Revista Contemporánea
Madrid, 15 de julio de 1878
año IV, número 63
tomo XVI, volumen I, páginas 121-128

Manuel de la Revilla

< Revista crítica >

Pasarse de listo es a veces pasarse de tonto, o lo que es igual, escudriñar con demasiada agudeza lo que puede haber en el fondo de las cosas induce con frecuencia a lamentables equivocaciones en la práctica. Al desconocimiento de ésta lleva fácilmente el exceso de la especulación, y no siempre los hombres listos y de talento son los más prácticos y que mejor saben vivir, pues nada hay más fácil que engañar a un sabio y nadie suele cometer más desatinos que los hombres de gran entendimiento. Tal es la tesis que en su reciente novela Pasarse de listo se propone desarrollar el Sr. D. Juan Valera.

Si por listo se entiende el hombre que posee aquella penetración y perspicacia que nos permite conducirnos con habilidad y prudencia en todos los negocios de la vida, la tesis del Sr. Valera ni puede sostenerse, ni en su novela se desenvuelve, pues casi ninguno de los personajes de ésta posee semejante cualidad; antes son en su mayor parte locos o tontos rematados y más inexpertos que un niño de quince años. [122]

Pero si el Sr. Valera entiende por listos a los hombres teóricos, de espíritu demasiado crítico, cavilosos por naturaleza y dados con extremo a buscar el doble fondo y la intención segunda de las cosas y los hechos, la tesis es exacta, a condición de circunscribirla a dos personalidades, una ficticia y otra real: al personaje de la novela, D. Braulio, y al autor de la misma, D. Juan Valera, que a fuerza de talento ha concluido por no conocer al hombre ni a la sociedad.

D. Braulio (que es el carácter mejor pintado, por no decir el único de la obra) labra su propia desgracia, efectivamente, por pasarse de listo, o mejor, de caviloso, esto es, por darse a buscar en todas las cosas un sentido oculto que no tienen. Fiel imagen del Heantontimorumenos, de Terencio, D. Braulio es una de esas personas que parecen haberse impuesto la obligación de atormentarse diariamente sin razón alguna; y disfrutando de todos los elementos para ser feliz, a fuerza de insensatas cavilaciones se hace desgraciado. Siendo lo bastante discreto para superar al vulgo y careciendo, por otra parte, de las dotes necesarias para brillar en sociedad, hállase en la falsa y tristísima posición de la medianía aventajada, por igual distante de la calma y ventura de que el vulgo goza y de la gloria que al genio satisface. Agriado su carácter y extraviado su entendimiento por esta posición equívoca, dase a cavilar sin tasa ni medida, y el fruto de sus cavilaciones es el convencimiento de que su mujer no puede quererle porque es feo, pobre, viejo y oscuro. Convertida en aparente evidencia esta sospecha por un conjunto de fatales circunstancias, acaba por determinar la muerte del personaje y el desenlace de la novela.

A esta manera de ser de D. Braulio llama el Sr. Valera pasarse de listo. Nosotros la apellidaríamos pasarse de tonto, porque tonto es el que no sabe conducirse en la vida, ni apreciar las cosas en sus verdaderos términos, ni conocer las personas con que trata, que es precisamente lo que hace D. Braulio. D. Braulio, en todo el curso de la novela, ni ve, ni oye, ni entiende. No ve que las apariencias deshonran a su mujer y a él le ponen en ridículo; no ve que el conde del Alhedin no entra en su casa con buenas intenciones; no ve que su cuñada Inesita no quiere a su novio Paco Ramírez, y en cambio engaña de lo lindo a cuantos viven con ella; no oye lo que de él y de su mujer murmuran las gentes; no entiende el carácter de los que le rodean; y a cambio de no ver, oír ni entender [123] nada de lo que pasa, ve, oye y entiende lo que no pasa, como que su mujer no le quiere, que su cuñada ama a Paco Ramírez, que el conde es un prodigio de perfecciones, &c. Si esto es pasarse de listo, díganos el Sr. Valera qué entiende por pasarse de tonto.

