Concepción Arenal
Juicio crítico de las obras de Feijoo
Capítulo II
Filosofía
Feijoo tenía de la razón tan alta idea, que ha dicho hablando del hombre: «En lo moral, no tiene potencia externa o interna, exceptuando la razón que no procure su caída.» ¿Era un filósofo? Tal se creía y lo ha dicho, acaso porque daba a la palabra una significación muy lata; para él filosofar era lo mismo que razonar, y en buena filosofía equivalía, en su concepto, a decir en razón. Si de filósofo se califica a un hombre cuya razón es capaz de elevarse a metafísicas abstracciones y profundizar en el estudio de la naturaleza humana, observador analítico, lógico, dispuesto a pedir a la duda sus motivos y a la afirmación sus pruebas, siempre que en nombre de la religión no se le vedara, era un filósofo Feijoo. Si se entiende por filósofo el que lleva la investigación y el análisis hasta donde es dado llegar, que no se detiene sino ante la imposibilidad de ir más allá; que no admite fallo que no se razone, afirmación que no se pruebe, ni más autoridad que la de un superior conocimiento, Feijoo no era filósofo. Él ha recibido y aceptado resueltas por la autoridad las más [188] graves cuestiones de la filosofía. Dios, la Naturaleza, la Humanidad, la esencia del Ser Supremo, la del hombre y su fin, las leyes del Universo: todo lo discute, todo es problema para la filosofía; todo pretende saberlo, todo lo afirma la fe; y Feijoo, que la tenía, recibe de la Iglesia resueltos los grandes problemas, ejercitando su razón solamente en aquellos que pudiéramos llamar de segundo orden. No es posible, en consecuencia, juzgarle en las altas regiones del pensamiento, a las que dio muestras muy evidentes de poder llegar, pero cuyo acceso se le impedía; hay que estudiarlo en esferas menos elevadas, donde las superiores dotes no pueden desplegarse en toda su fuerza y hermosura, aunque no sean inútiles, porque en los trabajos del espíritu la fuerza que se imagina estrictamente necesaria, es insuficiente; y se aprovecha la que parece que sobra. Nos ha dejado su credo filosófico formulado con bastante claridad en estos términos:
«Así yo, ciudadano libre de la república literaria, ni esclavo de Aristóteles ni aliado de sus enemigos, escucharé siempre, con preferencia a toda autoridad privada, lo que me dictaren la experiencia y la razón. Veo por el capítulo expresado (por mirar a los animales como máquinas y sus sensaciones y conocimientos, como efectos de la materia organizada de cierto modo), y aún por otros, claudicantes todos los sistemas modernos; conozco la insuficiencia del aristotélico, porque verdaderamente no es sistema físico, sino metafísico... Yo estoy pronto a seguir cualquier nuevo sistema, como le halle establecido sobre buenos fundamentos y desembarazado de graves dificultades; pero en todos los que hasta ahora se han propuesto, encuentro tales tropiezos, que tengo por mucho mejor prescindir de todo sistema físico, creer a Aristóteles lo que pueda, bien sea Física o Metafísica y abandonarle siempre que me lo persuade la razón y la experiencia. Mientras el mar no se aquieta, es prudente detenerse a la orilla; quiero decir, mientras no se descubre rumbo libre de grandes dificultades, para engolfarse dentro de la Naturaleza, dicta la razón mantenerse en la playa, sobre la arena seca de la Metafísica... La Iglesia universal... la cual es cierto que no puede errar en materias de fe, no por imposibilidad antecedente que se siga a la naturaleza de las cosas, sino por la promesa que Cristo la hizo de su continua asistencia y de la del Espíritu Santo en Ella ... [189] Si la experiencia y el Evangelio se opusieran, desmentiría mis ojos y mis manos para asentir al Evangelio.»
En concepto de nuestro autor, el origen de todo conocimiento debe ser el estudio, la observación, la experiencia, no admitiendo contra ellos autoridad privada, pero sometiéndose incondicionalmente a la de la Iglesia. ¿En qué materias? En todas las que ella misma preceptúe: quien es infalible para decidir de la verdad de una cosa, lo es también para señalar las que han de someterse a su resolución, y tienen todas tal enlace unas con otras, que se arrastran mutuamente a la servidumbre, lo mismo que a la licencia.
En vano Feijoo pretende que están bien marcados los límites de la teología; él palpa con sus propias manos que traspasa los que le señala, y puede decirse que no los tiene, cuando la encuentra en el campo de la ciencia mandando o prohibiendo. Obedece, es fuerza que obedezca, porque dado su acierto infalible y su autoridad divina, es no solo rebeldía, sino que parece locura todo género de oposición. No la intenta; antes procura probar lo que cree, y así, por ejemplo, para salvar la unidad de la especie humana, busca un paso entre Europa y América, y atento a la letra del Génesis, señala el lugar donde estuvo el Paraíso terrenal.
La Metafísica de la Escolástica degenerada y casi todo lo que llamaba filosofía la Escuela, repugnaban al buen sentido y claro entendimiento de Feijoo. No siendo posible repetir la obra de Santo Tomás, careciendo de libertad para abrir nuevos caminos ni dilatar la vista por más extensos horizontes, tiene necesariamente que retraerse de tratar cuestiones fundamentales, en las que el círculo de lo opinable era cada vez más reducido. ¿Qué mucho que manifestara predilección por el estudio de las ciencias físicas, naturales y matemáticas? No es que le faltara aptitud para otras materias, ni que les negase la importancia que tienen; pero la discusión sobre ellas había de ser necesariamente estéril, no pudiendo salir de los límites que le estaban señalados.
En filosofía, como en religión, se notan en Feijoo tendencias distintas y aun contradictorias; católico, se atiene a las soluciones de la Iglesia; pensador, es partidario entusiasta de Bacon, y como él injusto con los filósofos que le precedieron. Así dice, por ejemplo.
«Cuanto puede alcanzar nuestra vista intelectual, mirando hacia atrás por la sucesiva serie de los siglos aunque pase más allá [190] de Aristóteles y Platón hasta Demócrito, Epicuro, Zenón y Pitágoras, nada ve o casi nada sino el encaprichamiento de los sistemas. Todos estos siglos se perdieron para la filosofía, y toda la ocupación de los filósofos que florecieron en ellos se puede decir que fue una mera ociosidad, pues no hicieron otra cosa que tomar sueños por realidades, sombras por luces, ilusiones por aciertos, parelias por soles. Si lo que dieron a especulaciones vagas dieran a observaciones experimentales, ¡oh! que gazofilacio de física hubieran dejado a la posteridad, en vez de los inútiles harapos que hemos heredado de ellos! Porque, ¿de qué nos sirven los números de Pitágoras, los átomos de Leucipo, las ideas de Platón, las cualidades elementales de Aristóteles y otras baratijas semejantes?»
Creyente y aun crédulo en materias de fe, propende al escepticismo en filosofía: llevábanlo consigo los tiempos en que vivió; era reacción inevitable contra la tiranía de la escuela. Poco satisfecho de los sistemas filosóficos preconizados hasta entonces, no negaba que pudieran meditarse otros más perfectos. «¿Quién sabe, dice, si en adelante puede descubrirse alguno tan cabal, tan bien fundado, que convenza de su verdad al entendimiento? Lo que creo es, que si esto se puede lograr, es más verosímil conseguirlo usando el método y órgano de Bacon.» No se suponga por esta afirmación y otras análogas que el método experimental y analítico era para él un procedimiento casi mecánico; en muchas partes de sus obras, con frases más o menos terminantes y con su propio proceder, demuestra que no se puede separar el análisis de la síntesis, ni hacer experimentos sin ideas. Su clara razón y el ejercicio de las cosas espirituales, le preservaron de caer en las exageraciones del método analítico, que, si no se les pusiera límite, nos darían un esqueleto por cuerpo científico. Si alguna vez se inclinó de ese lado, no le juzguemos severamente; tengámoslo por reacción inevitable contra aquella palabrería que se llamaba ciencia, dando por ideas a priori lo que a posteriori resultaban vaciedades. Hoy no todos recuerdan lo que era aquella situación intelectual de España, ni se ponen en lugar de un juicio recto en presencia de aquel encadenamiento de atentados contra el buen sentido y la sana razón. Nuestro autor flagela una y otra y muchas veces a la pedantería escolástica, cuando dice:
«Los aristotélicos, bien hallados con la descansada invención [191] de dar nombre de cualidad, virtud o facultad a la causa que se inquiere, añadiendo un adjetivo que es denominación tomada del efecto, dicen, que la causa del movimiento elástico es la virtud elástica de la vara o del muelle. Esto, verdaderamente, es haber hallado la llave maestra para abrir todos los retiros de la Naturaleza: porque no hay causa alguna tan oculta que con esta invención no se manifieste. Si se pregunta cuál es la causa de los maravillosos movimientos del imán, se responde que la virtud magnética; si se pregunta qué causas obran en nosotros la cocción de los alimentos, la expulsión de los excrementos, la nutrición, &c., se responde con una virtud concotriz, otra expulsatriz, otra nutritiva; del mismo modo la causa de los vientos será una virtud ventífica, la del rayo una virtud fulminante, del flujo y reflujo del mar dos virtudes encontradas, una fluxiva y otra refluxiva. Con este baratísimo modo de filosofar, todo está averiguado a la primera ojeada. Pero, hablando de veras, esto, ¿qué otra cosa es que responder con lo mismo que se pregunta? Decir que la causa del movimiento elástico es la virtud elástica, formalísimamente es decir que la causa del movimiento elástico, es la causa del movimiento elástico. Decir que la virtud magnética es quien causa en el imán la atracción del hierro, es responder con aquella gracia que tienen estudiada algunos niños, los cuales, si alguno les pregunta: –Muchacho, ¿de quién eres hijo? responden: –De mi padre.»
Si en cuanto al método para hallar la verdad Feijoo guarda un justo medio, siendo muy disculpable cuando de él se aparta por las exageraciones en sentido contrario, no serían tan fáciles de desvanecer las sospechas de que en filosofía tuvo tendencias, si no materialistas, sensualistas por lo menos. El nihil est in intellectu, atribuido a Aristóteles, prohijado por Santo Tomás y los escolásticos, fue expresamente admitido por nuestro autor, en cuyos escritos se revela más de una vez el espíritu de la famosa sentencia, que, o significa una verdad de Pero Grullo, o un crasísimo error: ya se sabe, sin que lo afirmen el filósofo y el Ángel de la Escuela, que el hombre sin sentidos no puede tener ideas, por la sencilla razón de que no puede ser hombre; pero suponer que las ideas vienen de los sentidos, es confundir la condición con la causa, y como afirmar que el obrero que machacó los colores es el autor de El Pasmo de Sicilia. [192]
El espiritualismo cristiano neutralizó y aún triunfó de la tendencia aristotélica hacia lo material, pero no logró evitar el daño de haberse asociado a ella. Puede confiarse a la fe la misión de evitar que una doctrina filosófica produzca sus naturales consecuencias; puede llenar esta misión por breve espacio o largo tiempo; pero más tarde o más temprano, infaliblemente, llega un día en que la fe falta; la lógica llega; de las premisas se deducen consecuencias y la semilla que no germinaba en el creyente arraiga en el hombre descreído. No hay dique seguro contra los desbordamientos de la inteligencia más que la inteligencia misma; cualquiera otro produce menos bien, mientras subsiste, que daño causa el día que se rompe. Cuando faltó el que oponían las creencias a las corrientes materialistas que surcaban la doctrina de Aristóteles, grandes campos se inundaron y mucho que se llamó reacción no fue sino lógica.
