Revista Contemporánea
Madrid, 30 de julio de 1878
año IV, número 64
tomo XVI, volumen II, páginas 173-192

Manuel de la Revilla

La emancipación del niño

I

A pesar de las campañas abolicionistas emprendidas por la democracia moderna, la esclavitud subsiste bajo multitud de formas en nuestras sociedades europeas, y aquellos que más se preocupan por la emancipación de los negros, apenas se fijan en las diferentes especies de servidumbre, tanto o más horribles que aquella, que sobre los blancos pesan. Es un hecho evidente que en nuestras sociedades, a pesar de las pomposas declaraciones que en pro de la libertad, la igualdad y la fraternidad encierran nuestros códigos políticos, a pesar de las tablas de derechos, casi siempre ilusorios, que al frente de ellos figuran, existen numerosos individuos que, por un fatal conjunto de circunstancias, si en parte debidas a la naturaleza, en parte motivadas por una defectuosa organización social, se hallan privados de todas las condiciones necesarias, no sólo para que sea una verdad la libre personalidad que la ley les reconoce, sino para reivindicar su sagrado e imprescindible derecho a la libertad moral, a la dignidad, al pudor y a la virtud. El derecho al bien es punto menos que imposible para ellos, y en cambio parece que el mal se les impone, si no como un deber, al menos como una fatalidad de todo punto ineludible en la mayoría de los casos. [174]

Y no hablamos aquí de aquella servidumbre de la miseria que pesa sobre las llamadas clases desheredadas, por virtud de múltiples y complejas causas, y que crea la horrible casta de los privilegiados de la desgracia; que al menos, si situaciones tales engendran el dolor del cuerpo, no llevan necesariamente consigo la muerte o el envilecimiento del espíritu; que el pobre puede ser honrado, aunque otra cosa pensara Cervantes, y ni la virtud ni la ilustración son en absoluto incompatibles con la pobreza. Nos referimos a ciertas condiciones sociales que, mal que pese a los partidarios à outrance del libre albedrío, determinan fatal y necesariamente la degradación y ruina moral del que en ellas se encuentra. No es, por lo tanto, nuestro objeto lo que generalmente se llama problema social, en cuanto por tal se entiende la organización de la propiedad y del trabajo; sino otro problema (que con aquel tiene sin duda no pocas relaciones que oportunamente notaremos) harto más descuidado y desatendido, por más que, a nuestro juicio, ofrezca caracteres de mayor gravedad.

El problema que nos ocupa puede plantearse en estos términos: ¿Existen en las sociedades modernas condiciones sociales que acarreen forzosamente la ruina moral del individuo que en ellas se encuentra, con entera independencia de la voluntad de éste? O en otros términos, ¿hay individuos fatalmente condenados al mal por el simple hecho de su nacimiento?

Pero antes de dar respuesta a esta pregunta pavorosa, conviene formular esta otra, que es su precedente necesario, y de cuya resolución pende la contestación de la primera: ¿Existe la fatalidad moral? ¿Pueden darse casos en que la libertad humana sea absolutamente impotente para encaminarse al bien?

Cuestión es esta por todo extremo grave, como quiera que en ella va envuelto el célebre problema de la libertad, tan agitado por los pensadores, de tantas maneras resuelto al parecer, y en realidad sin solución satisfactoria todavía. No pretendemos estudiarlo en toda su extensión, que esto sería empresa larga y excediera de los modestos límites de nuestro trabajo; pero fuerza es que acerca de él hagamos algunas indicaciones.

El problema de la libertad no se resolverá mientras los que [175] intentan hacerlo no renuncien a las fórmulas absolutas y atiendan, en primer término, a la experiencia. Decir abstractamente y en absoluto que el hombre es libre o no, es aplazar indefinidamente la resolución del problema. El hombre posee virtualmente la facultad de ser libre; pero lo es o no, según el grado de su desarrollo y la posición en que se halla. El problema es relativo y varía según las condiciones en que se plantea. Un niño, un salvaje, un ignorante, un proletario no son libres en la misma forma y grado que un adulto, un hombre civilizado, una persona culta o un aristócrata; porque si bien existe en todos ellos como virtualidad (in potentia, como dicen los escolásticos) la facultad de obrar libremente, pueden existir también causas poderosas, internas o externas, que impidan a la potencia convertirse en acto.

La voluntad se determina siempre por motivos preexistentes al acto. La arbitrariedad o libre albedrío sólo se produce en actos indiferentes de escasa importancia, y aun entonces queda por saber si realmente la resolución es arbitraria u obedece a un instinto inconsciente y por lo tanto desconocido. Ahora bien: los motivos pueden ser enteramente exteriores al sujeto o dados en el sujeto mismo, siendo la libertad más completa en el segundo que en el primer caso; pero los motivos existen siempre, y cuando son varios, el más poderoso triunfa en la lucha necesariamente. El hombre no hace nada porque quiere, sino por éste o el otro motivo; y al decir que quiere, refiere a su propia voluntad lo que al motivo más poderoso debe referirse.

