[ Jesús Evaristo Casariego y Fernández-Noriega ]
Reportajes de un viaje a las Jurdes
La ruta de las Jurdes, tierra de maldición.– La política en el campo salmantino.– La Alberca pintoresca.– A la vista de las Jurdes.
Salamanca es una ciudad estudiantil. Toda su historia pretérita está engarzada en los negros manteos de la grey escolar, y toda su vida presente se halla vinculada en su gloriosísima Universidad. Actualmente cuenta con otra importante fuente de riqueza: el turismo, pues Salamanca es una de esas viejas ciudades españolas que encantan y subyugan al viajero con la belleza inmarcesible de sus monumentos, ennegrecidos por el paso lento de las centurias.
En Salamanca hicieron noche los expedicionarios asturianos en viaje para las Jurdes, y al día siguiente, hacia las ocho de la mañana, se pusieron en marcha. Antes de salir, el popular cantante gijonés de asturianadas Enrique “el Diablicu” entonó una canción de la tierrina, que fue muy aplaudida por excursionistas y transeúntes.
Los autobuses salieron de la ciudad, y después de atravesar el sapientísimo Tormes entraron en los campos de Salamanca, “los de los verdes prados y de alegres collados”, como reza el cantar, con sus carreteras de leves subidas y bajadas que atraviesan las dehesas donde se crían famosísimos toros bravos para la lidia, y sus campos florecientes de trigo, donde trabajan los campesinos que aún visten la típica indumentaria de los charros. Vecinos, Tamames, La Alberca, con su plaza mayor, en la que se lidian los novillos durante las fiestas del Santo Patrono, y su frontón, donde se solazan los campesinos en las tardes domingueras. A la entrada de estos pueblos hay, invariablemente, un cartel con el nombre de la localidad y debajo esta leyenda: “Forastero: por respeto a las creencias y a las leyes de este pueblo, no blasfemes.”
A lo largo del camino, típicos ventorros pintados de blanco, donde los labradores se refrescan al regreso de sus faenas con un trago de espeso vino castellano. En todos estos ventorros están pegados aún los carteles de propaganda electoral de la candidatura que llevó a las Constituyentes dos grandes figuras de la oposición: el carlista Lamamié de Clairac y el diputado de Acción Popular Gil Robles. Cartelones expresivos, que llevan litografiado un campo de trigo, en cuyo fondo se ve el campanario de una iglesia pueblerina rematado por una cruz de hierro, y en primer término un labrador en sus faenas. Debajo se lee: “Campesinos: votad la candidatura católico-agraria.” En Tamames pregunté a un labrador quién obtuvo allí la mayoría, y me respondió, con una sonrisa picaresca:
–Aquí todos somos monárquicos y votamos a los agrarios. Los de Unamuno sólo sacaron veinte votos: pero luego nos dijeron de Salamanca que habían sacado más de la mitad del censo. ¡Fíjese usted qué cosas pasan!
No nos extrañó nada la respuesta del labrador, pues ya conocíamos la sinceridad de aquellas elecciones desgraciadas. Nos aprovisionamos de gasolina y continuamos el viaje con dirección a La Alberca, pueblo enclavado en las montañas salmantinas, en las estribaciones de Sierra Gata y casi al pie de la pétrea mole denominada Peña Francia, en cuya cúspide inaccesible se alza entre brumas un viejo monasterio del siglo XV, perteneciente a la orden de Santo Domingo.
El paisaje que rodea a La Alberca es muy parecido al de Asturias, y para que esta semejanza fuese mayor dio la casualidad que al atravesarlo los viajeros astures lloviese copiosamente.
A ambos lados de la estrecha y solitaria carretera el campo aparecía cubierto de estrechos matorrales muy verdes, con bosquecillos de encinas de trecho en trecho. Un admirable criadero de conejos.
La Alberca es un pueblecito agrícola muy rico, que produce cereales, frutas y hortalizas en gran abundancia. Las calles, irregulares, de suelo empedrado; las casas blanqueadas con cal, y los vecinos transitando con sus típicos trajes de charros formaban un pintoresco y abigarrado cuadro, de gratísima recordación para la pupila del viajero, acostumbrada a la uniforme monotonía de las modernas ciudades.
Al llegar a la plaza los autobuses, los chiquillos vestidos de hombrecitos que salían de la escuela recibieron a los excursionistas con significativos gritos, que aquí no podemos reproducir, pero que seguramente adivinarán nuestros lectores. Se obtuvieron varias fotografías de aquel delicioso rincón y una película de varias mozas ataviadas con el traje de las charras, de falda de merino, aderezos de coral y complicado peinado.
