Revista Contemporánea Madrid, 15 de abril de 1878 |
año IV, número 57 tomo XIV, volumen III, páginas 269-279 |
Rafael María de Labra< El Ateneo de Madrid >IVás que enojoso sería insoportable seguir aquí paso a paso la historia del establecimiento que dejo instalado en la antigua casa (ya demolida y sustituida por otra magnífica) de la esquina de la calle de Carretas y la plaza del Ángel. En cerca de cuarenta años han debido pasar allí muchas cosas: muchos días de alboroto y de contento; muchas horas de sombras y angustias. El teatro mismo de los empeños del Ateneo ha variado. La casa del Consulado fue abandonada en el otoño de 1848 por la de la calle de la Montera, núm. 34, donde por muchos años tuvo, como ya he dicho, sus oficinas el Banco de San Fernando y donde hoy tiene todavía, en la vecindad misma de la Academia Matritense de Jurisprudencia, sus salones y sus cátedras el precoz hijo de la Económica. Allí le alcancé yo siendo casi un niño, y si tomara a mi cargo la empresa de reseñar los cambios, reformas y mejoras del local y del menaje, mudanzas que vagamente se presentan a mi memoria en los pocos instantes que lo laborioso del momento me permite volver los ojos atrás, ya necesitaría encomendarme a la longanimidad del lector. Alcancé yo al Ateneo hacia 1860 reducido a la tercera parte, si no menos, del local que actualmente ocupa y por el que pagaba unos 25.000 reales al año. La solicitud de la Junta directiva, [270] presidida en 1854 por el Sr. Martínez de la Rosa, siendo Secretario el Sr. Cantolla, había introducido ya{1} algunos cambios, suprimiendo un gabinete para extender la biblioteca, empapelando los pasillos, algunos de los cuales se ensanchó considerablemente, e introduciendo otras pequeñas mejoras; todo lo que no excedió de unos 4.000 reales. A pesar de las dificultades económicas con que, sobre todo durante el verano, luchaba el instituto, cuya vida indudablemente había decaído un tanto, la obra se imponía como una necesidad, máxime después del pequeño fuego que se produjo a fines del 53 en la chimenea del salón de conversaciones. Después de 1860 las cosas ya pasaron a mayores; bien que el progreso y esplendor del Ateneo a todo autorizaban. En 1863-64, bajo la presidencia del Sr. Alcalá Galiano y siendo Secretario el Sr. Prieto y Caules, se procedió a una reforma total del establecimiento, echando abajo tabiques, renovando el mobiliario, acometiendo obras de adorno, vistiendo a los criados, ensanchando el local por concesión del propietario de la casa, que cedió todo el piso principal, mediante el alquiler de 60.000 rs. anuales, dando nueva entrada a los socios y arreglando la del patio destinada al público, poniendo ventiladores, &c., &c. Aquellas obras subieron a unos 70.000 rs., de los que más de 40.000 correspondieron al ebanista y tapicero. ¡Pero cómo titubear! Los presupuestos de la Sociedad arrojaban en 30 de Diciembre de 1863 un saldo en favor de la misma de 61.221 reales, a los que habría que añadir 25.000 de ingreso en Enero, para entrar en el nuevo año con cerca de cuatro mil y pico de duros en caja. Así podían acometerse obras y se podía gastar (como se gastó en 1864) al mes 2.500 rs. en gas, y al año, 35.000 en libros y 19.000 en periódicos y revistas del extranjero. [271] ¡Y la prensa se hacia lenguas de los grandes debates de la Sección de ciencias morales y políticas, donde aparecían Moreno Nieto, Nicolás Salmerón, Joaquín Sanromá, Segismundo Moret, Tristán Medina, Gabriel Rodríguez, Carballo, Bugallal, Fabié, Canalejas, Dacarrete, Echegaray, Balart, Giménez... nombres todos nuevos, hijos todos del movimiento político e intelectual que siguió a la revolución del 54! ¡Y la cátedra resplandecía con Rivero y con Castelar, anunciando la buena nueva, mientras Berzosa rechazando el germanismo filosófico y Galiano volviendo los ojos a la aristocrática Albión, mantenían desde ella la tradición del Renacimiento de 1836 que se desvanecía ante ideales más ricos y esplendorosos! Y la satisfacción y el entusiasmo llegaron