Revista Contemporánea
Madrid, 15 de febrero de 1879
año V, número 77
tomo XIX, volumen III, páginas 375-384

Manuel de la Revilla

< Revista crítica

En el largo período de tiempo que ha transcurrido desde nuestra última Revista, escasos han sido los acontecimientos literarios que pueden registrarse. Si prescindimos de la representación del notable drama del Sr. Sellés, resurrección gallarda del arte y del buen gusto por tanto tiempo hollados y desconocidos en nuestro teatro; del triunfo alcanzado por el Sr. Núñez de Arce con su magnífico poema La última lamentación de lord Byron, que le ha colocado –lo repetimos, pese a quien pese– a la cabeza de nuestros líricos contemporáneos y por cima de todos los extranjeros, exceptuando a Víctor Hugo; y de la publicación de la preciosa novela del Sr. Pérez Galdós: La familia de León Roch, cuya terminación esperan con ansia el público y la crítica; –nada digno de especial mención podemos señalar en este período. Consagrando un aplauso a algunas producciones dramáticas de verdadero mérito, como el Theudis del Sr. Sánchez de Castro, y a otras muy estimables como el arreglo de María Estuardo, de Schiller, hecho por el señor Campo Arana, y algunas piezas representadas en el teatro de la Comedia; y otorgando un elogio a los Cuentos inverosímiles del [376] señor Coello, hemos cumplido hasta el exceso nuestro deber de críticos. No es culpa nuestra que la pobreza de nuestro movimiento intelectual no permita más.

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Fijándonos ahora en las publicaciones literarias que a la vista tenemos, deber nuestro es mencionar en primer término los Ensayos críticos sobre Goethe, debidos al ilustrado catedrático del Instituto de San Isidro, D. Urbano González Serrano. Muchos de los estudios que forman la obra a que nos referimos, son ya conocidos del público por haber aparecido en diferentes Revistas, entre otras la nuestra.

No era de esperar en el Sr. Serrano un trabajo de esta naturaleza. Conocíasele, y era universalmente estimado, como filósofo distinguido y orador notable, mas no como literato, y motivos había para temer, dadas sus aficiones y tendencias, que no saliese airoso de su empeño. No ha sucedido así, por fortuna. Los Ensayos sobre Goethe, revelan en el Sr. Serrano singulares aptitudes para este género de estudios.

Comprendiendo el Sr. Serrano que no es posible conocer a fondo las obras de un poeta sin tener claro y profundo conocimiento de su persona, y que el estudio biográfico es la base del juicio estético en casos tales, ha procurado poner de relieve las íntimas relaciones que existen entre la persona y las obras de Goethe, trazando la biografía del poeta, siguiendo con escrutadora mirada el génesis y desarrollo de sus obras, y penetrando de esta suerte, con recto criterio y notoria perspicacia, en el sentido íntimo y significación de las mismas. Por tales procedimientos ha logrado hacer el Sr. Serrano un estudio de gran mérito, primero en su género en España, y por muchos conceptos digno de elogio.

Como estudio de la persona de Goethe, nada hay que pedir al trabajo del Sr. Serrano. La educación del gran poeta, el desarrollo y transformaciones de su genio, las influencias diversas que en él actuaron, sus relaciones con Schiller, puntos son que están tratados magistralmente en este libro, del cual se destaca la persona de Goethe con toda la verdad y el relieve de un perfecto retrato. Pero si el biógrafo sólo merece elogios, no podemos decir otro tanto del crítico.

El libro del Sr. Serrano no es una crítica de Goethe, sino un panegírico entusiasta. Para el Sr. Serrano, Goethe es el primero de los poetas modernos, y nada hay en él que no sea perfecto y acabado. Cegado por este entusiasmo (fácil de comprender en un filósofo a quien necesariamente ha de parecer inmejorable el poeta más profundo de nuestros tiempos), el Sr. Serrano no cuida de distinguir en Goethe lo que merece elogio de lo que es digno de censura, y [377] renuncia gustoso a su misión de crítico para convertirse en adorador del poeta alemán.

