Carl Schmitt
El concepto de Imperio en el Derecho Internacional
Al concepto de Imperio{1} que aspiramos a introducir en la investigación científica del Derecho internacional como una entidad específica dentro de ese Derecho corresponde, en el orden del espacio, un ámbito espacial grande. Son Imperios en este sentido aquellas potencias rectoras y propulsoras cuya idea política irradia en un espacio determinado y que excluyen por principio la intervención de otras potencias extrañas al mismo. Imperio y espacio de gran extensión no son lo mismo en el sentido de que el Imperio sea el mismo espacio grande protegido contra cualquier intervención; tampoco se dice que un Estado o pueblo son un pedazo del Imperio dentro de aquél, del mismo modo que a nadie, después de aceptada la doctrina de Monroe, se le ocurre decir que el Brasil o la Argentina son parte integrante de los Estados Unidos de América. Pero todo Imperio tiene un ámbito espacial de gran extensión en [84] el que su idea política irradia y que no debe estar expuesto a intervenciones extrañas.
Es fundamental en nuestro concepto la conexión entre Imperio, espacio extenso y principio de no intervención. Por virtud de ese nexo cobran utilidad teórica y práctica los conceptos de intervención y no intervención, indispensables en todo Derecho internacional fundado en la convivencia de los diferentes pueblos, conceptos que andan hoy irremediablemente trastocados. En el antiguo Derecho internacional, construido sobre el concepto del Estado, la ingeniosa agudeza de Talleyrand de que «no intervención» significaba poco más o menos lo mismo que intervención, era, más que una paradoja, un hecho de cotidiana experiencia. Pero desde el momento en que se dé cabida en el Derecho internacional a esos ámbitos espaciales de gran magnitud y que a ello se sume la prohibición de intervenir impuesta a las potencias extrañas a los mismos, desde el instante en que el concepto de Imperio apunte en el firmamento, es fácil concebir que en una tierra lógicamente distribuida ha de resultar sencillo delimitar los diferentes pueblos en su coexistencia. Y entonces también el principio de no intervención podrá obrar su virtud ordenadora en un nuevo Derecho internacional.
Sabemos perfectamente que la denominación «Deutsches Reich» (Imperio alemán) es intraducible en su peculiaridad concreta y en lo que a la soberanía respecta. Toda entidad política genuina históricamente grande tiene la virtud de producir de su mismo seno su denominación propia e insustituible y de imponer su propio nombre. «Reich», «Imperio», «Empire» no son una y la misma cosa, y si se las mira por dentro tampoco cabe compararlas entre sí. Mientras el [85] vocablo «Imperium» tiene a menudo la significación de una figura universalista, abarcadora del mundo y de la humanidad, supranacional (aunque no por necesidad, puesto que pueden coexistir diversos Imperios), nuestro «Reich» alemán está esencialmente determinado por lo nacional y por un orden jurídico no universalista, basado en el respeto a todos los pueblos. Al paso que el término «imperialismo» se ha convertido, desde fines del siglo XIX, en pura denominación de métodos económico-capitalistas de colonización y de expansión, usados frecuentemente como mera consigna, el vocablo «Reich» ha quedado limpio de esta mácula{2}. Las reminiscencias de ciertas concepciones de los pueblos del decadente «Imperio Romano», así como los ideales de asimilación y mestizaje de los Imperios de la democracia occidental, ponen el concepto de «Imperium» en abierto contraste con un concepto del «Reich» mirado desde el ángulo nacional y respetuoso frente a toda forma nacional de vida. Esto tiene aún mayor influencia si se considera que el «Reich» alemán, situado en el centro de Europa, está emplazado también entre el universalismo de las potencias del Occidente democrático liberal –asimilador de pueblos– y el universalismo del Oriente bolchevique –de signo revolucionario mundial–, y ha de defender en los dos frentes la [86] inviolabilidad de un orden de vida no universalista, nacional y respetuoso para con los pueblos.