a tanto, que surgió la idea, no ya sólo de dar un gran ensanche al establecimiento, trasladándolo a otro gran local, como los que hoy ocupan el hotel de París y el restaurant de Fornos (entonces en construcción, y que fueron ofrecidos, así como otros edificios de las calles del Clavel y del Baño), si que la de levantar, al modo británico, un palacio ad-hoc para el Ateneo. Eran de oír entonces los proyectos y las aspiraciones. Por de contado nadie estaba satisfecho en los viejos y angustiosos salones de la calle de la Montera. Se hablaba de gastos, de gastos imprescindibles, y el clamor unánime se mostraba por el cambio de domicilio. El pensamiento de la construcción de un palacio arredró a los tímidos, que esta vez vencieron. Aun hoy se me antoja aquella idea muy defendible. Excusado es decir lo que su realización contribuiría al lustre del Ateneo. Su principal abogado –el socio Sr. Cortijo– exponía el proyecto con gran discreción. Debía intentarse la obra por un capital en acciones amortizable en veinte años. Los ateneístas debían suscribirse, en la seguridad de no perder lo que desembolsaran, quizá de obtener una renta, y, sobre todo, de servir los intereses morales del país y la gloria de la casa. Bastaba la mitad de los socios de aquella época. No era imposible tampoco obtener el concurso de personas extrañas amantes de la ciencia, y de verdadero patriotismo. En último caso, quedaban los conciertos y arreglos con fabricantes y constructores para la materialidad de la obra; [272] y estos arreglos no serian difíciles, dada la existencia de un gran solar y el destino del vasto edificio, que no había de ocupar sólo el Ateneo. En la misma calle de la Montera, luchando con grandes inconvenientes de espacio, estaba la Academia de Jurisprudencia. En otros lugares, no menos incómodos, estaban la Económica, las Academias de Medicina, de Ciencias Naturales, &c., &c. En Madrid faltaban –era notorio– salones como los que en el extranjero se arriendan para fiestas literarias, para reuniones sueltas de tal o cual sociedad... Pues bien, todo esto era utilizable. Todas aquellas academias tendrían un local ad-hoc en el gran palacio del Ateneo. Entonces no faltaron asombros y risas. ¡Sobre todo allegar un capital! ¡Y esperarlo de gentes extrañas –de la gente de provincia, quizá!!! ¡Ah, y cómo el tiempo se encarga de rectificar a los presuntuosos y de confundir a los descreídos! ¿Quién había de decir a los tímidos de 1863 que en España existía un centenar de hombres, capaces de reunir treinta mil duros para fundar un establecimiento puramente científico, del que ellos personalmente no habían de disfrutar, y respecto del cual tenían la casi seguridad, la seguridad completa de que sus productos nunca podrían ni remotamente reembolsar la mitad del capital aprontado? Y sin embargo, la cosa ha sucedido. Ahí está la Institución libre de Enseñanza, fundada en 1876: la Institución creada en condiciones incomparablemente inferiores y desventajosas a las que siempre acompañarían al establecimiento de un Ateneo científico y literario, en el cual sus socios, por lo menos, sacan de él un inmediato y material provecho. Pero el Sr. Cortijo y los suyos fueron vencidos en 1863. El deseo quedó vagando y la Junta general bajo la presión de la necesidad, resolvió acometer obras en el mismo local. Casi transigían el entusiasmo y la timidez. Mas roto el hielo, abierta la brecha, ¡qué ideas surgieron! ¡qué proposiciones se formularon! Todos los apetitos y todas las locuras tuvieron oídos donde dejar sus sugestiones. Figuraos la Academia Española iluminada por el gas. ¡Qué revolución en las ideas! ¡Qué perspectivas y qué sensaciones para el diablillo de las novedades y los atrevimientos!... En aquel Ateneo del botijo de barro y de la burda estera, se llevó la audacia hasta pedir [273] la libertad para el juego del tresillo y el servicio de chocolates y cenas por cuenta de la casa. ¡Cómo! ¡El Ateneo tomando las formas de un casino!... Y también se transigió. Mantúvose la absoluta