Revista Contemporánea Madrid, 15 de mayo de 1878 |
año IV, número 59 tomo XV, volumen I, páginas 85-99 |
Rafael María de Labra< El Ateneo de Madrid >Vero en la historia del Ateneo hay algo más que estimar que las meras mudanzas externas de que he hablado. No cabe prescindir de su vida íntima, de su carácter moral. Y en este punto puede decirse que la historia del Instituto de la calle de la Montera abraza, además del período de iniciación, seis épocas bien definidas y caracterizadas, con sus momentos intermedios de preparación, desvanecimientos y transiciones. No es preciso apurar mucho el discurso para dar con la filiación del espíritu que presidió al planteamiento del Ateneo en 1835. Era el mismo que creó el Ateneo de 1820; la diferencia de los dos círculos consiste en la extensión y alcance del movimiento liberal y regenerador en ambas épocas. En 1820 el Ateneo fue una sociedad patriótica al par que literaria: bajo el primer concepto, en la corriente de todas las sociedades políticas de su tiempo; en el segundo, de un carácter más distinguido y reservado. Por eso los ateneístas de entonces (lo dicen los Estatutos de aquella época) se ufanaban de ser «hombres ansiosos de saber y amantes de su libertad política y civil», y se atribuían el derecho de solicitar [86] «con representaciones legales la atención de las Cortes y del rey.» En 1835 la naturaleza, robustez, complejidad y tendencias del movimiento regenerador no consentían al Ateneo un carácter eminentemente político al punto de igualarle, en cierto modo, con asociaciones más o menos populares, y de autorizar su intervención de una manera más o menos directa en la marcha de la política palpitante. El movimiento de este segundo período parece y es más rico, más amplio, más complejo. No era la hora de la simple agresión, del mero asalto, de la batalla pura y sencilla, en nombre y por causa de un interés supremo, aparentemente único, en el cual se condensaban cien diversas aspiraciones para hacer más terrible y decisivo el ataque. Era la oportunidad de reñir, sí, pero con el sol de espaldas, y para edificar, para construir algo que respondiera a las múltiples exigencias de la vida nueva, cuyo contenido se esparce y llena esferas distintas, pero todas armonizadas bajo la unidad del carácter social y del destino humano. Por esto el movimiento de 1834, no es sólo un movimiento político en el riguroso sentido de la palabra, como la agitación del segundo período constitucional. Por esto aquel período entraña un verdadero renacimiento político, científico y literario, cuyo triple sentido se confunde frecuentemente, pero sin desaparecer jamás, en una misma acción, en una obra misma. Pues bien, el nuevo Ateneo es una de estas obras. Su empeño se extiende a aquel vasto fin, y por su misma complejidad no es ni puede ser una institución eminentemente política como en 1820. Mas no hay que olvidar el espíritu que anima a ese renacimiento de que son chispazos el Ateneo, la Prensa, el Liceo, el Teatro, &c., &c. Lo que aparece sobre la tumba de Fernando VII no es el caprichoso genio de las formas vanas, de los versos huecos, de los entretenimientos académicos y las distracciones sabias. Quien hace su entrada bajo las formas de Carlos el Hechizado, El Diablo mundo y los discursos de López, no es ese desinterés artístico que lleva frecuentemente a poetas, músicos y pintores a buscar el rayo que mejor templa y conforta; que a un mismo vate inspira la oda a la libertad y el canto a la dictadura, y de una misma pluma arranca el himno a la revolución y la marcha triunfal de la reacción. No. [87] Los hombres de 1834 tenían un solo espíritu y un solo objetivo. Afirmar la vida moderna, la vida libre y expansiva, la obra definitiva de aquel gran movimiento que arranca del Renacimiento y la Reforma e informa la revolución inglesa de 1668 y la paz de Westfalia, la emancipación de los Estados-Unidos y la Revolución francesa, las guerras nacionales de 1808 y la resurrección de Grecia, de Bélgica y de Italia: que consagra los fueros de la vida civil y la soberanía de la opinión pública