Doña Beatriz, esposa de D. Braulio, es tan tonta o más que él, y no tan buena. El Sr. Valera ha querido hacer de ella su dechado de talentos y perfecciones, y para ello ha apelado a su procedimiento habitual, que es infundir su propio espíritu en los personajes de sus obras y hacerles hablar y pensar como filósofos alejandrinos o eruditos del Renacimiento; y vea el Sr. Valera cómo sostenemos otra vez el cargo que en ocasiones pasadas le hemos dirigido y a que él se refiere en su obra, aludiéndonos con inmerecida galantería que jamás le agradeceremos bastante. Pero a doña Beatriz le pasa lo que a muchas mujeres que pasan por listas a causa de tener ciertas aspiraciones románticas y cierta agradable facundia, unidas a una completa carencia de sentido práctico y común. Podrá ser lista, pero no hace más que necedades y torpezas que a todos, incluso a ella misma, comprometen. Vulgar en el fondo y de sentido moral no muy despierto, aconseja a su hermana como la cosa más natural del mundo el ejercicio de esa industria femenina que se llama la caza del marido, excitándola a que emplee con tal objeto las armas poco lícitas de la coquetería (flirtation, como dice el Sr. Valera, usando el caló de la High-Life). Ciega hasta un extremo inconcebible, se deja engañar como un chino por su hermana, dando pruebas con ello de carecer de un talento que apenas hay mujer que no posea. Fatua y vanidosa, se juzga amada por un hombre que la emplea como pantalla para ocultar ilícitos amores. Poco cuidadosa del honor de su marido y no muy versada en cosas de mundo, cree lícito, inocente e inofensivo entregarse coram populo al platonismo con el conde del Alhedin, sin sospechar que en esto haya peligro, ni pecado, ni inconveniencia siquiera. Amando al parecer a su esposo (y mucho debía amarle, pues siendo hermosa y joven; y él feo, pobre y viejo, no pasa por su mente la idea de faltarle a la fe prometida), se deja gustosa enamorar por otro, y después de quedar viuda a causa de una catástrofe sangrienta, se consuela prontamente en brazos del desdeñado amante de su hermana. Parécenos que tampoco se pasa de lista la esposa de D. Braulio.

Inesita es la única que se pasa de lista, ¡y tanto como se pasa! [124] Verdad es que de otra cosa se pasa también, mientras D. Braulio cavila y doña Beatriz se deja fascinar por el amor platónico y petrarquista del conde, ella aprovecha deliciosamente el tiempo con este personaje. Es Inesita un carácter singular en extremo. Repúgnala mucho cazar marido, como su hermana la aconseja, y eso de coquetear con un hombre rico y noble, siendo ella pobre y humilde, para conquistar mediante el matrimonio una posición elevada, le parece, y con razón, una cosa indigna. Pero entregar su honra a ese mismo hombre, sacrificar a su reposo la reputación de su hermana, la paz de su casa, y la honra y la vida de su cuñado, ya no le parece de tanta monta. Engañar a todos los que viven con ella, profanar el hogar en que la dieron asilo, utilizar a su hermana como pantalla para encubrir amores culpables, son hazañas que Inesita lleva a cabo con olímpica serenidad. Un desmayo al conocer los resultados de su conducta, tal es la única muestra de sensibilidad que da en su vida (prescindiendo de las muy expresivas que al conde concede). Después ciñe a su frente la corona de condesa, por tan honrosos medios conquistada, y obsequia a los manes de su cuñado con una oración fúnebre que no hay más que pedir. ¡Vaya si se pasa de lista la tal Inesita!

