Revista Contemporánea
Madrid, 30 de marzo de 1878
año IV, número 56
tomo XIV, volumen II, páginas 242-252

Manuel de la Revilla

< Revista crítica >

Estudios sobre el engrandecimiento y la decadencia de España, se titula un libro que acaba de dar a la estampa el distinguido político y publicista D. Manuel Pedregal y Cañedo. Su objeto es exponer las causas de la profunda y rápida decadencia de nuestra patria bajo la dominación de la casa de Austria, decadencia inexplicable al parecer, por haber sido precedida de singular grandeza. Para el Sr. Pedregal la explicación es fácil. España fue grande mientras fue libre, y decayó cuando en ella se entronizaron el despotismo político y la intolerancia religiosa.

A nuestro juicio, la última es mucho más culpable que el primero. La monarquía absoluta imperó en toda Europa en los siglos XVI y XVII, y en ninguna parte produjo tan terribles resultados como entre nosotros; antes hizo grandes servicios, constituyendo las nacionalidades, abatiendo el régimen feudal, favoreciendo el desarrollo de la noción del Estado y de la vida pública, y preparando en cierto modo el advenimiento de la era novísima. Si en España causó tamaños males, fue por haberse apoyado en el elemento teocrático.

La intolerancia religiosa es la principal, si no la única causa de nuestras desdichas. Por ella emprendimos la política aventurera de la casa de Austria; por ella nos aislamos del mundo culto; por ella matamos en flor el admirable movimiento intelectual que se inauguró entre nosotros al comenzar el siglo XVI; por ella secamos las [243] fuentes de la riqueza pública, expulsando a moriscos y judíos; por ella caímos en un marasmo intelectual y moral, sólo comparable con la inmovilidad de las teocracias orientales. Todas las demás causas que a nuestra decadencia concurrieron, hubieran sido impotentes sin el auxilio de la intolerancia; porque casi todas se produjeron en otros países, y no por eso los precipitaron en la ruina.

El fanatismo religioso ha sido en España (y lo es todavía) el mayor enemigo de la libertad y de la cultura; la Inquisición, y no el absolutismo, es la causa verdadera de nuestras desdichas. Por eso, entre nosotros, el principal objetivo de toda tendencia liberal ha de ser la extirpación de los últimos restos de la intolerancia religiosa, y a tan supremo fin deben, en caso necesario, sacrificarse todos los restantes. Mientras esto no se consiga es vano empeño pensar en reformas políticas que a nada conducen y ninguna eficacia tienen; que es inútil emancipar al ciudadano mientras no se emancipe la conciencia.

En tal concepto, merecen singular aplauso y recomendación libros que, como el del Sr. Pedregal, se encaminan a poner en claro verdad tan inconcusa. Nada dice el Sr. Pedregal en su obra que no sepamos todos; pero conviene repetirlo para que nadie lo olvide, e importa hacerlo con la imparcialidad, el claro sentido histórico y la discreción suma con que lo hace el Sr. Pedregal, a quien sinceramente felicitamos por su importante trabajo, digno de ser leído por todo el que de buen español y liberal se precie.

* * *

El escritor federal D. Serafín Olave ha publicado un libro titulado: El pacto político como fundamento histórico general de la nacionalidad española, y especialmente como manifestación legal de la soberanía independiente de Navarra en unas épocas, y en otras de su autonomía, sin perjuicio de la unidad nacional.

El Sr. Olave defiende en este libro la doctrina federalista, basándose en hechos históricos que distan mucho de ser tan concluyentes como supone, y tratando con injusta dureza a los que no han cometido otro delito que no admitir como verdaderos acontecimientos que no están probados, y documentos cuya autenticidad es dudosa cuando menos. El Sr. Olave, además, incurre en todo género de errores y confusiones, y revela claramente que, como todos sus correligionarios, no tiene un exacto concepto de la nación y del Estado, y desconoce las teorías que acerca de estas materias sustentan los más notables tratadistas de Europa.