prohibición de todo juego, y se accedió a que en el Ateneo se montase un pequeño servicio de cocina, con un cocinero dotado con unos cuatro mil reales al año, para atender al desmayado estómago de los socios. Pero no se pasó de ahí; probando, al fin, la experiencia que efectivamente la novedad no encajaba en el carácter especialísimo del Ateneo; a lo menos mientras las cosas no tomen un vuelo y un sentido que no han presentado hasta ahora. ¡Quien sabe si esta reforma fuera viable a realizarse el pensamiento del Palacio de las Letras, en el cual tuvieran cómodo y hasta esplendido albergue las diversas y mal acondicionadas academias y sociedades científicas matritenses! Es indudable que lo que en 1863 y 64 se hizo, dando amplitud y elegancia al viejo Ateneo, remozándole, poniéndole, en fin, al nivel del tiempo, por algo entró en la crisis económica que a poco sobrevino: la crisis más grave, a no dudarlo, por que ha atravesado el Ateneo de 1835 hasta nuestros días. Pero qué injusticia, no ya atribuirla exclusivamente a aquellos cambios y aquellos gastos, sí que tan sólo ver en éstos la causa principal de las aprensiones, los temores y los disgustos que ante el terrible déficit –fiebre ya endémica en España– se produjeron en el espíritu de todos los amantes del instituto de la calle de la Montera! ¡Y qué ceguedad la de censurar, como por algún tiempo se hizo, aquellas mejoras, aquellas novedades, aquel avance, en fin, que en la historia de la casa viene a hacer fecha, al lado del de 1839, y sin el cual el Ateneo hubiera desentonado escandalosamente en la ostentosa vida de aquel período de sociedades anónimas, ferro-carriles, treses al 53 y Unión liberal. La crisis vino, es cierto; y vino terrible por muchas causas. Entre estas, la desanimación que sucedió al período brillante de 1861-1865. La obra del Ateneo estaba realizada en aquel período. Vino, pues, cierta decadencia en las secciones y vino el retraimiento y vinieron los sucesos políticos de 1866 que principiaron por determinar la clausura de la casa en Enero, fueron causa después [274] de que no se celebrara la junta general de 1867, vedaron luego los debates y concluyeron por infundir en todos los espíritus la reserva, el temor, el disgusto. El Ateneo no vibraba. El Ateneo era reducido a un mero círculo de lectura. El Ateneo dejaba de ser lo que había sido, lo que como he dicho, le caracteriza en todo el mundo culto. Contúvose, pues, el ingreso de socios; despidiéronse muchos de los antiguos; bajaron los recursos y subsistían con las atenciones ordinarias y del momento, las últimas consecuencias y los descubiertos de la época de la reforma, cuya responsabilidad justamente debía alcanzar a las posteriores. El año 66 se cerró bien. Gastáronse unos 209.329 rs., y los ingresos subieron a 210.172. Al año siguiente asoma su cabeza el déficit. Y el año 1870 llega éste a su apogeo. Era cosa de 90.000 rs., que afectaban a la biblioteca, a los periódicos, a la parte, por decirlo así, moral e intelectual de la Casa, más que al comfort, al decorado, a la vida material y aparente. Y no es parte a contener este desequilibrio la variación de las cosas políticas españolas. La revolución del 68, lo mismo que la del 54, no comunicaron una gran vida al Ateneo, por la sencilla razón de que éste necesita para su brillantez y su desarrollo épocas de relativa tranquilidad, de calma en el exterior y de señalados, cuando no escasos atractivos en la plaza pública, en la prensa y en el parlamento. Cuando lo que fuera del Ateneo se da es bastante para absorber toda la atención, afectando de diverso modo, pero con excepcional energía a todas las esferas de la existencia social, es imposible que el ánimo busque los dulces entretenimientos de un círculo científico, ni que un instituto como el Ateneo realice su misión pacífica y ordenada. Por esto las verdaderas épocas de esplendor del Ateneo son (fuera del período de iniciación), de 1842 a 1847, y de 1860 a 1865. Y por esto, en 1867 el déficit no sólo continúa si que