La mala levadura de la escuela no siempre estuvo imposibilitada de fermentar en Feijoo por el espiritualismo cristiano. Así, da a veces a la organización del cuerpo tanta influencia sobre el alma, que hace temer por el libre albedrío y la responsabilidad moral. Como parte de que las almas son iguales y no puede admitir que se hallen distintos grados de perfección, tiene que explicar sus diferencias por las del cuerpo, o las de la gracia, y fluctuando entre estos dos fatalismos, no es raro que propenda al peor de ellos, al de la materia. En ocasiones hay mucha, hay demasiada fisiología y anatomía en su psicología, y como que se comprende que pudiera entenderse con Gall y con Bichat. Haremos algunas citas en prueba de esta aserción, que probablemente parecerá extraña.
«Yo supe de buena parte ser esto falso (1. Que el uso de la Anacardina había producido un gran aumento en la memoria), y que aquel sabio cardenal (de Aguirre) sólo había debido su gran memoria a la constitución de su celebro... En cada individuo hay una disposición permanente de su naturaleza, y otras que son pasajeras; aquella consiste en el temperamento de cada uno, éstas en las accidentales disposiciones del temperamento. Del temperamento viene aquella constitución habitual del ánimo que llamamos genio o índole, la cual, aunque padezca a tiempos sus desigualdades, o [193] sus altos y bajos, siempre, no obstante, permanece en razón de habitual. Así decimos que éste es iracundo, aunque alguna vez le experimentemos pacífico; de éste, que es pacífico, aunque alguna vez le veamos airado. De tal o tal temperamento viene tal o tal genio, y de las alteraciones accidentales del temperamento vienen las desigualdades del genio o índole... Digo, pues, que el origen, así del amor como de las demás pasiones, no puede menos de colocarse donde está el origen de todas las sensaciones internas. La razón es clara, porque el ejercicio de cualquiera pasión no es otra cosa que tal o tal sensación ejercida, o ya en el corazón, o en otra entraña o miembro. El que ama experimenta una determinada sensación en el corazón, que es propia de la pasión amorosa; el que se enfurece, otra sensación distinta, que es propia de la ira; el hambriento experimenta en el estómago la sensación propia del hambre, &c. ¿Y dónde está el origen de todas estas sensaciones? Indudablemente en el celebro, no sólo porque en el celebro está el origen de todos los nervios que son los instrumentos de ellas, mas también porque palpablemente se ve que algunas, si no todas, jamás se experimentan sin que preceda en el celebro la representación de los objetos de aquellas pasiones a quienes las sensaciones corresponden. Solo se siente en el corazón aquella conmoción que es propia del amor, luego que en el celebro se estampó la imagen del objeto agradable; la que es propia de la ira, luego que se estampó la que es propia de la ofensa, &c. Pero acaso la alma por sí misma inmediatamente lo hace todo, y como ella manda en todo el cuerpo, a su imperio solo, sin mediar el manejo del celebro, se excitan esas sensaciones. Es evidente que no; pues muchas veces se excitan, no solo no imperándolo o no queriéndolo el alma, mas aún repugnándolo o disintiendo positivamente. Así estos son, por la mayor parte, unos movimientos involuntarios; y aun cuando son voluntarios, solo lo son ocasionalmente... Hay, también gran diferencia de unos hombres a otros en cuanto a la intención de amar. Hay quienes solo son capaces de una pasión tibia que los inquieta poco, que miran con ojos enjutos la muerte de un amigo, y quienes se apasionan tan violentamente, que apenas pueden vivir sin la presencia del objeto amado. Entre estos dos extremos hay también sus medios. Toda esta diversidad viene de la diferente impresión que hacen los objetos en los órganos de [194] distintos individuos. Hacen, digo, los mismos objetos o un objeto mismo en especie y en número, diversa impresión en los cerebros de distintos hombres. Es preciso que así sea por razón de la diferente textura, configuración, tamaño, movilidad, tensión y otras circunstancias de las fibras del celebro de distintos sujetos... Tiene, pues, este hombre, las fibras del celebro de tal manera condicionadas, que presentándose a sus sentidos un objeto hermoso, hace en ellos aquella impresión que causa amor; éste las tiene tales, que el objeto no hace ni puede hacer en ellas tal impresión. Del mismo modo se puede discurrir para el más y para el menos. De la disposición de las fibras, viene que en uno haga vehementísima impresión el objeto hermoso, en otro floja y débil. Con proporción sucede lo propio respecto a las demás pasiones... Mas ¿cómo de la impresión que hacen los objetos en el celebro resultan en el corazón estos efectos? Todo es obra de un delicadísimo mecanismo... Siguiendo esta idea, me imagino que el movimiento que causa la sensación del amor es ondulatorio; el del miedo compresivo, y el que causa la ira crispatorio, &c. El tener las fibras del celebro más aptas para recibir un movimiento que otro, hace que los hombres adolezcan más de una pasión que de otra... Es de creer que la cantidad y calidad de los líquidos que bañan el cuerpo, tenga su parte en el ejercicio de las pasiones; pongo por caso, que el humor falso contribuya a la lujuria, el amargo a la ira, el austero a la tristeza... En la sangre han observado los modernos partes terrestres, aqueas, oleosas, espirituosas y salinas. Acaso el predominio o exceso respectivo de las oleosas conducirá al amor... No porque yo niegue que para el recto o desordenado uso de las potencias del alma, el temperamento hace mucho al caso... En cuanto a la organización, bien creo yo que la variedad de ella puede variar mucho las operaciones del alma... Asiento, pues, a que la mayor o menor claridad y facilidad de entender depende, en gran parte, de la diferente organización.»
Podríamos multiplicar citas en el mismo sentido, porque en muchas partes de sus obras deja ver nuestro autor cierta tendencia a materializar y mecanizar las cosas del espíritu. No diremos por eso que era materialista; pero leyéndolo, como leyendo a Santo Tomás, se comprende que acaso hubiera podido ser sensualista, cuando menos, si no fuese cristiano sincero y ferviente; y se comprende [195] también cómo otros, a quienes faltó la fe, sacaron de la Escolástica muchas consecuencias de que ha querido hacerse responsable a la Filosofía moderna.
Aunque imposibilitado para discutir los grandes problemas de la Filosofía, no ha dejado Feijoo de manifestar aptitud para ella, como lo prueba al hablar de Descartes, Bacon y otros filósofos, y en sus discursos Defensa de las mujeres y Racionalidad de los brutos.
El primero bastaría para acreditarle de hombre de progreso, amante de la verdad, y que la defiende sin reparar en la multitud de los que la combaten.
«En qué grave empeño me pongo, dice; no es ya solo vulgo ignorante con quien entro en contienda; defender a todas las mujeres, viene a ser lo mismo que ofender a casi todos los hombres, pues raro hay que no se interese en la precedencia de su sexo con desestimación del otro... Y lo más gracioso es que han gritado tanto (los hombres) sobre que las mujeres son de cortísimo alcance, que a muchas, si no a las más, ya se lo han hecho creer.»
Comprende, pues, que tiene que combatir, no solo al ofensor, sino al ofendido, que, en el último grado de envilecimiento, pierde la idea de la justicia, y da este nombre a la opresión; pero, sin intimidarse, lucha adelantándose a su época y aun a la nuestra, porque son bien pocos los que en ella sostienen con Feijoo la aptitud de la mujer para todo género de ciencia y conocimientos sublimes, su igualdad, cuando menos, bajo el punto de vista moral, y cuánto contribuye a la perversión de las costumbres, y los males sin cuento que produce, la baja idea que de la mujer tiene el hombre y ella misma.
Para probar la igualdad de las almas en los dos sexos, y si no la identidad, la equivalencia de facultades, nuestro autor combate en todos los terrenos y echa mano de la anatomía, de la fisiología, de la historia, de la lógica, y con argumentos concluyentes combate a tantos autores, que con Aristóteles a la cabeza, han considerado a la mujer, no solo como inferior al hombre, sino como un animal imperfecto. Aunque halle en la historia y utilice ejemplos notables de las altas dotes intelectuales y morales de la mujer, ya comprende que su falta de cultura no puede dar a esta prueba todo su valor, y así dice:
«El más corto lógico sabe que de la carencia del [196] acto a la carencia de la potencia, no vale la ilación, y así, de que las mujeres no sepan más, no se infiere que no tengan talento para más. Nadie sabe más que la facultad que estudia, sin que de aquí se pueda colegir, sino bárbaramente, que la habilidad no se extiende a más que la aplicación.»
Como la inferioridad moral y afectiva de la mujer, no negándose a la evidencia, es imposible de sostener, se afirmaba con más ahínco la del entendimiento, lo mismo que en nuestro siglo en el de Feijoo; por eso dice:
«Llegamos ya al batidero mayor, que es la cuestión del entendimiento, en la cual yo confieso, que si no me vale la razón, no tengo mucho recurso a la autoridad.»
No lo necesitaba: contra todas, sostiene su tesis con gran copia de razones, tan clara y bellamente expuestas, que producirían, a no dudarlo, el convencimiento, si el ánimo obcecado no fuera impenetrable a la luz. La historia de la filosofía le dedicará con justicia una honrosa página por haber contribuido a esclarecer la verdad en un punto de la mayor importancia; se ha hecho acreedor a honorífica mención en las ciencias sociales por muchos conceptos, y tal vez más que por ninguno por haber comprendido y aprobado, que la supuesta inferioridad de la mujer, la envilece, el envilecimiento la corrompe y su corrupción se trasmite a la sociedad cuyas costumbres deprava y cuya perfección y prosperidad hace imposible; por último, las mujeres le deben agradecimiento por el alto aprecio en que las tuvo, por la justicia que les hizo, por la bondad con que compadeció su condición triste y por la elocuencia con que defendió su causa, cuando parecía perdida. Pueda alguna comprender el mérito del generoso abogado de su sexo, pueda contribuir a que se comprenda y se respete, pueda dedicarle algunas páginas bien pensadas y bien sentidas, que sean a la vez homenaje debido de gratitud y prueba de lo que él afirmaba.