¿Quiere decir esto que el hombre no es libre, ni responsable por tanto? De ningún modo. Si los motivos que le mueven a obrar no son puramente exteriores, sino dados en él mismo, por sí propio se determina y libre es, por tanto; y en todo caso responsable es siempre, no de obrar por tal o cual motivo, sino de haberse educado de tal manera, que los motivos que en él son más poderosos sean precisamente los peores en el orden moral.

Solicitan al hombre diversos motivos, por ejemplo: pasiones, intereses, afectos, apetitos, ideas, instintos. Conocedor de la ley moral que le obliga a subordinar los motivos más egoístas e impuros a los más puros y desinteresados, es culpable si deja [176] que preponderen los primeros, si no emplea las fuerzas directoras de su espíritu en domar sus malos instintos, vencer sus tendencias perniciosas y fortificar su sentido moral. La conciencia nos dice que podemos modificar y refrenar, ya que no extinguir, nuestras tendencias naturales. Si no lo hacemos, si dejamos obrar libremente a la naturaleza, somos responsables, no del acto que fatalmente determinaron los motivos más fuertes, sino del vuelo que hemos dejado tomar a los malos instintos que a aquellos engendran. De aquí la importancia extraordinaria de la educación, lucha emprendida por el hombre contra su misma naturaleza a nombre del deber moral, para sojuzgarla y encaminarla hacia el bien; o mejor, lucha de una parte de la naturaleza, que es buena, contra otra que es mala y pretende preponderar.

Cuando en esta lucha vence lo bueno, cuando el hombre se hace superior a sus instintos y sus pasiones, y sujeta la voluntad a la razón, puede llamarse verdaderamente libre, por cuanto no sólo se determina a obrar por sí propio, sino que haciéndose superior a cuanto dentro de su ser pudiera esclavizarle, y sometiéndolo todo a sus facultades directoras, es en realidad soberano de sí mismo. Por eso ha dicho con razón la teología cristiana, que la libertad perfecta no consiste en poder no pecar, sino en no poder pecar. Sólo la virtud hace libre al hombre.

¿Pero esta libertad existe en todos los hombres y es igual en todos? Evidentemente no. La libertad es el producto de una lenta y laboriosa evolución, que va desde la libertad determinada por motivos inferiores y egoístas, hasta la libertad determinada por motivos altruistas y superiores o racionales. El animal es libre, pero dentro del círculo del instinto, del apetito y la pasión, pues no conoce la ley moral. El salvaje, el niño, el ignorante, son poco más libres que el animal, y sólo cuando la idea y el sentimiento del deber se despiertan, y la conciencia moral se forma, se puede decir que el hombre es libre, y por tanto responsable. La libertad existe en todos los hombres como posibilidad; pero como efectividad no. Todos los hombres son capaces de llegar a ser libres; pero dadas ciertas condiciones que hagan posible la aparición de la libertad. [177]

Lucha la libertad con numerosos y variados obstáculos, nacidos unos de la naturaleza de cada individuo, y otros de circunstancias extrañas a aquella. Cada hombre nace con una organización peculiar que le inclina necesariamente en una dirección dada, pero a la cual puede sobreponerse en parte, mediante la educación y la energía de su voluntad. El carácter, el temperamento, la vocación, productos de la organización psicofísica del individuo, y muy especialmente de la disposición de su cerebro y de su sistema nervioso, son otros tantos factores que coartan el desarrollo de la voluntad y tienden a dirigirla en un camino determinado. Pero dígase lo que se quiera, es lo cierto que, dentro de ciertos límites y salvo estados morbosos del individuo, puede éste modificar todos estos elementos, aunque sin negarlos por completo, y aquí radica el ejercicio de su libertad. La conciencia lo dice así a cada cual con el expresivo lenguaje del remordimiento, y la opinión general lo confirma al declarar la responsabilidad de los individuos; y poco valen contra estas afirmaciones de la más inmediata y evidente experiencia las teorías de los que no ven en el ejercicio de la voluntad otra cosa que un proceso mecánico; sin advertir que penetran temerariamente de esta suerte en el vedado terreno de los noumenos.

A estas causas perturbadoras de la libertad que en el individuo radican, y que en su mayor parte son debidas a la acción de la herencia, deben agregarse las que nacen del medio ambiente (tomada esta palabra en su acepción más amplia), esto es, las circunstancias exteriores que al individuo rodean desde su aparición en la vida. Tales son, por ejemplo, las influencias de raza y clima, la educación recibida en la infancia, el ejemplo, el género de vida, la profesión, las ideas y sentimientos religiosos, políticos y morales, la situación económica y otra multitud de circunstancias que, obrando como motivos poderosos, en repetidas ocasiones pueden coartar la acción libre de la voluntad, sobre todo si extravían el entendimiento y la conciencia.

Muchas veces se agrega a esto una serie de resistencias y obstáculos sociales (la opinión, la costumbre, la moda, &c.), que obrando de fuera adentro ejercen la suficiente [178] presión sobre el individuo para apartarle del camino que debiera y quizás quisiera tomar.