sobre las ruinas del pneumatismo teocrático, de la intolerancia religiosa y del absolutismo monárquico. Por todas partes a esto se iba: todos los esfuerzos a esta idea respondían: esta era la única causa por que la generación de aquellos ya lejanos días, peleaba sin tregua ni vacilaciones en los campos de batalla y en la plaza pública, en la escena del Príncipe y en el palacio de doña María de Molina, en los salones de Vistahermosa y en la imprenta de la Revista Española, en las columnas de la Gaceta y en las salas y las cátedras del Ateneo de Madrid. Naturalmente en esta empresa había de predominar el carácter político. Lo imponía la ley general histórica de la Edad moderna, por la que se explica racionalmente la importancia que la vida política tiene en la existencia social de nuestro siglo XIX, a despecho de esos ignorantes o esos ciegos que tanto abusan de la longanimidad pública, señalando la política como una de las enfermedades de la época. Si el toque distintivo de esta Edad es la secularización de la vida y la emancipación de los grandes intereses humanos frente al interés exclusivo de la teocracia; y si esta empresa se viene realizando desde el siglo XVI por el Estado, que unas veces rechaza las agresiones de Roma y otras protege y levanta a aquellos intereses que bajo su tutela viven hasta el momento de que el esfuerzo del protector les haya asegurado espacio y sol; ¡cómo no ver que la existencia, la marcha, los movimientos, las aspiraciones del Estado han de ser para todos un motivo de justísima preocupación! Pues bien; en este sentido el interés político predominaba en el empeño de 1834; y respondiendo a tal empeño la creación del Ateneo científico, artístico y literario de 1835, claro se está que a él había de trascender, en cierta medida y de cierto modo, aquel espíritu político. [88] Así que desde el primer momento aparece. Lo revela el discurso inaugural del duque de Rivas. «Instalado queda ya, decía, el Ateneo, que con la ilustración y patriótico celo de los señores que lo establecen, y con las luces de los nuevos individuos que espera admitir continuamente en su seno, dedicará sus constantes tareas a difundir las luces por todas las clases de la sociedad y a vulgarizar los conocimientos útiles para que así se afiancen sobre las verdaderas bases los principios políticos que hacen la felicidad de los pueblos y la preponderancia de las naciones.» La naturaleza de las enseñanzas, que desde el primer día se proyectan, y que se establecen en 1836, acusa ese mismo interés político: las de Política constitucional por Alcalá Galiano, de Derecho político por Donoso Cortés, de Historia por Fabre, de Administración por Bordiú, de Economía por Valle, de Hacienda por Ponzoa, amén de la de Literatura, que desempeñó el ilustre Lista. Los temas discutidos en las Secciones (de los cuales, como he dicho, sólo la de Ciencias políticas y la de Literatura sostuvieron debates y aquélla mucho más que ésta) confirman la misma preferencia, como lo demuestran las actas de 1837, donde constan las discusiones sobre la filosofía de la Historia, y más principalmente sobre la reforma del diezmo y la extinción de la Deuda pública de España, materias a la sazón examinadas y debatidas en el palacio de las Cortes{1}. Y, en fin, si quedara la menor duda sobre el carácter y tendencias del nuevo instituto, bastaría, primero leer los nombres de sus principales promotores el infatigable D. Juan Miguel de los Ríos (el fundador del Amigo del Pueblo), Olózaga, Caballero, Alcalá Galiano, Álvarez Guerra, Istúriz, conde de Vigo, duque de Rivas, &c., conocidos todos por su espíritu enérgicamente liberal y reformista; después, advertir el hecho del establecimiento del Liceo, un año más tarde que el Ateneo, con carácter exclusivamente literario y artístico, y cuyos salones desde el primer día se vieron favorecidos, con evidente preferencia, por poetas y artistas; y últimamente, recordar [89] que el Ateneo salió de aquella famosa Sociedad Económica, cuyo origen arranca del período de los Reyes Filósofos, y cuyas tradiciones están identificadas