Filosofía en español 
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Concepción Arenal

Juicio crítico de las obras de Feijoo

Capítulo IX

Historia

«¡Oh Santo Dios, exclama Feijoo, sólo las plumas del Fénix pueden servir para escribir una historia.» Y citando a Salinac está de acuerdo con él en que un excelente historiador es acaso más raro que un gran poeta. Él no pretende serlo, pero dice las condiciones que ha de tener, las gravísimas dificultades que halla para saber la verdad, las no menores de apreciarla bien y comunicarla, sin que ninguna pasión o interés tuerza el juicio ni la pluma, y cita numerosos ejemplos de hechos considerados como ciertos, que son falsos o dudosos y de personas a quienes la calumnia ofendió o ha favorecido la lisonja. Analiza cuidadosamente las muchas causas de error al juzgar acciones y personas de tiempos remotos y presentes; enumera las altas dotes y raras facultades que ha de tener el que escribe historia, para llenar cumplidamente su cometido, y procura inspirar al que lee, circunspección, razonable duda, en vez de aturdimiento y ciega fe, conque se da por cierto todo lo que se ve impreso. Después de leer las Reflexiones sobre la historia de Feijoo, no parecen tan originales las que condensó Volney en aquellas lecciones donde con buril dejó grabado lo difícil de hallar la verdad, lo fácil de caer en error, lo razonable de la duda en historia. [175]

Nuestro Benedictino, muy versado en ella, llevó a su estudio aquella honrada imparcialidad que siempre le guiaba, y amante de la justicia, la reclama para varios personajes mal juzgados, y hace su apología. Establece también paralelos, y si entre Luis XIV y Pedro el Grande parece evidente la superioridad que concede al último, está muy lejos de ser tan clara la que supone en Carlos XII respecto de Alejandro Magno. Son tan diferentes los tiempos, lugares y situaciones, que no es posible imaginar lo que hubiera sido el rudo, indomable sueco en el gran teatro que llenó el discípulo de Aristóteles, ni éste con los escasos medios, las terribles pruebas y los poderosos enemigos que tuvo el monarca de Suecia, más comparable a los espartanos que murieron en las Termópilas, que al macedonio amante de las artes, de los placeres y del lujo oriental; hay probabilidad de que éste aventajó al Rey sueco en la inteligencia, y fue aventajado por él en moralidad y carácter; Feijoo, formulando juicio cuando no hay datos más que para la duda, falta a las mismas reglas que establece; si no es fácil darlas razonables, es más difícil todavía no infringirlas.

No las tiene siempre presentes cuando juzga hechos y personas más próximos, pero que no ha podido ver sino a través del falso prisma de narraciones apasionadas. Él mismo debió reconocerlo más de una vez, como, por ejemplo, después de haber dado como cierto el adulterio de Ana Bolena, que «así lo escribió porque así lo escriben comúnmente los escritores católicos,» de los cuales parece separarse después, haciendo ver claramente las monstruosas nulidades del proceso en virtud del cual se la condenó. Es probable que también hubiera alegado la parcialidad de los autores en que estudiaba si se le hubiera llamado la atención sobre el modo de juzgar a María Stuard, a quien llama inocente y admirable reina; la infeliz supo morir, pero no vivir de modo que mereciese ser admirada. A pesar de las fuentes donde bebía, no siempre claras, su buen sentido y recta voluntad las purificaba con frecuencia, como cuando habla del conde de Egmont, «que era el ídolo de los flamencos y tenía realmente prendas que merecían todo el amor y la estimación que le daban... El pronóstico (de su muerte) salió justo, aunque con gran daño de España y lástima de Europa, que no conocía en aquel señor más culpa que alguna leve connivencia, cuando los grandes servicios que había hecho a la corona eran [176] «capaces de borrar mayores delitos, o, por lo menos, minorar la pena de ellos.»

El justo horror del sabio monje a la guerra, a la violencia, a todos los abusos de la fuerza, le ha dictado hermosas páginas en pro de la humanidad y de la justicia; no obstante que alguna vez se aparte de ella arrastrado por el ardiente amor a la paz que turban los conquistadores: por ejemplo, cuando dice «¿Qué fue la República Romana? Una gavilla de ladrones.»

Feijoo, hombre de progreso, no podía convenir en la decadencia moral o intelectual de la humanidad, así declara: «Cada uno juzga el más corrompido aquel siglo en que vive... Esta lamentación es más común que las de Jeremías... Aquella vulgar pero errada máxima, de que así como van sucediendo los siglos, se va aumentando la malicia de los hombres, es propia, no del vulgo de España, sino del vulgo del mundo... Hace muchos siglos que se repite el O tempora o mores, de Cicerón.» En este mismo espíritu escribe muchas veces sosteniendo que los hombres, aunque no buenos, son menos malos que lo fueron en otros tiempos.

Esta defensa de las sociedades modernas no le impide hacer justicia a las antiguas; antes la reclama y muestra gratitud por la rica herencia que hemos recibido, por tantas invenciones y descubrimientos, por tanto saber, por tantos bienes, en fin, como debemos al trabajo, al estudio, a la abnegación de nuestros antepasados quienes a pesar de la dificultad de las comunicaciones y de faltarles la imprenta, nos dejaron riquísimo legado en ciencias, en literatura, en artes. Encareciendo el mérito de los primeros inventores, dice: «Lo que en la naturaleza las semillas, son en arte los primeros rudimentos; allí está contenido en virtud cuanto después la fatiga de los que van añadiendo aumenta de extensión. Para los créditos del artífice ideante, más obra fue la primera góndola que hubo en el mundo, que la mayor nave de cuantas surcaron después el Océano... En los instrumentos vulgares de las artes, se halla sobrado motivo para celebrar la inventiva sagacidad de los antiguos. No sólo la sierra, el compás, la tenaza, el barreno, el torno, me parecen partes de una invención ingeniosísima, mas también en la garlopa, el martillo, el clavo, las tijeras, hallo qué aplaudir.»

Después de recordar con erudición cuanto notable han dejado [177] los antiguos en literatura, ciencias y artes, concluye: «Finalmente, la más ilustre gloria de la antigüedad, consiste en habernos dado el más noble, el más útil, el más ingenioso artificio entre cuantos salieron a luz en la dilatada carrera de los siglos. Hablo de la invención del alfabeto, este utilísimo arte de la escritura, que como canta un poeta francés:

«Las voces pinta y habla con los ojos.»

Feijoo trata este o el otro punto de historia aisladamente, juzga tal o cual personaje; pero ni hace un relato seguido ni tiene sistema. Al apreciar los sucesos y los hombres, se nota esa especie de dualismo, revelado en otras manifestaciones de su conciencia, que recta por lo común, padeció deplorables desviaciones al condenar o aplaudir ciertos hechos, como más detenidamente notaremos en otro capítulo, porque lo merece aparte un fenómeno tan digno de estudio.