Para triunfar (parcial y relativamente, se entiende) de tan múltiples y poderosos obstáculos no hay más que un medio: la formación de la conciencia moral mediante una sólida y racional educación. Sólo adquiriendo una cabal idea del bien y del deber y robusteciéndola con un enérgico sentimiento moral, puede el individuo hacer de la idea del bien el motivo más poderoso de sus actos y adquirir de esta suerte verdadera libertad y responsabilidad plena; por tanto, mientras esto no sucede, los grados de libertad y de responsabilidad han de medirse por el grado de conciencia moral y educación del sujeto, pudiendo afirmarse que en individuos extremadamente incultos o colocados en las ínfimas esferas sociales, la libertad no existe y la responsabilidad desaparece por ella. La mayor parte de los criminales no son más responsables de sus actos que las fieras del desierto, y al castigarlos no hacemos otra cosa que emplear el derecho de defensa.

Ahora bien; cuando la conciencia y la libertad morales no existen en un individuo, no por culpa suya, sino por la calidad de la educación que ha recibido y del medio en que se halle colocado, es evidente que no es él el responsable de sus actos, sino los que no le proporcionaron (pudiendo hacerlo), las condiciones necesarias para que se desarrollaran en él aquellas cualidades. Por esa razón no van del todo descaminados algunos escritores modernos al hacer responsable a la sociedad de las faltas de los ignorantes y los miserables.

Existen, con independencia de la voluntad de los individuos, circunstancias que hacen imposible en ellos la formación de la conciencia moral y el libre ejercicio de la voluntad. La conciencia moral no es innata: o se adquiere por la educación o se transmite por herencia, y el que no pudo heredarla ni adquirirla, no puede llamarse libre, y es tan responsable de sus actos como el niño, el loco, el idiota o el animal. La libertad (fuerza es decirlo) es el privilegio de unos cuantos; la mayor parte de los hombres carecen de libertad, no porque no tengan la facultad de ser libres sino porque no disfrutan de las condiciones necesarias para que esta facultad se desarrolle y ejercite. [179]

Cuando la naturaleza es autora de estos males, hay que bajar la frente ante su fallo despiadado; cuando la sociedad lo es, la protesta es legítima y necesaria. Que el abyecto salvaje de la tierra del Fuego o la Tasmania viva gozando de la libertad de que disfrutan las bestias, triste y horrible es, pero a nadie hay que culpar por ello. Que en los fondos oscuros de nuestra civilización pululen salvajes de análoga o peor especie, creados por la imperfección de nuestras instituciones, cosa es que no puede mirar impávido e indiferente quien sienta latir dentro de su pecho un corazón humano.

La fatalidad social existe. Gracias a la organización social presente, hay en el mundo culto multitud de individuos que no son buenos porque no pueden serlo, sobre los cuales pesa un conjunto inexorable de circunstancias que les impele al mal, sin que a su acción puedan oponerse la voluntad flaca, la razón ignorante y rudimentaria, la conciencia muerta, o mejor no nacida, de aquellos miserables. Carecen de todas las condiciones para formarse una conciencia moral; recibieron como herencia de sus padres la tendencia al vicio, a la degradación y al crimen, o viéronse lanzados por la fuerza de las cosas en caminos que sólo al mal conducen; ninguna voz amiga hizo resonar en su alma el grito del deber; nadie llevó a su mente la luz de la verdad; peores que fieras, viven en medio de la civilización, por ella corrompidos, pero no regenerados. Son los esclavos del mal, porque lo son de la ignorancia y de la miseria, cuando no de implacables fatalidades sociales. Son las bestias feroces que abriga en su seno la sociedad, de que son hoy remordimiento, vergüenza y amenaza, y mañana quizás serán castigo.

El espantoso problema que acabamos de exponer tiene dos fases fundamentales: el proletariado y la prostitución; reconoce dos orígenes: la miseria y la ignorancia, y recae sobre tres clases de seres: el hombre, la mujer y el niño. Tal vez en otra ocasión lo abordemos bajo todos sus aspectos. Hoy nos limitaremos a estudiar el más doloroso de todos quizás: la esclavitud del vicio, la fatalidad del mal impuesta a la infancia abandonada, miserable o vagabunda.

Nada más horrible y doloroso; nada más fácil de remediar [180] tampoco si en el individuo, la sociedad y el Estado hubiera dos cosas bien sencillas: justicia y caridad.

II

La revolución ha reivindicado los derechos del hombre; pero para completar su obra necesita reivindicar los de la mujer y del niño. Algo, aunque con torcida dirección y vicioso sentido, se ha hecho respecto de la primera; pero en pro del segundo, ¡qué poco se ha hecho!

Y sin embargo, ¿quién lo merece más? Si la mujer es la debilidad, el niño es la debilidad unida a la inocencia. Sin fuerza, sin amparo, abandonado a nuestro arbitrio, imposibilitado para hacer valer su derecho, representando lo más puro, lo más santo, lo más hermoso y encantador que hay en el mundo, el niño es el objeto que más títulos tiene al interés de las almas generosas. Sinite parvulos venire ad me es la frase más sublime y bella del mártir del Gólgota. ¡Ah! ¿Por qué la humanidad la olvida tan fácilmente? ¿Por qué todavía apenas sí se tiene noción exacta del derecho del niño?

