Revista Contemporánea
Madrid, 30 de octubre de 1878
año IV, número 70
tomo XVII, volumen IV, páginas 495-502

Manuel de la Revilla

< Bocetos literarios

Don Ramón de Mesonero Romanos

I

Raras veces forman los hombres claro concepto de lo que es un escritor satírico. Por punto general se lo representan bajo una de dos formas: o como una especie de sarcástico demonio, lleno de bilis y de amargura, de genio atrabiliario, condición aviesa e intención atravesada, semejante en un todo al Mefistófeles de Goethe; o como un payaso burlón y grotesco, cuya perpetua y estruendosa risa entrega a la mofa de las gentes todo lo más serio y no ve en el mundo otra cosa que un inacabable carnaval o bufón o demonio: esto es siempre el escritor satírico para la mayoría de las gentes.

Y, sin embargo, entre estos puntos extremos de la sátira hay una serie numerosa de términos medios. Entre la sátira amarga y sombría de Enrique Heine, lord Byron y Larra, y la regocijada mofa de cualquier zarzuelero francés, existen multitud de grados diversos. Nada de común tiene la profunda cuanto amena burla de Quevedo con la irónica ligereza de Luciano, ni la austeridad de Juvenal con la intención maligna de Voltaire. En nada se parecen el donaire de Cervantes y [496] el grosero gracejo de Rabelais, ni la finura del Ariosto y el desenfado del Bocaccio; y fuera vano empeño establecer paralelos entre Plauto y Aristófanes, entre Moratín y Moliére, o entre Larra y Mesonero Romanos.

La negación subjetiva de la realidad, a que se llama sátira, puede tener tantas formas como caracteres existen en los hombres. El mal, el vicio, la ridiculez engendran indignación en los unos, amargura y tristeza en los otros, burla regocijada en aquellos. Un mismo espectáculo subleva a Juvenal, desespera a Larra, hace sonreír a Luciano y obliga a Rabelais a desternillarse de risa. Todas estas formas de la sátira son igualmente legítimas y provechosas. La sonrisa benévola no es menos útil ni agradable que la convulsiva carcajada. La variedad de tonos de la sátira contribuye al mejor efecto del género, pues una serie de satíricos austeros, lacrimosos, desesperados o bufones sería monótona e insoportable, al paso que el conjunto de todas estas especialidades constituye la más grata de las armonías.

Entre nosotros la sátira amarga e intencionada no ha tenido más representantes que Quevedo y Larra. Cervantes nada tiene de eso. Su burla es tranquila y no revela desesperación alguna. Un fondo de benevolencia, que se observa en medio de sus más intencionados donaires, muestra que Cervantes antes se regocijaba que se enfurecía en presencia de las ridiculeces humanas. Ni siquiera lograron encolerizarle los libros caballerescos, pues en el momento mismo de condenarlos todavía tuvo para algunos frases de benevolencia y aun sinceros elogios.

Nuestro carácter nacional es poco a propósito para la sátira desesperada y amarga. A pesar de nuestra fama de hombres graves, somos uno de los pueblos de mejor humor de la tierra. La melancolía alemana y el spleen inglés son cosas inusitadas entre nosotros. Ahora van entrando, acompañadas de cierta dosis de pesimismo, gracias a la moda, a la influencia de los tiempos, y en parte, a lo malísimamente que marchan los públicos negocios. Pero en el fondo, este pesimismo tiene más de aparente que de real. Un día de sol claro, la vista de una buena moza o un buen volapié de Frascuelo suelen [497] bastar para desarrugar el ceño del español más desesperado y pesimista. Y no lo decimos por nosotros, que en materia de mal, humor y peor genio, damos quince y falta al más pintado, según aseguran las gentes.

Pero la verdad es que en España raros son los satíricos desesperados. El mismo Quevedo no lo era y solamente Larra ofreció este carácter. La sátira española es, por lo general, poco transcendental y profunda. El chiste espontáneo, el dardo epigramático, la pintura festiva de tipos y costumbres, la broma ligera o picaresca, el equívoco libre son casi siempre sus elementos constitutivos. La literatura, las costumbres, la política son los objetos en que habitualmente se inspira.