Racionalidad de los brutos. El título de este discurso debió parecer, en el país y en el tiempo en que se escribió, una proposición bien atrevida o bien extravagante, y aun en los nuestros está muy lejos de ser general la idea de que los animales tienen uso de razón. Después de recapitular las diferentes opiniones de filósofos antiguos y modernos, unos que tienen a los animales por máquinas, otros que les conceden discurso y otros sensibilidad solamente, nuestro autor pasa a manifestar su opinión, que no apoya en hechos extraordinarios difíciles de creer y comprobar, [197] sino en los comunes que se nos presentan de continuo; ni busca pruebas en lejanas tierras y bestias raras que dan señales extraordinarias de inteligencia, sino en lo que vemos todos los días en los animales domésticos o que podemos observar.
Como esta cuestión tiene trascendencia suma, haremos con alguna extensión citas literales, tanto para que se vea la lucidez con que discurre Feijoo, como para que se forme idea exacta del estado en que dejó el problema, que, dicho sea de paso, parece hoy tan lejos de solución como en su tiempo. Oigámosle:
«Hay en los brutos acciones que son efectos de almas más que sensitivas; luego hay acciones que son efecto de alma racional... El antecedente se puede probar por innumerables acciones de los brutos; pero por ahora determino la prueba a aquellos actos internos con que se rigen a sí mismos en la prosecución del bien, que aun no gozan y en la fuga del mal que aun no padecen. Fabrica el ave el nido para tener morada; junta la hormiga grano para que no le falte sustento; huye el perro para evitar el golpe que le amenaza. No me meto ahora en si en estas acciones obran formalmente por fin; lo que pretendo sólo, y no se me puede negar, es que cuando las ejecutan tienen alguna advertencia del bien que buscan o del mal que evitan, y esta advertencia es quien los rige en los actos de prosecución o fuga. Si no tuvieran aquella advertencia, o se estarían quietos o se moverían por puro mecanismo como quiere Descartes: digo, pues, que aquel acto interno de advertencia no es sensación, si más que sensación, o superior a toda sensación, lo cual pruebo así: La sensación no puede terminarse sino a objeto existente con existencia física y real, sed sic est que aquel acto no se termina a objeto existente con existencia física y real, luego no es sensación. La mayor es evidente, porque no puede sentirse actualmente lo que actualmente no existe; pruebo, pues, la menor. Aquel acto de advertencia, presunción o previsión (llámese ahora como quisiere) se termina al bien que el bruto aun no goza o al mal que aun no padece: luego el objeto que aun no existe... El perro que habiendo recibido un golpe, conservando la memoria del golpe y del sujeto que se le dio, aun pasado algún tiempo huye después de él cuando le ve. Tres actos distintos y muy distintos, encontramos en este progreso: el primero es la percepción del golpe que recibe, el segundo el acto [198] de recuerdo, el tercero aquella advertencia con que previene que aquel sujeto al verle otra vez le dará o puede darle otro golpe; la advertencia es la que próximamente dirige el acto de la fuga.
El primero de estos actos es sensación, sin duda; pero el segundo y el tercero es claro que no lo son... El recurso de que los brutos obran, no por inteligencia, sino por instinto, no basta para responder al argumento... porque la voz instinto no tiene significación fija y determinada, que es lo mismo que decir que no tenemos idea clara y distinta del objeto a que corresponde esta voz... lo segundo, porque, o esta voz instinto, se aplica al principio, o a la acción. Si lo primero, pregunto, o este principio que llamas instinto es pura y precisamente sensitivo, o más que sensitivo. Si precisamente sensitivo, no puede producir un acto, del cual tengo probado que es más que sensación; si más que sensitivo, luego es racional, porque los filósofos no conocen otro principio inmediatamente superior al sensitivo, sino el racional.»
Recuerda luego el conocido hecho del perro, que persiguiendo un animal, ve que el camino se divide en tres, y olfateando dos sin encontrar el rastro, se lanza por el tercero sin más examen. Cita a Santo Tomás, el cual afirma que en este caso y en otros semejantes, no hay razón, elección, ordenación o dirección activa de parte de los animales, sino pasiva, y que los ordena y dirige la razón Divina, del mismo modo que ellos se dirigirían si tuvieran uso de razón: como la saeta, que sin tenerlo, es dirigida al blanco por el flechero, como lo haría ella si fuera racional, y el reloj, que por la disposición del artífice se mueve y da regularmente las horas, como lo haría por sí, si tuviera entendimiento. Nuestro autor rebate de la manera más concluyente esta opinión del Ángel de la Escuela, diciendo que es la misma de Descartes, y las dos en pugna contra la experiencia, que demuestra ser los animales más que autómatas: si al verlos que recuerdan, preveen, vacilan, discurren y se resuelven, se afirma que son puras máquinas, también podría suponerse que el hombre era una especie de mecanismo, solo más perfecto; este es el resbaladero peligroso de que habla Feijoo, haciéndose cargo de la opinión de Descartes, y en que se ha puesto también Santo Tomás.
Probado hasta la evidencia que los animales discurren, que las manifestaciones de su inteligencia son imposibles de explicar por [199] la sensación, y que por consiguiente hay en ellos alma, ¿qué especie de alma es la suya? Aquí está la parte difícil, probablemente insoluble, del problema, y para cuya solución Feijoo no tenia completa libertad; ignoramos si lo que dijo es lo que pensó, pero no podemos hacernos cargo sino de lo que ha dicho.
Como se sabe, la Escuela divide el alma en vegetativa, sensitiva y racional; la sensitiva ya se ve que no basta para explicar los actos de la razón de los brutos; menos la vegetativa. ¿Tendrán, pues, alma racional? Veamos cómo nuestro autor desata o corta el nudo.
«El discurso del bruto es muy inferior al del hombre, tanto en la materia como en la forma; en la materia, porque sólo se extiende a las cosas materiales y sensibles: ni conoce los entes espirituales, ni las razones comunes y abstractas de los mismos en los materiales. Tampoco es reflexivo sobre sus propios actos. En la forma también es muy inferior, porque los brutos no discurren un discurso propiamente lógico: porque como no conocen las razones comunes, no pueden inferir del universal el particular contenido debajo de él... De los bienes honesto, útil y deleitable, los brutos no conocen más que los dos últimos, que confunden en uno sólo... Tienen cierta libertad puramente física, no moral, porque no conocen la honestidad e inhonestidad de las acciones... Ese mismo uso de la libertad puramente física, se observa en los locos y en los niños... No se muestra ni infiere la espiritualidad del alma humana de su racionalidad, según aquella razón común, en que, según nuestra sentencia, conviene con el alma del bruto, sino según la razón específica y diferencial, por la cual se distingue de ella; quiero decir que no es espiritual, porque discurre como discurre el bruto, sino porque entiende lo que no entiende el bruto... Concedemos, pues, algún discurso a los brutos, el cual, como formalísimamente potencial, no puede argüir inmaterialidad. Negámosle todos aquellos conocimientos de que se infiere espiritualidad; esto es, el conocimiento de las cosas espirituales e incorruptibles, el de las razones comunes, aun de las cosas materiales; el reflejo de sus propios actos, a que añadiremos el conocimiento de lo honesto e inhonesto, el que también en mi sentir prueba concluyentemente la espiritualidad e inmortalidad de nuestra alma... Si se me pregunta si el alma del bruto es materia o espíritu, responderé que ni uno ni otro; pero si se me pregunta si [200] es material o espiritual, responderé determinadamente que material. Que el alma del bruto no es materia, es claro, porque por materia se entiende aquel primer sujeto indiferente para toda forma, y el alma del bruto no es ese primer sujeto, sino forma de él. Pero ¿de aquí se infiere que es espíritu? De ningún modo. Si esta ilación fuese buena en el alma del bruto, lo sería asimismo en la forma sustancial de la planta, en la del metal, en la de la piedra, pues en todas subsiste la misma razón. Así, generalmente se debe pronunciar que las formas sustanciales (lo mismo digo de las accidentales) que ponen los Aristotélicos, no son materia, ni espíritu, y lo mismo deberán decir los Cartesianos de las modificaciones de la materia, que señalan como equivalentes a las formas aristotélicas. La figura cuadrada, por ejemplo, no es espíritu, tampoco es materia, porque como la materia siempre es la misma, siempre subsistiría la misma figura. Pero aunque no es materia, es material el alma del bruto. ¿Qué quiere decir esto? Que es esencialmente dependiente de la materia en el hacerse, en el ser y en el conservarse... Esta dependencia material en el alma de los brutos, se colige evidentemente de que todas sus operaciones están limitadas a la esfera de los entes materiales; como al contrario, la independencia del alma humana, de la materia, se infiere de que la esfera de su actividad intelectiva incluye también los entes espirituales... Pensar que todas las formas materiales por tales deben participar aquella (llamarémosla así) rudísima torpeza de la materia, es entender groseramente las cosas. La crasa mole de la materia, rudis indigestaque molis, es una misma en todos los entes, y por sí misma inútil para todo. Sin embargo, las formas que dependen esencialmente de ella, son tan desiguales en perfección, y muchas tan maravillosas en su modo de obrar, que no pueden contemplarse sin estupor... Supuesto, pues, que teniendo la materia solo capacidad pasiva, tiene tanta amplitud la virtud activa de las formas materiales , no debe reglarse la actividad de éstas por la incapacidad de aquella, sino según la proporción que hemos establecido, determinando que las formas materiales, como dependientes esencialmente en su ser de la materia, tienen también su obrar limitado dentro de la esfera de los objetos materiales. Esta es la raya más justa que se debe tirar para dividir los términos de la facultad cognoscitiva de los brutos [201] y la del hombre, y otra cualquiera que se tire, o más adelante, o más atrás, será absurda y arbitraria.»