Goethe es, sin duda, un gran poeta, un verdadero genio; pero no es igualmente grande en todas sus obras ni por igual domina en todos los géneros poéticos. Como dramático no puede compararse con Schiller; sus dramas carecen de todas las condiciones que el género exige, pues no hay en ellos verdadero interés, movimiento escénico ni fuerza dramática. Sus novelas, admirables como estudio psicológico, son pobres de acción, faltas de intriga y con frecuencia de fatigosa lectura. Ningún español soporta las languideces del Wilhem Meister y de Las afinidades electivas. El Fausto, concepción colosal de un genio titánico, es en su segunda parte un enigma ininteligible que no produce interés ni emoción, y aun en la primera ofrece el grave inconveniente de todos los poemas alegóricos, que sólo deleitan a condición de hacer caso omiso de la alegoría. La boga de que disfruta débese únicamente a que el lector se olvida del sentido metafísico del poema, y tomando la alegoría al pié de la letra, ve en Fausto, Margarita y Mefistófeles, no las personificaciones abstractas que concibió Goethe, sino los seres de carne y hueso que imaginó la antigua leyenda en que el Fausto está inspirado. O lo que es lo mismo, la popularidad del primer Fausto se debe al olvido de lo que, a juicio de los filósofos que lo admiran, constituye su mayor mérito.

Hay en Goethe dos personalidades distintas: el filósofo y el poeta; y según prepondera la una o la otra, crecen o menguan los méritos de sus obras. Cuando predomina el poeta, produce esas páginas admirables, llenas de pasión, de sentimiento, de rica inspiración y de verdadera poesía que se llaman Werther, Hermann y Dorotea, el episodio de Mignon, el primer Fausto y la mayoría de sus composiciones líricas. Cuando el filósofo impera, engendra las páginas soporíferas del Wilhem Meister o los jeroglíficos del segundo Fausto. Esta distinción no está bastante determinada en el libro del Sr. Serrano. Si lo estuviera su culto hacia Goethe no sería tan entusiasta, y antes de colocarle por cima de todos los poetas de este siglo, tendría en cuenta que si ninguno de ellos compite con él en elevadas y profundas concepciones, no pocos le aventajan en inspiración y sentimiento.

No es Goethe una de esas naturalezas apasionadas y vehementes que comunican al lector el incendio en que se abrasa su alma. Verdadero Júpiter Olímpico de la poesía, aun cuando refleja en ella sus recuerdos y afectos personales, conserva siempre el dominio de sí mismo y de los materiales que maneja, y nunca pierde aquella serenidad que tanto le aproxima a los poetas clásicos. Hay por esto en sus obras, aun las más sentidas, cierta falta de calor y de entusiasmo, que difícilmente se oculta, y es causa de que rara vez produzcan [378] en el lector aquella emoción hondísima, que otras, quizá menos valiosas, engendran. Esto se advierte, sobre todo en las que pertenece a la época en que Goethe había llegado al apogeo de su genio y de su fama; y por eso el público preferirá siempre las que produjo en su primera juventud.

A nuestro juicio, Goethe llevó a cabo en su propia persona una de las más culpables empresas que pueden acometerse. Quiso hacer su genio una especie de divinidad, asegurarse una independencia olímpica y una serenidad inalterable, sacrificarlo todo al culto del arte, y para esto no halló medio más adecuado que ahogar en su alma todo sentimiento humano, secando así, sin darse cuenta de ello, las fuentes de la inspiración. Llegado a este punto, ¿cómo había de comunicar a sus producciones el sentimiento de que carecía? ¿Cómo había de hacer llorar a los hombres el que no tenía lágrimas? ¿Cómo había de obtener los aplausos de la humanidad el que fuera de ella, ya que no por cima, quería colocarse? Si el Sr. Serrano se hubiera fijado en esto, comprendería que por grande que sea el genio de Goethe, no es bastante para suponerle superior a los que, no sólo han sabido, como él, ofrecer a los hombres el deleitable espectáculo de la belleza, sino además infundir en las almas de éstos los hermosos sentimientos en que abundaban las suyas.