En tal sentido, no es Larra el más genuino representante (siquiera sea el más ilustre) de la sátira española en nuestros días. Había en él algo de extranjero, como un eco lejano del íntimo pesar que torturó a Heine, Byron y Leopardi. Su amarga y desoladora filosofía no expresaba por completo el carácter nacional, que tiene poco de tétrico, acaso porque no tiene mucha afición a lo personal y subjetivo.

Larra tuvo un sucesor (no un heredero) en El Curioso Parlante. Nuestros lectores de hoy, en su mayor parte, acaso no recordarán la época en que era popular este nombre, y muchos ni siquiera conocerán al que lo llevó.

Apareció él Curioso Parlante en tiempos muy favorables para el género satírico, como lo son todos aquellos en que una sociedad se transforma. España, apenas repuesta de la bárbara dominación absolutista, comenzaba a despertarse a la vida de la libertad, o lo que es igual, a la vida de la civilización. Ideales, instituciones, costumbres, todo cambiaba. A la sociedad petrificada del antiguo régimen sucedía la sociedad libre y progresiva del siglo XIX; el romanticismo batía en brecha al clasicismo enteco y apergaminado de la época moratiniana; costumbres nuevas sustituían a los rancios usos, y en las modas, en la vida social y en la privada se verificaban radicales transformaciones. El contraste entre lo viejo y lo nuevo había de dar lugar a numerosas manifestaciones de lo cómico; en breve plazo lo que ayer era grandioso se tornaba en ridículo y viceversa; y en aquel trastorno general el escritor satírico hallaba [498] amplio asunto para ejercitar sus facultades. Larra y el Curioso Parlante contemplaron aquella sociedad y el resultado de su contemplación fue en el uno la carcajada sombría del pesimista escéptico; en el otro la alegre risa del observador a la vez benévolo y burlón.

Ambos miraron la sociedad desde puntos de vista muy diferentes. Fijóse el uno en lo grande y el otro en lo pequeño, sintiendo dolor el primero y risa el segundo. Larra se apoderó del escalpelo, lo hundió en las entrañas de la sociedad que analizaba, y la podredumbre y la sangre que de la llaga brotaron cayeron sobre el diestro cirujano y le sumieron en profunda amargura. Más ligero y menos atrevido el Curioso Parlante, limitóse a la superficie de las cosas, y sólo consiguió hacer a la sociedad suaves cosquillas que excitaban su risa y regocijaban a la retozona mano que las hacía. Por eso fue Larra el satírico favorito de los pensadores serios y de los corazones amargados por la duda y la desgracia; y el Curioso Parlante disfrutó las simpatías de las gentes de humor alegre que quieren conocer los vicios pequeños para reírse y solazarse, pero gustan poco de profundizar las llagas sociales. Para decirlo de una vez, Larra fue satírico y el Curioso Parlante observador ameno y festivo.

No por eso es su sátira ilegítima ni despreciable. Lo pequeño existe en el mundo al lado de lo grande, y no deja de tener importancia. Muchas veces, en la vida privada y aun en la pública, la ridiculez causa males gravísimos que la hacen acreedora al látigo satírico. En España misma podríamos citar un partido político que ha debido su ruina solamente a sus ridiculeces y tonterías. No es, pues, tan baladí el mal o el error que en pequeñas proporciones se presenta, ni deja de ser provechosa la ligera sátira que lo flagela.

II

Pero, ¿quién era el Curioso Parlante? Llamábase D. Ramón de Mesonero Romanos, y era por entonces un hombre de bondadosa, placentera y un tanto burlesca fisonomía, caracterizada por unas gafas que ocultaban vivos y risueños ojos, y [499] por una boca eternamente contraída por la sonrisa, que recordaba hasta cierto punto la sarcástica boca de Voltaire. Unid a esto un cuerpo menudo y rechoncho, y tendréis la vera efigies del Curioso Parlante.