Parece arrogancia en Feijoo esta conclusión; pero la verdad es que el límite que señaló se ha pasado con buen éxito; al menos, que la psicología comparada se halla en el estado en que la dejó. Uno de los que más se han esforzado por convertirla en verdadera ciencia y mas la han cultivado, Carus, ¿hace, por ventura, otra cosa que repetir lo que ha dicho Feijoo, condenando a muerte las almas de los animales, incapaces de elevarse a las ideas generales abstractas, ni de ocuparse de las cosas espirituales, y reservando la inmortalidad al alma del hombre, que generaliza, abstrae y tiene ideas divinas? El sabio benedictino tenía trazado en esta cuestión un círculo del que no podía salir dentro de él; no es posible discurrir mejor, y los que disfrutan libertad completa y disponen de mayor suma de conocimientos acumulados, no han avanzado mucho más. No decimos por eso que haya hallado la solución de este gran problema: cuanto más que, en nuestro concepto, es, en una parte, insoluble, y en el caso dudoso de que otra pueda resolverse, no ha de ser por el camino que el sabio monje tenía necesariamente que seguir. Concede alma a los animales. Pero, ¿qué alma es esa que depende de la vida del cuerpo y perece con él? No es materia, dice, es forma material. ¿En qué se distingue de lo que unos llaman modificaciones de la materia y otros organismo? Los Aristotélicos, los Cartesianos, Feijoo, los modernos, en toda esta discusión tan grave, tan trascendental, difieren más en las palabras que en los conceptos, como sucede siempre que no se tiene idea clara de lo que se discute. Hay también resbaladero en suponer mortal el alma de los animales, porque sus ideas se eleven menos que las del hombre; ese corte que se hace con la palabra en el papel no se ve claro en la realidad, y siendo el hombre, no solo idea, sino sentimiento, se comete una grave omisión, prescindiendo de los animales, susceptibles de amor, de amistad, de ira, de odio , de grandes pasiones a veces en un grado, de que no excede el hombre. La fiel amistad del perro, a prueba de todo; el amor maternal y paternal, tan sublime en algunos animales, ¿no son más que forma de la materia, o materia modificada u organizada, que con diferentes palabras viene a ser una misma cosa? Así lo afirman Aristóteles, Santo Tomás, Descartes, Feijoo, &c., porque en el fondo vienen a decir lo mismo; y así lo [202] dudan muchos. ¿No es tan incomprensible la materia organizada, pensando hasta elevarse a las ideas más altas, como amando con amor sublime, hasta inmolarse por el objeto amado?
Nuestro papel de críticos no nos permite entrar más a fondo en esta grave cuestión; lo que hemos manifestado basta para comprender cómo la resolvía Feijoo, de quien puede decirse que tuvo facultades para ser un filósofo, pero que no ha podido hacer más que manifestar disposiciones y tendencias filosóficas.
Capítulo III
Religión
Feijoo es un gran teólogo, pero no ha escrito de teología. Él nos dice por que:
«Esto se debe entender (el impugnar los errores comunes) con la reserva de no introducirme jamás a juez en aquellas cuestiones que se ventilan entre varias escuelas, especialmente en materias de teología; porque, ¿qué puedo yo adelantar en asuntos que con tanta reflexión meditaron hombres insignes? O, ¿quién soy yo para presumir capaces mis fuerzas de dirimir aquellas lides donde batallan tantos insignes gigantes?...
Qué me sucedería, si diese a la estampa dos o tres gruesos volúmenes de materias teológicas? Lo mismo que ha sucedido y sucede a otros. Hecha la impresión, pondría una buena cantidad de tomos en las tiendas de dos o tres libreros; con el resto ocuparía los desvanes de tres o cuatro celdas; no pudiendo venderlos a dinero, solicitaría despacharlos a misas, y para buscar el estipendio de ellas, andaría de ceca en meca, besando manos a testamentarios, curas y sacristanes. ¿No es buena conveniencia esta? Estaba por pensar, enemigo lector, que solo por verme en este miserable estado, clamas porque escriba teología.»
Ha tratado algunos puntos de teología, principalmente moral, con motivo de consultas, generalmente por incidencia, sin que al parecer tuviera deliberado propósito de entrar en materia.
Pero como no son cosas idénticas la religión y la teología, no puede decirse que se abstuvo de asuntos religiosos como de los teológicos. ¿Qué creía, qué pensaba Feijoo en materia de religión? [203] La respuesta a esta pregunta no es tan fácil como tal vez imaginen los que no lo han leído o solamente lo han hojeado de prisa.
Con la tupida malla que le rodeaba, con la fuerte presión que sobre él se ejercía, no es cosa llana saber lo que pensó, ni muy lógico inferirlo de lo que ha dicho, porque, como el manifiesta: «No es lo que se siente lo que se dice, cuando es delito decir lo que se siente.» Escribía bajo no sabemos cuántas censuras: necesitaba la aprobación del rey, de la orden, la del ordinario y la de la Inquisición, que alguna vez le suprimió párrafos, por más visados y revisados que estarían antes de presentarse a pedir su beneplácito. ¿Al salir del Tribunal de la fe había recorrido el pensamiento todas las estaciones de su angustioso via-crucis? No, ni con mucho; aún le esperaban torturas y caídas. En su notable discurso, Música de los templos, decía Feijoo...
«Por la misma razón estoy mal con la introducción de los violines en las iglesias... Por mí, digo que los violines son impropios en el sagrado teatro. Sus chillidos, aunque armoniosos, son chillidos y excitan una viveza como pueril en nuestros espíritus, muy distante de aquella atención decorosa que se debe a la majestad de los misterios; especialmente en este tiempo, que los que componen para violines ponen estudio en hacer las composiciones tan subidas, que el ejecutor vaya a dar con el puente en los dedos.»
Aunque esta materia era seguramente de las opinables, para las que San Agustín quería libertad, y aunque al tratar de ella el Sumo Pontífice, ni lo hacía excathedra, ni su autoridad recaía in rebus fidei morum, veintisiete años después de impreso lo que dejamos copiado, Feijoo publicaba lo siguiente:
«Habiendo yo manifestado mi displicencia sobre la introducción de los violines en la música de las iglesias, vi después que nuestro Santísimo Padre Benedicto XIV... haciendo memoria de este dictamen mío, se insinuó inclinado al opuesto... por lo que en atención al profundísimo respeto que debo, no solo a la supremacía de su dignidad, mas también a las altas ventajas que reconozco en su elevado juicio y doctrina, las cuales, aún cuando se considerase como un mero doctor particular, le darían un derecho indisputable a que yo rindiera al suyo mi dictamen, así lo ejecuto, retractando gustoso lo que escribí sobre este punto.»
Otra retractación, que fue calificada de vergonzosa palinodia [204] por los que le obligaron a cantarla, sobre los cuales recae la vergüenza, fue la referente a los milagros de Nuestra Señora de Nieva. Feijoo decía:
«Del prodigio que, por la intercesión de Nuestra Señora, obra Dios en el territorio de Nieva, privilegiándole contra el furor de las tempestades, y avisando con modo inexplicable a los brutos que recurran a aquel asilo... ¿qué diré, no teniendo información específica sobre el caso? Diré que tal hecho puede ser sobrenatural, y también puede ser natural...
En cuanto al incremento que da al pretendido prodigio la circunstancia de que ninguno de cuantos traen consigo alguna imagen tocada a la de Nieva, es herido de rayo, debo decir que no comprendo cómo se puede hacer seguramente tal observación. Supongo que se esparcen por España muchas estampas o pequeñas imágenes tocadas a aquella, por haberse esparcido la pía opinión de que son defensivos contra los rayos. ¿Quién, pregunto, anduvo toda España a hacer la pesquisa de si alguno de diez o doce mil devotos que usaron aquel defensivo fue herido de rayo? ¿Ni quién, aun en caso que la hiciese, podría en tanta multitud de testigos, lisonjearse de que ninguno habrá faltado a la verdad? Mayormente, cuando los más de los hombres, en materia de prodigios que fomentan la devoción, tienen por acto de piedad referir lo incierto como cierto.
Mas esta información... debería comprender un espacio de tiempo considerable... cien años... Reducida la información a menor espacio de tiempo, nada probaría: siendo cierto que, prescindiendo de todo defensivo, a cada docena o docenas de millares de hombres, no toca a uno que muera a golpe de rayo. Pero ¿cómo se podría hacer la información sobre tanta extensión, ni aun en mucho menor tiempo? ¿Hay por ventura en todos los países archivos donde se recojan testificaciones de todos los que traigan consigo el defensivo expresado y de qué género de muerte perecieron?...
Y por decir a vuestra merced todo lo que siento en el asunto, no sólo dudo mucho de ese milagro preservativo del furor del rayo, pero quisiera que dudasen todos como yo. Mas, ¿a qué propósito, me dirá vuestra merced, el deseo de comunicar a todos mi poca fe? Respondo que al fin de convertir una piedad de pura [205] apariencia en piedad sólida...»
Cuando Feijoo escribía esto ignoraba que el Santuario de Nuestra Señora de Nieva pertenecía a la Religión de Santo Domingo. Los poderosos expendedores del preservativo contra los rayos, heridos a un tiempo en su crédito y en sus pecuniarios intereses, debieron gritar muy alto, porque el benedictino no se atrevió a presentar batalla, sino que se retiró como pudo, diciendo:
«El cargo que vuestra merced me hace sería muy justo, sin la suposición que envuelve de que yo, cuando expuse al público mi duda sobre el continuado milagro de Nuestra Señora de Nieva, sabía que esta sagrada imagen está colocada en la iglesia del convento de Santo Domingo que hay en aquel pueblo.
Yo confieso llanamente a vuestra merced, que esta es una circunstancia de gran peso, que debe entrar en cuenta como muy importante para el examen de la cuestión.
El convento de Santo Domingo que hay en el lugar de Nieva, distribuye (léase vende) ya estampas, ya medallas, copia de aquella sagrada imagen, a cuantos la solicitan, debajo del supuesto de ser cada una de ellas un milagroso preservativo de los rayos, para cualquiera que con religiosa veneración la lleva consigo. Esto funda, no solo una legítima presunción, más aún me atrevo a decir, certeza moral del milagro...
Estando yo antes en la creencia de que el prodigio continuado de Nieva no tenía más fiadores que aquellos populares, o que sólo ellos habían originado y extendido la fama, nadie debe extrañar en tal circunstancia mis dudas, como ni que ahora las deponga, cuando se me presentan por la existencia del milagro unos testigos, por su religiosidad, discreción y sabiduría, tan dignos de toda fe, como son los religiosos de un convento dominicano. Pero no juzgo que esté por de más expresar que lo son de aquella sapientísima religión a quien el Papa Juan XXII llamó ordo veritatis.»
Esta retractación ¿fue sincera? Nos parece evidentemente irónica, ya por el tono en que está hecha, ya porque no es cierto que tuviera por garantía de la verdad de un milagro, el que fuese dado como tal por una orden religiosa, ya, en fin, por enaltecer la de Santo Domingo con la calificación que de ella hacia aquel Juan XXII, cuya historia conocemos, y conocía Feijoo, puesto que escribe en [206] otro lugar: «El Papa Juan XXII, cuya vida (por no decir más) no fue de gran edificación.»