No es nuestro ánimo hacer una nueva refutación del federalismo; la hemos hecho repetidas veces y aun no se han contestado satisfactoriamente nuestros argumentos. Nadie nos ha probado todavía que la federación, procedimiento usado para formar naciones nuevas [244] mediante el pacto de Estados independientes, deba aplicarse a naciones ya formadas para deshacerlas provisionalmente y volverlas a hacer de nuevo. Nadie nos ha probado que la imperfecta unidad del Estado federal, etapa en el camino de la unidad orgánica y definitiva del cuerpo político a que se llama nación, sea un ideal apetecible para los pueblos que, por su fortuna, han llegado a constituir una unidad más perfecta. Nadie nos ha probado que la justa y razonable autonomía del municipio y la provincia en lo que atañe a la gestión de sus peculiares intereses, exija la celebración del pacto federal y la ruptura de la unidad política y legislativa a que aspiran todas las naciones. Nadie nos ha probado que en España sea necesario el federalismo, ni menos que pueda plantearse sin grave riesgo en país tan falto de educación política y tan ajeno al principio del Self gobernment. Y como no se nos ha probado esto, creemos inútil combatir en el Sr. Olave lo que ya combatimos en su maestro y jefe, el Sr. Pí Margall.

Pero sí nos creemos obligados a manifestar que el Sr. Olave no ha probado la tesis que desarrolla en el título de su obra; pues ha confundido constantemente los pactos y convenios hechos en la Edad Media por el pueblo navarro para defensa y garantía de sus libertades e intereses (pactos cuya existencia nadie niega) con el pacto federal verificado para constituir una nacionalidad nueva o para deshacer una ya existente y reorganizarla bajo una nueva forma. Verdad es que el Sr. Olave cita el Pacto y fuero de Sobrarbe, del cual trató extensamente en otra de sus obras, atacando duramente al Sr. Castelar, que había puesto en duda la autenticidad de aquel hecho; pero el Sr. Olave no debía ignorar que la crítica histórica no puede aceptar semejante pacto ni tal fuero: que ningún testimonio auténtico existe a favor del pacto de Sobrarbe, y que ningún historiador serio (excepto los aragoneses) lo admite como auténtico y probado. Y siendo así, ¿cómo en un hecho, cuando menos dudoso, y en una serie de coaliciones políticas o convenios diplomáticos funda el Sr. Olave la existencia de ese fantástico pacto que es fundamento de nuestra nacionalidad? Hase constituido ésta por cambios dinásticos, herencias, anexiones y conquistas, pero no por pacto federal; y aun caso de que esto último fuera cierto, ¿a qué conducía renovar el pacto, deshacer lo que está hecho y empeñar el país en absurdas aventuras?

Respecto a los demás extremos tratados en la obra del Sr. Olave, nada tenemos que decir. Juzgadas están hace mucho tiempo esas teorías que acerca del servicio militar sostiene la escuela ultra democrática; harto sabemos adónde llevan, y de sobra nos son conocidas las ventajas del ejército voluntario. En cuanto al conmovedor llamamiento que el federalismo agonizante hace a la Iglesia, por boca del Sr. Olave, tratando de convencerla de que sería felicísima baja el régimen federal, la Iglesia se encargará de contestar. Por nuestra [245] parte nada decimos, porque hecho semejante es de aquellos que, como suele decirse, no necesitan comentarios.

* * *

Una novela y dos tomos de poesías: he aquí el contingente literario de esta quincena. Titúlase la primera Juan Pérez, y es debida al escritor cubano D. Dámaso Gil Aclea; denomínanse los segundos Recuerdos y aspiraciones, por D. Antonio Luis Carrión, y Recuerdos y sombras, por D. Acacio Cáceres Prat. En todas estas obras la intención es buena y el desempeño lamentable.