Como la historia no es una sucesión de fechas ni una lista de nombres, ni una relación de batallas, Feijoo, sin saberlo probablemente, ha prestado un gran servicio al que quiera hacer la de su época en España: en sus palabras se hallan muchos datos acerca de lo que era nuestro país, datos tanto más preciosos, cuanto que además de ser suministrados por un testigo verídico, ilustrado e imparcial, éste los da sin idea preconcebida, sin objeto de que sirvan para apoyar tal o cual sistema, depone arrastrado por la lógica de la verdad, contra lo que hubieran reclamado, tantos interesados en que no apareciese, y poderosos bastante para sofocarla, si no hubiera sido notoria y evidente.

En la larga vida de nuestro monje, con un espíritu de observación y una sagacidad raras; súbdito y superior, discípulo y maestro, considerado por personas eminentes, calumniado por gente poderosa, oyendo al penitente en el confesonario, al escolar en el aula; sabiendo los misterios del claustro y los escándalos de la plaza pública; estudiando las costumbres de su tiempo para mejorarlas, los errores para corregirlos; recorriendo multitud de asuntos y llevando el escalpelo a gran número de llagas, ha dejado como estereotipada en sus escritos la sociedad en que vivía.

No cabe en el plan e índole de este trabajo reproducir con [178] todos sus detalles el cuadro que nos ha pintado Feijoo, y sólo copiaremos algunas principales pinceladas de este historiador, no sabemos si consciente, pero de seguro imparcial, ilustrado y verídico. Oigamos lo que dice:

De los ocho millones escasos de habitantes que vivían en la despoblada España, como la octava parte se dedicaban a las artes mecánicas, careciendo con mucha frecuencia de trabajo.

Con múltiples e injustas exenciones para el servicio militar forzoso, el ejército se reclutaba casi exclusivamente en la clase de labradores.

Los tributos pesaban con desigualdad e injusticia, abrumando a unas clases, mientras otras privilegiadas estaban exentas de ellos. Los hospicios y casas de Beneficencia eran en tan corto número, que pululaban los mendigos, válidos e inválidos, siendo entrambas partes plantel de ladrones y de terceros para las relaciones amorosas.

No había caminos, ni puentes, ni se trabajaba en ninguna clase de obras públicas. La ciega intolerancia religiosa llegaba a tal punto, que en un pueblo muy escaso de agua, sabiendo que unos ingenieros extranjeros presentaban un proyecto para traerla, se amotinó la plebe, diciendo que no querían agua traída por herejes.

El reino estaba lleno de vagos y ociosos, unos que vivían de estafa, malas artes y complicidad en los delitos; otros, paseando calles, abultando corrillos y comiendo la hacienda que les dejaron sus mayores.

Por lo que se ha visto, hablando de la enseñanza, se puede calcular lo que era la ciencia y si se quiere saber algo más, léase el siguiente párrafo.

«Mejor será remitirle a un aula de Filosofía (al Sr. Mañer, autor del Anti-Teatro). Escoja la que quisiere, u de las Religiones u de las Universidades de Salamanca o Alcalá, y puesto a la puerta diga en alta voz que el aire es pesado, que es una patraña la Esfera de Fuego y una quimera la Antiperístasis y verá la gritería que se levanta. Entonces sabrá si aquellos tres errores están aún metidos en los tuétanos de innumerables filósofos. Salga después de entre los filósofos (que saldrá sin duda bien despechado)... &c. En España no hay ninguna máquina eléctrica, ni quien la haga.» [179]

Pululaban los ladrones alentados por la impunidad, y esperanza de fuga una vez presos y el terror que inspiraban una vez fugados; esto impedía la verídica declaración de los testigos, a que había que añadir la connivencia de los guardianes:

«Creo, dice Feijoo, que si se castigasen dignamente todos los delincuentes que hay en estas dos clases (alguaciles y escribanos), infinitas plumas y varas se convertirían en remos... Su destino es coger reos, su aplicación coger algo de los reos, y apenas hay delincuente que no se suelte, como suelte algo el delincuente... Sobran de las tres partes, dos de la gente de curia. En Asturias hay 265 escribanos, de los que sobran los 200. Un escribano que tiene poco que hacer es un complejo de las tres furias. Teje enredos, vierte chismes, suscita discordias, mueve pleitos, promueve los que están movidos, sugiere trampas, oculta unos delitos, agrava o aminora otros... En cuarenta años que he vivido en este país, fueron muchísimos los casos que vi de testigos perjuros y de escribanos infieles; pero nunca por ello vi condenar a azotes ni galera a nadie. Tal vez sucedió descubrirse la falsedad de cuatro escribanos en una misma causa, y todo el castigo se redujo a suspenderlos de ejercicio por un año... Veintidós testigos depusieron falsamente con juramento la inocencia de un caballero, y el castigo no pasó de una multa que a ninguno de ellos minoraba sensiblemente la comodidad...
El honor de los jueces padece, ya con razón, ya sin ella, por la frecuencia conque se impone la pena de multa, acusándolos la opinión de aplicarlas en su provecho, porque no ve que se dediquen al beneficio público, construcción de puertos, conducción de aguas, &c.
La cesión de la parte, comúnmente se valora en más de la mitad de la absolución del reo.
Tanto se ha apoderado de los ánimos la presunción de la fuerza de los valedores hacia los jueces, que son muchos los que, habiendo algún injusto despojo y estando satisfechos de la justicia de su causa, no reclaman si saben que la parte contraria tiene algunas altas inclusiones.
...Como el caso de rompimiento de cárcel sucede tantas veces, este temor preocupa los ánimos anticipadamente, de modo que apenas hay quien se atreva a deponer como testigo contra [180] los malhechores osados e industriosos... Salen de la prisión aquellas fieras desatadas, con el ímpetu de recobrar en pocos días todo el tiempo que vacaron de las insolencias. Imagínanse acreedores a vengarse, con nuevos insultos, de lo que padecieron en las cadenas. Apenas hay inocente a quien no miren como enemigo, y sólo los que los imitan en las costumbres son excepción de sus iras.»

La ignorancia general hacía que lo fuesen todo género de supersticiones y errores. A la sombra de ella se multiplicaban los milagros, los demoniacos, las energúmenas, creyéndose en la influencia maléfica de los cometas y de los eclipses, en la de los astros, ya propicia ya adversa, en las batallas aéreas, las lluvias sanguíneas, duendes, magia, vara divinatoria, zahoríes, &c.

No ya en el vulgo, sino en las clases elevadas y en las que se decían doctas, la cultura era una excepción rarísima, y el desconocimiento de las verdades más elementales de la ciencia, la regla. Veamos lo que dice Feijoo de la ilustración de la nobleza:

«Un caballero, ¿no es un hombre? ¿Y qué tiene de hombre el que no hace más que lo que hace un irracional; que come, bebe, pasea, duerme como él? ¿En qué excede al bruto el que no sabe más que lo que le enseña el instinto?... Se me responderá (ya lo veo) que siempre le queda el gran distintivo en comparación del irracional, que es estar instruido de lo que pertenece a la religión. Sí. Sabe el noble la doctrina cristiana, de que no es capaz una bestia; pero si no la sabe sino como la sabe el niño antes de llegar al uso de la razón, se puede dudar si esto es con propiedad saberla... Así en materias de religión como en otras, ¿cumple el noble como noble con saber únicamente lo que sabe el más ignorante rústico? A la verdad, en España los más de los nobles parece que están en esa inteligencia, pero en otras naciones no es así. No es así en Francia. No es así en Italia. Mucho menos en Inglaterra.»