El conde del Alhedin es un tipo delicioso. El Sr. Valera nos dice bajo su palabra que el conde es un hombre de la mejor sociedad, muy corrido y experimentado, con ciertos asomos de calavera; y puesto que el autor lo dice hay que creerlo, aunque tal afirmación no se compruebe en todo el curso de su obra. El conde, en realidad, es un carácter inexplicable. Más tiene de colegial que de hombre de mundo, pues, de otra suerte no se haría la vana ilusión de que la sociedad pueda admitir la existencia de un amor platónico, digno del Dante, entre un soltero tachado de libertino y una mujer casada. En tiempo del Dante podrían pasar esas cosas; pero en el nuestro no comulgamos con ruedas de molino, y el conde, en su calidad de hombre de mundo, debiera saber que con su imprudente conducta pone en grave compromiso la honra de Beatriz y de su esposo. Pero el conde no sabe esto, y cuando las hablillas de los maldicientes llegan a su oído, todo lo compone con hartar de sablazos a uno de los murmuradores, que es lo mismo que entregar la deshonra de doña Beatriz a las cien trompas de la fama.

Por consiguiente, el conde no se pasa de listo, sino de tonto, [125] o mejor aún (como el Sr. Valera no se toma el trabajo de explicar los móviles de la conducta de este personaje), se pasa de otra cosa peor, puesto que, haciéndose cómplice de Inesita, lleva el deshonor y la desdicha a una casa honrada y juega indignamente con los sentimientos y la confianza de los que llama amigos, o lo que es lo mismo, o el conde de Alhedin es tonto de remate, o es pillo solemnísimo y mal caballero de la peor especie, en cuyo caso se pasa de listo, pero en el mal sentido de la palabra.

Todos estos personajes, con otros secundarios y no mejores que ellos, aparecen ligados en ominoso bando, formado sin la voluntad de ellos, sin duda por el mismo demonio, para hacer la desgracia del infeliz D. Braulio, única víctima de esta tragedia, en la cual quedan felices y contentos todos los que se portan mal; de donde se infiere que pasarse de listo es cosa muy mala, cuando el que se pasa es honrado y bueno; pero en el caso contrario no acarrea tantos inconvenientes. Esto quizá es verdad en la mayoría de los casos, pero creemos que no se debe decir tan a las claras.

Fuera de los graves defectos que de este análisis de los caracteres deducirá el lector, Pasarse de listo es una novela en extremo amena y entretenida, y escrita con aquel gracejo y aquel sabroso y elegante estilo que siempre caracterizan al discreto autor de Pepita Jiménez. No carece esta obra de interés y movimiento, y hay en ella rasgos muy delicados de sentimiento verdadero, como cuanto se refiere a la conducta de D. Braulio después de tener la falsa noticia de su deshonra, en cuyos momentos aquel personaje, que siempre tuvo algo de cómico, se eleva a las alturas de lo trágico e inspira al lector profunda emoción. Pero el tono ligero y maleante, los toques escépticos y las paradójicas ingeniosidades de que tanto gusta el Sr. Valera, perjudican no pocas veces al elemento patético y serio de la obra, no menos que el profundo desconocimiento de la sociedad y del corazón humano que en ella, como en todas las suyas, manifiesta su autor, sin duda alguna por pasarse de listo.

Fuera de la obra del Sr. Valera, sólo podemos citar en esta revista una colección de artículos de crítica musical, que con el título Impresiones musicales acaba de publicar el reputado escritor D. Antonio Peña y Goñi. [126] En todos ellos se advierten el buen gusto, la ilustración no común y el ameno estilo que caracterizan a todos los trabajos críticos de este autor, uno de los más decididos campeones que entre nosotros cuenta la escuela de Wagner. Ajenos al arte divino de la música, no nos es posible hacer el juicio detallado de esta obra, cuya lectura recomendamos a todos los amantes del arte de Beethoven.

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En el teatro de Apolo se ha representado un arreglo del célebre drama de Emilio Augier Les Fourchambault, debido a los señores D. Carlos Coello y D. Leandro Ángel Herrera, y titulado: La tabla de salvación. Esta obra, que en París ha obtenido un éxito extraordinario, ha sido también perfectamente acogida entre nosotros, a pesar del excesivo color local que aun en la traducción conserva. Les Fourchambault es una obra maestra, prodigiosamente escrita, en que el realismo más crudo no perjudica a la belleza poética de la concepción, inspirada en los más puros y nobles sentimientos. Pensamiento moral, elevadísimo, caracteres admirablemente trazados, situaciones naturales y de grande efecto, plan diestramente conducido, acción movida e interesante, diálogo lleno de verdad, de sentimiento y de ingenio; todas estas cualidades se reúnen en esta obra, una de las mejores del repertorio francés contemporáneo.