El autor de Juan Pérez ha elegido para su obra un buen argumento, interesante y conmovedor a la vez, pero no ha sabido desarrollarlo. Los caracteres de los personajes apenas están dibujados; la acción camina desordenadamente y se narra con la mayor confusión y desaliño: digresiones inútiles la embarazan a cada momento; y el lenguaje, pretencioso y altisonante, peca casi siempre de incorrecto y de poco natural. Estos graves defectos oscurecen la belleza del fondo y privan de toda cualidad estética a la novela.

Si para ser poeta bastara pensar con elevación y sentir con calor y sinceridad, lo sería el Sr. D. Antonio Luis Carrión. Pero, por desgracia, es necesario además poseer ese don especial que se llama inspiración, gracias al cual es posible dar bella y original forma a la idea y al sentimiento. La poesía es forma pura, y la belleza de su fondo es enteramente inútil si no se encierra en forma perfectamente bella. Si así no fuera, todo pensador, todo hombre de sentimiento sería poeta.

Apenas hay un hombre culto que no sepa concebir una hermosa idea y no abrigue en su corazón un bello sentimiento. Pero al tratar de expresarlo por medio de la palabra, nada bello producirá si su fantasía no concibe hermosas y peregrinas formas con que revestirlo y su lengua no acierta a traducir estas formas en sonoro y poético lenguaje. En la concepción de estas formas bellas de que se reviste lo pensado y sentido, consiste propiamente la poesía; pues la belleza de la idea o del sentimiento no es obra del poeta y la creación artística necesariamente se reduce a la forma. ¿De qué sirve, pues, que en un tomo de poesías haya bellas ideas y sentimientos, si su expresión no posee belleza alguna y el poeta se limita a declarar en llana y prosaica forma lo que piensa y siente? El poeta habrá mostrado en tal caso que su alma es bella, pero no que es poeta.

Pues esto es lo que se advierte en las composiciones del Sr. Carrión. Revélase en ellas un alma apasionada y generosa, abierta a toda noble idea y todo hermoso sentimiento; pero se observa a la par que la fantasía no alcanza a informar en bella forma tan elevado fondo. Imágenes vulgares, prosaicos conceptos, metáforas desdichadas, períodos rítmicos difícilmente construidos, versos duros e incorrectos: tales son las imperfectas formas en que se traducen las elevadas ideas [246] y los nobles sentimientos del poeta; y este contraste entre la belleza del fondo y tosquedad de la forma, entre lo que el poeta piensa y lo que dice, produce en el lector impresión dolorosa, análoga a la que causa un espíritu ardiente e impetuoso encerrado en un cuerpo paralítico o un alma nacida para la elocuencia luchando con la torpeza de una lengua tartamuda.

Por eso creemos que el Sr. Carrión procede con cordura al renunciar a la poesía, y da pruebas de conocerse al manifestar el trabajo que le cuesta expresar en el lenguaje poético los bellos sentimientos en que rebosa su alma, y amistosamente le aconsejamos que persevere en tan acertados propósitos, y contentándose con sus glorias de orador y publicista, rompa para siempre con la ingrata musa que sólo con desdenes corresponde al entusiasta amor que la profesa. Nada perderá con ello el Sr. Carrión, que no necesita ser poeta para obtener la estimación del público y merecer las simpatías de los amantes de la libertad.

Otro tanto decimos al Sr. Cáceres. También revelan sus desdichados versos que sabe sentir, aunque no con la elevación y profundidad que al Sr. Carrión caracterizan; pero si en el Sr. Carrión hay notorias dificultades para ser poeta, en el Sr. Cáceres hay impotencia absoluta. Las poesías del Sr. Carrión son balbuceos; las del señor Cáceres roncos e inarticulados gritos. En aquellas hay algo; en éstas nada, ni siquiera gramática. Parecen las composiciones de un niño de ocho años que apenas conoce su propia lengua.