En la organización de la familia, la sociedad no ha visto hasta ahora más que el padre. Ante su majestuosa figura todo ha quedado oscurecido, y apenas sí el cristianismo y la gente germánica han logrado recabar algunos derechos para la madre y para el hijo. Aún se combate, a nombre de la libertad y de la economía política, la instrucción obligatoria y la reglamentación por el Estado del trabajo del niño y de la mujer; aún se considera al padre dotado de todos los derechos y apenas se le imponen otros deberes que algunos referentes al orden económico, y tal cual tímida prescripción relativa al intelectual y moral; aún impera en las leyes y costumbres la inflexible patria potestas del pueblo romano.

Nada más injusto y erróneo que semejante organización de la familia. No pretendemos ocuparnos aquí de los derechos de la mujer, a cada paso desconocidos y violados; pero sí de los del niño. ¿Cuáles son éstos? La respuesta es sencilla. [181] El niño tiene derecho a todas las condiciones necesarias para su completo desarrollo físico y moral. Bajo el primer punto de vista tiene derecho, no sólo a la alimentación, vestido, &c., sino a la salud y a la educación y desarrollo de su cuerpo; bajo el segundo lo tiene a la instrucción de su inteligencia y a la educación de su sentimiento y voluntad; o lo que es igual, tiene derecho la ciencia y a la virtud, que son la salud del alma, como la higiene y el ejercicio físico son la salud del cuerpo. Estos derechos son exigibles ante la familia, y si ésta no los otorga, ante la sociedad y el Estado; pero como el niño no puede reclamar su derecho, al Estado corresponde velar por él. La autoridad absoluta del padre, tal como hoy se concibe, no es conciliable con estos derechos del niño. Cierto es que la ley impone al primero la obligación de alimentar y educar al segundo; pero la obligación de educar es todavía ilusoria en muchos países. La enseñanza obligatoria es aún combatida por los individualistas, como contraria a la libertad; cual si la libertad consistiera en que un padre pueda sumir a sus hijos en la más crasa ignorancia. Y sin embargo, el derecho del niño a la instrucción es tanto o más sagrado que el que a la alimentación tiene, pues si la instrucción le falta, es poco más que una bestia, y carece de todas las condiciones necesarias para formar su conciencia moral y cumplir libremente los deberes que le impone esa misma sociedad que no le reconoce el derecho a la instrucción.

La potestad, sin límite alguno concedida al padre, de hacer trabajar a su hijo y aprovechar los productos del trabajo de éste en los primeros años de su vida es igualmente contraria, si no es limitada, a los derechos del hijo. Si el trabajo que a éste se impone es penoso o malsano, negado queda su indisputable derecho a la salud y desarrollo de su cuerpo; si a él se le obliga antes de haber completado su educación intelectual y moral, también es contrario al derecho que a estos bienes tiene. Convertido prematuramente en máquina humana, privado del sano ejercicio corporal y de la educación del espíritu encerrado en malsanos y corruptores talleres, puesto en contacto con corrompidos compañeros, el niño queda despojado de todos sus derechos y colocado en las peores condiciones [182] para su vida moral por satisfacer la codicia o la necesidad de su padre. La violación del derecho es tan manifiesta como innegable que el trabajo del niño en estas condiciones no es más que una nueva y odiosa forma de la esclavitud.

Pero no es éste todavía el aspecto más grave del problema. Por penosa y malsana y corruptora que sea la vida del taller, aún puede haber la compensación de que el niño obrero respire atmósfera más pura en su paterno hogar. Quizá los padres, si pobres, honrados compensan con sus sanas esperanzas y buenos ejemplos la funesta influencia de la fábrica; quizá el niño reciba en esta misma, o en sus ratos de ocio, la instrucción que necesita; quizá el trabajo a que se dedique pertenezca al número de aquellos que lejos de dañar robustecen y fortifican. Tal acontece con los trabajos agrícolas, con ciertas industrias y con determinados servicios personales. En tales casos, cuando el trabajo es sano y deja al niño el tiempo suficiente para instruirse, el padre tiene perfecto derecho a utilizar los productos de la actividad de su hijo.

El aspecto verdaderamente horrible de este problema es el que se personifica en los niños entregados a la vida errante y vagabunda y en los que han nacido de padres de infame y depravada conducta. Aquí radica la gravedad del problema, porque aquí es donde se produce el hecho terrible a que antes hemos aludido, esto es, la supresión de la libertad moral en el niño por efecto del medio en que se halla y las circunstancias que le rodean.