Que el testimonio de una orden religiosa no acreditaba, en concepto de Feijoo, la verdad de un milagro, se vio con evidencia en el supuesto de las Flores de San Luis del Monte, proclamado y explotado por los Franciscanos y combatido por él, como patraña que era: bien claro se ve, que sólo irónicamente pudo decir, que el dicho de los religiosos era prueba para él de la autenticidad de un prodigio. Lo que no se comprende a primera vista, es cómo, después de la batalla con los Dominicos, que debió ser recia y ocasionarle graves disgustos, emprendiese otra con los Franciscanos, poderosos también, y acaso más terribles por su gran número, y cuya ignorancia y falta de educación no repugnaba valerse contra su adversario de los medios más reprobados. Mas sin quitar nada al mérito de la valentía de nuestro autor, se explica. El santuario de San Luis del Monte estaba en Asturias; Feijoo vivía en Oviedo; el obispo de la diócesis y muchas dignidades del cabildo y algunos sacerdotes virtuosos e ilustrados se pusieron de su parte; y aunque, pedida por los Franciscanos, se hizo una información amañada con superchería, de la cual dedujeron ser cierto el milagro, hecha luego otra verdadera, resultó, no sólo que no eran milagrosas las flores de San Luis, sino que no eran flores.
El triunfo fue completo, pero no lo compró barato el vencedor, según de lo manifestado por él se infiere, cuando dice:
«...Y aunque llegaban a mis oídos las voces insultantes con que me ultrajaban algunos sujetos, muy obligados en atención a su estado y al mío a hablar con más moderación... callaba y proseguía callando, hasta que apareció dividido en innumerables ejemplares un papelón impreso de versos hediondos, con sátira brutal, una producción, no del furor poético, sino del furor diabólico; un parto, no de alguna de las nueve musas, sino de todas tres furias infernales, cuyo autor, mal poeta y peor cristiano, me ultrajaba con tan torpe y sucio desbocamiento, que enfadó a los mismos seculares que estaban apasionados contra mí sobre la cuestión del milagro, dando asco a unos y horror a otros.»
El demandadero que pedía limosna para el Santuario de San Luis del Monte (el de las supuestas milagrosas flores), distribuía el libelo que acabamos de ver tan enérgicamente calificado, llevando [207] hasta los habitantes de los campos la odiosa calumnia y la impía amalgama de la religión con la falta de caridad, de justicia, de decencia; recibiendo con una mano la limosna para dar culto a los santos y cometiendo con la otra uno de los más graves pecados con que se puede ofender a Dios.
¿Qué extraño es que, en situación semejante, dijera Feijoo al lector: «Ciertamente tendrías lástima de mí, sí supieras cuánto me cuesta y a cuan alto precio compro este poquito de fama que me granjea la pluma?» Y aunque más adelante añade: «Por todo voy rompiendo, con fatiga sí, pero sin desfallecimiento,» este todo alude a la continuación de su Teatro Crítico, no a otra cosa; habiendo muchas contra las cuales se estrellaba su razón, en vez de romperlas.
Si aun en materias con evidencia controvertibles, relativamente de poca importancia y en que la opresión, sobre injusta, parece ridícula, Feijoo, sin decir que había cambiado de opinión, se retractaba por respeto a la autoridad del Papa, ¿cuál no sería el que le inspiraba la Sagrada Escritura? Ya lo hemos visto, cuando dice: «Si la experiencia y el Evangelio se opusieran, desmentiría mis ojos y mis manos por asentir al Evangelio.» Palabras escritas, sin duda, con sinceridad, en que la fe prometía tal vez más de lo que habría podido cumplir, si el que hizo la promesa hubiera vivido bastante para ver el péndulo de Foucault, demostrando material y palpablemente la rotación de la tierra.
Este sacrificio de la razón a la autoridad y a la fe, por espontáneo y cordial que parezca, no dejaba de ser doloroso: aunque sofocados se perciben algunos débiles gemidos. Así dice: «En los claustros, donde aun una libertad honesta de discurrir se concede, con mucha cuenta y razón, muy tarde, y muy poco apoco, se abrió la valla a la nueva filosofía. Ni la abertura fue de mucha amplitud.» Habla del sistema de Copérnico y exclama: «Es cierto que todas las apariencias se salvan bien con el sistema Copernicano. Así no tuviera contra sí la autoridad de la Sagrada Escritura, como está indemne de razón que le convenza de falso!»
Tratando de nuestro atraso en las ciencias, dice: «Doy que sea un remedio precautorio contra el error nocivo, cerrar la puerta a toda doctrina nueva; pero es un remedio, sobre no necesario, muy violento. Es poner el alma en una durísima esclavitud. Es atar [208] la razón humana con una cadena muy corta. Es poner estrecha cárcel a un entendimiento inocente, solo por evitar la contingencia remota de que cometa algunas travesuras en adelante.»
Si se estudia lo que Feijoo ha escrito en materias que más o menos directamente se relacionan con religión, se ven dos tendencias al parecer muy distintas: siguiendo la una, es ortodoxo y hasta fanático; llevado por la otra, aparece tolerante y reformador. Y en prueba de la exactitud de esta afirmación nuestra, copiaremos literalmente algunos párrafos, sobre los que podrán recaer diferentes juicios, pero cuya divergencia no es dado poner en duda.
El demonio puede hablar y poseer a las criaturas, y hacer milagros, puesto
«que las trasmigraciones le son facilísimas, como Dios no se lo estorbe. El trasferir a las brujas en brevísimo tiempo de un lugar a otro, aunque disten centenares de leguas, no envuelve cosa que supere la facultad del demonio... Hay demonios incubos... Las apariciones sobrenaturales son ciertas en algunos casos, y no se ha de dar fe solamente a las de la Sagrada Escritura.
Aunque pocos, hay casos de hechicería verdaderos. Los Concilios fulminan anatemas contra los hechiceros. Los Padres de la Iglesia hablan de ellos. El Derecho civil y canónico señalan penas a este delito. Sabemos que muchos fueron castigados por él en Senados rectísimos. Y, sea lo que fuere de los otros tribunales, la suma madurez con que en todo procede la Inquisición, hace certeza moral de la existencia de tales delincuentes.
Convengo con vuestra merced, en que la nimia incredulidad en orden a milagros, es perjudicial a la religión, y para mí es sospechoso en ella, el que padece ese vicio sin que baste a justificarle decir que cree los que están revelados en la Escritura. Acaso, ni en esos cree el que resueltamente niega el ascenso a todos los demás, pero el miedo del suplicio que merece su impiedad le obliga a ocultarla.»
Después de combatir, con concluyentes razones el milagro de la campana de Velilla, se inclina a la posibilidad de que sea cierto, y contra las mismas reglas por él establecidas para distinguir los verdaderos milagros, tiene por tal uno que dice haber visto en su juventud.
Tratando de la venida del Ante-Cristo, dice... [209]
«Prescindiendo de las razones que tuvieron los Padres para sentir uniformemente que el Ante-Cristo ha de nacer de padres judíos, que sin duda no se convinieran en ello a no juzgarlas muy fuertes, el unánime consentimiento de los Padres debe ser siempre regla inviolable de nuestra creencia...
Según el unánime consentimiento de los Padres de la Iglesia, del cual no podemos apartamos, el Ante-Cristo ha de nacer de padres judíos, &c.»
Pió V por una Bula manda a los médicos que abandonen a los enfermos que asisten, si en caso de dolencia grave y advertidos del peligro, no quisieren recibir los Sacramentos. Feijoo recuerda la Bula e insta para que se cumpla, diciendo entre otras cosas...
«Lo que en ella pretende el Santo Legislador, no es que el médico abandone al enfermo cuando éste, por un error inculpable, quiere dilatar la recepción de los Sacramentos, sino cuando los rehúsa con negligencia o repugnancia voluntaria y libre. Y aún si bien se mira ni en este caso pretende efectivamente el abandono, sí solo el amago de él, porque el miedo de que le falte la medicina del cuerpo, le reduzca a implorar la del alma; o en caso de que ni aún por este medio se deje convencer su terquedad, sirva su ruina de escarmiento a otros.»
Da cuenta del libro Cautio criminalis in processu contra Sagas, su autor el jesuita alemán P. Spec de santa memoria, encanecido, decía él, por las brujas condenadas a muerte, a quienes acompañaba al suplicio y asistía hasta su última hora. La vejez anticipada de este excelente hombre no era efecto de los hechizos de aquellas desdichadas, sino de la pena de verlas condenar y morir inocentes de una imaginaria culpa que confesaban en el tormento y confirmaban después aterradas por los dolores de la tortura. Después de hablar del libro y de referir el hecho, Feijoo añade:
«Todo lo que hemos escrito en esta adición, se debe entender propuesto como historia, no como doctrina, pues no necesitan de esta los prudentísimos Tribunales de España, ni se debe tirar consecuencia a nuestra región de los excesos o inadvertencias en que acaso habrán caído algunos magistrados de Alemania. Antes esto mismo nos da a conocer la necesidad que hay en otros reinos de erigir para semejantes causas el rectísimo tribunal de la Inquisición, que acá, por gran dicha nuestra, tenemos.»
Podríamos multiplicar citas en el sentido de las hechas; nos [210] parece que bastan a dar a conocer a Feijoo por una de las fases de que hemos hablado. Veámoslo ahora por la otra.
Tratando de probar que, aun en esta vida, es incomparablemente mejor la suerte del justo que la del vicioso, y haciéndose cargo de que se podría oponer a este dictamen algún texto del Evangelio, dice: «En fin, de tal modo se ha de entender el texto, que no esté discorde con la razón y la experiencia.»
En su discurso de argumentos de autoridad, se expresa así:
«Convengo en que siempre que quepa interpretación probable o verosímil, se debe usar de ella, porque los Santos Doctores son acreedores de justicia a nuestra deferencia, siempre que la razón no nos precise a llevar opinión contraria a la suya, o hallemos modo verosímil de conciliar la suya con la nuestra. Pero no encontrando interpretación que no conozcamos ser violenta, darla como legítima, y procurar persuadir al arguyente o a todo el auditorio que lo es, ¿no es faltar a la sinceridad? O por decirlo con las voces más propias, ¿no es mentira?... ¿Y será obsequio a los santos, ir contra la verdad que ellos tanto amaron, aman y amarán eternamente? ¿Quién osará decir tal? Es menester, pues, conciliar la reverencia que se debe a los santos con la verdad que se debe a Dios.»
A propósito de los demoniacos, escribe:
«Lo que en general se puede decir es, que son rarísimos los casos de hechicería, desde que la gente es menos crédula. Cónstame, con certeza, que en varios curatos de Galicia, mi patria, había una alternativa rara. En unos tiempos, parecían muchas endemoniadas, en otros ninguna. Esta variedad dependía de la variedad de los curas.
...Un religioso, en su mocedad, se había dado al ejercicio de exorcizar. No era entonces su modo de vivir de lo más regular del mundo... Le mudó tanto la Divina gracia, que fue después un dechado de virtudes... Nótese ahora esta circunstancia, de la cual tengo entera certeza... Que desde que abrazó este perfecto modo de vivir, jamás, aunque se lo rogaron muchas veces, quiso exorcizar a ningún energúmeno; que discurra el lector la causa.