crece; y al cabo la crisis se impone. No se había dejado sorprender la junta directiva. En 1863 la cuota mensual de 20 rs. (indudablemente muy baja dada la subida general de precios en Madrid), se había elevado a 30 rs., bien que con carácter provisional, y en 1865 se hace definitiva. Pero no bastó eso y llega el año triste, el año del [275] petróleo y de los azucarillos. El gas que había entrado en la casa en Febrero de 1852 sustituyendo las seis grandes lámparas solares que como un gran atrevimiento se pusieron en 1846, desaparece en 1870 reemplazados los diez y ocho mecheros por grandes quinqués de aceite mineral. Los azucarillos que acompañaban a todo vaso de agua pedido por un socio (y cuyo importe anual no bajaba de 3.000 rs.), son suprimidos. Es declarado cesante el cocinero; se baja a 56.000 rs. el alquiler de la casa y se obtienen del dueño treguas para el pago. Llévase la desesperación al ánimo del entusiasta bibliotecario (que lo era Moreno Nieto), prohibiéndole terminantemente sacar más libros de casa de Durán o de Bailly. Prescíndese de buena parte de los periódicos y revistas. Todo clama ¡economías! Y el Ateneo se cuaja de sombras y pesares. Así comenzó la presidencia del Sr. Cánovas del Castillo. Sus biógrafos –los amigos se entiende,– no lo olvidarán, y alguno llegará, de seguro, a que al ilustre ministro de la restauración borbónica se debe la salvación y vida actual del Ateneo. No es para tanto; pero sin duda aplauso merece aquella presidencia del recogimiento que duró más de dos años y que hizo posible la nueva vida de 1874, en cuya fecha torna el instituto de la calle de la Montera a relampaguear y a imponerse a la atención pública. Volvió el gas a iluminar los salones, y esta vez con profusión. Construyéronse nuevos estantes para libros. Empapeláronse al estilo novísimo salas y pasillos. Se colocaron varios y magníficos relojes en los sitios más concurridos. Los criados fueron dotados de grandes casacones. Se entarimó el salón principal. Se alfombraron los demás. Volvióse a las obras de ensanche por el derribo de tabiques. Dispusieronse confortablemente, ora el gabinete exterior izquierdo donde presiden las conversaciones de alegre juventud los graves retratos de Alonso Martínez, D. Nicolás Rivero, Moyano, Corradi, Barzanallana y Juan Valera, ora la salita interior, en otro tiempo destinada a cátedra y antes a las secciones, que ahora se apellida la Cacharrería, centro de los aficionados a las bellas artes, y donde se ostentan las figuras de Washington y Sanz del Río. Dióse un gran impulso a la obra de los retratos, que al principio (en 1868, y por iniciativa del secretario Gómez Molinero, [276] que lo fue con gran provecho del Ateneo desde 1867 a 1870), debieron reducirse sólo a los presidentes desde el duque de Bailén hasta Alcalá Galiano pero que después se extendió a todos los ateneístas ilustres cuya reproducción pictórica vino en voluntad a los muchos y afamados artistas que se cuentan en el seno de la casa{2}. La gran cátedra, capaz como ninguna de Madrid, abierta en 1864, ahora es restaurada elegantemente, dotándola de una sillería de 250 butacas de rejilla (destinadas a los socios), cuyo costo subió a 12.000 rs. Creóse una sala-escritorio, contigua a la biblioteca, que también fue reparada al mismo tiempo que se ponían campanillas eléctricas en todas partes; se establecían ventiladores en los pasillos casi convertidos en claustros; se reformaba elegantemente la portería y la antesala, adornando sus paredes con grandes cuadros donde anuncian sus obras los socios y donde exhibe sus acuerdos la Junta directiva; se levantaba a la entrada misma de los salones, el buzón destinado a recibir las observaciones y quejas de los ateneístas, y se disponía artísticamente, para que ocupase el centro de la antigua mesa de azucarillos, un bajo relieve del Parthenon regalado hace muchos años por un socio al establecimiento. Por último, el bibliotecario pudo dedicar en un año (1876) 33.709 reales a libros y suscriciones a periódicos