Todos nuestros lectores habrán visto, quizá con indiferencia, pulular por las calles y plazas la turba de los que con desprecio apellidamos pilluelos vagabundos. Dedicados unos a industrias y comercios de escasa valía, como la expedición de periódicos, fósforos, billetes de loterías y rifas, &c.; entregados otros a la mendicidad, a la vagancia y al robo; privados en absoluto de instrucción y educación; huérfanos o abandonados por sus padres; sacrificados muchas veces a las necesidades de éstos, que los explotan de diversas maneras, ora obligándoles a acompañarles en el ejercicio de la mendicidad, ora alquilándolos para usos semejantes; mal alimentados, peor vestidos, golpeados brutalmente a cada paso, sin hogar muchas veces, [183] sin cariño siempre, educados en el vicio, rodeados de ejemplos perniciosos y malas compañías, esos infelices carecen por completo de las condiciones necesarias para usar debidamente de su libertad. Mejor dicho, no son libres porque no pueden serlo; porque a la herencia sólo deben el instinto del mal; a la familia el mal ejemplo y el abandono; a la sociedad la enemiga y el desprecio. ¿Cómo ha de nacer en esas almas la conciencia moral? ¿Por qué misterioso camino llegará hasta ellas la voz del deber? ¿A qué se reducirá la libertad que se les reconoce para considerarlos responsables? ¿Cómo ha de ser posible que en tales conciencias prevalezca el deber sobre el apetito, la justicia sobre la pasión, el bien sobre el mal? Si así sucediera, serían superiores a los santos; en caso contrario, ¿quién se atreverá a decir que son criminales?

Nos encontramos, pues, enfrente de una verdadera fatalidad social que impele necesariamente a ciertos individuos al vicio y al crimen, despojándolos por completo de su libertad. Cuando menos, fuerza es reconocer en estos ejemplos una violación del derecho del niño, sacrificado al interés egoísta de su padre.

¿Qué derecho tiene el mendigo a privar a su hijo de toda educación, a enseñarle su vagabundo oficio y a reducirle a la condición más miserable y degradada? El niño infeliz que pasa su vida acompañando con ronca voz los cantares del ciego y mendigando con él en vez de asistir a la escuela y aprender un oficio honrado; el que por calles y plazas hace violentos ejercicios gimnásticos, aprendidos a fuerza de golpes y torturas; el que, abandonado por sus padres y dedicado a miserable industria, recorre incesantemente la vía pública, acompañado de precoces criminales, aleccionándose en el robo y el juego, o amaestrándose en la prostitución, ¿por ventura no tienen un derecho a la instrucción, al trabajo honrado y a la vida moral, superior al que pueda alegar el padre que los explota o martiriza?

Pero se dirá: esto es inevitable; el pobre, el mendigo, el imposibilitado no tienen medios para educar a sus hijos, ni pueden privarse del auxilio de éstos, y por otra parte, si el hijo tiene los derechos antes mencionados, también tiene el deber de favorecer y ayudar a su padre menesteroso. Es cierto; y por [184] eso el padre no es el culpable en estos casos, sino la sociedad. Si la beneficencia pública y privada fueran una verdad, nada de esto sucedería, porque en tal caso la mendicidad y la vagancia no existirían, y la sociedad y el Estado se encargarían de cumplir los deberes que el padre menesteroso no pueda llenar. El conflicto de deberes y derechos que en estos casos se produce, quedaría resuelto si la sociedad y el Estado cumplieran la función tutelar que les corresponde respecto a los desheredados de la fortuna.

¿Qué hacen la sociedad y el Estado en estos casos? ¿Prevenir? No. ¿Remediar? Tampoco. Castigar. Si el niño vagabundo, excitado por sus padres, aguijoneado por la necesidad o pervertido por malos compañeros, comete un delito, sobre él cae al punto el rigor de la ley. ¡Justicia inicua, por cierto! Si no habéis dado educación a esta infeliz criatura, si por mal entendido respeto a la autoridad paterna la habéis dejado criar en el abandono y aleccionar en el vicio, ¿por qué la consideráis culpable? ¿Dónde está en ese criminal precoz la responsabilidad moral? ¿Quién le enseñó a distinguir lo bueno de lo malo? ¿Quién creó y robusteció en su alma la idea del deber para que fuera el motivo que siempre determinase sus acciones? Para él la ley, la moral y la sociedad no tuvieron más personificación que el agente de orden público que le arrojaba a puntapiés del sitio en que estorbaba, o le llevaba a la prevención a dormir con borrachos, ladrones y rameras, si promovía escándalos o infringía algún bando de policía urbana. Su hogar no le había ofrecido acaso otros ejemplos que la embriaguez, la prostitución, la brutalidad y la blasfemia. Nadie le dijo nunca que había algo que se llamaba deber, pudor y virtud; nadie le habló de Dios sino para blasfemar su nombre; nadie le habló de ley y de moral sino para enseñarle a eludirlas y burlarlas. La pasión, el apetito, el brutal instinto, el egoísta sentimiento, la fiera codicia que la necesidad despierta, se enseñorearon de su alma. Si comete un delito, ¿por qué os extraña? ¿Qué fruto ha de dar la planta venenosa, sino veneno? Él no es un criminal, sino un enfermo. La sociedad que le desprecia, la ley que le castiga son las criminales, puesto que lo dejaron en la ignorancia y en el abandono. [185]

Y la sociedad recoge siempre el fruto de su criminal indiferencia. En esos abismos se reclutan los bandidos y los perturbadores de mañana. Ese raterillo que la policía encierra en la prevención o en el patio de los micos, no para corregirle y educarle, sino para hacer de él un criminal terrible, será mañana el secuestrador que pone espanto en el ánimo de los propietarios, o el demagogo que pasea por las ciudades la desolación y el incendio. En otras condiciones hubiera sido un obrero honrado, un miembro útil de la sociedad.