con la de la revolución política y social de la España moderna. Político fue, pues, el Ateneo desde el primer día; político en el amplio sentido de la palabra, digan lo que dijeren sus Estatutos. Y político ha continuado siendo de entonces acá, realizando mediante sus cátedras y sus secciones una obra de propaganda, que en energía, perseverancia y éxito, más que iguala, vence a la que en España han acometido y llevado a efecto aquellos institutos, clubs y asociaciones de vario género, tenidos por órganos de tal o cual sentido reformista y aun de este o aquel partido militante. Ahora respecto al carácter externo de esa propaganda hay que distinguir tiempos. A la postre había de servir a la tendencia más progresiva y liberal, ya porque a ella debía su origen la institución y el nacimiento y la primera educación siempre imprimen carácter, ya porque la instrucción pública, la difusión de las luces es la mayor fuerza que en su provecho puede utilizar la causa de la libertad y de la democracia, por más que otra cosa piensen y hagan esos gobiernos liberales de España que se han enajenado las simpatías de los maestros de escuela condenados al hambre y a la impotencia frente a la inmensa red que la Iglesia tiene tendida sobre toda la nación. Pero, en fin, temporalmente el Ateneo sirvió a escuelas y sentidos diversos, aunque todos sobre la base de la negación absoluta del viejo régimen. Los primeros años, esto es, desde el 35 al 39, lo que palpita enérgicamente en los salones de la calle del Prado y de la Plaza del Ángel es el espíritu más liberal y avanzado. Lo demuestran el sentido de los debates de las secciones, la naturaleza de sus temas (el diezmo, el espíritu de asociación, las cárceles, las leyes de cerramientos, &c., &c.); los nombres de las personas que dirigían las discusiones (Olózaga, Quinto, Vila, Valle, Gironella, &c.), el carácter y tendencia de las cátedras, establecidas y desempeñadas por personas en su mayor parte significadas por la acentuación de sus opiniones liberales. Con el año 39 comienza un nuevo período en el cual [90] toman ventaja las tendencias conservadoras, que desde 1841 hasta el año 50 puede decirse que son las dominantes, mejor las omnipotentes en el Ateneo de Madrid. La presidencia del establecimiento que por sus grandes méritos literarios obtuvo Martínez de la Rosa en 1838 (después del duque de Rivas y de Olózaga), queda vinculada en la escuela conservadora, y pasa de Martínez de la Rosa a Alcalá Galiano, y de éste a Pacheco, y de Pacheco a Pidal, y de Pidal otra vez a Martínez de la Rosa, que muere en 1862 ejerciendo aquel alto cargo. Las Secciones –la de Ciencias morales y políticas, que ha sido siempre la más activa, fecunda y atractiva e importante,– en vez de tener a su frente como en los primeros años a personas de color político subido, tiene desde 1840 a 1850, en que decaen hasta el punto de no reunirse{2}, a Alcalá Galiano (recién convertido al moderantismo), a Pidal, a Pacheco, a Gallardo, al marqués de Valdegamas, y con ellos como vicepresidentes o como secretarios a Bermúdez de Castro, García Tassara, Barzanallana, Álvarez (D. Fernando), Escario, Bahamonde y otras personas de filiación política no menos conocida. Los mismos temas de las secciones respiran otro espíritu, al par que son más levantados y generales.{3} [91] Y las enseñanzas y los antecedentes de las personas de ellas encargadas responden con singular energía al nuevo sentido que [92] domina al Ateneo es un cuadro completo, en el que sólo desentonan D. Pedro Mata explicando Medicina legal en 1845, Corradi discurriendo sobre la Elocuencia forense y parlamentaria desde 1841 a 1842, Fabre hablando de Geografía desde 1836 a 1850, Camús discurriendo sobre Matemáticas, Mieg sobre zoología y Lozano sobre griego. El fondo (desde 1841 a 1850) está constituido por Benavides, que explica Historia universal; Alcalá Galiano, Derecho político constitucional e Historia literaria del siglo XVIII; García Luna, Eclecticismo y Gramática general; Gonzalo Morón, Historia de la civilización en España; Revilla, Literatura