De la ciencia de los médicos se puede formar juicio por lo que hemos dicho de su enseñanza, y por el hecho de que no había estudiante tan inepto, que aún incapaz de cambiar ninguna otra carrera, no terminase la de medicina; de su moralidad y de la de los boticarios dan alguna idea los párrafos siguientes:

«En la destemplanza de algunos médicos en recetar, tienen gran parte de culpa algunos boticarios, que por dos caminos procuran interesar a los [181] médicos en ese exceso; ya porque acreditan cuanto pueden en los pueblos de buenos médicos, a los zotes que hacen mucho gasto en sus oficinas, ya porque suelen regalarlos muy bien con este motivo; dígolo porque lo sé y porque importa que llegue a noticia de todo el mundo esta verdad.
No será ocioso advertir aquí otra colisión industriosa, igualmente que perniciosa, de tal cual médico con tal cual boticario. Da a entender, como misteriosamente, el médico, que posee un secreto admirable para la curación de alguna enfermedad y dirige siempre la receta de su secreto a aquel determinado boticario a quien dice le comunicó para su manipulación, escribiendo v. gr. R. pilularum nostrarum, &c., y la droga se vende muy cara con el título de preciosa, no siendo más que una cosa vilísima que no vale cuatro maravedís, ni aún un maravedí, porque de nada sirve. Conjuro a todo el mundo para que nadie se deje engañar por este maula.»

El matrimonio puede decirse que es para las costumbres lo que el termómetro para el calor: marca sus grados en la escala moral. De la carta que escribe Feijoo a la hermana de un religioso, instándola para que se haga monja, se infiere que un buen matrimonio debía ser una cosa rarísima, tanto que ninguna mujer debía contar con semejante fortuna. La declamación contra las modas escandalosas de las mujeres, está también en forma de carta, dirigida a una señorita honrada, y no de aquellas mujeres en quienes la corrupción del corazón inficiona la exterioridad, y le dice:

«Tantas veces te compones al día, cuantas es preciso salir al público, y antes dejarás en casa un sentido o una potencia que un dije de la moda... A vuelta de lo que tiene la moda de inútil y aún de fastidioso, que a ti te sirve de peso sin redituar a los ojos el menor halago, envuelve algunas menudencias donde se halla cierta representación confusa relativa a los preludios de la torpeza y que anima sus imágenes en los que están ya grabados de aquellas impresiones. Explícome lo preciso para instruirte con el concepto sin ofender con las voces tu decoro. Yo me holgara de poder ceñirme a expresiones tan abstractas en lo que sigue; pero no es posible, o en caso de ser posible no es conveniente. Es preciso combatir a fuerza descubierta la circunstancia más pestífera de la moda. ¿Sabes de qué hablo? De esa indecente desnudez de pechos de [182] que hacéis gala las nobles, siendo oprobio aún de las villanas.»

Una prueba de falta de pureza en las costumbres, es la libertad en el lenguaje, que debía ser mucha, en tiempo de Feijoo, cuando el con su estado, su respetabilidad, su notable delicadeza al tratar de los asuntos más ocasionados para ponerla a prueba, él tan honesto y mesurado en el decir; en los discursos destinados a chistes, escribe algunos más propios para salir de un cuerpo de guardia, que de la celda de un monje; alguien le afeó aquella licencia y sostuvo que no lo era. Cuando esto hacía persona de sus circunstancias, señal es que se estaba muy cerca de llegar al tristísimo estado que con breve y enérgica frase retrata San Juan Crisóstomo, diciendo: «Y lo peor es que no hay a quien imitar.»

En la notable carta que dirige Feijoo a un eclesiástico, se ve el lujo y la molicie de la clase y su poca moralidad en la explotación de los falsos milagros, conjuros de energúmenos, protección de romerías, &c. En todas las obras del autor se hallan pruebas de la ignorancia del clero y de los teólogos, cuyas obras iban a los desvanes de las celdas, sustituyendo ellos las razones con insolencias, cuando disputaban con personas ilustradas a quienes no sabían contestar después de haberlas provocado. Aún más desdichada idea se forma del saber del clero regular por lo que escribieron contra el Teatro crítico, capuchinos y franciscanos de los más autorizados en su Orden respectiva, dando pruebas de una ineptitud que asombra y de una mala fe que indigna. La opinión que se tenía de todos los que vestían hábito, no era ciertamente aventajada. Corrían libros impresos tan ofensivos para la clase, y con tan soeces dicterios, como al decir de Feijoo, jamás habían escrito los protestantes, y una acción ruin y descomedida se apellidaba, FRAILADA, según manifiesta indignado.

La decadencia de la agricultura era grande; el estado lastimoso del labrador le pinta Feijoo en estos términos:

«cuatro trapos cubren sus carnes, o mejor diré, por las muchas roturas que tienen las descubren. La habitación está igualmente rota que el vestido... Su alimento es algún poco de pan negro, acompañado de algún lacticinio o legumbre vil; pero todo en tan escasa cantidad que hay quienes apenas una vez en la vida se levantan saciados de la mesa. Agregado a estas miserias, un rudísimo trabajo corporal, desde que raya el alba hasta que viene la noche; [183] contemple cualquiera si no es vida más penosa la de los míseros labradores, que la de los delincuentes que la justicia pone en las galeras. Lamentaba el gran poeta la infausta suerte de los bueyes que rompen la tierra con el arado, roto para beneficio ajeno. Sic vos, non vobis fertis aratra bohes. Con igual propiedad podemos hoy lamentar la suerte de los hombres que para romper la tierra usan de bueyes, pues apenas gozan más que ellos de los frutos de la tierra que cultivan. Ellos siembran, ellos aran, ellos siegan, ellos trillan, y después de hechas todas las labores les viene otra fatiga nueva y la más sensible de todas, que es conducir los frutos, o el valor de ellos, a las casas de los poderosos, dejando en la propia la consorte y los hijos llenos de tristeza y bañados de lágrimas a facie, tempestatum famis

El agricultor trabaja con escasa fuerza física, con desaliento moral, con interrupciones causadas por la falta de salud y sin instrumentos propios para la labranza, porque en su penuria no puede adquirirlos. La pobreza es tan general y la producción de cereales tan escasa, que una mala cosecha produce la miseria en grado extremo.