A la salida de La Alberca hay que subir una empinada cuesta, y una vez en el alto se empieza a descender por la carretera –atrevidísima obra de ingeniería, que construyó la Dictadura para llevar la civilización a las Jurdes– de las Batuecas.
A los pocos momentos de la descensión se nota bruscamente el cambio del paisaje. Parece que se penetra en una tierra de maldición. La carretera serpentea sobre un horroroso precipicio, perdiéndose después en un estrecho valle rodeado de inaccesibles montañas. La vegetación es muy pobre. Sólo hay algunos arbustos, que brotan de un suelo cubierto de césped muy verde y áspero. La tierra no tiene allí más de una pulgada de espesor; debajo hay pizarra, mejor dicho, barro pizarroso, inservible.
¡Tierra infecunda de las Jurdes, culpable de toda la horrible sordidez de aquella paupérrima comarca, donde se vive en la miseria más espantosa, donde no se conoce el pan, donde el paludismo, el bocio y la microfalia clavan sus garras a placer en las insalubres pocilgas; donde viven los jurdanos mezclados con las cabras y los cerdos; donde la mortandad es muy superior a la natalidad, y ésta se suple con los niños de horribles enfermedades hereditarias que nadie quiere criar y que van a buscar al Hospicio de Cáceres; donde el que tiene dos cabras y recoge una arroba de aceitunas insípidas es considerado como rico; donde se come una ración escasa de patatas al día, “cuando se puede”, como me contaba un anciano campesino con rostro de hambriento, y donde el saciar la sed en el agua de un arroyuelo proporciona el terrible paludismo, que hace tiritar las carnes!
Estas son, a grandes rasgos, las miserias de las Jurdes, “tierras de maldición”, de las que nos ocuparemos mañana por entero.
El reportaje de mañana se titulará: “La espantosa miseria de las Jurdes. Lo que nos dijeron varios jurdanos.”
Oviedo, domingo 10 de julio de 1932
Reportajes de un viaje a las Jurdes
La obra civilizadora en las Jurdes.– Espantosa miseria del hogar jurdano.– Un invierno de hambre.
Las Jurdes o Hurdes, pues de ambas maneras se escribe, toman este nombre del río Juandan o Jurdano que las atraviesa. Este río recibe las aguas de numerosos afluentes, arroyuelos que descienden de las altísimas montañas que aprietan en un cerco de hierro a la comarca maldita, de una extensión de unos dos mil kilómetros cuadrados donde viven aproximadamente, repartidos en cuarenta o cincuenta caseríos los cinco o seis mil jurdanos que forman la población.
Los geógrafos dividen a las Jurdes en altas y bajas. Las bajas son las más ricas y las más accesibles y poco a poco van entrando por la senda de la civilización. Las Jurdes altas son totalmente irredimibles y lo único que se puede hacer para librar a sus infelices pobladores de aquel infierno, es un traslado colectivo a otras regiones de España.
Hasta hace muy pocos años, en que después del viaje de don Alfonso de Borbón se construyó la carretera y se fundaron las factorías del Real Patronato de las Jurdes, creado por iniciativa del que fue rey español, sólo eran accesibles por malísimos caminos de cabras o de lobos, colgados sobre profundos precipicios, inasequibles al hombre civilizado.
Uniendo a esta total incomunicación por estar materialmente circundado de una cuádruple cadena montañosa la natural infecundidad del suelo, tendrá el lector la explicación del abandono secular en que se hallaba aquella comarca a la que sólo llegaban, impulsados por nobilísimos arranques de caridad cristiana, los Obispos de Corias. En 1684, el prelado don Juan de Porras Atienza, que fue el primer jurdanófilo, recorrió durante largas semanas los tristes caseríos llevando el consuelo de su caridad y de sus enseñanzas. Dolorido por aquel espectáculo de miseria, fundó el hospital de Lagunilla y desparramó inmensos beneficios sobre los jurdanos, quienes aún hoy, casi tres siglos después, recuerdan su memoria bajo el piadoso nombre de “el Apóstol de las Jurdes”.