Hay en esta cuestión de la infancia abandonada y criminal un aspecto que llena de horror e indignación a todo espíritu noble y generoso, y es el abandono de la niña. ¿No ha experimentado el lector sensación penosísima al ver esas criaturas que llevan impreso en su rostro el precoz sello del vicio, y que ocultando su verdadera profesión bajo lícitas industrias o declarándola sin rebozo, se acercan al transeúnte en el silencio de la noche para deslizar en su oído proposiciones infames? ¿No las ha visto alguna vez en sitios apartados entregándose a los extravíos de la más refinada y repugnante sensualidad por una retribución miserable? Y si lo ha visto, ¿no ha sentido sublevarse todo su ser ante este inhumano sacrificio del pudor y de la inocencia, impuesto a la infancia desvalida por la codicia paternal, y consentido por una sociedad sin entrañas?

¿No ha fijado su atención el lector en todo lo que hay de horrible en esa figura sombría y trágica que se llama la hija de la prostituta? Cuando ha lanzado despreciativa mirada sobre la pública ramera, ¿no se le ha ocurrido que acaso aquella infeliz nació en un lupanar, y hubo de seguir fatal y necesariamente el infame oficio de su madre, porque otra cosa le hubiera sido imposible, porque en aquella atmósfera corrompida, ni la conciencia moral ni la libertad podían despertarse en ella?

He aquí otro caso de aquella fatalidad social, aniquiladora de toda libertad, a que antes nos hemos referido. ¿Qué puede ser la hija de la ramera, sino ramera? Aunque, por extraño caso, llegue a comprender todo lo que hay de infame en su vil oficio, ¿será ya tiempo de entrar en el buen camino? ¿Qué hombre honrado querrá unirla a su destino? ¿Adónde irá que no [186] halle el desprecio y la repulsa? ¿Cómo lavará la mancha original impresa en su frente? Esclava eterna del vicio y de la infamia, arrastrará por siempre la cadena y llegará en breve al fondo del abismo.

¡Ah!, estos problemas preocupan poco a los favorecidos de la fortuna; pero son el tormento de los corazones generosos. Mientras no se resuelvan, la sociedad no será feliz ni honrada, ni vivirá exenta de peligros. Harto sabemos que al que trabaja por remediar tamaños males, se aplica el epíteto de socialista y se le considera como perturbador del orden social. ¡Lindo orden social por cierto el que abriga en su seno tales horrores! ¡Lindo orden social el que hace, no ya posible, sino necesaria, la existencia de una serie de fatalidades que condenan a masas enteras a la prostitución y al crimen! ¡Lindo orden social el que juzga fundamentos y condiciones ineludibles de su subsistencia el lecho manchado de la prostituta y la cuchilla sangrienta del verdugo!

El mal que crea la naturaleza es invencible, al menos en absoluto; el mal que la sociedad engendra puede remediarse. Que por causas naturales haya individuos fatalmente predestinados al mal y a la desgracia, triste es, pero irremediable; pero no puede consentirse que por virtud de una mala organización social existan situaciones en que el individuo no pueda ser libre, moral ni honrado. Es fuerza remediar tamaños abusos, y puesto que los hemos señalado, obligados estamos a indicar el remedio.

III

Todas las cuestiones sociales deben resolverse, a nuestro juicio, por el concurso del individuo, de la sociedad y del Estado. Y decimos del Estado, mal que pese a los individualistas, porque allí donde se trata de reivindicar y garantizar derechos, la acción individual y la social son ineficaces. El Estado tiene la inmensa ventaja de disponer de la fuerza, y merced a ella vencer los obstáculos que a la realización del [187] derecho oponen los intereses y pasiones individuales. Él sólo puede, por tanto, resolver definitivamente problemas como el que nos ocupa.

El individuo aislado poco o nada hace en estas cuestiones. Podrá resolver un caso concreto, remediar un infortunio aislado, satisfacer una necesidad individual; pero nada más. Asociado con sus semejantes, centuplica sus fuerzas; pero todavía tropieza con el grave inconveniente de no poder hacer obligatorios sus acuerdos.

Mucho puede, sin embargo, hacer la asociación en pro de los niños. La fundación de escuelas de primera enseñanza, de agricultura y de artes y oficios, gratuitas para los pobres, y la creación de asilos benéficos para los niños, ancianos, impedidos, mendigos, &c., pueden hacer mucho en pro de la infancia desvalida, ora asegurándola la instrucción y la educación, ora proporcionándole trabajos honrosos y moderados, ora eximiéndola de ayudar a sus padres, por asegurar a éstos la subsistencia en los asilos. La propaganda moral que la asociación puede hacer entre los pobres, suavizando las relaciones entre padres e hijos, haciendo comprender a unos y otros el límite de sus derechos y la extensión de sus deberes y purificando las costumbres de las clases inferiores, sería también medio poderoso de resolver el problema.