Ahora bien; al situarse en el plano del Derecho internacional hay que tomar en consideración no sólo la peculiaridad íntima de las entidades políticas que son soportes y configuradoras del orden político internacional, sino también lo que se refiere a su convivencia y coexistencia. Razones de índole práctica y teórica obligan a tener siempre ante la vista la manera cómo estas entidades reales conviven entre sí, coexisten y se sitúan unas frente a otras. Cualquier otro criterio que no sea éste entraña, ora la negación del Derecho internacional, en cuanto aísla a cada uno de los pueblos, ora su falsificación, a la manera como el Derecho ginebrino de la Sociedad de Naciones ha falseado el Derecho de las naciones en pro de un Derecho mundial universalista. Las posibilidades y el porvenir del Derecho internacional dependen, pues, de que esas entidades que realmente mantienen y configuran la convivencia de los pueblos sean cabalmente conocidas. Esas entidades soportes y configuradoras no son ya hoy, como en los siglos XVII y XIX, Estados, sino Imperios.
Importa mucho acertar el nombre. Nunca la palabra y el nombre son accesorios y menos cuando se trata de entidades histórico-políticas cuyo destino es servir de soporte al Derecho internacional. La contienda en torno a los vocablos «Estado», «soberanía», «independencia» era síntoma de una pugna política profunda, y el vencedor no sólo escribía la historia, sino que a la vez determinaba el vocabulario y la terminología. El nombre «Imperio» que aquí se propone es el que mejor define el verdadero contenido jurídico-internacional del entronque –punto de partida nuestro– entre el [87] espacio de gran amplitud, el pueblo y la idea política. Es una denominación que no excluye la peculiaridad propia de cada uno de esos Imperios. Se salva, en cambio, de esa generalidad vacía que amenaza al Derecho internacional, como la que va envuelta en estas palabras: «zona de influencia», «bloque», «complejo espacial», «comunidad», «commonwealth», &c., o la nueva denominación espacial de «zona»; es un nombre concreto y tajante si se atiende a la realidad de la presente situación del mundo. Pone, además, en nuestra mano una denominación común a las múltiples y normativas entidades sin la cual se acabaría la investigación y hasta la posibilidad de entenderse; sortea, a la vez, otro error peligroso para el Derecho internacional, que consiste en concretar, aislando, cada una de las entidades políticas individuales, rompiéndose así toda conexión. Corresponde al mismo tiempo al lenguaje usual, que emplea el vocablo «Reich» en sus más varias combinaciones{3} –reino del bien y del mal, reino de la luz y reino de las tinieblas, reino vegetal, reino animal–, como expresión, ya de un cosmos en el sentido de un orden concreto, ya de una potencia histórica presta a la guerra y a la lucha, capaz de hacer frente a reinos contrarios; pero que en todos los tiempos ha servido también para dar nombre específico a las grandes formaciones históricas: imperio de los persas, de los macedonios y de los romanos, imperios de los pueblos germánicos y de sus adversarios. Nos separaríamos del sentido y del objetivo que nuestro trabajo persigue, exponiéndonos a un [88] sinfín de disquisiciones, si pretendiésemos estudiar todas las posibilidades imaginables de interpretación filosófico- histórica, teológica, &c., a que el término «Imperio» puede dar pretexto. Lo que nos importa es oponer al antiguo concepto central del Derecho internacional, «el Estado», un concepto simple, utilizable en el campo jurídico internacional, pero que por estar tan metido en el presente es un concepto superior, más alto.