No seremos tan crueles con el Sr. Cáceres como cierto colega satírico que ha analizado con despiadada saña las composiciones del joven poeta; pero sí nos creemos obligados a manifestarle que si en algo estima su fama, no debe dar oídos a los aduladores que elogien sus obras, ni perder su tiempo y su dinero en dar al público los infelices frutos de su ingenio; que debe convencerse de que nadie está obligado a ser poeta contra la voluntad de Dios, y de que en otros ramos de la actividad humana podrá ser mucho más útil a sí mismo y a sus semejantes, que escribiendo tales cosas; y que reconociendo que para poeta no sirve ni servirá nunca, debe renunciar para siempre a la poesía, que sólo ha de proporcionarle graves disgustos.

* * *

Otras varias obras se han publicado en estos días. Entre ellas pueden citarse: el cuarto tomo de la notable Historia de la antigüedad, de Duncker, traducida por el Sr. D. Francisco María Rivero; La pluma y la espada (apuntes para un diccionario de militares escritores), curioso trabajo bibliográfico-biográfico, debido al malogrado escritor militar D. Manuel Seco y Shelly; un folletito titulado: Cuatro palabras sobre la emancipación de la mujer, por el doctor italiano Galdieri, en el que con enérgicos razonamientos, pero con [247] exageración notoria, y formas poco corteses, se combaten las absurdas y peligrosas doctrinas de los partidarios de la emancipación de la mujer; el tomo IV de La Walhalla y las glorias de Alemania, obra importantísima en que el distinguido escritor alemán D. Juan Fastenrath traza con elegante estilo la biografía de los hijos ilustres de Alemania, dando insigne muestra del primor con que maneja nuestra lengua; y el Análisis del pensamiento racional, obra póstuma del renombrado filósofo D. Julián Sanz del Río, acerca de la cual no podemos emitir un juicio, porque, gracias al lenguaje especial de que se servía el Sr. Sanz del Río, no es posible entender las doctrinas que este libro encierra.

* * *

Cinco obras nuevas se han representado en el teatro de la Comedia, cuatro de ellas en un acto y la quinta en dos. Ninguna tiene verdadera importancia; pero, con una sola excepción, todas son aceptables, cuando menos.

En la calle de la Pasa, juguete en un acto, de D. Constantino Gil, es un sainete, algo exagerado y caricaturesco, pero escrito con la facilidad y gracejo que generalmente caracterizan a este poeta.

Preocupaciones, de D. José Oliver, no merecía la fría acogida que obtuvo. El problema moral que en esta pieza se plantea está resuelto por su autor de una manera racional y justa; pero las preocupaciones, combatidas en la pieza, prevalecieron en el ánimo del público y decidieron, en desfavorable sentido, el éxito de aquella. Y sin embargo, fuerza es reconocer que el anatema social que pesa sobre la doncella que en un momento de pasión falta a sus deberes, es la más absurda de las preocupaciones y la más irritante de las injusticias, máxime cuando la sociedad que lo fulmina acoge en su seno al seductor miserable que fue causa de la caída de la mujer. Negar a ésta la facultad de arrepentirse y rehabilitarse, y entregar al público ludibrio al hombre generoso que le da su mano, es también crear una especie de fatalismo social que condena a perpetuo infierno al que ha caído, y asentar una doctrina implacable e impía, difícil de explicar en una sociedad que adora al que absolvió a la mujer adúltera y acogió en su seno a la penitente Magdalena.

Las tres rosas, del Sr. Frontaura, es una pieza discretamente hecha, que no se distingue por la novedad del pensamiento, pero que ofrece algunos tipos muy bien dibujados y es digna del aplauso del público.

Una partida de ajedrez del Sr. González, se distingue igualmente por dos tipos dibujados de mano maestra y por una escena altamente cómica, desarrollada con sumo gracejo; pero las dudas que existen acerca de su originalidad, no permiten a la crítica elogiar esta producción tan calurosamente como mereciera, en caso de ser original. [248]

De Agua pasada más vale no hablar. Si el respeto que al Sr. Zorrilla debemos no sellara nuestros labios, duramente trataríamos una producción que es indigna de tan esclarecido ingenio. Pero ya que no lo hagamos, diremos respetuosamente a su ilustre autor que si desgraciadamente ha llegado para él aquella hora funesta y tristísima en que la implacable naturaleza impone al genio la obligación de callar, más le vale hacerlo a tiempo, e imitar la discreta conducta de Hartzenbusch, Mesonero y tantos otros, que dar a sus admiradores el triste espectáculo que ofreció en sus últimos años Bretón de los Herreros y ofrece en los suyos el gran Víctor Hugo. Saber callar a tiempo es una ciencia muy difícil, pero muy necesaria para los hombres públicos.