Pero esto no basta, porque con ello no queda sólidamente garantido el derecho del niño. Es menester que el Estado ponga la fuerza de que dispone al servicio de esta gran causa; es menester que reconozca que los derechos del hombre no se reducen a aquellos que en las constituciones suelen consignarse y que principalmente se refieren a la vida política, sino que hay otros no menos sagrados y merecedores de protección.

Como hemos dicho, el niño tiene derecho a la salud del cuerpo y del alma y a poseer el conjunto de condiciones necesarias para su completo desenvolvimiento.

El padre es el que, en primer término, está obligado a reconocer estos derechos; si por ignorancia, mala fe o imposibilidad material no lo hace, a la sociedad toca llenar este vacío; y si la acción de la sociedad es impotente para vencer las [188] resistencias paternales, el Estado debe intervenir dando fuerza coercitiva a la obra de la iniciativa social, o tomando sobre sí la tarea de reivindicar el derecho desconocido o violado del niño.

Por consecuencia de esto, es deber del Estado prohibir que se obligue a los niños a dedicarse a industrias y oficios contrarios a la higiene; señalar taxativamente el número de horas de trabajo a que debe sometérseles en los talleres; vedar, bajo severas penas, el infame tráfico a que se dedican los artistas acrobáticos y gimnásticos, enseñando a los niños ejercicios violentos y peligrosos y castigándolos de la manera más bárbara durante el aprendizaje; recoger los niños enfermos, lisiados, impedidos, idiotas o monstruosos, con quienes especulan sus padres para explotar la caridad pública y ponerlos en cura o darles albergue en asilos benéficos, y castigar duramente a los padres que, abusando de su autoridad, maltratan a sus hijos despiadadamente so pretexto de corregir sus faltas.

Esto por lo que a la salud corporal respecta; por lo que toca al orden intelectual y moral, las medidas que el Estado tome han de ser más radicales y duras todavía.

La primera de todas debe ser el establecimiento de la instrucción primaria obligatoria y gratuita, y la fundación de numerosas escuelas de adultos, de agricultura y de artes y oficios, gratuitas también o módicamente retribuidas. Una sanción penal rigurosísima, que se extienda desde la multa y la prisión hasta la pérdida de los derechos políticos, y en casos extremos de la patria potestad, y una serie de preeminencias y prerrogativas otorgadas a los que sepan leer y escribir (rebaja en el servicio militar, concesión del derecho de sufragio, que debe negarse a los ignorantes), harán efectivo el cumplimiento del deber ineludible que el padre tiene de instruir a su hijo. La ley deberá además prohibir que el niño sea dedicado a ningún trabajo mecánico (sobre todo en talleres) mientras no haya recibido la instrucción necesaria, y prohibirá además a los mendigos enseñar a sus hijos su industria y hacerles participar de su vida vagabunda.

Para evitar las funestas consecuencias que para la vida intelectual y moral del niño acarrean ciertos oficios y géneros de [189] vida, el Estado recogerá los niños vagabundos y ociosos que por calles y plazas pululan, casi siempre entregados al juego, al robo y a la prostitución, y después de castigar duramente el abandono de sus padres o tutores, los llevará a establecimientos de corrección en que se eduquen y aprendan un oficio; quedando suprimida la abominable costumbre de encerrarlos en las cárceles y presidios mal llamados modelos y correccionales, donde sólo adquieren el hábito del crimen. Por razones análogas no se permitirá que los niños se dediquen a industrias y comercios ambulantes, cuando menos sospechosos, como la expendición de periódicos, fósforos, billetes de loterías, y mucho menos a la mendicidad.

El Estado debe hacer más todavía. Cuando la organización social sea más perfecta, la formación de la familia no quedará abandonada, como hoy, a la arbitrariedad y la imprevisión de los individuos. Por más atrevida que parezca nuestra tesis, opinamos que la constitución de ese organismo importantísimo, base y fundamento de toda sociedad, que se llama familia, debiera estar sometida a muy rigorosas prescripciones higiénicas, económicas y morales. La legislación canónica y civil que hoy rige es harto incompleta todavía. No todos los individuos pueden constituir familia, a nuestro juicio. Cuando de formarla se desprende inevitablemente la desgracia de los hijos y aun la de los cónyuges, su formación no debiera consentirse. Cuando lo físico y lo moral sean igualmente atendidos en todas las cuestiones, quedarán prohibidos los matrimonios entre parientes hasta el cuarto grado, entre ancianos y jóvenes, entre individuos que padezcan humores o enfermedades contagiosas y hereditarias, y entre personas de configuración deforme y monstruosa o privadas de algún sentido corporal.

No es lícito al hombre condenar a su hijo a perpetuos dolores por satisfacer sus pasiones egoístas. No es lícito al individuo sacrificar a su apetito la salud, robustez y fuerza de la especie. Las limitaciones y prohibiciones del matrimonio por razones higiénicas deben aumentarse mucho en lo porvenir.

