[ Cesáreo Rodríguez y García-Loredo ]
Las hordas revolucionarias vuelcan su ira devastadora y sanguinaria sobre nuestro Seminario Conciliar
Las hordas revolucionarias vuelcan su ira devastadora y sanguinaria sobre nuestro Seminario Conciliar
Los luctuosos acontecimientos de la pasada quincena trágica ofrecen abundante materia de meditación a la mente serena del hombre pensador. Quedará al margen de lo que entraña el fracasado movimiento rojo quien lo considere como un conjunto de hechos esporádicos o deshilvanados episodios. En medio de ese cúmulo heterogéneo e informe, producto de los más variados sucesos, es dado descubrir la trama íntima y los planes tenebrosos que tejieron y trazaron con instinto y corazón de hiena los verdugos del noble pueblo astur.
En todas las revoluciones de esta índole es atacado alguno de los principios fundamentales en que se apoya la sociedad. Mas ahora supimos por dolorosa experiencia cómo fueron conculcados todos los postulados básicos en que descansa la humana convivencia. Con fobia infernal y satánico rencor --la Historia Universal apenas recuerda casos semejantes-- los crueles sicarios emplearon el arma homicida o la tea incendiaria contra todo lo que encarnan y representan los nombres sacrosantos de Religión, Autoridad, Justicia, Propiedad y Cultura.
Rudo golpe han sufrido las aludidas Instituciones, pero parece que el odio adquirió mayor intensidad y singular refinamiento en los crímenes sacrílegos y actos nefandos de que fueron víctimas los ministros y cosas de la Iglesia. Ocasión tendremos de dedicar un piadoso y emotivo recuerdo a los nuevos mártires del abnegado y benemérito clero asturiano. Hoy me limito a decir algo, si bien con el alma dolorida y el corazón inundado de tristeza, de las trágicas escenas desarrolladas en nuestro Seminario. El afecto a los alumnos de éste, discípulos míos dilectísimos, pone la pluma en mi mano temblorosa.
Eran las primeras horas de la tarde del sábado 6 de Octubre.
Los pacíficos e inermes moradores de aquella santa Casa sintieron el cercano estruendo de la dinamita, viéndose casi envueltos por las copiosas granizadas de la metralla. En el oído y en el pensamiento de los indefensos seminaristas fue todo aquello como el preludio y presagio de la siniestra hecatombe. Los que habían de ser sus verdugos lanzaban ya a los vientos el lúgubre y amenazador aullido de lobos inhumanos, mostrando abiertamente sus devoradoras fauces de caníbales salvajes. Por eso los inocentes corderos huyen despavoridos, no considerándose seguros en el propio aprisco… Llenos de zozobra y espanto hubieron de arrojarse muchos por una galería de cinco metros de altura. Tras aquella temeraria, confusa y precipitada huida, una gran parte no tardó en caer en las garras de sus perseguidores. Los genuinos hijos del pueblo fueron presa codiciada de quienes dolorosamente pretenden enmascararse con tal denominación. Después… comienza el calvario para un grupo numeroso de mis amados discípulos, calvario que tiene también su vía dolorosa: es el camino recorrido desde Santo Domingo a San Esteban de las Cruces y de aquí a Mieres, larga y penosa senda que guarda en sus grietas y recodos el secreto y el recuerdo de mil torturas e indecibles sufrimientos.
Había llegado la hora del poder de las tinieblas. Largo sería describir los dramáticos incidentes de la triste peregrinación desde Oviedo a Mieres. El breviario, el sombrero y el manteo de los jóvenes ordenandos sirvieron de juguete y mofa a los impíos secuestradores, haciéndolos añicos en medio, tal vez, de sarcásticas carcajadas. No faltó entre los facinerosos quien colocase en los bolsillos de los seminaristas o con descaro tirase a sus pies cartuchos, prendido previamente fuego a la mecha. En honor de la verdad hacemos constar que otros insurgentes, más humanos, acudieron rápidamente para que no se consumase el criminal intento fraguado en una mente torva y degradada.
Los rebeldes en el trayecto mostraban con satánica complacencia los trofeos de su menguada victoria, dando estentóreas voces con las que anunciaban que los curas y frailes iban allí en su poder. Acongoja el ánimo el decir que las turbas, ebrias de furor, que presenciaban el paso de los vehículos se solazaban también en aquel espectáculo de vergüenza e ignominia. Apostadas a los lados de la carretera, tales mesnadas de gente sin entrañas vociferaban y repetían contra aquellos seres desvalidos el “tolle! tolle!, crucifige! crucifege!” del pueblo deicida.
Los locales del Orfeón mierense sirvieron de cárcel a los alumnos de nuestro Seminario. No quiero recordar las amarguras, inquietudes y sobresaltos de los interminables quince días de cautiverio. Aquí hago alto y abro un paréntesis al solemne silencio de la reflexión íntima y callada, pues él es más elocuente, expresivo y conmovedor que mis palabras…