Después, otros muchos Obispos de Coria viajaron por aquellos peligrosísimos vericuetos haciendo lo que podían para remediar los males de sus habitantes, pero el abandono de los Centros Oficiales hizo casi infecunda su labor hasta que un ilustre prelado, el actual Cardenal Segura, de acuerdo con don Alfonso de Borbón, organizó una expedición a través de las Jurdes acompañado de su séquito de cortesanos, políticos, periodistas y fotógrafos para que se supiese por España entera, que tenía en su territorio una región desconocida, donde ni había iglesias, ni escuelas, ni caminos, ni pan, y se dormía sobre el estiércol al lado de los animales.
El resultado de esta visita fue tan fecundo como estéril había sido el de las anteriores. Se construyó una carretera principal con ramales que llegasen hasta todos los caseríos desperdigados entre las peñas y la maleza –construcción interrumpida por la República;– se fundó el Patronato de las Jurdes, bajo la presidencia del Obispo de Coria, que levantó en los lugares estratégicos de la comarca varias magníficas quintas con todas las comodidades de la higiene moderna, que forman un vivo contraste con las cabañas de pizarra. Estas quintas son las factorías. En ellas hay escuela para niños y niñas, médico con botiquín, hospitalillo y laboratorio para la lucha contra el terrible azote del paludismo, en algunas, cuartel de la Guardia civil; además se edificaron iglesias y casas rectorales. Todo, en fin, de lo que antes se carecía, y así pudieron los jurdanos tener sacerdote que les educaran en la moral cristiana; ellos que antes no podían cumplir sus deberes religiosos por estar el templo más próximo a muchas leguas de mal camino, sin bautizarse ni casarse, viviendo como las bestias; maestros que les sacaran de su completa ignorancia y médicos que les curaran las lacras del cuerpo y los estigmas de la degeneración fisiológica. También comisiones de técnicos agrónomos recorrieron la región, estrellándose la ciencia contra la natural infecundidad del suelo. Se llegaron a plantar un millón de pinos que no florecieron.
Hoy día –en plenos tiempos regeneradores de las Constituyentes, el Estatuto, la Reforma Agraria y el Control obrero, la admirable labor redentora del Patronato se halla interrumpida y las miserias de los jurdanos agrandadas hasta el punto de que este año se hallan condenados a morirse de hambre, si Dios no lo remedia.
Efectivamente: unas míseras tierras de patatas que habían logrado sembrar, fueron arrastradas por la riada. Antes, cuando esto sucedía, les quedaba el recurso de marcharse los más fuertes y animosos a trabajar durante la siega en la fértil Extremadura, de donde regresaban con un puñado de pesetas para pasar el invierno. Más ahora una disposición del Ministro de Trabajo, el ilustre socialista señor Largo Caballero, prohíbe que los campesinos vayan a trabajar fuera de sus concejos. ¡Disposición muy socialista, pero que acorrala a los míseros jurdanos condenándoles a morir de hambre entre sus montes pizarrosos!
Cómo se vive en las Jurdes
Es tan dolorosa la impresión que producen las casuchas de piedras y tierra y tan espantosa la sordidez que reina en su interior, que para que el lector se dé mejor cuenta de ella, voy a reproducir unos párrafos de Blanco Belmonte.
«Fuí a Las Jurdes creyendo que de buena fe, para mover a compasión, se exageraba hasta la hipérbole las desdichas de aquellos míseros. No creía yo, no podía creer, que “los panaderos” de la comarca fuesen los mendigos que llevaban, para venta o cambio, sacos con mendrugos recogidos durante semanas de limosneo; no creía yo, no podía creer que los jurdanos huyesen despavoridos ante la aproximación de un visitante, ni creía que existiesen familias y dinastías de “pidiores” o pordioseros, ni que hubiera quien se ganase la vida yendo a los cubiles de los lobos para arrebatar a los lobeznos desafiando a la madre, y luego implorar con las crías un socorro a los ganaderos; antojábaseme increíble que seis mil criaturas se vistiesen con guiñapos, con “mendos” recogidos a gancho por los menderos o traperos; en una palabra, sin negarle fondo de realidad, parecíame excesiva la negrura que los jurdanófilos ponían en sus relatos... Y en mi primer contacto con Las Jurdes lloré... Lloré como un niño, como un hombre, con dolor de lástima, con rebeldía ante la injusticia, con protesta contra un ultraje de lesa humanidad. Ello fue en la alquería de Las Mestas.