Inútil es decir que los actores del teatro de la Comedia han desempeñado estas piezas con la inteligencia y celo que siempre les distinguen y que no imitan, por cierto, sus compañeros de profesión, como lo prueba un hecho reciente de que vamos a ocuparnos.

Nos referimos a la representación del drama de D. Eugenio Sellés, titulado: Maldades que son justicias, retirada de la escena después de la segunda representación. No habiéndonos sido posible, por causas ajenas a nuestra voluntad, presenciar su estreno, no podemos ocuparnos de este drama, unánimemente elogiado por la prensa.

Únicamente llamaremos la atención sobre las causas de que haya desaparecido de la escena, a pesar del excelente éxito que obtuvo. Débese esto, según la opinión general, a la incalificable conducta de los actores del Teatro Español (con excepción de la señorita Contreras), que ejecutaron el drama de una manera tal, que apenas se concibe. Tamaño abuso merece la más enérgica censura. No hay teatro posible si seguimos por ese camino. Inútiles serán los esfuerzos de autores y empresarios si los actores se obstinan en faltar a su deber e imponerse a todo el mundo, como diariamente lo hacen. Hasta que el actor no se convenza de que sus deberes son estudiar bien sus papeles e interpretarlos con toda la perfección posible, sin hacer preferencias ni exclusiones; hasta que las compañías no se sujeten a severa disciplina en todo lo referente a reparto de papeles, ensayos, &c.; hasta que los actores no se endiosen y se crean superiores al autor mismo, y no aspiren a reunir en su persona el carácter de crítico al de actor; hasta que no renuncien a esas exorbitantes exigencias, casi siempre injustificadas, que son el tormento de los autores y los empresarios, inútil será esperar que nuestro teatro salga de la triste situación en que se encuentra. Y ya que esto no pueda evitarse en los teatros sostenidos por la iniciativa particular, lícito es exigir que al menos no se toleren tales abusos en los que dependen del Gobierno. Por eso repetimos hoy, con más energía e insistencia que antes, que es urgente, urgentísimo organizar el Teatro Español bajo la intervención del Estado; que es fuerza someter a rigurosísima disciplina a los actores y a los empresarios, y más a los [249] primeros que a los segundos; que es necesario reconocer la impotencia de la acción individual para conseguir lo que todos deseamos y apelar a la acción enérgica del Estado para impedir la total ruina de nuestro teatro. La libertad ya ha dado sus frutos, y han sido de perdición: veamos si la autoridad será más afortunada.

* * *

En el debate sobre la cuestión social, que aún continúa en el Ateneo, han terciado los Sres. Romero Girón y Moreno Nieto. El primero ha sostenido la necesidad de que el Estado intervenga en la cuestión social, no sin escándalo de los economistas, cuyos argumentos han sido victoriosamente refutados por el orador. Inútil es decir que con tal motivo se ha aplicado al Sr. Romero Girón, el dictado de socialista; calificativo exacto si por tal se entiende el que afirma la superioridad del interés social sobre el individual, y la intervención del Estado en todo cuanto atañe al bien público; pero no si se confunde al Sr. Romero Girón con los utopistas que defienden el comunismo.