Conducida a mi presencia (una energúmena), empecé mis conjuros con versos de Virgilio, de Ovidio, de Claudiano y de otros poetas... Singularmente al empujarle la pomposa introducción [211] de la Farsalia de Lucano... casi llegue a temer que de veras se espiritaba... Aplíquele la llavecita de un escritorio, envuelta en un papel, como que era una insigne reliquia: fueron tales los estremecimientos y los golpes... me hicieron al principio temer que se lastimase, pero luego reconocí que lo ejecutaba todo con gran tino, como quien está bien ejercitada en este juego. En fin, sobradamente enterado del embuste de esta mujercilla, la despedí.»
Hablando de los milagros, dice...
«La sagrada virtud de la religión, conducida en la nave de la Iglesia, navega entre dos escollos opuestos: uno es el de la impiedad, otro el de la superstición... Es tan resbaladizo (el pueblo) hacia el escollo de la superstición, que para que no se estrelle en él, se necesita una extraña vigilancia de parte de los que rigen la nave. De aquí vienen tantas prácticas supersticiosas; de aquí, la veneración de muchas falsas o, por lo menos, dudosas reliquias; de aquí la preconización de inmensa multitud de milagros. Y esta tercera especie de superstición es la menos remediable de todas... alguno de los mismos que pudieran y debieran desengañar al pueblo, le fomentan (ellos saben el motivo) en su vana creencia...
La doctrina celestial, por sí sola, tiene todo el influjo que es menester para conducirnos a la patria. Todo lo que se le sobreañade es superfluo, y las superfluidades, no menos que en el humano, son nocivas en el Cuerpo místico.
La religión no influye en el temperamento, cuya existencia en el sujeto precede a la religión. Así se ven en las religiones falsas sujetos de índole generosa, como en la verdadera algunos de corazón feroz y sanguinario.
Recibí la de vuestra merced (habla con un judío)... agradeciendo, como debo, las protestas de afecto a mi persona y estimación de mis escritos que vuestra merced hace en ella, sin que la circunstancia de profesar vuestra merced una religión tan opuesta a la mía obste a que yo crea aquellas protestas muy sinceras, ni menos rebajen mi estimación su valor; antes, en alguna manera, le encarece por la parte que significa en vuestra merced un juicio superior a las preocupaciones vulgares, de las cuales es una harto común mirar la diversidad de religiones, como inseparable de la [212] enajenación de los ánimos. Error cierto, igualmente absurdo que nocivo...
No es absolutamente imposible que Dios comunique el don de profecía a un infiel.
He notado, y es muy de notar, que nuestro santísimo Padre Benedicto XIV, en su grande obra De Beatificatione et canonizatione servorum Dei, tratando en muchas partes de si tal efecto es milagroso o no, nunca cita teólogos, sino filósofos, y filósofos que por la mayor parte no estudiaron palabra de teología, alegando como autores legítimos para está prueba aun a filósofos herejes...
Todo es fiesta en la fiesta; todo es jovialidad en la romería. En las conversaciones, pretextando el regocijo, se pasa la raya de la decencia, habla la lengua más de lo que dicta la razón, y los ojos hablan más que la lengua. Hácese generoso el más mezquino; promete con largueza el que no tiene que dar, aun con escasez. Todo se cree, porque el distraimiento del espíritu estorba toda cuerda reflexión. A la sombra del bullicio, crece en un sexo el atrevimiento y en el otro la confianza. Menos máquinas bastan para derribar muros que a veces caen a soplos. Oculta después la noche las consecuencias del día, y no pocas veces descubre el discurso de muchos días lo mismo que ocultó aquella noche. Este es el plazo en que se cumple aquella amenaza divina estampada con la pluma del Profeta Malaquías: Sobre vuestro mismo rostro esparciré el estiércol de vuestras solemnidades.
Este es el fruto espiritual que se saca de las romerías, esta la ganancia que Dios tiene en estos cultos. Tantam Religio potuit suadere malorum. (Lucret.)...
...Que se atropelle la conciencia por la conveniencia, el alma por el cuerpo, el bien espiritual por el temporal, es lo que pasa ordinariamente en el mundo, y aunque es una irracionalísima barbarie, por ser tan común no se admira. Pero que no se ponga remedio en lo que perjudica a un tiempo al alma y al cuerpo, es digno de admiración. Tal es el asunto en que estamos. La multitud de los días festivos nadie duda que es nociva a la utilidad temporal de los reinos, ni nadie puede dudar tampoco que es perniciosa al bien espiritual de las almas... El gobierno espiritual y temporal de un reino, debe seguir las reglas de una virtud varonil y sólida, no ceñirse a máximas de beaterio. [213]
Una beata (determina el significado de esta voz a unas mujercillas, o ya de devoción indiscreta o ya de virtud solo aparente) que constituye toda su bienaventuranza en rezar, y aun los días feriales se está en la iglesia una buena parte del día. ¡Oh qué ocupación tan santa! No, sino maldita, si lo que deja de trabajar para su sustento se ha de compensar después con pedir prestado lo que nunca pagará; no, sino maldita, si como sucede muchas veces, la madre está hambreando por la ociosidad de la hija, e hiciera muy bien la madre si fuere a la iglesia y trajese arrastrada por los cabellos a la hija para ponerla la rueca en la cinta, aunque se escandalizaran las demás beatas del pueblo...
...Y Sandero estaba poseído de gran disposición para creer todo mal que oía de los enemigos de la Religión Católica, como algunos de los mismos autores católicos conocen. Es muy laudable su ardiente celo por la religión; pero no siempre fue laudable el uso que hacía de ese celo. Los herejes, por serlo, no pierden el derecho natural para que no se les atribuyan como ciertos, delitos, o falsos o dudosos...
...Pero aun cuando tuviese caudal para fundar sufragios (el emperador Carlos V), no podría, omitidos éstos, destinarle a otras obras honestas, piadosas y meritorias? ¿Quién se atrevería a reprobar el que un moribundo quisiese antes expender el caudal libre que tiene en limosnas a gente necesitada , que en sufragios a favor de su alma?...
...Para la enmienda interna de las almas es, no solo inútil por lo común, más aun nocivo el rigor, porque el miedo del castigo temporal no hace penitentes, sino hipócritas; quita solo la obra externa y reconcentra la mala intención dentro del alma, produciendo otro nuevo pecado en el odio que ocasiona contra el juez severo.»
¿No parecen bien distintas las dos tendencias de que hemos hablado? Que exterior y ostensiblemente Feijoo no ha sacudido el yugo de ninguna autoridad, es incuestionable. Pero su espíritu, ¿no se rebeló alguna vez? Sobre esto pueden suscitarse muchas dudas; nosotros las tenemos, aunque inclinándonos a pensar que, como muchos antes y después que él, Feijoo compró la paz a costa de la lógica; que su espíritu contuvo los ímpetus de independencia; que se sometió todo entero; que el religioso triunfó del pensador, prefiriendo la inmolación a la rebeldía. Cuando se creyó cercano a [214] la muerte, hace esta declaración: «Habiendo observado constantemente en cuanto he escrito la buena fe que debía como cristiano, como religioso y como hombre de bien.» No hay derecho para dudar de su palabra honrada, ni de su sinceridad, en espíritus tan superiores como el suyo, y menos oprimidos, se han visto grandes contradicciones, y a pesar de ellas, nos inclinamos a creer que Feijoo vivió y murió sometido incondicionalmente a la autoridad de la Iglesia.
Tal es nuestro parecer: no tenemos convencimiento íntimo, no nos atrevemos a formular decididamente un juicio. Si otros lo forman con mayor resolución, tal vez acierten, tal vez yerren; en todo caso, nuestra reserva es hija del respeto que se debe a la verdad y a la memoria de un hombre que combatió por ella.
Ventilada esta cuestión capital de la manera imperfecta que tratarse puede, cuando el que podía ilustrarla ha enmudecido para siempre, añadiremos que Feijoo, en el estrecho circulo de que no podía salir, combatió sin descanso y con mano fuerte la superstición y el error en materia religiosa, revolviéndose una y otra vez y siempre contra las hechicerías, los falsos milagros, la magia, las artes adivinatorias, y flagelando, en fin, la ignorancia sin descanso ni piedad.
Tampoco nos atrevemos a formar juicio de lo que pensó en algunas cuestiones teológicas, por falta de datos suficientes.
En la de la gracia, por ejemplo, parece inclinarse del lado de San Agustín y de los Jansenistas; pero en asuntos tan graves, sería temeridad deducir la opinión de un autor de esta o de la otra frase que se formula incidentalmente.
Persuasión al amor de Dios fundada en un principio de la más sublime Metafísica, y que es juntamente un altísimo dogma teológico revelado en la Sagrada Escritura. Tal es el título de un discurso que compuso Feijoo en sus últimos años y que dudamos haya llenado el objeto que al escribirlo se propuso. La Metafísica puede conducir a demostrar la existencia de Dios, no evidente por sí misma, como sienten los Doctores de la Iglesia; pero en cuanto al amor, más lo enciende una palabra que sale del corazón de San Agustín o de Santa Teresa, que todas las abstracciones por elevadas que sean. Todo amor, incluso el divino, es un sentimiento que el raciocinio fortifica o debilita: los sentimientos, los aprueba o los [215] condena, pero no los hace nacer; aun menos pueden brotar en los intrincados laberintos de la teología y es no solo inútil, sino contraproducente hacer esfuerzos para que se encienda el fuego sagrado en el ara de donde no puede salir una chispa.
Cualquiera que sea el juicio que se forme de Feijoo en materia de religión, ya se opine como él o se piense do otro modo, nos parece que, sin injusticia, no se le puede negar que fue un hombre verdaderamente religioso, con sólida piedad y que sus errores en esta materia, si los tuvo, más deben atribuirse a su posición y a su época que a su persona.
Capítulo IV
Moral
Podría formarse un libro, a nuestro parecer, muy útil, con este título: Máximas morales de Feijoo, entresacándolas de sus obras, donde en cada página se hallan preceptos de severa moralidad, pensamientos profundos, expresados con la enérgica concisión propia de su estilo, y que tanto contribuye a impresionar el ánimo y fijarlos en la memoria. Se ve al hombre recto, al observador sagaz, al espíritu elevado que analiza y sintetiza, formulando después la verdad con esa lucidez peculiar del que la ama y la ve claramente. En máximas morales puede decirse que es pródigo, y no por ostentación, sino por abundancia, derramando el buen consejo y el precepto equitativo, como los cuerpos luminosos difunden la luz.