Polo Benito, que me había pintado con sombríos colores el hogar jurdano y me había retratado el tipo indígena, me invitó a entrar en un albergue de Las Mestas, dejándome libertad para la elección. De intento elegí el menos malo; un montón de pizarras con un ventanuco cerrado por canchos y un agujero para salida de humos. Empujé unos tablones apolillados, resbalé y me hundí medio metro en albañal. Una cabra, un cerdo y un hombre de rostro cadavérico, con un pequeñuelo en brazos, convivían sobre capas de helechos en fermentación, auxiliando con sus deyecciones a la formación del “vicio”, de abono, que no era posible encontrar de otro modo, ya que no había ganado de labor que lo produjera. Piedras y leños servían de muebles, y para lecho bastaban sacos de “jelechitu”. Castañeteaba el hombre los dientes, en pleno acceso de paludismo, y mansamente declaraba que tardaría una semana en recibir quinina. El niño, aún de pañales, estaba amodorrado; había cumplido seis meses, y ya lo alimentaban con pan mojado en aceite... La madre estaba lavando en el río y cuidando del patatar.»
Esta impresión del ilustre poeta está escrita antes de la visita de don Alfonso. Hoy en Las Mestas y otros poblados se vive algo mejor, aunque todavía el atraso es enorme, pero en Martín Andran, donde fue confinado el doctor Albiñana, y en otros caseríos de las Jurdes Altas, se continúa igual que cuando Blanco Belmonte las visitó.
El reportaje del martes se titulará: “Cómo vive el Doctor Albiñana en Las Hurdes.– Un discurso a los excursionistas asturianos.”
Oviedo, miércoles 13 de julio de 1932
Reportajes de un viaje a las Jurdes
Cómo vive en su destierro el doctor Albiñana.– Un admirable discurso a los excursionistas asturianos.
Un día los polizontes al servicio de la República encontraron en Madrid unos papeles timbrados con la bandera roja y gualda, estos papeles pertenecían al jefe del partido nacionalista, don José María Albiñana Sanz, y el ministro de la Gobernación le impuso la multa de cinco mil pesetas. El doctor Albiñana se negó a hacer efectiva la sanción, diciendo que no tenía dinero. Esta actitud le valió ser desterrado a la alquería de Martín Andrán, en lo peor de las Jurdes altas, que son las peores de todas las Jurdes.
Y en un automóvil del Estado, acompañado por varios agentes, fue llevado el doctor Albiñana desde su modesto, pero cómodo piso de Madrid, hasta las inmundas cabañas de pizarra de Martín Andrán.
Aquello no podía ser habitado por un hombre que conocía la civilización. La primer noche tuvo que dormir entre cerdos y cabras, sobre estiércol, y al día siguiente bajó a Muñomoral, donde comunicó al alcalde que no podía continuar en Martín Andrán y que hiciesen con él lo que quisieran. Comprendiendo la primera autoridad del pueblecito jurdano la razón que asistía al ilustre confinado, le aposentó en su casa (la única en que se puede vivir de todas las Jurdes Altas) y ofició el traslado al gobernador de Cáceres y éste al Gobierno, haciéndose la vista gorda ante la estancia del doctor en Nuñomoral, pues todos comprendieron que en Martín Andrán no era humanamente posible que pudiese vivir un hombre civilizado y enfermo por añadidura.
Y allí está desde entonces el jefe nacionalista. El día 5 de junio llegó hasta la apartada aldea la expedición asturiana compuesta de dos grandes autobuses y varios turismos, con un total de muy cerca de cien persona.
El doctor Albiñana en las Jurdes
Cuando los automóviles asturianos pararon en el campo de Encinas, que está a la entrada de Nuñomoral, se encontraron con la primer sorpresa de la visita. No estaba solo aquello, como se habían figurado, sino que había un pesado autocar y tres coches de turismo. Después supimos que eran gentes de Toledo, Villafranca y Bilbao, que se hallaban visitando al doctor.
Los nuñomoralenses nos recibieron con muestras de júbilo y se brindaron a transportar las cajas de vituallas que se llevaban para comer, puesto que allí no se podía pensar en adquirirlas.
Acompañados de un asturiano, admirador entusiasta del doctor Albiñana, llegamos hasta la casa en que se hospeda éste: un tugurio para cualquier villa medianamente civilizada, un palacio para Nuñomoral.
Figúrate, lector, un patio pequeñísimo, limitado por una pared en la que, más que puertas, hay dos boquetes negros, uno da a la inverosímil y empinada escalera que conduce al piso, y el otro a un cubil donde se guardan cabras y cerdos, y tendrás el zaguán del palacio que habita el jefe nacionalista. Subiendo por las empinadas escaleras –nueve o diez escalones– llegarás a una habitación pequeña, con muy poca luz, donde hay varios trastos y una cama, en el pasamanos de la escalera se tiende la ropa. Luego una sala, la mejor, la mejor habitación de la casa, donde trabaja el doctor, y al lado un cuartito interior donde tienen las camas.