El viejo Derecho internacional desarrollado a lo largo de los siglos XVIII y XIX y continuado en nuestro siglo XX es, a decir verdad, puro Derecho entre Estados. Pese a algunas peculiaridades aisladas y a los pocos casos en que sufre relajación este principio, sólo reconoce a los Estados como sujetos de Derecho internacional. Para nada se habla en él de Imperios, aunque cualquier observador atento no pueda menos de admirarse de cómo los intereses políticos y económicos vitales del Imperio inglés se armonizan con los preceptos de este Derecho internacional. Los manuales de Derecho internacional no aciertan a representarse el Imperio inglés más que como una «unión de Estados». No obstante, el concepto de imperio del «Empire» inglés es de un género especial, y no podrá atinar con él quien lo busque como «unión de Estados». Por su propia situación geográfica inconexa es de signo universalista. El título de emperador que tiene el rey de Inglaterra y que expresa esa idea de imperio mundial va unido a posesiones coloniales muy distantes en el Asia lejana, en Ultramar: la India. El título de Emperador de las Indias, inventado por Benjamín Disraeli, no es solamente documento personal del «orientalismo» de su inventor, sino que responde también al hecho que el mismo [89] Disraeli expresaba en estas palabras: «Inglaterra es realmente un poder asiático más que europeo»-
A un imperio mundial así no corresponde un Derecho internacional, sino un derecho general del mundo y de la humanidad. Pero, como ya hemos dicho, dentro del marco sistemático y conceptual de la ciencia del Derecho internacional no se admitían hasta ahora Imperios, tan sólo Estados. Naturalmente, en la realidad histórico-política siempre hubo grandes potencias rectoras; hubo un «concierto de las potencias europeas», y en el sistema de Versalles «las grandes potencias aliadas». La elaboración de los conceptos jurídicos se ciñó siempre a un concepto general del «Estado» y a la igualdad jurídica de todos los Estados independientes, y soberanos{4}.
La ciencia del Derecho internacional nunca se cuidó de la verdadera ordenación jerarquizada de los sujetos de Derecho internacional. La jurisprudencia de la Sociedad de Naciones nunca ha admitido de manera abierta y consecuente, a pesar de las múltiples investigaciones en torno a estos problemas, la diversidad efectiva y cualitativa, aunque la ficción de la igualdad en el Derecho internacional perdía precisamente en la Sociedad de Naciones todo color de verdad y de realidad ante la evidente hegemonía de Inglaterra y de Francia.
En la conciencia de todos está desde hace mucho tiempo que este concepto trasnochado del Estado como concepto central del Derecho internacional no hace honor [90] ni a la verdad ni a la realidad. Una gran parte de la ciencia del Derecho internacional de las democracias occidentales, especialmente la jurisprudencia de la Sociedad de Naciones, se ha propuesto destronar el concepto del Estado tomando por vía de ataque el concepto de la soberanía. Respondía esto al propósito de dar a esa superación del concepto del Estado en el Derecho internacional un giro humanitario pacifista, con rumbo hacia un Derecho mundial universalista cuya hora parecía haber sonado con la derrota de Alemania y la fundación de la Sociedad de Naciones. También aquí se hacía honor y hasta se puede decir que alcanzaba su punto culminante la armonía preestablecida a que antes aludíamos entre el Derecho internacional y el interés político del Imperio inglés. Mientras se halló indefensa y débil, Alemania no hizo más que mantenerse a la defensiva frente a esas tendencias, pues bastante era, desde el punto de vista del Derecho internacional, si conseguía defender su independencia política y conservar su condición de Estado. El triunfo del Movimiento nacionalsocialista permitió a Alemania –si bien desde un punto de vista diferente y con otros fines distintos del destronamiento del Estado en sentido universalista pacifista– poner victoriosamente proa