«¡Todo es lamentos, todo ayes, todo gemidos! Despuéblanse los lugares pequeños y se pueblan de esqueletos los mayores. A la hambre se siguen las enfermedades, a las enfermedades las muertes. ¡Y cuántas muertes!»
Plurima perque vias sternuntur inertia passim Corpora perque domos, et religiosa Deorum Limina.
Es literal el pasaje del poeta a lo que vi pasar en esta ciudad de Oviedo con motivo del hambre que padeció este principado el año de diez. Por los caminos, en las calles, en los umbrales de las casas, en los templos, caían exánimes enjambres de pobres, de modo que no cabiendo los cadáveres en las sepulturas de las iglesias, fue preciso tomar la providencia de dársela a muchos en los campos.»

No queremos multiplicar citas análogas; por las hechas se comprenderá que las obras de Feijoo tienen también importancia histórica; y que si no ha escrito la de su país, ha suministrado datos al que quiera escribirla.

Mediten sobre estas páginas de veredicta historia del siglo pasado los que le ensalzan calumniando al presente. [184]

Capítulo X

Poesía. Bellas artes

Feijoo no era poeta; y no lo decimos porque no haya hecho versos o compusiera algunos malos, que ni la rima ni el metro son indispensables para la poesía, sino porque le faltaba lo que esencialmente le constituye; la inspiración. No era ese foco que recibe rayos de todos los puntos cardinales del espíritu, y se los devuelve en forma de luz que deslumbra, o de fuego que quema; no tenía ni amor profundo, ni dolor grande, ni entusiasmo febril, ni nada, en fin, que levantara esas nubes donde se forman las tempestades del corazón.

Espíritu noble, elevado, sereno, austero, propende a considerar la ternura como debilidad, la pasión como demencia, y prefiere Lucano a Virgilio. Naturaleza, ricamente dotada, no le falta; no podía faltarle el sentido práctico, como facultad receptiva, ya que no creadora. Así le vemos pedir prosa francesa y poesía italiana; afirmar que en España la poesía está más perdida aún que la música, siendo infinitos los que hacen coplas, y no habiendo ningún poeta; llamar divina a la Eneida, y decir de su autor, «aquellos sonoros y soberanos golpes que a trechos deja caer, como desde la cumbre del olimpo sobre la mente del que lee, totalmente me arrebatan.»

Como siempre que podía reclamar la libertad del pensamiento, reclamaba también los fueros del genio y de la inspiración, y son muy de notar sus palabras.

«También es cierto que los genios elevados están más expuestos a algunos defectos que los medianos. Aquellos, conducidos o de la viveza de la imaginación o de la valentía del espíritu, suelen no reparar en algunos requisitos que escrupulosamente observan los genios de más baja clase. Más fácilmente harán un escrito perfectamente regular éstos que aquellos. Estos no caen, porque no se levantan; caminan siempre debajo de las reglas; siguen una regla humilde que no pierde de vista los preceptos. Aquellos, dejándose arrebatar con vuelo generoso a mayor altura, suelen no ver lo que por más bajo está más distante. Tal vez es mayor perfección [185] apartarse de las reglas, porque se sigue rumbo superior a los preceptos ordinarios... Yo convendría muy bien con los que se atan servilmente a las reglas, si no pretendieran sujetar a todos al mismo yugo. Ellos tienen justo motivo para hacerlo: la falta de talento les obliga a esa servidumbre. Es menester numen, fantasía, elevación para asegurarse del acierto saliendo del camino trillado. Los hombres de corto genio son como los niños de escuela: si se arrojan a escribir sin pauta, en borrones y garabatos desperdician toda la tinta. Al contrario, los de espíritu sublime, logran los más felices rasgos, cuando generosamente se desprenden de los comunes documentos. Así es bien que cada uno se estreche o se alargue hasta aquel término que le señaló el Autor de la Naturaleza, sin constituir la facultad propia en norma de las ajenas. Quédese en la falda el que no tiene fuerza para arribar a la cumbre; mas no pretenda hacer magisterio lo que es torpeza, ni acuse como ignorancia del arte lo que es valentía del numen.»

Los románticos no dejarían de contar a Feijoo entre los suyos; en lo que no cabe duda es en que habla como un hombre superior, al reclamar las inmunidades del genio. Si se revela contra la tiranía de las reglas, no protesta menos enérgicamente contra la máxima de que la ficción sea una cosa esencial a la poesía, y exclama: «Sería, sin duda, una gran infamia de la poesía, profesar antipatía irreconciliable por la verdad,» en que se ve conocimiento del origen de la belleza práctica que no puede estar en la mentira. ¿Era realista por ventura? Nada hay que lo indique, ni es cierto que la verdad corte el vuelo del poeta, ni del artista, antes los auxilia para volar más alto. El ideal no es la ficción ni la mentira, es la verdad en las altas regiones, en las grandes profundidades de la inteligencia y del sentimiento, y los realistas, lejos de pintarle mejor retratándole por sus fases más superficiales y rastreras dan, por naturaleza humana, una grotesca caricatura del hombre. Le pintan, que come, que bebe, que se pasea, que juega y que fuma, no saben pintar más y dicen esa es la realidad. Ecce Hommo. El hombre de ellas, el que conciben, el que comprenden, el que ven, cuando medita, cuando siente, cuando sufre, cuando llora, cuando se resigna, cuando se inmola, cuando se sacrifica, ¿no es el hombre también? ¿Por ventura las cosas por ser menos frecuentes y menos bajas son menos ciertas? ¿No es tan verdad [186] Santa Teresa como Lucrecia Borgia y San Vicente de Paul como Alejandro VI?

El ideal, si no degenera en sueño extravagante o descompuesto delirio, no se sale de la humanidad, y el realismo no tiene privilegio exclusivo para retratarla; aquél la representa cuando se eleva, éste cuando anda, entregada a sus mecánicas ocupaciones; para la primera pintura se necesita un pincel delicado; para la segunda, basta una brocha gorda; por eso los realistas son siempre medianías, o porque nacieron o porque se han rebajado, gente que nacen los últimos o venden su primogenitura por un plato de lentejas y que pintan cuadros picarescos o bodegones para hacer reír al pueblo ya que no pueden hacerle sentir ni llorar. Así, pues, cuando Feijoo reclamaba la verdad como un noble atributo para la poesía, no debemos acusarle por eso de que intentara despojarla por eso de sus galas ni de su ideal sublime. ¿Hay por ventura menos realidad en el aire puro de las montañas que en el infecto de las cloacas?

Al empezar a leer el Teatro Crítico y las Cartas Eruditas, asombra que el autor sepa tanto: después, acostumbrados a su enciclopédica instrucción, damos por supuesto que sabe de todo, y poco falta para que le hagamos un cargo porque no ha dicho nada de arquitectura, de pintura ni de escultura. ¿No sabía nada de estas artes? Apenas podemos creerlo; pero es la verdad que nada dijo. En cambio era un maestro en música y habla de ella con conocimiento y entusiasmo, como quien la comprende y la siente. Esta fuga de la tierra en alas del arte divino, arrebataba el corazón del sabio monje hasta hacerle decir: «Que el deleite de la música acompañado de la virtud, hace en la tierra el noviciado del cielo,» y la llama «de todas las artes, la más noble, la más excelente, la más conforme a la naturaleza racional y la más apta para hermanarse con la virtud.»