española; Obrador, Medicina legal y toxicología; Pidal, Historia del gobierno y legislación de España; López Santaella, Geología; Sos, Administración; Salvá, Fisiología; Pacheco, Legislación, Derecho político y Derecho penal; Manresa, Historia comparada; Ruiz López, Derecho internacional; Madrazo (D. Pedro), Historia de las Bellas Artes; Escosura (D. Patricio), Principios de Literatura; Valle (ya templado), Economía política; [94] Goñi, Derecho internacional y El Socialismo; Jiménez Cuenca, Derecho público eclesiástico; Barzanallana, Economía industrial; Posada Herrera, Administración; Cárdenas, Historia del Derecho penal de España; García de Quevedo, Lengua y literatura italiana; D. Andrés Borrego, Economía política superior; D. José Joaquín de Mora, Filosofía de la Historia; Seijas, Filosofía del Derecho; Cañete, Literatura dramática; Pastor Díaz, Relaciones de la organización social con la forma de los poderes públicos; Cos-Gayon, Historia del Derecho político y de la Hacienda de España; Capalleja, Hacienda, &c., &c. Lo importante, pues, lo acentuado, lo verdaderamente político y sustancial de la enseñanza estaba en manos de los conservadores, y con tal celo llevaban adelante su empeño, que las actas del Ateneo acusan una reñida batalla que los elementos más avanzados dieron a la Junta directiva con motivo de la provisión de cátedras. Era en 1840. La Junta alegando, como motivo, el deseo de evitar cuestiones políticas y compromisos al establecimiento (de cuyo particular sentido ya habían hablado los periódicos), suprimió la cátedra de Derecho político constitucional que desde el primer día de la fundación del Ateneo había aparecido en el cuadro de sus enseñanzas regida por Alcalá Galiano, ahora huido de Madrid, y en verdad poco capacitado para desempeñarla, el cual a los dos años tornó a aparecer explicándola, hasta que en 1844 le sustituyó D. Joaquín F. Pacheco. Pretendíala entonces en ausencia del titular, D. Fernando Corradi, de opiniones avanzadas, y que había explicado ya en la casa Literatura extranjera; pero la Junta le oponía la supresión de la cátedra al mismo tiempo que creaba otra con el título de Historia del gobierno y de la Legislación de España, que corrió a cargo de D. Pedro José Pidal desde 1841 a 1843 inclusivas. La contradicción era palmaria, y vino en seguida una protesta suscrita por más de sesenta socios, pidiendo que se restableciera la cátedra suprimida, para que esta supresión no resultara «en menoscabo de la imparcialidad que debía distinguir siempre al Ateneo.» La proposición iniciada por D. Juan Miguel de los Ríos y sostenida por D. Luis González Brabo (entonces ardentísimo liberal), fue desechada, siendo este suceso y la [95] censura formulada después en 1852 contra D. Nicolás M. Rivero, los dos únicos actos de parcialidad e intolerancia que registra en su larga historia el Ateneo, por su origen y por su misión, y hasta por el texto mismo de sus Estatutos, abierto a todos los sentidos y todas las opiniones. Correspondía esta conducta de la Junta directiva a otros hechos no menos significativos. Enmedio de los sucesos de Setiembre de 1840, que produjeron la emigración de la reina Cristina y la regencia de Espartero, los salones del Ateneo se convirtieron en una especie de club (hasta donde esto era posible dados los antecedentes del Instituto), de ardientes enemigos del nuevo orden de cosas, llegando al punto de provocar las censuras de la prensa{4}, y la acción de la autoridad, que por medio del gobernador o jefe civil de Madrid advirtió a la Junta sobre la necesidad de poner coto a los debates y alborotos que allí se daban, fuera del carácter del Ateneo y un tanto atentatorios al orden público; siendo esto la causa de que por breves días se cerrasen las salas de conversación, por iniciativa de la Junta y a despecho de una buena parte de los ateneístas. [96] Sobre estos datos la opinión pública pudo, sin injusticia, calificar de conservador, o como entonces se decía, de jovellanista, al círculo radical y expansivo fundado en 1835; y en prueba de que aun los mismos socios lo