hacía la superación del concepto del Estado en el Derecho internacional. El poderoso dinamismo de nuestra política exterior nos obliga a examinar rápidamente el estado actual del Derecho internacional y a procurar esclarecerlo introduciendo en él nuestro concepto de Imperio, una vez que el ministro Lammers{5} y el subsecretario Stuckart han puesto en claro [91] la significación jurídico-política y constitucional de dicho concepto. La clave de ordenación que usa el trasnochado Derecho internacional entre Estados es el supuesto de la existencia de un orden concreto determinado y con ciertas propiedades, es decir, de un «Estado», en todos los miembros de la comunidad jurídica internacional. No voy a restar méritos al hecho de que en Alemania haya sido el concepto del pueblo el que en los últimos años ha dado al traste con el predominio del concepto del Estado en el Derecho internacional. Pero no es lícito perder de vista que el antiguo concepto del Estado contiene en sí un mínimo de organización interna, susceptible de cálculo y de disciplina interior, y que ese mínimo de organización constituye la base verdadera de todo aquello que puede considerarse como el orden concreto de la «comunidad de Derecho internacional». Sobre todo, en cuanto institución reconocida dentro del orden interestatal, la guerra se justifica como derecho y como orden por ser guerra entre Estados; es decir, que son Estados como órdenes concretos los que mueven guerra contra otros Estados como órdenes también concretos puestos en el mismo plano. De la misma manera que el orden interno y la justicia de un duelo, cuando ha sido reconocido jurídicamente, radican en que una y otra parte aparecen frente a frente como hombres de honor capaces de darse satisfacción mutua [92] (aunque muchas veces sea diferente su fuerza corporal y diferente su destreza en el manejo de las armas), la guerra, dentro de este sistema de Derecho internacional, es una relación entre un orden y otro orden, en modo alguno una relación entre un orden y un desorden. Esta última relación entre un orden y un desorden es «guerra civil».
Dentro del Derecho internacional interestatal sólo los neutrales pueden ser los testigos imparciales que toman siempre parte en estos duelos entre Estados. Todo el antiguo Derecho internacional interestatal tenía su garantía real no ya en una idea de justicia con un contenido cualquiera, ni en un principio distributivo objetivo, ni en una conciencia jurídica internacional, que durante la Gran Guerra y en Versalles bien se vio que no existían, sino en el equilibrio entre los diferentes Estados (claro es que siempre de acuerdo con los intereses de la política exterior del Imperio británico){6}. Responde este principio a la idea de que las fuerzas de los numerosos Estados grandes y pequeños se equilibran continuamente y que frente al más fuerte predominante a la sazón y, por tanto, el más peligroso para el Derecho internacional, se levanta automáticamente una coalición de los débiles.
Ese equilibrio vacilante, distinto en cada caso, en perpetua consolidación y, por consiguiente, inestable, puede ser ocasionalmente una garantía del Derecho internacional, según sea la disposición de las cosas, sobre todo cuando existen potencias neutrales bastantes. De esta suerte, los neutrales no son sólo testigos [93] imparciales del duelo bélico, sino también los verdaderos garantes y guardianes del Derecho internacional. En tal sistema de Derecho internacional hay tanto derecho internacional real como neutralidad real. No es un azar que la Sociedad de Naciones tenga su sede en Ginebra, y hay buenas razones para que el Tribunal Permanente de justicia internacional resida en La Haya{7}. Pero ni Suiza, ni los Países Bajos son potencias neutrales fuertes capaces de defender por sí mismas en caso de peligro el Derecho internacional. Cuando faltan potencias neutrales fuertes, como ocurrió durante la Gran Guerra de 1914 a 1918. tampoco hay Derecho internacional, como hemos podido comprobar.