Por tales razones, la persona de Goethe no es simpática. Por más que haga el Sr. Serrano, siempre habrá mucho de repulsivo en aquella naturaleza olímpica, devorada por el más frío egoísmo y la más satánica soberbia, y cerrada a todo afecto humano. Napoleón dijo de Goethe que era todo un hombre, y dijo verdad si por tal entendía la entereza del carácter y la energía del sentimiento personal. Pero es necesario, para llamarse hombre; abrir el pecho a todo afecto humano y a toda inspiración generosa, y no sacrificarlo todo, incluso el corazón, al culto de un ideal abstracto o una personalidad egoísta. El verdugo de Federica Brion, el que no supo comprender ni servir la revolución francesa, el que jamás se interesó por su patria, ni aun en el momento del peligro, el que por amar el arte y la belleza nunca supo amar a los hombres, el que, endiosándose a sí mismo, se apartó voluntariamente de la humanidad, podrá ser un hombre para Napoleón; para la conciencia humana será un gran poeta, pero también un mal hombre; y las grandezas del genio no rescatan ni compensan las deformidades del carácter moral. En la inflexible balanza de la conciencia de la humanidad las lágrimas de Federica Brion deben pesar más que las grandezas del Fausto.

Fuera de este excesivo culto a Goethe, nada hay que reprochar en la obra del Sr. Serrano. Acaso hubiera convenido que la biografía del gran poeta fuese más metódica y detallada y que el Sr. Serrano narrase con mayor detenimiento los episodios [379] amorosos en que la vida de Goethe abunda; acaso podría exigirse al Sr. Serrano mayor amenidad y elegancia en el estilo, harto árido para un trabajo de esta índole; pero estas leves faltas no oscurecen los méritos de la obra, ni impiden a la crítica conceder al Sr. Serrano el merecido aplauso.

La edición de este libro, tipográficamente considerada, es indigna de la obra, del autor y de los editores.

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Además del trabajo del Sr. González Serrano, debemos citar con encomio un libro del Sr. D. Salvador Sanpere y Miquel, titulado: Las costumbres catalanas en tiempo de Juan I, y premiado en público certamen por la asociación literaria de Gerona. Es un erudito y curioso trabajo, en que se da cuenta del estado social y político de la cultura científica y literaria, y de las costumbres y vida privada del pueblo catalán en la época de Juan I. Algunos reparos podrían ponerse al método adoptado en este trabajo y al estilo y lenguaje del mismo, que no suelen pecar de castizos; pero la copia de datos que contiene y el sano criterio que en él domina hacen disculpables estos ligeros defectos.

Mención merecen también los Apuntes para la historia de la caricatura, por D. Jacinto Octavio Picón, obra que acaso sea la primera de su género en España, y que abunda en curiosos y notables datos; la traducción del importante libro León XIII y la Italia, de Rugero Bonghi, debida a la laboriosidad de D. Hermenegildo Giner y notable, no sólo por las acertadas observaciones que contiene, sino por incluirse en ella tres pastorales, una alocución y varias poesías del actual Papa, que demuestran su vasta instrucción, su espíritu de tolerancia y sus dotes de poeta, y revelan cuán superior es a Pío IX; la colección de artículos críticos, morales y humorísticos del Sr. Martínez Pedrosa, titulada: Sombras, más digna de aplauso por la intención que por el desempeño, y merecedora de censura por su espíritu reaccionario, pero en la que no faltan atinadas observaciones y felices rasgos de ingenio; y la versión castellana de las Reflexiones sobre el arte teatral, del célebre actor Talma, hecha por el Sr. Sánchez de León, actor estimable del teatro de Apolo, que merece aplauso por dedicarse a tan útiles tareas. Y a esto se reduce el movimiento literario de este período, por lo que a publicaciones respecta. Veamos ahora lo que han dado de sí las corporaciones científicas y literarias. [380]

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Verdadero acontecimiento ha sido la recepción en la Academia Española del Sr. D. Eduardo Saavedra, y no tanto por los indudables méritos del nuevo académico, ni por la valía de su notable y erudito discurso sobre literatura aljamiada, como por la circunstancia de haberle contestado el Presidente del Consejo de Ministros, D. Antonio Cánovas del Castillo.