Por los años de 1832 comenzó el nuevo satírico su campaña. Las Cartas españolas, la Revista Española y el Semanario Pintoresco, fueron el teatro de sus triunfos. Allí pintó con fidelidad pasmosa y singular donaire las costumbres del pueblo madrileño, objeto preferente de sus estudios; allí retrató a esa clase media, a esa bourgeoisie, que con sus aspiraciones aristocráticas y sus resabios plebeyos, tanto ha dado y dará que hacer a la musa satírica; allí criticó, con intención pero sin cólera, los vicios pequeños y las pequeñas ridiculeces; allí, sin propósito satírico muchas veces, trazó animados y gráficos cuadros de costumbres, en que abundaban chistosos episodios y tipos perfectamente trazados, y que no han sido superados todavía por ninguno de sus imitadores.

Los escritos del Curioso Parlante muestran en él dos cosas: un escritor notable y un hombre de bien. Hay en ellos algo de la sencillez y de la bonhomía del buen Lafontaine, como dicen los franceses; pero sazonada con el fino donaire propio de los españoles. Conservándose constantemente en el límite que separa lo cómico de lo bufo, lo satírico de lo virulento, lo intencionado de lo malévolo, lo picante de lo licencioso, el Curioso Parlante no falta nunca a la caridad para con el prójimo, al buen gusto ni a la educación. Su sátira, acaso demasiado benévola y suave, nunca ofende, por más que a veces no deje de ser punzante. Jamás hay en ella un ataque personal ni una diatriba. Es la sátira de un moralista amable, de un observador perspicuo que azota suavemente al vicio sin mortificar al vicioso, y se ríe sin encono ni mala intención de todo lo que le parece ridículo o necio. Sátira más cercana de la de Horacio que de la de Juvenal; poco poderosa acaso para desarraigar vicios, pero incapaz de hacer daño a nadie.

Y no se crea por eso que es sosa y anodina; antes es viva, chispeante y amenísima, y muy intencionada en ocasiones. ¿Queréis, en prueba de ello, leer una donosísima burla de las ridiculeces que puede ofrecer el parlamentarismo? Pues leed la [500] Junta de cofradía. ¿Preferís una intencionada sátira literaria, digna de Moratín? Pues ahí tenéis El romanticismo y los románticos. ¿Os gustan gráficos cuadros de costumbres trazados con el lápiz de Goya? Ved La calle de Toledo, La comedia casera, Las visitas de días, El Prado, Las casas por dentro, Las tres tertulias, La capa vieja y el baile de candil, El día de toros, El duelo se despide en la iglesia, Madrid a la luna, El teatro por fuera, El recién venido, La posada o España en Madrid, y otros muchos que a la vez os darán completa idea del deplorable estado de España en aquellos tiempos, y os proporcionarán curiosa noticia de añejas costumbres. Y si queréis más transcendencia en la sátira o alguna lección moral, no dejareis de encontrar en esas páginas, hoy más olvidadas de lo justo, valiosas enseñanzas ocultas bajo modestas formas.

Constantemente alejado de la política, las desatentadas pasiones y mezquinos odios que ésta engendra, nunca perturbaron el sano juicio ni pusieron en peligro la imparcialidad del que, según sus propias palabras, jamás ha sido nada, absolutamente nada, ni siquiera jefe político. Tampoco halló cabida en la noble alma del Curioso Parlante la sátira personal que tanto ha privado después. La máxima: Parcere personis, dicere de vitiis, fue norma constante de su conducta.

El Curioso Parlante fue uno de los mejores prosistas de aquella valiosa generación de 1830. Su estilo, sin competir con el de Larra, es tan castizo como fácil y sencillo; animados sus diálogos; pintorescas y vivas sus descripciones; correcto y atildado, aunque sin afectación, su lenguaje. Modelo de buen decir, de cultura, de delicado gusto y de gracia decorosa y noble, el Curioso Parlante merece ser estudiado, no sólo por los que se dediquen a su género, sino por todos los que estimen el habla castellana.