El antiguo Derecho internacional descansaba también en el supuesto tácito, aunque esencial y durante muchos siglos real, de que ese equilibrio, garantía del Derecho internacional, giraba en torno a una Europa central débil. Sólo acertaba a funcionar cuando se conseguía poner en juego, unos frente a otros, a Estados medios y a Estados pequeños. Como Clausewitz claramente pone de manifiesto, los Estados alemanes e italianos de los siglos XVIII y XIX sirven a manera de pesas pequeñas y medias que se ponen en uno u otro platillo de la balanza para equilibrar entre sí las grandes potencias. Una potencia política fuerte en la Europa central tenía que dar al traste con un Derecho internacional construido de esta suerte. Los juristas de este tipo de Derecho internacional podían muy bien afirmar, [94] y hasta creerlo de veras en algunos casos, que la guerra mundial dirigida de 1914 a 1918 contra una Alemania fuerte era una guerra por el mismo Derecho internacional, y que el aparente aniquilamiento del poder político de Alemania en 1918 era «el triunfo del Derecho internacional sobre la fuerza “bruta”». Importa mucho, no sólo desde el punto de vista de la historia política, sino también desde el ángulo de la investigación jurídica científica y no es cosa ajurídica, meditar sobre este estado de cosas para comprender exactamente el punto de inflexión en que hoy se encuentra el proceso del Derecho internacional. Porque hoy, frente a un Imperio alemán fuerte y nuevo, otra vez se moviliza con saña en las democracias occidentales y en todos los países por ella influidos ese arsenal de conceptos dirigidos contra un Imperio alemán fuerte. Revistas de Derecho internacional que se tienen por rigurosamente científicas no vacilan en ponerse al servicio de esta política y colaboran en la preparación moral y jurídica de una «guerra justa» contra el Imperio alemán. El trabajo de S. W. Garner, titulado «The Nazi proscription of German Proffesors of International law», publicado en el número de enero de 1939 del American Journal of International Law, es en este respecto un documento verdaderamente asombroso. La ciencia alemana del Derecho internacional se ha esforzado en los últimos años, como ya dijimos, por convertir el Derecho internacional de puro orden interestatal en verdadero Derecho de las naciones. Entre las publicaciones que han seguido esta línea merece ser destacado por su valor científico positivo el primer ensayo sistemático construido sobre el concepto del pueblo, de Norbert Gürke, titulado «Volk und Völkerrecht» (Tübingen, 1935). Pero no es [95] posible, naturalmente, ni tampoco lo pretende Gürke, trocar pura y simplemente el antiguo orden internacional en un orden entre los pueblos. Esto no haría más que añadir nueva substancia e infundir vida nueva al antiguo orden interestatal gracias al concepto del pueblo. En lugar de un concepto abstracto e íntimamente neutral del Estado se pondría un concepto substancial del pueblo, pero conservando la estructura sistemática del trasnochado orden jurídico internacional. Simple transfusión de sangre en las venas antiguas, equivaldría a utilizar o rellenar el viejo Derecho entre Estados en busca de un Derecho entre naciones. Por grande que sea el mérito y el acierto de este esfuerzo, entiendo que no conviene perder de vista estos dos extremos: el primero se refiere a los elementos de ordenación jurídico-internacionales que contiene el antiguo concepto del Estado como una entidad determinada desde el punto de vista de la organización. El «Estado», en el sentido del orden jurídico-internacional, presupone, en cualquier caso, un mínimo de organización, de disciplina y de funcionamiento susceptible de cálculo. No quiero entrar aquí en la controversia movida por Reinhard Höhn, quien de manera resuelta y consecuente define el Estado como «aparato», mientras el otro bando opera con representaciones diversas. Por ejemplo, el Estado como forma o como figura. Bástenos aquí la formulación de Gottfried Neess de que el Estado es esencialmente organización y el pueblo organismo. Pero aparato y organización no son en modo alguno, como bien sabe Höhn, cosas «no espirituales». La moderna convivencia de los diversos pueblos y especialmente la de los pueblos grandes o amenazados exige una organización rígida en el sentido propio de [96] la palabra, requiere un mínimo de consistencia interna y de calculabilidad. Todo esto reclama altas cualidades espirituales y morales y no todo pueblo está a la altura de este mínimo de organización y de disciplina. La lucha que la ciencia del Derecho internacional mueve contra el concepto del Estado erraría el blanco si no hiciese la debida justicia a la obra auténtica de ordenación, que, si bien en la realidad era a veces problemática, no así en principio, por cuanto era consubstancial al antiguo concepto del Estado. Un pueblo incapaz en lo que a la organización se refiere no puede ser sujeto de Derecho internacional. Así se demostró, por ejemplo, en la primavera de 1936 que Abisinia no era un Estado. No todos los pueblos están en condiciones de salvar la prueba de capacidad que implica la creación de un buen aparato moderno del Estado y muy pocos son capaces de hacer frente por sí mismos a una guerra moderna desde el punto de vista industrial, técnico y de la organización. Una nueva ordenación del globo terrestre y la capacidad de ser sujeto de Derecho internacional de primer orden requiere un caudal ingente no sólo de cualidades «naturales», que por sí mismas se dan, sino también de disciplina consciente y de organización extremada y la facultad, asequible tan sólo a un esfuerzo inmenso de la inteligencia humana, de crear con las energías propias el aparato de una comunidad moderna, de llevar las riendas con manos seguras.
