado los espectadores! ¡Qué triunfo tan legítimo y envidiable habría alcanzado el Sr. Echegaray! Nada de esto ha hecho, por desgracia. El verdadero tipo del fanático no aparece en el drama. Sustitúyelo un miserable de la peor especie, a la vez hipócrita y supersticioso, de alma ruin y torpes sentimientos, incapaz de nada noble, sin un sólo rasgo que lo realce, sin el menor elemento de belleza, juntamente odioso, ridículo y repugnante. Nada hay en él que sea verdadero ni humano. Libertino en sus juventudes, sólo abriga su alma supersticiosa aversión a la mujer que le entregó su honra; ciego e injusto en sus afectos, no ama más que a su hija, y esto con tal insensatez y torpeza, que para amarla necesita aborrecer y maltratar a una niña inocente y desgraciada, y para hacerla feliz tan fácilmente olvida su decoro como falta a la verdad y atropella todo afecto y toda justicia. Su fe religiosa no es más que vulgar y miserable superstición, mezclada con vil cálculo, amalgamada con absoluta carencia de sentido moral y con inexplicables rebeldías contra toda ley divina que contraríe sus malas pasiones. Si eleva sus plegarias a Dios, en ellas rebosan su egoísmo, su superstición y su vil hipocresía; si se humilla ante la Iglesia, sólo es para buscar en ella el instrumento de sus venganzas. Nunca vibra en aquella alma perversa un verdadero sentimiento humano; pues más ama a su hija como los tigres que como los hombres. No hay un momento en que interese ni conmueva; sólo aversión y repugnancia inspira siempre que en escena se presenta. No es ese, no, el tipo del fanático tal como lo presenta la historia y tal como el arte debe concebirlo. No es esa, sobre todo, una figura que quepa en el arte. Cuando el mal aparece sin idealidad ni grandeza, presentado bajo sus más ruines y repugnantes aspectos, el arte [507] lo rechaza. No hay realismo que justifique exhibiciones tan contrarias a la belleza y al gusto. Llevar a la escena tales figuras, vale tanto como pintar en un paisaje los montones de estiércol y los restos infectos de animales muertos que pueden afearlo en la realidad. Ni es cierto tampoco que esa sea la verdadera y artística representación del fanatismo. Aquellos hombres implacables que, a nombre del principio religioso, cubrieron de sangre el mundo, no eran ciertamente malvados tan ruines y despreciables como ese personaje. No pocos de ellos eran varones íntegros y virtuosos, modelos de austeridad y de grandeza, que llegaban hasta el crimen impulsados por un sentimiento extraviado, pero respetable, que a sus ojos excusaba las mayores enormidades. Obraban de buena fe y con recta intención, persuadidos, por ofuscación lamentable, de que era meritorio lo que es horrible, y de que un deber, superior a todo afecto humano, les mandaba proceder de aquella manera. Inspiran horror, sin duda, pero a la vez infunden respeto, y la historia imparcial debe perdonar sus extravíos en gracia a la intención, y reservar su acerba censura para los ideales que así los pervirtieron, para las instituciones que así los precipitaron en el crimen. Había entre ellos, a no dudarlo, tipos como el Conde D. Pedro; pero ni eran la mayoría, ni en ellos debió inspirarse el poeta. Es más; para el fin moral y político de su drama, era más oportuno presentar el fanatismo honrado y sincero que el torpe y criminal; porque así resultaría mejor probado lo que hay de odioso en ese fanatismo que arrastra al crimen las almas más puras. Hágase de D. Pedro una conciencia noble e intachable y la lección será tremenda; píntesele como abominable monstruo, y el poeta habrá probado, no que el fanatismo engendra crímenes, sino que los engendra la maldad de las almas viles. ¿Y qué decir de la figura de Gonzalo? Gonzalo representa la causa que defiende el Sr. Echegaray: es la libertad del pensamiento luchando contra la intolerancia, el sentido humano peleando contra el fanatismo que lo desconoce y atropella. Debió ser, según esto, la más noble y simpática figura del cuadro; debió representar la luz enfrente de las tinieblas, personificadas por el conde. Nada de esto es, sin embargo; Gonzalo, –que ni siquiera tiene la disculpa del fanatismo– es otro miserable tan odioso como D. Pedro, y está completamente fuera de la humanidad. Aquel hombre que, por respetos de familia, perdona en tres ocasiones la vida del asesino de su madre y no vacila en vender cobardemente a su amada; aquel hombre que por vengarse de su tío mata fría y despiadadamente a una niña inocente que le ama con delirio, y se complace en contemplar la agonía de su víctima, sin prestarle socorro siquiera; aquel hombre, cruel en sus venganzas, cobarde en sus decisiones, tan frío para amar como ardiente para aborrecer, tan mal caballero como infame asesino, no tiene en su corazón una sola [508] fibra humana, ni en su alma un sentimiento digno. Suponer que un hombre vende a su amada para salvar a su padre, en vez de dar muerte al que le hace las más viles proposiciones y le coloca en el más horrible de sus conflictos, o de dársela a sí mismo o a su propia amante, antes que consentir, como villano y cobarde, en tan infame alevosía; –es desconocer y ultrajar la naturaleza humana, y olvidar a la vez lo que el arte y la belleza exigen. El horrible final del acto segundo y la repugnante catástrofe del último, son manchas indelebles que ha arrojado sobre su historia literaria el Sr. Echegaray. Crueldad insigne para con el público ha sido la de pintar aquellos angelicales tipos de