Pero si la impotencia física (en esta lata acepción) es impedimento para constituir familia, no menos debe serlo la impotencia moral. Permitir que el mendigo, el vagabundo, [190] el criminal, que realmente no tiene dignidad ni personalidad, constituyan familia, dando el ser a infelices criaturas, condenadas desde su nacimiento a la vagancia, la miseria o el crimen, prueba en la sociedad y en la ley una indiferencia e imprevisión verdaderamente monstruosas. Día llegará en que esos incalificables consorcios de mendigos, lisiados y vagabundos o rameras y criminales, no sean consentidos por la ley. Entre tanto, puede y debe ésta adoptar medidas que remedien en lo posible los funestos efectos de tales uniones.

Estas medidas se reducen a privar de la patria potestad al que no es digno o capaz de ejercerla y sustituir a su tutela imperfecta, la de la asociación benéfica o del Estado. El padre vagabundo, mendigo o criminal, la madre prostituta, no pueden o no deben ejercer sus derechos de patria potestad. Imposibilitados de dar alimento suficiente, instrucción, oficio y morales ejemplos a sus hijos, colocados en la imperiosa necesidad de imponer a éstos su propio género de vida, los que en tal caso se hallan, son padres a la manera de los brutos, pero no a la de los hombres. Una mísera existencia, concedida sin su voluntad y en un momento de placer sensual, es el único don que a sus hijos pueden otorgar padres semejantes; don funesto harto compensado con una horrible herencia de miseria, abandono e ignorancia, cuando no de degradación y de crimen. Los hijos de los mendigos, de los criminales y de las rameras deben, por consiguiente, ser arrebatados a sus padres por el Estado, recogidos en asilos benéficos, educados convenientemente y salvados, por tanto, del abismo que amenaza devorarlos si continúan en su primitiva condición.

Debe también el Estado adoptar serias medidas contra la prostitución de los menores, no dando acceso en la prostitución legal a las niñas e imponiendo penas terribles a los que las corrompan y perviertan. Asimismo, debe hacer responsables a los padres de los niños vagabundos de los delitos que éstos puedan cometer.

Mas, para que estas reformas sean eficaces, es fuerza que el Estado, al reivindicar el derecho del niño, asegure la suerte del padre, si por inevitable desgracia, y no por culpa suya, no cumple los deberes de tal. Si al hijo del mendigo se le [191] recoge en un asilo, con su padre se ha de hacer otro tanto, pues fuera duro privarle, sin compensación alguna, del que le auxilia en su miseria. En la mayoría de estos casos hay un conflicto de derechos que ha de resolverse favoreciendo a las dos partes. Por eso, la reforma será ineficaz e injusta, mientras no se funden, por la iniciativa individual o por el Estado, numerosos y bien organizados asilos para mendigos, ancianos, imposibilitados, deformes, &c., para niños abandonados y vagabundos, y para párvulos; así como escuelas de todas clases, cuyo número permita hacer efectiva la obligación de la enseñanza. La prohibición absoluta de la mendicidad y la vagancia ha de ser consecuencia necesaria de estas reformas.

No faltará quien diga que para llevarlas a cabo tropezarán el individuo y el Estado con un grave obstáculo, la falta de recursos. ¡Vana objeción! Todo gasto de este género es reproductivo, porque el capital invertido se cobra abundantemente en paz, moralidad, orden social y justicia. Cuanto se gasta en asilos y escuelas se ahorra en cárceles, presidios, policía y verdugos. Cada individuo arrebatado a la ignorancia y al crimen representa un enemigo menos de la sociedad, un peligro menos para lo futuro, y un miembro útil y productor del cuerpo social. En estas materias toda economía es imprevisora y culpable.

Separe el rico de su presupuesto de gastos superfluos una cantidad para dar asilo a la desventura y salud física y moral a la inocencia; y sin perjuicio de la satisfacción que con ello logrará su alma, algo habrá hecho en provecho propio, librando a su riqueza y a su tranquilidad de un futuro enemigo. Gaste el Estado en asilos y escuelas lo que en inútiles empleados, en suntuosas fiestas y en vanas ceremonias gasta, y sobre hacerse más digno de la función que ejerce, hará mucho por su seguridad y quitará elementos y fuerzas a los que constantemente lo amenazan.

Y sobre todo, ¿quién, que de honrado y generoso se precie, quién, que por cristiano se tenga, no hallará placer íntimo e indecible en salvar de la desgracia y del oprobio al niño abandonado? ¿Quién, que disfrute del goce inmenso de la paternidad, no trabajará gustoso por salvar al niño ajeno de la [192] situación horrible de que a costa de su vida, querría salvar al suyo si en ella le viera? ¡Ah!, si hay algo triste y doloroso en la vida es la inocencia desgraciada. Quien ante tal espectáculo no sienta arrasados los ojos en lágrimas, está fuera de la humanidad. Quien no contribuya por algún medio a remediar tamaños males, no es digno de llamarse hombre. Por eso nosotros, al dejar la pluma, lo hacemos con un gozo tal cual nunca sentimos, porque, en la medida de nuestras débiles fuerzas, algo hemos hecho en pro de esa causa santa que se llama la emancipación del niño.

M. de la Revilla


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