En la habitación de trabajo hay dos mesas, un sofá desvencijado y dos sillas de paja. Las mesas están llenas de papeles, libros, plumas, tintero y una máquina de escribir; en un rincón duerme perezosamente una “radio” antigua que llevó el doctor; emblemas y fotografías por las paredes.
Al hacer su aparición el doctor Albiñana entre los excursionistas, acompañado de varios jóvenes nacionalistas y de su hermano que comparten con él voluntariamente el destierro, se le saludó con significativos vivas y aplausos, a los que respondió efusivamente, estrechando las manos de todos. Al ver la gran cantidad de señoritas que desde Gijón hicieron el viaje para verle, se mostró muy emocionado, dedicándoles frases de gratitud y galantería.
Se obtienen varias fotografías, y después de comer sobre el césped, el doctor anuncia que va a dirigir la palabra desde el balcón de su casa.
Los excursionistas y los habitantes de Nuñomoral, en un total de doscientas personas, escuchan las fogosas frases del jefe nacionalista.
En su breve, pero elocuentísimo discurso, da las gracias a los que para visitarle hicieron tan largo viaje, y a las mujeres gijonesas por la medalla de la Virgen de Covadonga que le regalaron y que, en su presencia, besa emocionado.
Seguramente veníais aquí –dice– esperando ver a un hombre abatido por la persecución y el destierro, y os encontráis con un luchador que está dispuesto a morir en defensa del nobilísimo ideal del Altar y de la Patria. (Muy bien. Grandes aplausos.)
Continúa glosando los postulados del nacionalismo español, y dice que hoy la Patria está en manos de judíos y masones y no dudan en pactar la desmembración de la Patria, única e inmortal; por esto a nadie debe extrañar que la tertulia del enchufe vibre de indignación porque a un separatista le hayan arrancado cuatro pelos.
Señala como los causantes de la situación actual a los débiles Gobiernos que sucedieron a la Dictadura y a las inmoralidades de los caciques que ésta tenía en los pueblos, como los que tiene ahora la República, que son los mismos que los de los viejos y nefastos partidos turnantes.
Hace referencia a las Jurdes, dice que son un rincón muy honrado de España, al que llegó un día un rey y un cardenal para llevar la civilización, y que ahora está completamente abandonado por la República. (Grandes muestras de aprobación y aplausos por parte de los jurdanos.)
Termina diciendo que todos deben estar dispuestos a luchar para cuando llegue la hora, que a él le cogerá siempre en el cumplimiento de su deber, que será el sitio de más peligro.
Una delirante ovación coronada de vivas, no permitió oír las últimas palabras del doctor Albiñana, que se expresó con gran valentía y máxima elocuencia durante su discurso, que no podemos transmitir íntegro a nuestros lectores por muy distintos motivos.
Después de su magnífica oración, el doctor descansó breves momentos, volviendo a bajar con los excursionistas, a los que dedicó tarjetas, recibiendo diversos donativos en metálico, para que repartiese entre los míseros jurdanos, también se hizo al maestro y al cura entrega de cantidades con el mismo objeto.
Y después de pasar un día agradabilísimo en compañía del gran español, perseguido por su amor a España, los excursionistas asturianos emprendieron el viaje de regreso.
El reportaje de mañana se titulará: “Una interviú con el doctor Albiñana.– Lo que nos contó una vieja jurdana.”
Oviedo, jueves 14 de julio de 1932
Reportajes de un viaje a las Jurdes
Una interviú con el doctor Albiñana.– Continuamente está recibiendo visitas de toda España.– El regreso a Asturias.
Hablar con el doctor Albiñana en su destierro de las Jurdes no es cosa fácil. Cree el viajero que en aquél apartado rincón se va a encontrar con un hombre aburrido y desesperado y se encuentra con que es necesario hacer antesala para verle, pues raro es el momento en que no se halla recibiendo alguna visita. Desde su estancia en Nuñomoral sólo en día ha dejado de recibir la visita de largas caravanas de automóviles que desde todas partes de España llegan hasta aquel apartado rincón, haciendo muchas veces recorridos de más de mil kilómetros.