Amigos y adversarios convienen en reconocer las relevantes dotes del Sr. Cánovas, y siquiera los segundos no llevan su entusiasmo hasta apellidarlo como aquéllos: Monstruo de la edad presente, no niegan que es hombre de vastos y sólidos conocimientos y dueño de elocuente y poderosa palabra, ni desconocen sus eminentes cualidades de historiador y literato. Como político y hombre de Estado paréceles acaso harto imbuido en rancias ideas, poco apegado al espíritu moderno, sobrado empírico, bastante fatalista, adorador fanático del principio de autoridad y un tanto hostil al de libertad, y más semejante a los grandes políticos del absolutismo y a los discípulos de Maquiavelo que a los hombres de Estado de nuestros tiempos. Pero nadie niega que aun con tan desfavorables condiciones es hombre notable y de talla, que alcanza consideración y respeto hasta de sus mismos enemigos.

No es maravilla, por tanto, que su intervención en la solemnidad académica a que nos hemos referido excitase poderosamente la atención pública y que su discurso, histórico político más que literario, haya dado origen a los comentarios más apasionados y contradictorios, siendo considerado por unos como portentoso esfuerzo del ingenio, y por otros como producción censurable y desdichada. Ajenos nosotros a esos odios y esas adoraciones, procuraremos juzgarlo con aquella imparcialidad severa que debe ser distintivo constante de la crítica.

Desde luego afirmamos que el discurso era inoportuno en la ocasión y el lugar en que fue pronunciado. La Academia Española es una corporación puramente literaria, y en ella no deben tener cabida los debates políticos, siendo legítimas las disquisiciones históricas sólo en cuanto se relacionen directamente con el objeto de dicha institución. El Sr. Cánovas contestaba a un discurso sobre literatura aljamiada, y de ésta nada más debió ocuparse. Estudiar las causas y consecuencias de la expulsión de los moriscos era tema propio de la Academia de la Historia o de la de Ciencias morales y políticas, nunca de la Española. El discurso, pues, estaba fuera de lugar.

Difícil es precisar las conclusiones que pueden desprenderse del discurso del Sr. Cánovas. A muchos ha parecido hallar en él una defensa de la expulsión de los moriscos, y por ello le han calificado de reaccionario y ultramontano. En cambio, los defensores de estas ideas lo censuran acerbamente y lo consideran como condenación [381] más o menos encubierta de aquella medida. ¿Qué hay de verdad en estas contradictorias apreciaciones?

A nuestro juicio, en todas hay una parte de razón. El Sr. Cánovas obedece en sus estudios históricos y en sus doctrinas políticas a un criterio que fácilmente se presta a interpretaciones muy distintas. Su espíritu es profundamente fatalista; tiene poca o ninguna fe en la libertad y mucha en la fuerza, encadenamiento y acción necesaria de los hechos, y fácilmente confunde lo necesario con lo justo, y lo inevitable con lo conveniente. La historia obedece a sus ojos a una lógica inflexible, en la cual, dado un principio o un hecho, se siguen ineludibles consecuencias que se imponen forzosamente a todo esfuerzo humano; y el hecho consumado se convierte para él en derecho, con facilidad suma. En materia política, cuídase poco o nada de ideales y principios, y mucho de necesidades y conveniencias prácticas, costándole escaso trabajo someter el derecho y la justicia a la razón de Estado, al principio de autoridad y a las exigencias del orden social. Estas máximas, que hacen de él un político a la manera romana, y no muy distante de Maquiavelo, dan razón cumplida de sus apreciaciones históricas, y explican perfectamente lo que parece extraño en su discurso.