mujeres, destinadas al más horrible de los sacrificios. ¿A qué fin responde ese afán de herir el sentimiento público que se observa en todas las obras del Sr. Echegaray? ¿Por qué en todas han de sucumbir los ángeles y triunfar los demonios? ¿Por qué ha de salpicar siempre la escena con sangre inocente? ¿Lo hace para excitar la sensibilidad de los espectadores? Pues no lo consigue. Las dulces lágrimas que la verdadera emoción arranca, no brotan de los ojos de éstos; el sentido moral y el puro sentimiento, sublevados ante tales horrores, retuercen, en cambio, sus nervios y hacen circular el frío del espanto por sus venas. Horror, aversión, repugnancia, protesta irresistible del sentimiento ultrajado; tales son las únicas consecuencias de esas concepciones atroces, dignas de ser representadas por una tropa de demonios más que por una compañía de actores. Nada tenemos que decir de los demás personajes del drama. Insignificantes u odiosos, ni interés ni simpatía inspiran. Harta desgracia han tenido los apreciables actores que se han visto en la dura necesidad de interpretarlos. Respecto a la acción, toda censura es poca. Inverosimilitudes, absurdos, recursos falsos o de mal gusto, situaciones horribles y violentas, de todo se encuentra en ella. Dos solas pasiones, el odio y la venganza, la animan. Los personajes (con excepción de los dos femeninos) se agitan desesperadamente y se lanzan de crimen en crimen, cual si los movieran furias del infierno. Aquello no es un drama, sino la colección de Mr. Bidel en el momento de repartirse la comida. Nadie está allí en la plena posesión de sus facultades; el que no está loco, le falta poco para estarlo; hasta los personajes secundarios son fieras del desierto. Por lo demás, allí se encuentran todas las extravagancias que forman el conocido arsenal de recursos y efectos falsos del autor: inquisidores que entierran a sus víctimas en el hueco de un pilar del palacio de éstas, con copia del proceso; caballeros que entran en una plaza fuerte, se apoderan nada menos que de un inquisidor, sin que nadie los estorbe, y se entretienen en darle tormento en un campo, cual pudiera hacerlo una partida de secuestradores; castillos inexpugnables que toman por asalto un puñado de aventureros; gentes [509] de doble vista, que ven todos los detalles de un combate en medio de la oscuridad de la noche, y son a la vez tan miopes, que matan por equivocación nada menos que dos mujeres, y otras amenidades por el estilo. Fuera inútil buscar en el drama situaciones verdaderamente bellas. No lo es el final del primer acto, donde Gonzalo insulta a su tío delante de toda la servidumbre de su casa y le arroja a la calle como a un lacayo, en vez de vengar en su sangre la muerte de su padre. No lo es el del segundo, donde entrega, cobarde y alevosamente, a la mujer que le ama y de él se fió, en lugar de matar a su tío, o matarse él, o matar a Margarita, todo lo cual sería más noble, más humano y verdadero, y más dramático. No lo es tampoco aquel espantoso y antiartístico desenlace, en que una serie de lamentables equivocaciones produce la muerte de dos inocentes y angelicales criaturas, apareciendo Gonzalo como el más precipitado e inhumano de los hombres. No hay nada, en suma, que sea conmovedor ni bello en ese drama, a excepción de los personajes de Margarita e Irene, y de algunos soberbios e inspirados trozos de versificación. El lector no será tan cruel que nos pida un resumen de nuestro juicio. Si quisiéramos formularlo, no podríamos hacer cosa mejor que repetir aquellas palabras en que la doña Mariquita de La Comedia nueva expone su opinión acerca de la obra de su cuñado: Y a mí me parece que comedias así debían representarse en la plaza de los toros. Si el arte ha de ir por esos caminos; si ha de restaurarse el antiguo melodrama aumentado en tercio y quinto; si la belleza no ha de ser requisito esencial de las obras dramáticas; si el sentimiento, la poesía y la verdad han de ser sustituidos por una serie de horribles y repugnantes cuadros, sólo comparables a los que en Tito Andrónico nos ofrece Shakespeare; si los personajes dramáticos han de ser fieras del desierto o furias del Averno, y la emoción estética ha de reemplazarse con un ataque general de nervios, vale más que el teatro se cierre y acudamos a buscar esparcimiento en las plazas de toros, que allí al menos veremos algo grande y bello: la fuerza inteligente y el valor del hombre en victoriosa lucha con el brutal y ciego instinto de la fiera. De la ejecución de En el pilar y en la cruz nada tenemos que decir. Que, exceptuando a la señorita Contreras, esperanza brillantísima de nuestra escena, distó mucho de ser perfecta, es indudable; pero ¿cómo exigir a los actores que interpreten con acierto papeles que están fuera de toda realidad y absolutamente nada tienen de humano? * * * No terminaremos esta Revista sin tributar un recuerdo al sabio catedrático y literato ilustre, D. José Amador de los Ríos, recientemente arrebatado por la muerte a las letras patrias. Escritor fecundo [510] e infatigable, erudito distinguido dotado de vastísimos conocimientos, a Amador se debe la renovación de nuestros estudios crítico literarios y artísticos, y sus notables obras son insignes monumentos de nuestra cultura. La ciencia y la literatura españolas le deben inapreciables servicios, y la patria pecaría de ingrata si no consagrara respetuoso homenaje de admiración a su memoria.
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