Se extiende sobre la armonía del orbe, de los cuerpos celestes de la tierra, «que destinada para la habitación de seres racionales, ¿había de quedar fuera del concierto, haciendo disonancia a las demás obras del Creador? Diráme V. S. acaso, que esta de que hablo es música puramente alegórica y que sólo con impropiedad se puede llamar tal; pero yo insistiré siempre en que es música real y verdadera, pero de otro orden. Esto es música filosófica, [187] música no compuesta para el oído, sino para el entendimiento y por eso mismo más elevada.»

Comparada con las demás artes recreativas la música afirma que es

La más noble:
La que tiene mayor conformidad con la naturaleza humana:
La de mayor honestidad o utilidad moral.

Se extiende en consideraciones, aduciendo pruebas de autoridad y de raciocinio en comprobación de lo que afirma, y sobre el tercer punto, entre otras cosas, dice:

«Las pasiones humanas se estorban recíprocamente unas a otras, lo que las hace en algún modo incompatibles. Si hay alguna muy viva o dominante llevando el alma con ansia hacia su objeto, debilita si no extingue el impulso que le pueden dar otras. ¿Quién hay que no experimente esto dentro de sí mismo? Dichoso, pues, aquél cuya inclinación dominante sea decente u honesta que le conduzca a un objeto moralmente bueno, o por lo menos indiferente. Esta ocupará el alma de modo que deje poco o ningún lugar para que en ella se aniden otras pasiones. ¿Y qué inclinación más honesta que la música? Los que están muy enamorados de su dulzura hallan insípido, o por lo menos de una rapidez muy tibia, todo aquello que constituye el placer de los que son de diverso genio. Esta limpia pasión (si pasión se puede llamar), no sólo aparta la atención del alma a quien domina, de los objetos que la pueden ser nocivas, mas la hace mirar como indignos de su nobleza todos aquellos que en su cualidad de viciosos necesariamente incluyen la de torpes y villanos. De este modo la inclinación a la música allana al alma el camino de la virtud; mas como no siempre esa inclinación señorea tanto este animado domicilio que no deje en el hospedaje a otra u otras pasiones, o no siempre es tan fuerte que totalmente resista el maligno influjo de ellas, resta que el goce o actual deleite de la música concurra a prestar al alma el mismo o equivalente beneficio. Y en efecto, los presta, no solo haciendo olvidar, mientras duran, los objetos de las demás pasiones, mas trayendo poco a poco el corazón a una dulce temperie, conque se corrige la acrimonia de la ira, el ardor de la concupiscencia, la acerbidad del odio, la austeridad de la melancolía, la efervescencia de la ambición, la sed de la codicia y la exaltación de la soberbia.» [188]

El discurso en que trata de la Música de los templos es de los más notables de nuestro autor, y aunque escrito, hace siglo y medio, de actualidad. No sabemos si el abuso era entonces más intolerable, pero no es pequeño el que se tolera hoy, permitiendo en las iglesias instrumentos y voces y composiciones enteramente profanas e impropias de la santidad del lugar. En las grandes poblaciones se ve mucho de esto, pero en las de menos importancia y en las aldeas, llega el abuso a un punto que no sabemos cómo no ha llamado la atención de los que debieran corregirle. Piezas de ópera, de zarzuela, el fandango, la cachucha, el himno de Riego, la muñeira, &c., todo esto se toca en el templo y al elevar la hostia... En una capital de primer orden, asistiendo a un bautizo, hemos oído la jota; el organista era un sacerdote, monje exclaustrado, y manifestándole nuestra extrañeza, nos contestó: Como el padrino es aragonés... Se ve, pues, que el progreso no es grande desde que Feijoo decía:

«El que oye en el órgano el mismo menuet que oyó en el sarao, ¿qué ha de hacer sino acordarse de la dama con quien danzó la noche antecedente? De esta suerte, la música que había de arrebatar el espíritu del asistente desde el templo terreno al celestial, le arrastra de la iglesia al festín: y si el que oye, o por temperamento o por hábito está mal dispuesto, no parará ahí la imaginación... ¿Qué oídos bien condicionados podrán sufrir en canciones sagradas aquellos quiebros amatorios, aquellas inflexiones lascivas que, contra las reglas de la decencia y aun de la música, enseñó el demonio a las comediantas, y éstas a los demás cantores?... ¡Oh buen Dios! ¿Es esta la música que el grande Agustino, cuando aún estaba instante entre Dios y el mundo, le exprimía gemidos de compunción y lágrimas de piedad?»

Feijoo, según hemos indicado, no quiere violines en el templo, ni más que cantos graves y austeros. Hablando del canto llano, dice que:

«Ejecutado con la debida pausa, tiene una grande ventaja para el uso de la Iglesia; y es, que siendo por su gravedad incapaz de mover los pensamientos que se sugieren en el teatro, es optísimo para inducir los que son propios del templo. ¿Quién, en la majestad sonora del himno Vexila Regis, en la gravedad festiva del Pange Lingua, en la ternura suntuosa del Invitatorio de difuntos, no se siente conmovido, ya a veneración, ya a devoción, ya a lástima?» [189]

Entusiasta del arte, se indigna contra los que, sin conocimiento de ella, y faltos de inspiración, pretenden pasar por maestros originales, cuando no son más que zurcidores de lo que acá y allá pescan en el río revuelto del mal gusto generalizado.

Pasando de la música a la letra de himnos y canciones entonadas en los templos, muchas debía suprimir una razonable censura en nuestra época: en la de Feijoo no era menos necesaria, y tal vez más, la prohibición de coplas que no parecen compuestas sino para dar pábulo a la necedad de los necios, y excitar la indignación o la risa de los discretos; así se infiere del párrafo conque termina su discurso:

«Pero aún no he dicho lo peor que hay en las cantadas (coplas) a lo divino, y es, que ya que no todas, muchísimas están compuestas al genio burlesco. Con gran discreción, por cierto, porque las cosas de Dios son cosas del entremés. ¿Qué concepto darán del inefable misterio de la Encarnación mil disparates puestos en las voces de Gil y Pascual? Déjolo aquí, porque me impaciento de considerarlo; y a quien no le disonare tan indigno abuso por sí mismo, no podré yo convencerle con argumento alguno.»

Por todo lo que ha combatido y sostenido Feijoo, es patente que en una época de decadencia tan completa, en que no sólo no había inspiración, sino que hasta el sentido de lo bello parecía perdido, él le mantuvo puro en música, y en poesía pidió verdad contra la ficción ridícula; sencillez contra el amaneramiento, libertad contra la regla tiránica, severidad casta contra la molicie; en fin, en vez de lo deforme y miserable, quiso hermosura y grandeza.