El Sr. Cánovas no juzga, por tanto, la expulsión de los moriscos a la luz de principios de derecho y de justicia, de suyo invariables, y por eso no puede decirse en rigor que la defiende ni la ataca. Lo que hace es indagar las causas del hecho, y relacionarlo con las circunstancias, en que se produjo, considerándolo de esta suerte como inevitable y necesario en aquel momento histórico. La expulsión de los moriscos es para él la consecuencia fatal y obligada de la política inaugurada en el reinado funesto de Isabel la Católica.

En este punto, fuerza es dar la razón al Sr. Cánovas. Proclamada como ley y fórmula de la política española la unidad religiosa (que el Sr. Cánovas identifica acertadamente con la intolerancia), expulsados los judíos, perseguidos sañudamente los protestantes, la lógica, la consecuencia, la fuerza de los hechos demandaba de los gobernantes españoles la expulsión de los moriscos, a la que sólo se oponían, según el Sr. Cánovas, la razón de Estado, y según nosotros el derecho y la justicia. Pero violados ya estos últimos en la persona de judíos y protestantes, ninguna razón había para crear un privilegio a favor de los que, hallándose en igual caso, podían, no sin motivo, ser considerados como grave peligro para la paz, seguridad e independencia del Estado.

El Sr. Cánovas demuestra cumplidamente otra verdad: la de que no son responsables, en primer término, de aquella violenta medida Felipe III y sus consejeros y ministros, sino la nación entera que la demandaba. Razón tiene también en esto el Sr. Cánovas. La intolerancia, la inquisición, la expulsión de judíos y moriscos, [382] la política de aventuras, todos los errores, torpezas y crímenes del período de la dominación austriaca, obra son de la nación española, no sólo de sus gobiernos. Sólo pasajeras tiranías pueden, por breve momento, imponerse a un pueblo y llevarle por caminos contrarios a su voluntad y sus propósitos. Cuando un Gobierno legal y normal prolonga por largos años determinada política sin protesta de nadie, prueba es de que no hace otra cosa que realizar las aspiraciones del pueblo en que manda y en tal caso no es justo cargar sobre él la responsabilidad exclusiva de medidas que adoptó muy a gusto de los gobernados. Si el pueblo español no hubiera sido favorable a la intolerancia, habría luchado contra ella como luchó a favor de sus libertades y fueros; no lo hizo así, antes fue el primero en excitar el fanatismo de sus gobernantes, y no es lícito, por tanto, excusarle de responsabilidades que pesan sobre él, tanto o más que sobre los que ejercían el imperio.

Pero ya que el Sr. Cánovas justifique, bajo el punto de vista de la fatalidad histórica, la expulsión de los moriscos, y muestre que a gusto de la nación se llevó a cabo, obligado estaba a mostrar cuán contraria fue a todo espíritu de justicia y a todo principio de derecho y cuántos y graves daños acarreó a nuestra patria. En buen hora que el historiador señale lo que hay de fatal en los hechos; pero cuando esta fatalidad es hija de una injusticia, contra ésta debe protestar enérgicamente. Debió el Sr. Cánovas manifestar cómo no hay razón de Estado que justifique la negación del sagrado principio de la libertad de conciencia y cómo la intolerancia religiosa fue causa de la decadencia y ruina de la nación española; debió, en suma, al lado del hecho exponer el principio que lo condena, en vez de limitarse a demostrar que fue inevitable y a aliviar de una parte de responsabilidad al gobierno de Felipe III. De esta manera habría cumplido a la vez el Sr. Cánovas con sus deberes de historiador y con los que le impone su condición de liberal y de hijo del siglo XIX, demasiado velada en su discurso por sus resabios de político a la antigua y sus tendencias empíricas y fatalistas.

De la forma del discurso del Sr. Cánovas nada tenemos que decir. Todo el mundo sabe que, si bien nunca se libra de ciertas aficiones arcaicas y cierta afectación académica, el Sr. Cánovas maneja con elegancia y gallardía la lengua castellana.