El segundo extremo se refiere a los elementos de ordenación jurídico-internacional del antiguo concepto del Estado que en él se contienen en cuanto orden espacial. Para que una noción jurídico-internacional cualquiera de un soporte o sujeto del orden jurídico-internacional [97] tenga validez se requiere, además de una determinación personal (el Estado o nación a que pertenece), una posibilidad de delimitación territorial. Hasta los pluralistas ingleses más extremistas admiten este aspecto del concepto del Estado. G. D. H. Cole, cuya opinión a este respecto es tal vez más auténtica que la del judío Laski, el que más se cita cuando del pluralismo inglés se habla, dice, por ejemplo, que el Estado como «political body» es «an essentially geographical grouping»{8}. En vez de entrar en prolijas disquisiciones, prefiero llamar la atención sobre un síntoma de gran importancia. El moderno triunfo técnico sobre el espacio por medio del avión y de la radio no ha llevado en el Derecho internacional, como en un principio se esperó y podía esperarse a juzgar por otras analogías de gran relieve, a que el espacio aéreo se considerase en el Derecho internacional a la manera del mar libre, sino que hasta hoy, por el contrario, ha sido el principio de la soberanía territorial del Estado sobre su espacio atmosférico la base de todas las reglamentaciones de índole contractual o no contractual de la aviación y la radio internacionales. Desde el punto de vista técnico resulta el caso peregrino y hasta grotesco si se piensa a cuántas soberanías está sometido un avión moderno que en pocas horas vuela por encima de muchos pequeños Estados, o si se considera el resultado de tantas soberanías de Estados sobre las ondas eléctricas que ininterrumpidamente, en un santiamén, dan la vuelta al globo terráqueo a través del espacio. Cae aquí por su base la superación del antiguo concepto central del Estado en el plano científico del Derecho internacional por [98] razón de la situación. No faltan tentativas importantes en este sentido. En Alemania no se ha concedido la atención debida al hecho de que una teoría sustentada en Inglaterra se haya aprovechado precisamente en gran manera del desenvolvimiento técnico moderno para, después de superado el Estado, abrir camino a un Derecho mundial universalista, sostenido por la Sociedad de Naciones o por otras organizaciones, con lo cual se hace plausible la superación del Estado en sentido universalista. Estas consideraciones han servido a J. M. Spaight para afirmar en muchos de sus escritos{9} la idea de que el moderno desenvolvimiento técnico, sobre todo del arma de aviación, tendrá que superar la guerra entre Estados y que la aviación bastará para mantener en orden y en paz a toda la tierra, de manera que las guerras entre Estados se acabarán automáticamente y sólo habrá lugar para las guerras civiles o la guerra de sanciones. Tales construcciones, que tanto impresionan a veces, demuestran que el problema de un nuevo orden espacial no admite aplazamiento en la ciencia del Derecho internacional. Pero en el concepto del pueblo como tal no aparece un nuevo elemento de ordenación del espacio superador de la idea del Estado nacional del siglo XIX lo bastante claro para remover de sus cimientos, desde el punto de vista jurídico-científico, de modo convincente, el viejo orden internacional.