estimaron así, basta recorrer las listas de los asistentes a las sesiones del Ateneo, después de 1840, en las cuales difícilmente aparece el nombre de una persona más o menos caracterizada en las filas de los partidos avanzados, figurando por el contrario, los de la mayor parte del moderantismo. Sólo así eran posibles frases como las dedicadas por el Secretario D. Fernando Álvarez, en su memoria de 1842 y 1843 a los ateneístas ausentes, por razón de sus compromisos respecto de los sucesos de 1840, y las consagradas en 1840 por el secretario Mateos al regreso de Doña María Cristina. La cosa no debe sorprender, y después de todo, es preciso convenir en que los conservadores desde el Ateneo hicieron un gran beneficio a España, realizando brillantemente su empeño de difusión de ideas y sentimientos. Por motivos sobrado numerosos y complicados para discutidos aquí, es lo cierto que la escuela conservadora llegó a reunir bajo sus banderas, cuando no todo cuanto en España era inteligencia y distinción, sí la mayor parte, la inmensa mayoría de los hombres de pensamiento, de estudio y de aspiraciones. Fuerte por su propio mérito, y favorecida por las corrientes dominantes en toda Europa, y principalmente en la vecina Francia, aquella escuela ocupó y ejerció el poder, bien pudiera decirse que con perfecto derecho. No diré yo lo mismo atendiendo al fondo de sus doctrinas y a su manera de gobernar –se entiende siempre con referencia a la época anterior a 1852, en cuya última fecha la escuela conservadora decae visiblemente, admitiendo en su seno a los neo-católicos y a los carlistas convenidos, para ofrecer el escándalo de 1854 y las vergüenzas del 65 y el 68. El eclecticismo, que era su doctrina filosófica, y el doctrinarismo, que era su credo político-social, no podían dar de sí nada sólido y fecundo, por más que sedujesen las brillantes formas con que sus apóstoles y doctores las presentaran. Y no aventuro nada respecto de los recursos políticos y los procedimientos [97] de gobierno que harán inolvidable el proceso de Olózaga, la reforma del 45 y la segunda administración del general Narváez. Pero al fin la propaganda conservadora de aquella época tenía de su parte la elocuencia, la distinción, cierta aparente mesura y su mismo contraste con la realizada en aquella misma hora por el incansable y heroico partido progresista. Confieso que tengo debilidad por ese gran partido, al cual, sin embargo, nunca he pertenecido; y más de una vez me han inspirado compasión los chistes y las groserías de que se le han hecho objeto con una torpeza, una ignorancia y una pequeñez de sentimientos en pocas ocasiones comprendida. ¡Ahí es nada sacrificar vida y hacienda, la tranquilidad, el porvenir, la suerte propia, el bienestar de una familia, y sacrificarlo todo bajo una severa disciplina, con entusiasmo por una idea, por un sentimiento... siendo tan cómodo y tan fácil entrar en el gremio de los felices en una época de tentaciones y ofrecimientos sin medida! Pero esto no quita para que yo deplore como el que más la forma dada al empeño progresista desde 1836, y más desde el funesto y nunca bastante elocuente 43. ¡Reducir el esfuerzo a la conspiración incesante! ¡Contraer el empeño a la insurrección parcial y permanente como medio de agitar la opinión o de conquistar el poder! ¡Ah! Yo comprendo la revolución. No la discuto: digo que la comprendo, pero una, y robusta, y rápida, y decisiva. Sólo así puede excusarla en ciertos casos una sociedad regularmente constituida; en casos de corrupción sistemática, de ilegitimidad visible, de conculcación persistente de las leyes, de afrentas, de tiranía. Un pueblo culto, rico, con esperanzas, con porvenir, no puede resignarse a un motín por semana o un estremecimiento por trimestre. Para agitar la opinión pública están otros medios, tanto más eficaces, cuanto al parecer más difíciles. De otro modo, además, los partidos se desangran en interminable Calvario y se acostumbran al régimen de la conspiración y el alboroto. Y los que hoy conspiran gobiernan mañana. Cuéntese que no juzgo ahora la conducta