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Razones fáciles de comprender nos impiden ocuparnos con tanta libertad como en otras ocasiones de los trabajos del Ateneo. Permítasenos, sin embargo, deplorar la decadencia en que actualmente se halla esta corporación. Arrastran sus cátedras lánguida existencia, y los debates de las secciones, emponzoñados por la pasión [383] política o perturbados por la intervención de oradores indoctos e inexpertos, distan mucho de aquella elevación que en otros tiempos las distinguieran.

Las útiles conferencias del Sr. Vilanova sobre Pozos artesianos y algunas, muy notables, dadas por los Sres. Sáenz de Montoya, Rodríguez Carracido, Galdo y algún otro que no recordamos, merecen, sin duda, honrosa mención; pero no han sido suficientes, a pesar del talento y celo de tan distinguidos profesores; para dar a la cátedra del Ateneo el esplendor que en épocas anteriores tuvo. Brillante ha sido, en cambio, la lectura del último y magnífico poema del Sr. Núñez de Arce, y agradable la que dio el Sr. Campillo, recitando varias producciones líricas muy estimables.

Discute la sección de ciencias morales y políticas sobre Organización de la enseñanza pública; ocúpase la de literatura y bellas artes en averiguar si la belleza es una cualidad real de los objetos o una creación de la mente humana; y versan los trabajos de la de ciencias físico-naturales sobre si las leyes y fuerzas generales de la materia son las que gobiernan el mundo orgánico. No nos ocuparemos de la sección de literatura, de la que tenemos el honor de ser presidente; pero sí diremos que de las otras dos, la que con mayor fruto y brillantez funciona, es la de ciencias naturales. En ella han sostenido con elocuencia las doctrinas del moderno naturalismo los Sres. Rodríguez Carracido, González Encinas y algunos otros que no recordamos; el Sr. Santero ha pugnado con más ingenio que razón por la teoría vitalista; el Sr. Vilanova ha opuesto a la doctrina de la evolución los datos incompletos de la paleontología, y el Sr. González Serrano ha declarado el actual estado de la metafísica, aceptando humilde los resultados de la ciencia experimental, renunciando a su tradicional idealismo, y buscando una fórmula conciliadora entre la especulación y la experiencia, que bien podrá hallarse en una forma superior del panteísmo que se relacione íntimamente con el monismo de los naturalistas modernos.

No ha rayado a igual altura el debate de la sección de ciencias morales y políticas. Si la escuela ultramontana ha tenido un valioso y elocuente defensor en el Sr. Carballeda, la democrática ha ofrecido el cuadro de las más lamentables divisiones y las exageraciones más funestas. La antigua izquierda del Ateneo está dividida en dos campos separados por abismo profundo. Nada hay de común entre la democracia conservadora y gubernamental que han representado en el debate el Sr. Alvarado y el autor de estas líneas, y el radicalismo intransigente de que han sido fieles representantes, entre otros, los Sres. Torres Campos y Romero Girón. No hay ya avenencia posible entre los que ni se arrepienten ni se enmiendan y los que aprovechan las duras lecciones de la experiencia; entre los que no renuncian a la utopía, el ensueño idealista y la conducta [384] revolucionaria y perturbadora, y los que se atienen a lo posible y a lo práctico, prescinden de aventuras y rinden severo culto al orden, a la ley y a los altos intereses de la sociedad y de la patria. Entre unos y otros la guerra está declarada y fuera vano buscar imposibles y deshonrosas avenencias. Las discusiones del Ateneo, y aun algunas de las juntas generales en que se han ventilado cuestiones de gobierno interior del mismo, han sido uno de los campos en que se ha trabado este combate, que cada vez ha de tomar mayores proporciones. Hora era de que así sucediese y de que la democracia excluyera de su seno a los que siempre la comprometieron con sus exageraciones y demencias.

M. de la Revilla

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