A nuestro juicio, el Sr. Romero Girón está en la verdad. El Estado no es sólo Estado de derecho, sino de cultura; no le corresponde únicamente vigilar por la existencia de los derechos individuales y castigar los ataques que se les dirijan, sino encaminar todas las fuerzas sociales al logro de los altos destinos humanos, suplir las imperfecciones del esfuerzo individual y social, y ejercer una elevada función tutelar en pro de los grandes intereses y fines de la sociedad. El Estado es una institución orgánica que abraza toda la vida social bajo el aspecto jurídico, y que además vela por el cumplimiento del destino humano, y es como el nexo supremo de todas las fuerzas sociales. No realiza sólo el derecho, sino la justicia, la equidad, y, en cierto modo, la moral; no puede contentarse con impedir el choque de las fuerzas que le están sometidas, sino que ha de encaminarlas indirectamente adonde es preciso que se dirijan; no ha de limitarse a mantener el orden y sancionar la ley, sino que ha de asegurar a cada cual aquellos derechos y aquellas ventajas que la mera acción individual y social no puede garantir. Ha de tener en cuenta, además, que no sólo existen derechos y deberes individuales, sino sociales, y ha de impedir el conflicto entre ambos, y, caso de haberlo, preferir siempre lo social a lo individual. Por eso no puede otorgar absoluta libertad al individuo, de suyo egoísta y exclusivo en sus intereses, sino que ha de limitar sus derechos en pro del bien común, de la moral y de la justicia. Ordenador supremo de la máquina social, que sin su intervención sería implacable guerra de todos contra todos, ha de velar principalmente por el débil y el desamparado, y defender la justicia contra el interés egoísta, y la moral contra la pasión desatentada. Por eso en la cuestión social su intervención es [250] indispensable; porqué él solo puede suavizar las asperezas de la propiedad individual, siempre egoísta y despiadada, y evitar que el orden económico sea la explotación monstruosa del hombre por el hombre.

Los economistas creen que el interés individual, la libertad y las leyes económicas lo resuelven todo. ¡Error profundo! El interés individual, abandonado a sí mismo y no limitado por nada, no tiene otra ley que la lucha por la existencia, y es siempre egoísta, inmoral y salvaje. Homo homini lupus, decía Hobbes, y decía una profunda verdad. La libertad no moderada por la moral y la justicia, ni limitada por la ley, no es más que la bárbara explosión del egoísmo individual, sin freno ni límite. Las leyes económicas, implacables como todas las de la naturaleza, son máquina férrea que desgarra entre sus dientes al débil y sólo ampara al fuerte; leyes de lucha y de combate, en que sólo impera la fuerza. Si en el orden económico y social sólo prevalecieran el interés individual y la libertad, el mundo sería una guerra perpetua en que el débil sucumbiría siempre y el fuerte impondría la ley; porque la libertad para el fuerte es la omnipotencia y la impotencia para el débil.

Por eso el Estado, amparando a la vez al individuo contra la sociedad y a ésta contra el individuo, e imponiendo a entrambos el principio superior de la justicia, debe regular las relaciones sociales, impedir los rozamientos, limitar los derechos de cada uno en beneficio del derecho de todos, y realizar el bien sobre la tierra. A esto aspiran los socialistas de la escuela del Sr. Romero Girón, y a esto deben aspirar todos los que no sean tan fanáticos adoradores de la libertad que a ella sacrifiquen sin reparo la justicia. La libertad, sometida a la justicia y a la moral, y a nombre de éstas limitada por la ley, es un gran principio; abandonada a sí misma, conduce inevitablemente a la inmoralidad y a la barbarie.

Ensanchar, enaltecer y dignificar la noción del Estado; poner de relieve el carácter social de todo derecho y todo deber, cosa harto olvidada por el individualismo; sostener con mano fuerte el derecho de los débiles; devolver su carácter orgánico y su valor moral a la sociedad y al Estado; oponerse a la acción disolvente del individualismo atomístico que hoy impera; asentar en firmes bases la soberanía de la justicia, cuya encarnación ha de ser la soberanía del Estado; tales son los propósitos que animan a la escuela a que, para gloria suya, pertenece el Sr. Romero Girón, y los que deben animar a todos los que se interesen por la causa del progreso humano, y principalmente por la suerte de las clases populares, que antes que vanos, inútiles y peligrosos derechos políticos, necesitan ser redimidas de la doble servidumbre de la ignorancia y la miseria. Los que, como el Sr. Romero Girón, en tan noble empresa se empeñan, merecen por ello los plácemes entusiastas de los amantes de la justicia y merecerán mañana el aplauso de la historia y las bendiciones de la humanidad. [251]

Después de una defensa de las doctrinas economistas, hecha con brillantez, pero sin éxito, por los Sres. Pedregal y Figuerola, ha tomado parte en los debates el Sr. Moreno Nieto.