extranjeros, 5.684 a periódicos nacionales y 4.632 a encuadernaciones. De esta suerte, en solos dos años (1874-76), la Biblioteca se aumentó, por compra o por donativos, en 867 volúmenes, y se pudo hacer el tercer catálogo{3}, que lleva la fecha de 1873 y que acusa una existencia de más de 12.000 volúmenes, a la cual han contribuido singularmente, primero, los legados que de sus respectivas bibliotecas hicieron en 1868 el Sr. Barros, [277] y en 1872 el Sr. Gallardo (D. Manuel), la una de 200 y la otra de 402 libros{4}; después el cambio de obras (mediante donativo de las propias por parte de varios socios del Ateneo) con algunas asociaciones de Portugal, como la Academia de Ciencias de Lisboa, el gremio literario, la Universidad de Coimbra y Biblioteca nacional portuguesa, hecho debido a la intervención del Sr. D. Ángel Fernández de los Ríos, representante de España en Portugal en 1870; y en fin, la Real orden de 1872, por la que «teniendo el rey (D. Amadeo) en cuenta los servicios prestados por el Ateneo a la causa de la civilización y de la cultura españolas le concedía un ejemplar de cada una de las obras que se hubiesen adquirido o se adquiriesen en lo sucesivo por el Ministerio de Fomento con los fondos destinados al de las letras y las artes...» En fin, se reanudó el hilo de las mejoras y los esplendores de 1864, correspondiendo ahora la gloria de este nuevo período al señor Moreno Nieto, justamente elevado por el voto unánime del Ateneo a la Presidencia del Círculo, y al Sr. González Burgos, Secretario, dotado de un amor y de un celo por la institución, comparables sólo al gusto con que ha presidido a la realización de los cambios de 1874 a 77. El éxito no pudo ser más satisfactorio; coincidiendo esto con el renacimiento del espíritu moral y político del Ateneo, cuya fórmula precisa es el Reglamento, o mejor dicho, los estatutos novísimos de 1876, los cuales vienen a ser la tercera ley dada en el Ateneo desde su fundación{5} consagrando y desenvolviendo ampliamente el carácter del establecimiento, nunca contradicho en los cuarenta años que lleva de vida y bajo la distinta administración de sus trece presidentes, de los cuales Martínez de la Rosa lo ha sido trece años (1838-39, 48-52 al 62) muriendo en el ejercicio de tan alto cargo; Alcalá Galiano, siete (1845-46, 49-50-51 y 63-64); Posada Herrera, cuatro (1865 al 68); Cánovas, cuatro (1870 al 73); [278] Pacheco, tres (1842-43 y 47); Pidal, dos (1844-45); Moreno Nieto, dos (1875-76){6}; Rivas, dos (1835 a 1836); Olózaga, uno (1837); Gor, uno (1841); Donoso, uno (1841); Figuerola, uno (1869), y Molins, uno (1874). Y ya que de ellos y por vía de pasada se habla, convendrá anotar que entre todos, los que menos importancia han tenido para la vida del establecimiento, han sido el marqués de Molins, Donoso, Gor, Pidal y Posada Herrera, éste último con la desgracia de haber sido ministro de la Gobernación precisamente en la triste época de 1866, en que de orden de la autoridad militar fue cerrado el Ateneo. En cambio, Figuerola ha funcionado como presidente cerca de tres años (1866-68) supliendo al titular. Y los que por varios motivos han dejado huella en la Casa han sido (aparte del duque de Rivas, a quien sólo da importancia el simple hecho de haber ocupado el primero la presidencia) Martínez de la Rosa, Alcalá Galiano, Moreno Nieto, Cánovas{7} y sobre todo Olózaga. Y por cierto que es para reflexionar sobre la inestabilidad de las cosas humanas y la injusticia de los tiempos la suerte que en el Ateneo cupo al ilustre orador progresista. Sólo es necesario hojear el libro primero de actas del famoso círculo para comprender que el alma del Ateneo en sus primeros años fue D. Salustiano de Olózaga. Él presidió la comisión que preparó la constitución de la Sociedad, e hizo los estatutos y el reglamento primitivo; él quien presidió también la sesión del 26 de Noviembre de 1835 en que se acordó la inaugural y se votó la primera Junta directiva; él quien desde el puesto de consiliario primero