Puede asegurarse que el género cultivado por el Curioso Parlante (y antes por Larra) no existe ya. El cuadro de costumbres de que dejaron tan notables muestras Cervantes en su Rinconete y Cortadillo y su Coloquio de los perros, Vélez de Guevara en su Diablo cojuelo, Francisco Santos en su Día y noche de Madrid y tantos otros en obras no menos insignes, no tiene hoy entre nosotros más cultivadores que [501] D. José María Pereda, inferior, a nuestro juicio, al Curioso Parlante, como quiera que sus valiosas dotes están oscurecidas por sus deplorables intransigencias ultramontanas. Muertos Larra y Estébanez Calderón y reducido el Curioso Parlante al silencio, este género, verdaderamente delicioso, ha pasado a la categoría de recuerdo. Difícil parece su resurrección y más difícil que haya en él quien compita dignamente con tan esclarecidos ingenios.

III

Mesonero Romanos no es solamente El Curioso Parlante. Es, además, un notable y erudito escritor serio, a quien se deben trabajos de mérito nada vulgar en otros ramos de la literatura. Su popular Manual de Madrid, sus Relaciones de Viajes, su importante libro histórico-arqueológico El Antiguo Madrid y sus trabajos de erudición y crítica literaria en la Biblioteca de Rivadeneyra muestran cumplidamente lo que decimos. A él se deben importantes noticias y descubrimientos literarios; él contribuyó poderosamente a restaurar la olvidada fama de Tirso de Molina, y a su prodigiosa memoria acuden cuantos necesitan saber algo de la historia y antigüedades de la villa de Madrid, de la cual ha sido siempre hijo apasionado, y a cuyo estudio ha consagrado preferentemente sus afanes.

Tuvo el Curioso Parlante el raro talento de abandonar el género literario a que debe su fama, mucho antes de que la edad le hiciera entrar en el período de la decadencia, con lo cual no sobrevivió a su reputación, como los que no saben callar a tiempo. Hoy ha roto su prolongado silencio, dando a la estampa unas curiosísimas Memorias de un setentón, natural y vecino de Madrid, que muestran que la nieve de los años no ha amortiguado todavía su chispeante ingenio ni ha puesto término a sus felices facultades.

Pero dirá el lector: si el Curioso Parlante vive, ¿cómo nos ha hablado de él el articulista cual si hablara de un muerto? Amigo lector, la respuesta es sencilla: el venerable anciano, que se llama D. Ramón de Mesonero Romanos, vive por [502] fortuna todavía, pero aquel retozón satírico que se llamó el Curioso Parlante murió hace tiempo para las letras. El erudito y el literato quedaron: el satírico ya no existe. Aún quedan, sin embargo, vestigios de su donosura en los escritos que da a la estampa el Sr. Mesonero, y aún es fácil vislumbrar en la fisonomía de este respetable anciano algunos rasgos del rostro jovial y regocijado del Curioso Parlante. Pero éste murió, y con él el ameno cuadro de costumbres, la sátira fina y benévola y el dardo delicado que hiere al vicio sin herir a la persona. Hoy, en cambio, campean a sus anchas (por lo general) el truhanesco chiste del cancanista, la mueca del bufo y la osada desvergüenza del libelista, y acaso parecieran frialdades las cultas gracias del Curioso Parlante. Bien hizo éste en callar a tiempo; que mal podían acomodarse su candoroso ingenio y su condición apacible a las condiciones de eso que hoy llamamos sátira y que, no siendo otra cosa que el maridaje del insulto y de la desvergüenza, ni siquiera ostenta, para disimular sus faltas, el punzante gracejo de Quevedo, o la intencionada amargura de Fígaro.

M. de la Revilla

<  

www.filosofia.org Proyecto Filosofía en español
© 2006 www.filosofia.org
Revista Contemporánea 1870-1879
Hemeroteca