Capítulo XI

El hombre

El estudio más difícil y más fecundo para el hombre es el del hombre mismo. Todo conocimiento le da luz, toda verdad le guía, pero la circulación de su sangre le importa más que el curso de los ríos; le interesa menos la causa de las tempestades que se forman en las nubes, que las que siente en su alma, y a la dicha y a la perfección, más contribuye la ciencia de las leyes de su espíritu, que la de aquellas que rigen el movimiento de los astros. [190]

No se da un paso en el estudio de la historia, ya remota, ya próxima, ya contemporánea; no se medita ante el espectáculo de penas y de injusticias, sin ver claramente que de todos los errores que extravían y afligen a la humanidad, los que se refieren a su propia naturaleza son los más frecuentes, y de consecuencias más tristes. ¡Cuántas veces los graves daños que se hacen los hombres, no tienen más causa que su desconocimiento mutuo!

Se comprende el atraso de esta ciencia, es muy difícil, y no parece necesaria, o tarda mucho en parecerlo ¿Qué es el Sol? ¿Qué es el Mar? ¿Qué es la Tierra? ¿Qué es el Cielo? Dice el hombre antes de preguntarse: ¿Qué soy yo? y después ¿Qué es la humanidad? Una vez planteado el problema, y puesto en camino para resolverle, ¡qué de obstáculos para marchar, qué de causas para extraviarse! Las pasiones, la ignorancia, el error, el amor propio, la hipocresía, el egoísmo con sus alegrías, sus dolores, sus vanidades, sus mentiras y sus cálculos, vienen a turbar la paz serena que necesita la ciencia como esas aguas turbias que no dejan ver lo que hay en el fondo, o que no reflejan los objetos con claridad en sus agitadas superficies.

A estas dificultades hay que añadir otra también grave: la naturaleza humana, moral, intelectual y aún física, aunque esencialmente la misma, varía tanto según los grados de su cultura y escala de su progreso, que quien conocía el hombre de hace dos mil años, puede desconocer el de hoy. Se dice, tal o cual cosa es o no natural. ¿Natural? ¿De dónde y de cuándo? Ni física, ni moral, ni intelectualmente es idéntico el hombre salvaje, al bárbaro o civilizado, y necesidades del cuerpo y del espíritu, ideas y sentimientos que parecen espontáneas y se llaman naturales, todo se modifica, varía, cambia, según en el medio en que se desarrolla, y como si fuera por ajeno impulso brota. Resulta que, el estudio del hombre, además de que como obra suya no puede ser perfecta, la posible perfección tiene que ser relativa al tiempo, porque vendrá otro en que esto que se quiere dar como inmutable habrá variado, y parecerán naturales cosas que hoy no sólo no lo parecen, sino que se tienen por imposibles.

Indicada la inmensa dificultad de estudio que tanto interesa, los que a él se inclinan aprovechan ansiosos las circunstancias en que el espíritu del hombre tiene manifestaciones que irradian [191] luz sobre puntos oscuros, y pueden contribuir a resolver varios problemas. La humanidad se estudia lo mismo en los grandes que en los pequeños; pero de éstos, cuando desaparecen, no es posible hacer análisis individual, mientras que las personalidades poderosas dejan tras de sí vestigios y señales que no borra la huella del tiempo, y que es posible estudiar y convertir en lecciones. ¿Pertenece a este número el autor de cuyas obras hemos procurado dar alguna idea? Creemos que sí. Sus libros tratan gran número de cuestiones, y en los años que ha estado hablando con el público de tanta diversidad de materias, desde las más triviales hasta las más elevadas, la pluma del escritor, como que se ha convertido en pincel para pintar al hombre, que no puede decir lo que piensa y lo que siente sobre tan varios asuntos, sin manifestar muchas fases de su alma.

¿Quién es Feijoo? Se ha dicho y se ha repetido, El Voltaire español: sin que acertemos a comprender el motivo de esta alabanza o de este vituperio, ni el exceso de buena o mala voluntad que ha sido menester para formular un juicio tan ofensivo, según unos, tan favorable, en opinión de otros. Feijoo no tiene ni las valentías ni las temeridades de Voltaire, ni sus grandes cóleras, ni sus estridentes risas; no es ni tan sublime ni tan bajo; no se insurrecciona contra los poderes espirituales; no escarnece las cosas tenidas por santas; reformador no rebelde, enemigo de la superstición, no impío, aunque vea que no todas las cosas están bien en el santuario penetra siempre en él con la cabeza descubierta y dobla las rodillas ante el altar. A esto se dirá tal vez que la situación del Benedictino era diferente y aun opuesta a la del amigo del Rey de Prusia, y que en idéntico teatro habría sido un actor igual o muy semejante. Pocas temeridades intelectuales puede haber mayores que señalar lo que hubiera sido tal hombre en tal tiempo o país que no fue el suyo y el giro que hubiesen tomado sus facultades en una situación que no conoció: todo suele ser aquí hipotético, mucho imaginario, y no poco falso.

Despójese al monje de su hábito; libértesele de las trabas que le ligaban y del peso que le oprimía. De la solitaria celda de Oviedo, trasládesele a los salones de París; y en vez de tratar con frailes fanáticos, formen su sociedad enciclopedistas, descreídos, abates elegantes y mujeres tan libres de costumbres como de pensamiento [192] lo eran los hombres. ¿Qué sucederá? No lo sabemos: ninguno lo sabe y es temerario que nadie lo diga: reflexionándolo bien, parece lo más seguro que en Feijoo no había los elementos constitutivos de un Voltaire, y que puesto en iguales condiciones, no habría sido ni tan grande ni tan miserable.

Prescindiendo, pues, de comparaciones que razonablemente no pueden hacerse, de paralelos que suelen ser para la verdad el lecho de Procusto, y de hipótesis aventuradas cuando menos, atengámonos a lo que positivamente sabemos de nuestro autor, tal como fue, no tal como hubiera podido ser, utilizando, si nos es posible, este conocimiento.

Los hombres se contradicen con frecuencia con sus hechos y con sus palabras; pero, según lo hemos indicado ya, Feijoo es desemejante a sí mismo como pocos, tal vez como ningún escritor, y la variedad de asuntos que trató pone más en relieve su desigualdad y contradicciones. Amigo apasionado de la verdad, amante de la justicia, entusiasta de la ciencia, perseguidor incansable de la ignorancia, lógico inflexible, observador sagaz y aun profundo, enemigo de la superstición, sinceramente piadoso, severo con los poderosos, compasivo con los débiles, su fisonomía moral e intelectual es bella, noble, imponente. Pero de vez en cuando aparece contraída y desfigurada como por un feo gesto; el brillo de la mirada perspicaz se apaga, y la expresión no es de quien medita, ni de quien comprende, ni quien compadece. ¿Cómo ha podido alterarse la armonía de facultades de esta hermosa alma? Cerciorémonos bien de esta alteración antes de investigar su causa.