Si puede decirse que enseña moral siempre que escribe y cualquiera que sea el asunto de que trate, tiene discursos y cartas dedicados a ella exclusivamente. Así, verbi-gracia, se dirige a una joven combatiendo las modas, a un vicioso inveterado, exhortándole a que se corrija; a un eclesiástico, condenando el lujo y la molicie de los de su clase, y dando reglas para el uso que ha de hacer de sus rentas; a un magistrado, haciéndole ver la santidad de la justicia y la abominación de venderla. Habla a los nobles contra el duelo, contra la ignorancia, conjurándoles a que sean caritativos con los pobres y honren con virtudes la memoria de sus antepasados, que tantas veces ofenden. A los malos escritores, pone un nuevo caso de conciencia, y piensa que es cargo de ella llevar dinero, [216] aunque el rey lo autorice con su tasa, por los malos libros, que compara, por cierto con gracia y exactitud, a géneros averiados. Combate el fraude bajo todas sus formas, la vagancia, la holgazanería; anatematiza la mentira, truena contra la codicia, y arranca a la hipocresía el antifaz con mano firme, disecándola con implacable escalpelo.
No es posible, dada la índole de este trabajo, copiar como desearíamos gran parte de los discursos y cartas en que Feijoo trata de moral con una superioridad incontestable; algo citaremos, no obstante, para que los que no lo han leído comprendan la justicia con que lo elogiamos.
Pinta así al cínico:
«Todos los malos son hipócritas. Parece paradoja. ¿No hay hombres (me dirás) que hacen gala del vicio? Respondo que sí; pero que no de todo vicio; descubren aquella parte del alma que no pueden esconder, y con la jactancia se defienden de la confusión. Ponen corona al vicio, porque no desautorice la persona. Aunque es peor la maldad arrogante que la tímida, esta es despreciada, aquella temida. Una pasión dominante rompe todos los reparos de la cautela; y en esta situación, no pudiendo el delincuente evitar con el disimulo el odio, procura granjear con la soberbia el miedo. Es esta una nueva hipocresía con que desmiente su propia conciencia. Feo es el delito a sus ojos, y quiere con la gala que le viste deslumbrar los ajenos. Para que el común no insulte al que es conocido por malo, no hay otro arbitrio que sacar al público la culpa armada de osadía.»
Distingue el valor de la ferocidad de este modo:
«La bizarría con que se expone la vida en los mayores riesgos, no subsiste sino en dos extremos muy distantes; si proviene de ímpetu ciego, degenera en irracionalidad; si nace de celsitud de ánimo, constituye aquel grado eminente y como sobre humano que llamamos heroísmo. No hay medio. La animosidad intrépida para entrarse, ya por los rigores del acero, ya por los horrores de la pólvora, o eleva al hombre sobre los hombres, o le coloca entre los brutos. Para discernir a qué clase pertenece el que es soberanamente osado, se ha atender al carácter de su espíritu y al motivo que le alienta.» [217]
Sobre los riesgos que tienen para la virtud los cambios bruscos de posición se expresa así:
«Son peligrosos todos los saltos grandes de fortuna. Malos los de arriba abajo, porque despedazan la honra y la hacienda, pero peores los de abajo arriba, porque comúnmente destruyen el alma. Todo hombre virtuoso, para ser levantado del polvo a la dignidad, debería dar fiadores de su perseverancia. Trasladose el alma a otro clima muy distinto y muy enfermizo para las costumbres. Muchos tienen en su temperamento sepultadas las semillas de varios vicios, de modo que se esconden a sus propios ojos hasta que las hace brotar y crecer la oportunidad de las ocasiones. En raro hombre de baja esfera, se nota que sea cruel y soberbio; en raro pobre que sea avaro. Aquél, bien lejos de ejercitarlo, ni aun siquiera piensa en unos vicios para quienes no tiene materia. Este ¿cómo ha de poner la mira en lo superfluo, entretanto que le falta parte de lo preciso? Dale a aquél el mando y a éste algo de riqueza, si quieres saber lo que son por esta parte. De hecho, estos tres vicios se han notado frecuentemente en los que fueron elevados de humilde a alta fortuna, aunque antes no dieran muestra alguna ni de estos ni de otros.»
De los hombres duros con capa de piedad, dice...
«En el Occidente como en el Oriente, hay muchos ridículos espantajos que se llaman Santones, sino que los de acá no se mortifican tanto a sí, y mortifican más a los otros. Con una seriedad desapacible que llegue a ceño, una conversación tan apartada de la chanza que toque en el extremo de la rustiquez, un celo tan áspero que degenere en crueldad, una observación tan escrupulosa del rito que se acerque a superstición y la mera carencia de algunos pocos vicios, sin más coste están hechos estos misteriosos simulacros de la más alta perfección. Simulacros los llamamos, porque no los informa espíritu verdadero aparente... Quieren pasar por beatos, faltándoles los constitutivos de tales, que expresa el Evangelio, esto es, blandura, misericordia, mansedumbre.»
Esta pintura hace del avaro:
«...El corazón, partido entre los dos deseos de conservar y adquirir, padece una continua fiebre mezclada con un mortal frío, pues se abrasa en el ansia de conseguir lo ajeno, y tiembla con el susto de perder lo propio. Tiene hambre y no come, tiene sed [218] y no bebe, tiene necesidad y no reposa. Jamás se le ve libre de sobresaltos. Ningún ratón se mueve en el silencio de la noche, que con el ruido no le de especie de ser un ladrón que le escala... Ningún viento sopla, que en su imaginación no amenace naufragio al navío que tiene puesto en comercio. Ninguna guerra se suscita, que no considere ya a los enemigos talando sus tierras. Cualquiera rencilla de particulares, dentro de su idea, viene a parar en popular tumulto que lleva a saco el caudal. No hay nubecilla que no imagine tempestuosa para sus viñas y mieses. No hay intemperie que no amague corrupción a lo que tiene recogido en las trojes. ¡Qué angustias tan graves, cuando teniendo que vender se baja el precio de los frutos! Siempre acosado de pavores, anda meditando nuevos escondijos más seguros donde retirar su dinero, de modo que ni los ángeles supiesen de él, ni aun Dios mismo, si fuera posible. Frecuentemente le visita, asustado y dudoso de hallar el dinero en el escondijo, aunque siempre cierto de encontrar su corazón en el dinero. Con inquietud ansiosa le mira, tal vez no se atreve a tocarle, receloso de que se le haga ceniza entre las manos. Así pasa sus días, pingüe de bienes y martirizado de temores, para llegar a la hora fatal, como el rey Agar al suplicio, pinguisimus et tremens.»
Sobre las altas virtudes, dice:
«Una cosa bien notable he observado, y es, que más fácilmente se ocultan las grandes virtudes que las pequeñas. Esto consiste, ya en que es raro su uso, ya en que comúnmente no es conocido su precio: la asistencia al templo, la modestia exterior, el silencio, el ayuno son virtudes que no pueden menos de incurrir en los ojos de todos, porque diariamente se ejercitan y todos las conocen. Hay otras virtudes de más nobles fondos, y que el vulgo no las conoce, porque andan los sujetos que las tienen como señoras que caminan incógnitas sin el ostentoso equipaje de las exterioridades. Hay hombres (ojala fueran muchos) que debajo de un trato abierto, un comercio libre, de una vida común, que no se resiente poco o mucho de los melindres de la mística, alientan dentro del pecho una virtud valiente, una piedad sólida, impenetrable a las más furiosas baterías de los tres enemigos del alma...
Tan cierto es que los quilates de las almas grandes solo se [219] descubren en la piedra de toque de las grandes ocasiones, y a manera de los pedernales, solo manifiestan sus luces al excitativo de los golpes.»
De las bacanales, habla de este modo:
«Colocada en un punto tan alto la perversidad de aquella gente, como si de él se presentase a sus ojos toda la amplísima región del vicio, vio que aun le faltaban grandes espacios donde extenderse y empezó a discurrir por todos ellos. No hubo pasión a quien no rompieran los diques. Como si el fuego de la incontinencia hubiera encendido el de la ira, al abandono del pudor siguió el de la humanidad.»
Quisiéramos terminar aquí este capítulo, porque nos sería grato no tener que tributar más que elogios a la incontestable superioridad con que Feijoo trata por lo común las cuestiones morales; pero hay una de grande importancia en que se extravía, a nuestro parecer, y hemos de darle: que para el crítico honrado, si no es tan dulce como la alabanza la censura, es igualmente obligatoria siempre que se cree justa.
En uno de sus discursos, Feijoo hace resaltar las ventajas temporales y de propia conveniencia que hay en ser virtuoso. Siempre nos ha parecido muy resbaladizo este terreno y no daremos nunca el nombre de virtud a la calculada. La discusión respecto del deber ha de versar sobre si es o no tal deber, y no acerca de su mayor o menor utilidad, porque desde el momento que esta entra en mucho o en poco, como componente moral de la determinación, no hay moralidad verdadera; aun peligra mucho eso que puede llamarse honradez legal, porque al decirle al vicio que se contenga por cálculo, se olvida la manera de calcular que él tiene, de los datos que le sirven para plantear el problema y de que usa un álgebra muy distinta de la de aquellos que le combaten. Feijoo, hombre verdaderamente religioso y de buena conciencia, en todos sus escritos hace valer para encaminarnos al bien otros motivos que los temporales y de propia conveniencia y no haríamos más que esta indicación sobre el discurso que da lugar a ella, (Virtud y vicio), si no lo terminase con una Carta de un religioso a una hermana suya, exhortándola a que prefiriese el estado de religiosa al de casada. El autor, notable por su arte de bien decir, lo es todavía más en estas páginas de estilo correcto, elocuencia persuasiva, frase armoniosa, [220] galana, sentencias concisas talladas con fuerte relieve, y una delicadeza al tratar ciertas cuestiones, dirigiéndose a una joven, que parece dictada por los labios puros de una mujer casta. Dolor causa, ciertamente, que tan preciosos materiales se hayan empleado en levantar un monumento al egoísmo.
Esta carta, bellísima como obra literaria, es deforme como obra moral; puesto que se reduce a aconsejar a su hermana que deje la vida del siglo por la vida del claustro, porque ésta es más sosegada, más tranquila, más cómoda. Expónele lo efímero de la belleza física; el desprecio en que cae la mujer cuando la pierde; el ningún encanto para el marido después que con seguridad la posee; que la anciana es mirada por los suyos como un embarazo de la casa, y por los extraños como un número inútil en el pueblo. Pinta las ofensas y desdenes del esposo infiel; los cuidados de la casa y de la hacienda; los sinsabores y desazones de que pocos matrimonios se escapan, y, por último, la penosa misión de la madre.