Con gran trabajo pudimos unos momentos hablar a solas con el jefe nacionalista.
–Mi destierro –nos dijo– es tres veces ilegal. En él se falta a la Ley de Procedimientos, a la llamada Constitución de la República que preceptúa en uno de sus artículos que no podrá confinarse a ningún ciudadano a más de doscientos cincuenta kilómetros de su domicilio y por último a la misma… llamémosla Ley de Defensa de la República que concede a los sancionados un plazo para recurrir contra la sanción, cosa que no se me concedió a mí, pues de un calabozo de la Dirección General de Seguridad se me envió en un automóvil con varios agentes a esta desgraciada comarca de mi destierro.
–¿Y se va haciendo usted a la vida de esta región?
–Sí, después de todo, esta es muy buena gente, muy dócil y de muy buen natural. Verá usted que todos traen Crucifijos, colgados del cuello. Pues se los he regalado yo. Les enseñó a leer y comparto con ellos mi comida.
–¿Se preocupa mucho el Gobierno de estas gentes?
–Absolutamente nada. Las tiene por completo abandonadas; no así antes que se construyeron gran número de factorías y carreteras. Hoy día los tres grandes benefactores de las Jurdes están en el destierro.
–¿Trabaja usted mucho?
–Bastante. Desde muy joven estoy acostumbrado a no ver salir al sol. Me acuesto a las dos de la madrugada y me levanto a las diez. Después de cenar escribo unas cuatro horas diarias. Ya tengo terminado el libro “España bajo la Dictadura republicana” y tengo muy adelantado otro que pienso hacer sobre mi destierro: “Confinado en las Jurdes”. Además atiendo mi colaboración a los periódicos de América en los que publico artículos sobre la actualidad española.
–¿Y piensa estar aún mucho tiempo aquí?
–El confinamiento es por tiempo indefinido; hasta este punto se ha llevado el incalificable atropello, pero… Y en los puntos suspensivos el doctor Albiñana nos dejó abierto un paréntesis de misterio, que el tiempo se encargará de descifrar.
Al doctor Albiñana le acompaña su hermano y varios jóvenes nacionalistas que le sirven de secretarios. Su hermano nos dice:
–Desde luego nosotros, no sabemos cuánto tiempo permaneceremos aún en esta tierra. Menos mal que todos los días estamos recibiendo visitas; ¡ya pasan de mil doscientas personas las que desfilaron por aquí!
–¿Y usted no teme que ante estas muestras constantes e inequívocas de adhesión proteste el Gobierno y les vuelva a llevar a las horribles cabañas de Martín Andrán?
–Eso de ningún modo, por la sencilla razón de que nos negaríamos a ir. Allí es materialmente imposible la vida. Yo, que siempre estoy conteniendo a mi hermano en los arranques de su exaltado carácter, sería el primero en aconsejarle que de ningún modo se moviese de aquí, caso de que llegase eso. Se puede confinar a una persona aunque se cometa una injusticia; pero de ninguna manera se la puede obligar a vivir entre cabras y cerdos, durmiendo sobre el estiércol.
La charla fue interrumpida por una voz viril que cantaba una popular canción asturiana. En medio de un corro de expedicionarios y jurdanos, Enrique “El Diablicu” obsequiaba al doctor con música de la tierrina. Después de varias canciones más, recitó unos clásicos cuentos astures que causaron la hilaridad de los oyentes hasta que llegó la hora del regreso. Las seis serían cuando los automóviles arrancaron. Desde las ventanillas se saludó al desterrado, oyéndose varios vivas. En aquel momento dos automóviles ocupados por nacionalistas salmantinos, entraron en el pueblo, saludando sus ocupantes al estilo fascista y mezclando sus vivas con los de los que se iban.
El regreso a Asturias
De Nuñomoral a Asturias, el regreso se hizo por la industrial y españolísima Béjar, hoy arruinada por la protección oficial a los paños de Tarrasa, que pronto contará con su Estatuto separatista.
El viaje a través de la solitaria campiña extremeña fue en extremo pintoresco. A la una de la madrugada uno de los coches que se había separado de los demás, se quedó sin gasolina y tuvieron que ir varios de los expedicionarios a buscar a pie hasta el pueblo de Abadía, donde le facilitaron a uno de ellos un caballo, con el que siguió hasta el de Aldeanueva del Camino, donde por fin se pudo encontrar esencia.
Se hizo noche en Béjar y a las cinco de la madrugada siguiente, los autobuses entraban de nuevo en Oviedo.