que modestamente aceptó al ser elevado al primer cargo el duque de Rivas en 1835 y 36, y después desde la presidencia, que ocupó en 1837, luchó y reluchó hasta vencer todos los inconvenientes que se ofrecieron a la apertura de las cátedras y al planteamiento de las Secciones; él quien al frente de la de Ciencias morales y políticas en 1836 y 1838 principalmente sostuvo el calor de los debates... Y, sin embargo, cuando en 1865 se presentó su candidatura para la [279] presidencia del Ateneo, sólo obtuvo 153 votos contra 159 que logró Posada Herrera{8}. No era para compensar esta injusticia la elección con que para dirigir los debates le había distinguido la Sección de Ciencias morales y políticas en 1860. Bien que deteniendo el ánimo en esto ¡cómo no dolerse del profundo, del absoluto olvido en que se ha tenido, y aún hoy se tiene en el Ateneo al verdadero fundador de este establecimiento, al celoso, al infatigable D. Juan Miguel de los Ríos, cuyo nombre encuentra el curioso identificado con todas las obras de carácter liberal y propagandista del renacimiento español de 1835! ¿Dónde está su retrato, dónde un recuerdo para tan esclarecido patricio? En cambio, estoy harto de oír en los pasillos del Ateneo, y hasta creo haberlo visto impreso en un discurso inaugural muy reciente, que el hombre ilustre a quien deben volverse todas las miradas, si no como único fundador, sí como primer Presidente del Ateneo, es el antiguo duque de Bailén; y la verdad es que el victorioso general Castaños fue el último Presidente del Ateneo del 20 al 23, y quizá ni puso los pies en su vida en el Ateneo actual, a pesar de pertenecer a él desde la segunda sesión{9}. Así es la historia menuda, que no es la realidad de la historia{10}. —— {1} Me refiero aquí sólo a las obras y gastos hechos en el local de la calle de la Montera. En el de la plaza del Ángel, núm. 1, donde el Ateneo estuvo desde 1839 a 1848, se hicieron dos veces gastos de alguna importancia. La una al trasladarse a él la Sociedad desde la calle de Carretas y otra en 1847, en cuya fecha se puso una alfombra, se adornó la tribuna, se compró un gran espejo, y, en fin, se adecentó el local, cuya exagerada modestia era objeto de críticas. En 1847 eran, presidente el Sr. Pacheco y secretario D. José García Barzanallana. {2} Entre éstos merece especial mención el Sr. Suárez Llanos, que ha hecho y regalado cuatro retratos. La serie la comenzó en 1808 D. Dióscoro Puebla. {3} Un volumen de más de 600 páginas en 8.° mayor; bibliotecario don José Moreno Nieto. Costó su impresión 11.162 rs. Después se han publicado dos suplementos. Los dos catálogos anteriores son el hecho por el Sr. Mesonero en 1837 y el impreso por el Sr. Godoy en 1852. {4} El Ateneo remitió a la Biblioteca Nacional en 1870 hasta 330 folletos que resultaban duplicados en la suya. {5} Los primeros son de 2 de Enero de 1836; los segundos de 1.º de Marzo de 1850. {6} Lo sigue siendo en el bienio de 1877-78. {7} El período de éste es simplemente el de las economías. {8} Esta ha sido la elección más reñida que registra la historia del Ateneo. ¡Y qué fatal! Al año como antes he dicho, el Ateneo era cerrado, sin que fuese parte a evitarlo su Presidente, entonces ministro de la Gobernación. {9} Consta en una de las primeras actas su deseo de pertenecer a la Sociedad, y en otra su imposibilidad, por achaques de salud, de asistir a ella. {10} El señor marques de Molins en su discurso inaugural de las cátedras del Ateneo en 1874 afirma repetidas veces, con la autoridad del contemporáneo, que el Sr. Olózaga nunca llegó a ser Presidente de la Casa. Contra esta afirmación habla el acta de la Junta general de 30 de Diciembre de 1836, en la cual consta la elección de oficios para 1837. En ella obtuvo el Sr. Olózaga 59 votos para presidente contra 16 que logró el Sr. Martínez de la Rosa, 10 el marqués de Someruelos y uno el conde de Parsent. Y siendo el total de votos 86, «se publicó la elección del primero.» |
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