Las medidas y las normas de nuestra noción del espacio han variado de hecho esencialmente. Esto es también decisivo para el desenvolvimiento del Derecho internacional. El Derecho internacional europeo del [99] siglo XIX, con su Europa central débil y las grandes potencias occidentales en el trasfondo, nos parece hoy un mundo pequeño ensombrecido por gigantes. No cabe ya este horizonte en un Derecho internacional pensado a la moderna. Hoy pensamos en proporciones planetarias y en grandes espacios. Sabemos que ha de venir inevitablemente una nueva distribución del espacio, de la que ya nos hablaron el director general Wohlthat y el general Ritter Von Epp{10}. En tal estado de cosas, entre la pura aquiescencia conservadora a la vieja idea interestatal y la desviación hacia un derecho mundial universalista, que desconoce el Estado y el Pueblo, propugnado por las democracias occidentales, es misión de la ciencia alemana del Derecho internacional acertar con el concepto de un orden espacial concreto de gran amplitud: un concepto que eluda ambos peligros y a la vez haga justicia a las proporciones espaciales de la imagen que actualmente tenemos de la tierra, así como a los nuevos conceptos de Estado y Pueblo. Sólo el concepto jurídico internacional del Imperio puede, a nuestros ojos, cumplir tal cometido, como un concepto impregnado por una determinada concepción del mundo y, en el orden del espacio, por los principios de un ámbito espacial de gran amplitud que excluye la intervención de potencias extrañas y del cual es garante y guardián un pueblo que demuestra estar a la altura de esta empresa.
Por grande que sea la labor científica que aún falta para cimentar en todos sus pormenores nuestro concepto de Imperio, lo cierto es que su posición clave para [100] un nuevo Derecho internacional es tan poco discutible como son fáciles de conocer y distinguir su peculiaridad frente al viejo orden estatal del siglo XIX y la meta universalista de un Imperio mundial. Cuando, en el otoño de 1937, expuse ante la Sección de Investigación del Derecho de la Academia de Derecho alemán en su IV Asamblea mi informe sobre «el giro hacia el concepto discriminatorio de la guerra»{11}, la situación política general era harto distinta de la presente. El concepto de Imperio no hubiera podido convertirse a la sazón en la piedra angular del nuevo Derecho internacional, como ahora ocurre. A raíz de aquel informe se planteó la cuestión de qué cosa nueva traía yo para ponerla en lugar de la antigua, dado que ni quería quedarme en lo viejo, ni quería tampoco someterme a los conceptos de las democracias occidentales. Hoy puedo dar la respuesta. En un Derecho internacional nuevo el concepto ordenador es nuestro concepto de Imperio, que toma por punto de partida en el orden del espacio un ámbito nacional muy extenso sustentado por un pueblo. Vemos en él la entraña de una nueva manera de pensar el Derecho internacional que arranca del concepto del pueblo y deja subsistir íntegramente los elementos ordenadores contenidos en el concepto del Estado, a la vez que hace honor a la noción actual del espacio y a la disposición, de las fuerzas políticas; que mide con medida «planetaria», es decir, con la medida espacial de la tierra, sin aniquilar a los pueblos y a los Estados y sin poner proa hacia un derecho mundial de cuño universalista e imperialista como el [101] Derecho internacional imperialista de las democracias occidentales, una vez superado el viejo concepto del Estado.
La idea de un Imperio alemán soporte y configurador de un nuevo Derecho internacional hubiera sido antes de ahora un sueño utópico, y no más que un mero deseo la idea de un Derecho internacional construido sobre ese Imperio. Hoy la Europa central, débil e impotente, ha cedido el paso a otra fuerte e inatacable, capaz de hacer irradiar en el espacio central y oriental de Europa la gran idea política suya, es a saber, el respeto debido a todo pueblo como a una realidad vital determinada por su manera de ser y su origen –la sangre y el suelo– y capaz de rechazar las intervenciones de potencias no nacionales y extrañas a su ámbito espacial. La acción del Führer ha otorgado a la idea de nuestro Imperio realidad política, verdad histórica y un espléndido porvenir en el Derecho internacional.
