[ Francisco Primo Sánchez ]
El año del odio
Pacientemente, y con una impunidad de la que no hubo ejemplo en ningún país civilizado, los socialistas españoles, o dicho con más propiedad, esas bandas de forajidos han estado acumulando explosivos y armas, que, empleados con arte, hubiesen convertido la nación en una escombrera sangrienta. La palabra “revolución” ha sido un estandarte que ha pasado de mano en mano, enardeciendo a los descontentos tímidos y exaltando a los rebeldes hasta el frenesí. La han vertido millares de labios en los mítines y en las Asambleas de semidoctos con vocación de redentores y la han propagado algunos periódicos que viven apostados en los suburbios de la moral y que, so pretexto de afanarse por el bienestar de los más, no hacían sino percibir un canon en dinero sobre las malas pasiones de la chusma. Aquel vocablo que algunos próceres de la literatura no se han atrevido a desechar de su léxico porque así convenía a sus ambiciones, ha operado como un tónico sobre la sensibilidad popular totalmente indefensa, enloqueciendo a muchos hombres de escaso equilibrio mental y sacando a otros de la apacible ignorancia en que vivían para complicarlos en las más reprobables atrocidades.
¿Causas de esta vesania colectiva? Puestos de acuerdo el psicólogo, el psiquiatra y el economista, es posible que las pusiesen en claro. El escritor de sagacidad limitada y de cultura precaria, como yo, difícilmente podría penetrar en un misterio que, según todas las probabilidades, tiene su origen en la confusa vida mental de las generaciones pasadas. El odio, ¿no será una pasión que se acumula como ciertos terrenos, por aluviones? ¿O será una actividad del espíritu que se manifiesta obedeciendo a determinismos astrales? Si todo en la creación parece responder a las leyes de la necesidad y todo está atado entre sí por los hilos invisibles que encadenan el átomo a la estrella y establecen una identidad orgánica entre el gusano y el hombre, valores zoológicos diferentes de la misma escala, ¿nos será permitido suponer que el odio sea tan necesario como el amor para la armonía moral del mundo? Expuesta con toda moderación esa hipótesis, que nos repugna espiritualmente por lo que tiene de fatalista, apresurémonos a preguntar: ¿No será que existen seres, en los sexos, irrevocablemente malos y buenos? Si las dimensiones de los astros son distintas, ¿por qué no ha de ser desigual el espacio que ocupan el amor y el odio en las almas? Rousseau, que no fue más que un lírico extraviado en la política, ha supuesto, a zurdas, que el hombre es originariamente de una bondad intrínseca que se pervierte y malea en el trato con sus semejantes. Es la sociedad y no el individuo la causa del mal. ¿Cómo ha podido correr con título de válida tamaña paradoja? ¿No habíamos convenido de Aristóteles acá en que el hombre ha nacido para vivir socialmente, esto es, en relación humana con sus semejantes? No. Lo que ocurre, pura y simplemente, es que así como unas tierras son más ricas que otras en sales químicas que aseguran su fertilidad, el bien se produce en ciertos espíritus con mayor exuberancia que en otros. El grande, luminoso e inmarcesible prestigio de Jesús reside, aparte su filiación divina, en su infinita bondad. Su corazón era como un inmenso jardín perfumado por todas las flores. El nuestro, en el mejor de los casos, tiene tanto de plantío como de pedregal.
Pero nuestra curiosidad no se satisface con esas explicaciones de tono más o menos filosófico. Lo que nos interesa ahora no es el hombre específicamente, sino el español situado en la zona popular. Un escritor ha dicho recientemente que el español es un rebelde. Esa clasificación, por lo somera, es como poner una etiqueta en un frasco sin enterarnos de su contenido. Hay que explicar por qué el español es un rebelde y por qué está propicio a sumar su rebeldía a la del vecino para destruir todo lo creado por el sumario procedimiento de la dinamita. Ese estado de la sensibilidad, ¿debe ser considerado como normal? Si así fuese, habría que ir pensando en emigrar a un país de gentes más civilizadas, porque hasta el tránsito por la calle sería un peligro para la vida. Yo creo, por el contrario, que estamos ante un fenómeno de vesania colectiva que es preciso tratar, como se hace en los manicomios, por un sistema mixto de sedantes y correctivos. Cuando el loco está en un período tranquilo se le cuida, y en los paroxismos de violencia se le aplica la camisa de fuerza. He aquí por qué los españoles que no han roto del todo con la razón están pidiendo a gritos un régimen de Gobierno, sea del tipo que sea, que posponga todos los intereses a un sereno principio de autoridad. Nuestra simpatía por el Estado corporativo no obedece a otra causa. Es el miedo a la demencia de ciertos núcleos sociales, que emboscan el odio entre los repliegues de una bandera política. ¿Qué es eso del comunismo libertario? Ya lo hemos visto en el breve ensayo de Asturias. Consiste primeramente en apropiarse de lo ajeno. ¿Con qué derecho? ¿Quién ha dicho que una cosa adquiera sentido de legitimidad al pasar violentamente de unas manos a otras? Si lo admitiésemos, habría que hacer del robo y del pillaje la piedra angular de la sociedad futura. Pero el hecho triste y degradante es que existen millares y millares de españoles persuadidos de que el ritmo y el carácter de una civilización se pueden alterar merced al uso oportuno de los explosivos. Ahora esos españoles se retraen y callan porque sus planes han salido frustrados; el odio que los concertó sigue latente en las almas, o, mejor dicho, en los instintos. Es la perspectiva con que despertará el año de 1935. Pero… con diez veces que se levantase el cadalso, se evitarían cien asesinatos, por lo menos.