Hay en ella, sin embargo, tipos y escenas que no caben en nuestras costumbres y que debieron desaparecer en el arreglo. En España, si la moralidad no es muy superior a la de Francia, al menos el pudor o siquiera la hipocresía existen, y hay cosas que, si se piensan, no se dicen tan a las claras como allende los Pirineos. Así es que algunos detalles de la obra francesa no han podido menos de desagradar a los espectadores españoles.

A nuestro juicio, el sistema que se sigue para traer a nuestra escena las obras extranjeras no es de todo punto acertado. Lo que se llama arreglo no es una traducción, sino una refundición, y siendo así, creemos que los arregladores debieran tomarse más libertades con los originales. Si se quiere hacer español el drama extranjero, no es suficiente españolizar los nombres de personajes y lugares e introducir algunas reformas ligeras en el plan; es fuerza, además, despojar a las ideas, sentimientos, usos, costumbres y dichos de los [127] personajes de todo sabor extranjero. De otra suerte, el contraste entre el nombre español y el carácter extranjero del personaje, será de todo punto insoportable. Una traducción fiel sería, en realidad, preferible a estos arreglos; porque viendo el espectador que la acción del drama no pasaba en su patria, no le chocarían muchas cosas que en el caso contrario han de disgustarle necesariamente. O traducción, o refundición, no hay otros términos posibles.

Los autores de este arreglo han seguido la costumbre establecida y no se han cuidado mucho de españolizar la obra; pero fuera de esto, el arreglo no merece grave censura. En cambio es digna de ser aplaudida, y presentada como ejemplo que debe imitarse, la conducta de los arregladores en la noche de la primera representación. Negándose a recibir aplausos, que en justicia correspondían al escritor francés, abdicando modestamente de la parte de gloria que pudiera caberles, y dando por ende provechosísima lección a los que salen a ser aplaudidos por cualquiera traduccioncilla de tres al cuarto o por una pieza original que sólo gusta a los alabarderos, los Sres. Coello y Herrera se han hecho dignos, no sólo del aplauso, sino de la estimación del público y de la crítica, y al ser tan modestos han dado pruebas clarísimas de la superioridad de su talento.

En la ejecución de esta obra se distinguieron la señora Tubau y los Sres. Jiménez y Guerra. Los demás actores hicieron laudables esfuerzos por mantenerse a la altura de su papel.

En el mismo teatro se ha representado con buen éxito El yerno del Sr. Manzano, arreglo de la obra de Augier y Sardou, Le gendre de Mr. Poisier, hecho por los Sres. Santiago y Carbón.

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Los trabajos de la sección de Ciencias morales y políticas del Ateneo quedaron definitivamente terminados con el resumen de su presidente, Sr. Azcárate. Menos brillante que en otras ocasiones, el señor Azcárate hizo en su discurso un detenido estudio del problema social y de las soluciones propuestas por los oradores que han tomado parte en la discusión, sin determinarse claramente en pro de ninguna, antes adoptando una posición intermedia o ecléctica. Rechazó el exclusivismo individualista, combatió enérgicamente el colectivismo, mostróse poco afecto al socialismo autoritario, pero sin excluirlo por completo, y optó por un régimen de libertad y de [128] asociación, fundado principalmente en la iniciativa individual y ayudado en ciertas cuestiones por la acción del Estado. Poderoso en la crítica, vago y deficiente en las afirmaciones, el Sr. Azcárate ni satisfizo ni desagradó por completo a nadie; pero no trajo al problema la solución apetecida, que nadie ha dado por la sencilla razón de que no es posible darla.

M. de la Revilla

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