Carl Schmitt.
Traducción de Francisco Javier Conde.
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{1} La profunda transformación mundial que vivimos tiene su acompañamiento en la renovación de los conceptos políticos. Es uno de los fines de nuestra Revista informar de aquellas aportaciones a la nueva ciencia política que puedan merecer mayor interés. Difícilmente podría superarse el que despierta el presente trabajo de Carl Schmitt, cuyas primicias, en lengua española, ofrecemos.
{2} Rebasaríamos el marco trazado a nuestra exposición si quisiéramos dilucidar aquí el concepto del imperialismo y enfrentamos con su copiosa literatura, tema que nos reservamos para otra ocasión. Pero no quiero dejar de aludir a la exposición sobremanera clara de Werner Sombart en su libro Das Wirtschaftsleben im Zeitalter des Hochkapitalismus. Der Moderne Kapitalismus, tomo III, i, München und Leipzig, 1937, pág. 66 y ss.; y al trabajo de Carl Brinkmann, Imperialismus als Wirtschaftspolitik, Festgabe zu L. Brentanos 80. Geburtstag, 1925, y a lo que H. Triepel dice en su libro Die Hegemonie (1939), páginas 185 y s., sobre imperialismo y hegemonía.
{3} N. del T. La palabra «Reich» en esta combinación que cita el autor no se puede traducir por Imperio, y tiene como equivalente en castellano el vocablo «reino» en su acepción general desvinculada de cualquier significación política específica.
{4} Carls Bilfinger: «Zum Problem der Staatengleichheit im Völkerrecht», Zeitschr. f. ausl. öff. Recht und Völkerreckt, tomo IV (1934), págs. 481 y ss., y «Les bases fondementales de la communauté des Etats», en el Recueil des cours de l'Académie de Droit International, 1939, pág. 95 y ss. (Egalité et communauté des Etats).
{5} H. H. Lammers: «Staatsführung im dritten Reich», en la serie de conferencias de la Academia de la Administración Austriaca, Berlín, 1938, pág. 16: «El vocablo "Tercer Imperio" de los alemanes, que reúne en sí la idea del Estado y la idea del Pueblo, estimo que es de suma importancia jurídico-política y la primera denominación exacta del Estado alemán». En el mismo sentido, el Völkischer Beobachter de los días 2, 3 y 4 de septiembre de 1938. Wilhelm Stuckart habló por primera vez del Imperio como forma y orden nacional de vida en la conferencia titulada «Partido y Estado», pronunciada ante la Asamblea de juristas alemanes en 1936, págs. 271-73.
{6} Fritz Berber: Principien der britischen Aussenpolitik. (Publicaciones del Instituto alemán para investigación de la política exterior, Berlín, 1939, pág. 20 y ss.).
{7} Christoph Steding: «Das Reich und die Krankheit der europäisch. Kultur», Hamburgo, 1939; también Carl Schmitt: «Neutralität und Neutralisierung», en la Revista alemana de la Ciencia del Derecho, tomo IV, cuaderno 2.°, 1939.
{8} «Conflicting Social Obligations», en los Proceedings of the Aristotelian Society, nueva serie CV (1915), pág. 151.
{9} Air power and cities; Londres, 1930 (continuación de Air power and War Rights, 1924).
{10} Wohlthat: «Grossraum und Meistbegünstigung», en el D. Volhswirt del 23 de diciembre de 1938. Ritter von Epp: Discurso del 23 de febrero de 1939; v. Hakenkreusbanner, núm. 56, pág. 2.
{11} Publicado en el cuaderno número 5 de la Sección de Derecho Internacional. (Publicaciones de la Academia de Derecho alemán, editadas por el ministro Dr. Haus Frank.) Dunker und Humbolt, München, 1938.