Feijoo fue acusado, por fanáticos ignorantes, de escéptico, y si no mereció semejante calificación, no hay duda que debe contarse entre los espíritus analíticos que piden a las teorías observación, experiencia, y a las opiniones la prueba en que se fundan: no obstante, en algunos casos manifiesta una credulidad nimia, pueril, degradante para tan superior inteligencia.

El hombre que quería para su patria todo el posible bien, que contribuyó a él cuanto estaba en su mano, sin perdonar desvelo ni fatiga, sosteniendo solo una lucha con multitud de enemigos que usaban armas de mala ley; el que se avergonzaba del atraso de su país y recibía consuelo cuando alguno le honraba, hasta el punto de mirar a los españoles que se distinguían con verdadero cariño [193] que comparaba al de un enamorado; el que denunciaba a veces los abusos sin esperanza de que se corrigieran y sólo para desahogo de su dolor, sostiene «que no hay hombre que no deje con gusto su tierra, si en otra se le representa mejor fortuna,» y niega el amor a la patria, a quien llama imaginaria deidad.

El trabajador incansable que escarnece y anatematiza el ocio, que persigue al holgazán sin dejarle el sagrado del hogar doméstico; el que revolviéndose contra todos los abusos, combate sin tregua; el que tiene elevada idea de la naturaleza moral e intelectual de la mujer y de la santidad del matrimonio, emplea los tesoros de su elocuencia en convencer a una mujer distinguida, a que busque su provecho, su conveniencia, el sosiego de la paz en el retiro del claustro, esterilizando su espíritu de sacrificio, su actividad, su inteligencia, sus facultades todas viviendo en inútil y degradante ociosidad.

El que tiene altísimo concepto de la magistratura, que tributa culto a la justicia, que amonesta al juez con una elocuencia propia de la severa moral que predica, imponiéndole la abnegación como carga de aquel estado, y el sacrificarlo todo al deber, como una necesidad imprescindible; en los conflictos entre la ley y la conciencia, sacrifica la conciencia y no dice al juez que deje de serlo antes que aplicar una ley que le parece injusta.

El que ha puesto en evidencia tan magistralmente las sociedades secretas, diciendo: «que donde hay mucha gente amontonada sin ventilación bastante, no sólo los cuerpos, también las almas traspiran unos hálitos viciosos tan enfermizos para las costumbres, como los de los cuerpos para los humores; que prohíbe la ventilación para lo primero la ley del secreto, como para lo segundo, la clausura del muro.» Tiene a dicha los tribunales secretos, donde la ventilación de que habla es infinitamente más necesaria que en las sociedades.

El que lleno de delicada compasión la ejercía principalmente con los desvalidos menos simpáticos, comprendiendo que era un aumento de desdicha y de miseria su aspecto repugnante; el que no sólo se interesaba por los hombres afligidos, sino «que no veía padecer alguna bestia de aquellas que en vez de incomodarnos nos producen varias utilidades, cuales son casi todas las domésticas, que no se condoliera de su dolor;» el que en sus viajes no [194] espoleaba a las caballerías sino lo muy preciso para una moderada jornada, y miraba con enojo a los que por una levísima conveniencia no reparaban en desangrar aquellos pobres animales; el que fue tolerante, benévolo, deferente, respetuoso con los que no creían lo que él creía, ni pensaban como él pensaba, mira con una indiferencia de inquisidor o de verdugo las torturas y suplicio del infeliz Savonarola, y le da como bien sacrificado por aquel Alejandro VI, cuyo solo nombre parece que mancha los labios que le pronuncian, y de quien el mismo Feijoo dice: «Ni yo emprendo ni juzgo que nadie pueda probablemente emprender su justificación respecto de todos los crímenes que se le atribuyeron.»

El que manifestaba recta imparcialidad al juzgar las cosas y los hombres que fueron, y clara razón y elevado buen sentido, se rebaja a ridículos sofismas, propios del escolástico más inepto, para probar, que la Iglesia hizo bien primero en prohibir la enseñanza del sistema de Copérnico como una herejía , y en permitirla después, y sostiene que no trató con dureza a Galileo y que éste faltó en no cumplir la palabra de mentir o de callar la verdad, palabra arrancada por la fuerza y por el temor de la tortura y del suplicio.

Todavía es más desdichada, si cabe, la defensa que hace de Clemente V, con tanta razón llamado Inclemente por su criminal complicidad en el sacrificio de los Templarios; Feijoo reconoce la inocencia de estos, se adhiere al fallo de la posteridad, respecto del rey de Francia, pero trata de excusar al Papa en estos términos: «Muchas veces los Papas, a instancias de los príncipes, hacen cosas que no hicieran sin estas instancias... Se sabe lo que al rey Felipe debía el Papa Clemente... Cuántos daños, no sólo para sí sino para toda la Iglesia, podría temer de un príncipe de tanto poder y nada escrupuloso, si no le complaciese en lo que procuraba con tanto ardor.» ¡Qué razones!

Quien ha dicho: «He conocido algunos usurarios, no pocos usurpadores de haciendas ajenas, muchos que con imposturas y fraudes ocasionaron grandes perjuicios a sus prójimos, los cuales, pecadores, ya están en el otro mundo, y salieron de éste sin hacer la más leve diligencia para restituir, aunque tenían medios sobrados para ello. ¿Pues no se confesaron? ¿No se dieron golpes de pechos? Muchos lo vieron. ¿Pero se confesaron bien? Eso ya es otra cosa. [195] El juicio más benigno que puedo hacer de estos miserables es, que varios cuidados respectivos a sus más allegados, los dolores de la enfermedad, la aflicción de ver que se acaba la vida, la separación de cuanto amaban hasta ahora, los distrae de modo que desatienden lo que es de suprema importancia. A que se puede añadir alguna perturbación del cerebro, que muy rara vez falta en las graves enfermedades, por más que se diga de muchos que conservan cabal el juicio hasta el último momento.» El que pone de manifiesto la mala disposición de la última hora, para el examen de la conciencia, el arrepentimiento y la reparación, quiere que se emplee la coacción moral para que se cumplan los preceptos de la Iglesia, y patrocina aquella Bula de Pío V, por la que los médicos deben abandonar a los enfermos graves que se nieguen a recibir los Sacramentos.

Aunque esto no fuera una inhumanidad y motivo de sacrilegios e hipocresías; aunque se consiguiera impresionar los espíritus por medio del temor de no recibir auxilio para las dolencias del cuerpo, como acepta semejante recurso el mismo que ha dicho,

«Pero fuera de que las producciones del amor de Dios en el corazón humano tienen un valor, una dignidad muy superior a la del temor, como ya insinué arriba, se debe atender también a que las impresiones que hace el amor en las almas son más constantes que las del temor. La razón es, porque la impresión del amor es dulce, suave, grata, por lo que, hallándose bien el corazón con ella, bien lejos de aspirar a borrarla, la abriga y procura su conservación; al contrario, la del temor, es áspera, desapacible, y como violenta la resiste el corazón cuanto puede. El amor le halaga, el temor le oprime; el amor se goza, el temor se padece; por esto el amor, siendo siempre acto de la voluntad, muchas veces es también objeto de ella; esto es, le ama la voluntad con otro acto de amor reflejo: al contrario, en el temor halla siempre un huésped enojoso, a quien dio entrada por no poder negársela, como se concede alojamiento al enemigo que se hace abrir la puerta con la espada en la mano: así, con todas sus fuerzas, se aplica a echarle fuera, y muchas veces lo logra.»