del moderantismo respecto el progresismo: me fijo en la de éste para explicarme [98] cómo sus hombres desaparecieron del Ateneo y de todos los círculos científicos; cómo abandonaron a la escuela conservadora la propaganda pacífica, y cómo adquirieron una injustificada y poco envidiable reputación: la de no ser hombres de pensamiento y de estudios. ¡Ellos, que descendían de los grandes doceañistas, y de cuyo círculo habían salido, como apóstatas y resellados, gran parte de las celebradas eminencias del moderantismo! –Los conservadores, pues, fueron dueños del Ateneo, como lo fueron del teatro, de la prensa y del Parlamento; y desde allí no sólo difundieron sus doctrinas, si que por su crítica trajeron a la conciencia pública las que comenzaban a desenvolverse en el extranjero; y mediante sus esfuerzos, siempre revestidos de seductoras formas, mantuvieron en la muchedumbre el culto de la palabra y de las ideas, el amor a la ciencia y a la propaganda, al par que entre cien errores y en fuerza de ser eclécticos, dejaban caer en la inteligencia del país cien verdades destinadas a hacer su camino, a informar leyes, a determinar rumbos a la opinión. ¿Necesitaré yo decir lo que las lecciones de Pacheco, de Pidal, de Posada Herrera, de Cárdenas han influido en el Código penal, en la Administración, en el régimen parlamentario de España? ¿Necesitaré recordar quiénes pusieron sobre el tapete entre nosotros el socialismo francés, las libertades británicas, la reforma comercial, el criticismo germánico y las tendencias democráticas, las tres revoluciones francesas? Pero la escuela conservadora declina al mediar el siglo. Una nueva generación vino al mundo; y el Ateneo, cuyo decaimiento desde 1847 acusan casi todas las Memorias anuales de los Secretarios, se ve invadido por nuevo espíritu y nuevas gentes. Las secciones no se reunían casi desde 1849. Los discursos inaugurales de los presidentes Galiano y Martínez de la Rosa reducíanse a un puñado de bellas frases, siempre aplaudidas, pero muy por bajo de los célebres discursos sobre el «Derecho constitucional» y el fundamento del «Estatuto.» El interés de las cátedras, más que Pacheco, Mora y Galiano, únicos de monta que a partir del 49 quedaban en la brecha, lo sostenía con sus atrevimientos Mata, tenido por materialista. [99] Y el número de socios había bajado extraordinariamente. Era preciso algo que reanimase al decadente, y quién sabe si agonizante círculo. Y este algo se hizo paso entre la somnolencia y la rutina, que se habían apoderado del instituto de la calle de la Montera. Y aquí comienza el tercer período de la historia del Ateneo. —— {1} No he podido hacerme con las actas de 1836. No existen en el archivo del Ateneo. {2} En todo este periodo y mientras actuaron las secciones, los dos principales contendientes fueron Alcalá Galiano y Martínez de la Rosa. {3} Hélos aquí: Sección de Ciencias morales y políticas. Los temas de la sección de Literatura fueron los siguientes: Las Secciones de Ciencias naturales y Ciencias físicas, reunidas desde 1842 en una, que se apellidó a partir de 1848 «Sección de ciencias matemáticas, físicas y naturales,» y que presidieron los Sres. Seoane, Vallejo, Posada Herrera y Cavanilles, discutieron, entre otros, los temas siguientes: Los individuos de estas secciones eran pocos, y la especialidad de sus trabajos nunca consiguió despertar un vivo interés en la generalidad de los ateneístas. {4} El Eco del Comercio decía el 24 de Setiembre de 1842: «Tenemos entendido que está ocurriendo actualmente en el Ateneo de esta corte un acontecimiento que prueba la necia vanidad de ciertos hombres que no dudan comprometer las cosas más sagradas cuando es necesario para mantener sus intereses o sus oropeles. Véase otro largo remitido sobre la clausura del salón de conversaciones con motivo de la queja del jefe político de que «allí se reunían personas en un número algo crecido para desencadenarse contra el estado actual de las cosas políticas.» 27 Setiembre de 1842. Inserto en El Eco del 30. |
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