«¡Qué desconsuelo (exclama) si no hay hijos! ¡Y cuánto afán si los hay! ¿Qué vigilancia hasta para su buena educación? Si salen malos, ¿qué disgustos no ocasionan? Si muchos, ¿qué congojas al pensar en el modo de darles estado a todos? ¡Qué dolor si muere alguno! ¡Trabajosa fecundidad la de las madres, pues los dos extremos opuestos, de nacer y morir los hijos, todo ha de ser a costa de sus dolores!...
Y por decirlo en una palabra, si nos manifiesta el corazón una madre de familia, no habrá momento en que no le veamos atravesado de la espina de algún cuidado penetrante.»
Después de esta agitación y amargura de la vida del siglo, vienen las dulzuras y sosiego de la vida del claustro. ¿Qué hay en ella que pueda parecer duro? La clausura no lo es, así lo demuestra la experiencia; ni las horas de coro,
«distribuidas de un modo que no alteren las del sueño, máxime que siendo la oración vocal como innata en las mujeres, parece que Dios les ha colocado el mérito en lo que para ellas es gusto. Allí todas las leyes están dictadas por la prudencia y administradas por el amor; allí cuantas compañeras, tantas hermanas; allí una tranquilidad de ánimo estimable sobre todos los tesoros de la tierra; allí ociosidad de cuidados, sin pensar ni en familia, ni en hacienda, ni aun [221] en el sustento propio, y allí, en fin, respetada la vejez, porque crece la veneración con la edad.»
Supongamos que sea cierto, que no lo es , que en el mundo no haya aprecio más que para la belleza física, y que ningún respeto inspiren la inteligencia y las virtudes; que toda anciana sea mirada con desden y tenida como una carga; que el esposo sea infiel y que los hijos nada devuelvan del infinito amor que inspiran. Supongamos que sea cierto, que no lo es, que haya tanta prudencia y tanto amor en los conventos, que cada compañera sea una hermana, y en fin, que fuese exacta esa pintura, hecha por una mano que no se posó nunca sobre la casta frente de una esposa atribulada, ni sobre el corazón de un hijo moribundo, y verdad las palabras salidas de esos labios secos por falta de amor: concedamos que en el siglo todo es desdicha y todo ventura en el claustro. Es un sacerdote de Jesucristo, de aquel Dios que padeciendo divinizó el dolor, que dijo que la vida era lucha y batalla, que hizo un dogma del sacrificio y prometió la bienaventuranza a los que lloran, ¿es en nombre suyo en el que se predican la comodidad, el ocio y el sosiego? ¿Nos dijo vivid tranquilos, sed dichosos, o sed perfectos como mi Padre Celestial?
¡Perfectos! ¿Y que es la perfección? La perfección es llevar al más alto grado posible todas las nobles facultades, y reducir a la impotencia los malos impulsos. Perfección es amar mucho y puramente; pensar mucho y rectamente; obrar mucho y honradamente. Y ¿puede llamarse estado perfecto el de una criatura que no ama, ni piensa, ni trabaja; que así puede definirse la monja? Comprendemos perfección en el monje, es difícil, pero es posible. Puede ser sabio, puede ser apóstol, puede ser mártir. Aun cabe que se consagre a la ciencia y a la humanidad, que catequice al presidiario o al salvaje, que arrostre la muerte en la epidemia, consolando a un moribundo, o en remotas playas predicando el Evangelio, y que cumpla una alta misión de amor y de inteligencia. Pero la mujer reclusa, sin estudios, ni instrucción, ni cuidados, ni quehaceres, ni afectos; sin actividad material, moral ni intelectual, ¿cabe que se perfeccione? Más aún, ¿cabe que no se desnaturalice? Hay mucho desconocimiento del corazón humano y de la sabiduría divina, en la soberbia pretensión de perfeccionar la naturaleza saliéndose de ella: dentro de la humanidad, se quieren hacer criaturas que sean [222] más que hombres, más que mujeres, y el resultado viene a ser, formar entes que son menos que mujeres, menos que hombres. Las mutilaciones morales deforman el espíritu, como las físicas el cuerpo, y es muy difícil convertir a débiles criaturas en prodigios de perfección, y muy fácil hacer de ellas seres extravagantes o monstruosos, que se depravan en la impotencia de una virtud imposible o en el error de llamar santo a lo que es pecaminoso.
La monja deja a los amigos de su infancia, a sus hermanos, a quienes debía amar y que la amaban, para fraternizar, nominalmente, con personas extrañas a las que no inspirará ni profesará nunca cordial cariño. Abandona a sus ancianos padres; achacosos, dolientes, no los cuidará, ni en la enfermedad última podrá ir a darles el postrer adiós, ni a cerrarles piadosamente los ojos. No tiene hijos, no conoce el amor de madre, ese amor sin límites ni condiciones. No es amante ni esposa, no ha salido de sí, para vivir en otro, ni hecho ese gran acto de abnegación que se llama amor verdadero, antídoto el más fuerte contra todos los egoísmos, preparación eficaz para todas las virtudes. La monja se llama Esposa de Jesucristo: ficción medio ridícula, medio impía, porque ese imposible consorcio espiritual supone en la desposada un mérito superior a la humana criatura, solo sirve para darle ideas falsas de virtudes imaginarias, una soberbia, mal oculta muchas veces bajo fórmulas de mentida humildad, y un desdén muy poco caritativo hacia las mujeres del siglo, que con frecuencia tienen virtudes que ella no es capaz de imitar, ni aun de comprender siquiera. No es hermana, ni hija, ni madre, ni esposa; mutilado su corazón, le falta un elemento indispensable de su perfeccionamiento moral.
Al contrario la Hermana de la Caridad, la de los pobres y tantas otras, que ejercen en comunidad las obras de misericordia, no cumple con el precepto de amar al prójimo como a sí mismo. La inflexible clausura la separa del mundo, que allá lejos se extravía, sin que su virtud le sirva de ejemplo; ignora sin que le enseñe, y sufre sin que le consuele. Aquellos con quienes no se comunica nunca, y a los que nunca se hace bien, acaban por sernos extraños: a las rejas del coro y del locutorio, corresponden en el corazón de la monja fibras duras, que la hacen poco sensible a los males de los que, con propiedad, no pueden llamarse sus semejantes. Sin instrucción, al [223] mismo tiempo que el ejercicio de los afectos, le falta la gimnasia intelectual; sus ideas se limitan cada vez más en el aislamiento, o con el trato de sus compañeras, del mismo modo rebajadas intelectualmente; no tiene más luz para su inteligencia que el confesor, el director espiritual, acaso poco más ilustrado que ella, que condesciende muchas veces con sus místicos extravíos, fomenta, sin saberlo, o a sabiendas, aquellas puerilidades que la empequeñecen, y acaba de convertirla en un ente preternatural, cuyo trabajo de manos son chucherías inútiles, y cuyo pensamiento se ahíla en forjarse escrúpulos ridículos.
Para neutralizar esta ociosidad de todo trabajo, moral, intelectual y material, no tiene más que la oración. La oración ¡ah! es aspiración sublime del hombre a unir su espíritu al espíritu de Dios; es palpitación amante, es ¡ay! dolorido: ¿puede salir de las almas rebajadas y de los corazones secos? ¿Dónde está la chispa divina, en las frentes donde no brilla el fuego sagrado de las ideas, en los pechos que no aman, en los ojos que no lloran? En aquella vida tranquila, monótona, regulada como un mecanismo, donde hay horas marcadas para comer, para dormir, para andar, para sentarse, para hablar y para guardar silencio, en esa vida donde no se piensa alto, ni se siente hondo, ni se trabaja recio, la oración salida de una especie de autómata, tiene algo de mecánico, no ocupa dignamente la vida, no neutraliza la falta de actividad, que tiene para el espíritu emanaciones tan mal sanas como para el cuerpo el agua estancada; y ni puede elevarse a las altas regiones de la mística, ni ser la plegaria sencilla y breve del hombre rústico o de la Hermana de la Caridad, a la que se prohíbe oír dos misas por la regla de aquel hombre de bendita memoria, que fue un gran santo y un gran filósofo.
La mujer en el claustro pone su nivel moral e intelectual muy por debajo de las personas de su sexo, ya bien rebajado, y es materia dispuesta para el error, la superstición y hasta el delirio. El mismo Feijoo da testimonio de ello, diciendo que sabia de un convento de monjas en que, creyéndose una energúmena, el supuesto maleficio se hizo contagioso, imaginándose todas endemoniadas; el refiere también aquella horrible tragedia, cuando las monjas de Loudun, miserables instrumentos en manos de hombres perversos, diciéndose hechizadas por el sacerdote Urbano Grandier, fueron [224] causa de que le quemasen vivo por hechicero, con horror de la humanidad y escarnio de la justicia.
Se nos hablará de excepciones: las reconocemos; se nos recordará el nombre de Santa Teresa: no lo hemos olvidado. Está muy presente y es muy querida de nosotros la memoria de aquella excepcional mujer, que sufrió, que luchó y que amó tanto, y cuya alma y cuya vida en nada se parecen a las existencias de que hablamos. Aquel grande espíritu rompió los estrechos moldes de la quietud pasiva del claustro femenino; se elevó, no porque fue monja, sino a pesar de que lo era, ejercitándose y perfeccionándose en la lucha, en los cuidados punzantes, en el dolor, en la abnegación y en el sacrificio. Los santos pueden vestir hábito monacal o uniforme de soldado; dirigir un pueblo, una familia o una comunidad; en cualquiera situación en que vivan son siempre santos. Pero de estas excepciones, honra y consuelo de la humanidad, no hay que deducir reglas absurdas: de que Santa Teresa de Jesús fue una criatura excepcional, no se infiere que el vulgo de las mujeres no rebajen su nivel moral e intelectual en el claustro: reconocemos las excepciones, la regla queda.
Las palabras de Feijoo, tantas veces repetidas después; sus argumentos expresados, no siempre con frase tan correcta, pero iguales en la esencia, han convencido a millares de jóvenes que por egoísmo buscan paz, sosiego, tranquilidad, vida cómoda y exenta de todo cuidado, en una celda, apartándose del mundo y aun más del ideal cristiano. Buscando esta comodidad, creen que les será dadas, por añadidura, la perfección de que se forman una idea equivocada o tal vez aspiran a ella exentas de todo pensamiento egoísta y hacen ante un ídolo el sacrificio que debían a la Divinidad.
Todo debe dejarse por el servicio de Dios. Convenimos en ello, pero, ¿cómo se sirve mejor a Dios? ¿Encerrándose a vivir sosegadamente lejos del prójimo, por quien no se pueden hacer obras de amor, o aproximándose a él y amándole como Dios ordena en su ley y enseñando a los que ignoran y corrigiendo a los que yerran y sufriendo las flaquezas de los flacos y consolando los tristes y llorando con los que lloran? Si no se desconoce el espíritu del Evangelio, la respuesta no es dudosa.