Cábele siempre a este distinguido orador la gloria de elevar los debates, planteando con suma claridad y precisión los problemas, trayendo puntos de vista nuevos y profundos y exponiendo con brillantez las doctrinas de amigos y adversarios. En tal sentido sus discursos siempre son muy útiles e importantes, siquiera las numerosas contradicciones en que abundan, rara vez permitan adivinar cuáles son el pensamiento, la actitud y las soluciones del orador.

Su último discurso (aún no terminado) se ha distinguido por el orden y claridad de la exposición, por la imparcialidad y exactitud con que en él ha expuesto el Sr. Moreno Nieto todas las doctrinas, y por la templanza y serenidad que ha demostrado en él, salvo en cierto desdichado paréntesis contra los socialistas.

En la imposibilidad de juzgar un trabajo aún incompleto, diremos que en todo este discurso se ha revelado una vez más el dualismo que existe en la conciencia del Sr. Moreno Nieto. Si por una parte sus compromisos de escuela y sus temores ante la revolución le llevan a combatir el socialismo, por otra su corazón nobilísimo y el sentimiento de justicia que siempre le anima le ponen enfrente de la despiadada escuela individualista y le inspiran cierta simpatía hacia las aspiraciones socialistas. Notábase, al oírle defender lo que el socialismo ataca, que su conciencia no quedaba tranquila y que todos los razonamientos que alegaba a favor del orden económico existente eran impotentes para acallar la voz poderosa que en el fondo de su alma le gritaba que en ese orden hay una injusticia notoria que nadie puede desconocer. Notábase asimismo que al paso que combatía con fortísimas razones las doctrinas de los economistas, presentaba en toda su fuerza y refutaba débilmente los argumentos del socialismo, cuya causa estuvo haciendo, sin querer, en todo su discurso. Es que hay algo más poderoso que todos los razonamientos, y es la voz de la conciencia, el clamor del sentimiento, el eco de la justicia y de la moral, que a todos nos dice que la actual organización económica podrá ser necesaria, lógica, acaso irreformable, pero descansa en una enorme injusticia, contra la cual protestarán eternamente los corazones generosos. Es que todos sentimos instintivamente que la sociedad estará quizás organizada como es fuerza que esté, pero no como debiera estarlo, si el bien y la justicia prevalecieran en el mundo. Es que todos reconocemos que las leyes económicas podrán ser naturales, pero no son justas, y si no pueden reformarse, será porque el triste destino del hombre le obligue a ser eterno esclavo del dolor y del mal. Es que a nadie se le oculta que mientras haya criaturas humanas fatalmente condenadas a la ignorancia y la miseria; mientras haya quien, sin propia culpa, carezca de lo necesario; mientras existan fatalidades sociales que destinen a [252] los unos al bien y a la fortuna, a los otros al mal y a la desgracia; mientras a las desigualdades naturales se agreguen otras que no lo son y la miseria no se reduzca a ser el justo castigo del vicio y la pereza o la consecuencia lógica e irremediable de la incapacidad natural –la sociedad estará fuera de su asiento, la justicia y la moral estarán cubiertas por negro velo y el mundo no será el reino de Dios, sino el horrible imperio de Satán.

M. de la Revilla

25 de Marzo [1878]

< >

www.filosofia.org Proyecto Filosofía en español
© 2006 www.filosofia.org
Revista Contemporánea 1870-1879
Hemeroteca