La imagen del ángel que llora sobre los pecados del justo, ¿no aparece también gimiendo sobre los errores del sabio y las debilidades del fuerte? Las de Feijoo, sus caídas de tan alto, sus [196] contradicciones de tanto bulto, ¿no exceden la común medida? Nos parece evidente; y una vez comprobado el hecho, resta investigar la causa, o las causas, por que no creemos que hay una sola.

Cuando se extingue o se debilita la idolatría de los reyes absolutos, y no ha nacido el amor a la libertad, es tibio el de la patria.

Cuando se vive en el aislamiento de una celda, sin lazos estrechos, sin afectos profundos, se ignoran los grandes goces y los grandes dolores, la abnegación y el sacrificio, se huyen las borrascas del amor, para disfrutar la calma de la indiferencia; y si la paz no se halla siempre, rara vez se deja de dar en el egoísmo.

Cuando los lazos de familia no existen, desaparecen o se aflojan los de humanidad.

Cuando el espíritu humano, en vez de inspirarse en la conciencia y escuchar la razón, cede absolutamente a la autoridad, se deforma.

Cuando un hombre tiene un noble corazón, una conciencia recta, un claro entendimiento, es difícil, sino imposible, esterilizar estas grandes cualidades, y extinguir para siempre la luz que le ilumina.

He aquí, a nuestro parecer, por qué Feijoo se eleva y cae, incurre en extrañas contradicciones, despide resplandores y nos deja en oscuridad.

El hombre, entre sus nobles condiciones, tiene una que en gran manera le distingue y le enaltece: es naturalmente razonador. En los manicomios, puede observarse que hasta los dementes procuran explicar y razonar sus locuras. El espíritu humano, unidad poderosa que armoniza sus varias facultades, es influido a la vez que influye en ellas, determinando su ejercicio tendencias, resoluciones, hábitos. Cuando se somete la conciencia y el entendimiento a la autoridad, la razón quiere abonar aquello que se recibe como bueno. Nuestra naturaleza activa y racional, no puede resignarse a vivir pasivamente y obrar fuera de razón, y después de haber tenido la desdicha de admitir el error, siente el fuerte impulso de probar que no lo es, y la necesidad de creerlo; es noble condición suya el deseo de legitimar sus actos. Así sucede a veces, que cuanto más discurre, más se extravía; cuanto más se eleva, cae de más alto; y la razón sucumbe, como esos hombres que, por salvar a otro, perecen ellos también en una atmósfera irrespirable; así sucede [197] también que una práctica predispone a una teoría, una opinión a un sistema, y la marcha del espíritu por una vía determinada, a encaminarse siempre en aquella dirección y a la creencia de que es la mejor o la única.

Comprendiéndolo así, comprendemos a Feijoo. Una vez reconocido el deber de someter su conciencia y su entendimiento a la autoridad, quiere legitimarla, probar su acierto, demostrarla infalible, para no rebajarse con la sumisión: lo quiere como una cosa necesaria, movido por un fuerte impulso que a veces le hace olvidar lo que había de tener presente, y creer lo increíble; porque la duda es una falta, es un pecado y él ha de vivir en gracia y en paz con su conciencia. Si para esto hay que sacrificar algo, sacrifica en lógica, haciéndolo así un día y otro día, un año y otro año, y muchos años, se forman hábitos intelectuales, incomprensibles a primera vista, una manera de ser anómala, y esas grandes contradicciones, y esas alternativas de luz y oscuridad; es la antorcha de la razón, cubierta por una nube que oculta su brillo; es el fuego sagrado que se intenta sofocar y no se puede extinguir.

El estudio de esta personalidad enérgica y poderosa, nos demuestra los estragos intelectuales que puede hacer la autoridad en un alma que a ella se somete incondicionalmente, y cuan necesario es que todo entendimiento y toda conciencia sean respetados en su derecho y libres en su esfera de acción; nos demuestra que la obediencia no debe convertirse nunca en servidumbre, ni el tributo en vasallaje, ni el respeto en idolatría; porque si en la sumisión sin límites quedan tan deformados los espíritus fuertes, ¿qué no debe temerse para los débiles? Nos demuestra el deber de apartar toda dureza y aun toda severidad al juzgar a hombres y escritores que por cualquier causa no han tenido, o no tienen libertad de acción, y nos demuestra, en fin, el absurdo y la injusticia de suponer que toda inteligencia grande es independiente, un necio todo el que se somete y un miserable todo el que no se rebela. En esta época de rebeliones materiales e intelectuales, tan fáciles todas, tan culpables muchas, hay tendencia a despreciar la sumisión, aunque sea razonable y justa, y a escarnecerla sin piedad cuando no lo es y no lo parece.

Estos fanáticos de la razón humana, que son, a veces, tan intolerantes como los de la autoridad, si hacen el estudio comparado de [198] hombres notables, como el que nos ocupa, y hombres vulgares, como se pueden observar donde quiera, comprenderán que hay medicinas rebeldes y eminencias sumisas, y épocas y situaciones en que contradecirse, es una necesidad, y aun puede constituir un mérito. Feijoo la ha tenido, dada la falta o la desgracia de aceptar ciertas doctrinas. La lógica, según los casos, indica grandeza o miseria, y la contradicción puede ser el veto del entendimiento y la protesta de la conciencia.

Conclusión.

Si hemos acertado a dar una idea aproximada de las obras de Feijoo, habremos hecho comprender lo que, al empezar su estudio, afirmamos que era un hombre superior. Tal vez una de las causas para no hacerle justicia, es la tendencia harto general a mirar con más aprecio la ciencia o el arte a que cada cual se dedica, y en no pocos casos a desdeñar aquellos conocimientos que no son objeto del propio estudio; el que no fue especial, en ninguno puede aparecer como extraño a todos, y no hay duda que algo de esto ha sucedido a nuestro respetable autor. El físico, el matemático, el naturalista, el jurisconsulto, el psicólogo, dirán que no ha hecho avanzar la ciencia, que no se nota su paso por ella; pero el hombre, todos los hombres de su patria y de su época, y la posteridad, deben decir que hizo avanzar a la sociedad entera, y dejó en ella una huella luminosa.

Mérito tiene, y mucho, el que descubre una ley o esclarece una verdad; pero el que difunde muchas, ¿merece menos? ¿Hay, por ventura, misión más noble y más grande que perseguir el error bajo todas sus formas, luchar contra él en lucha incesante y prolongada, y luchar solo, y anatematizar la ignorancia y pedir instrucción, ciencia, luz, en el mundo intelectual? Feijoo deja la Química como la ha encontrado; pero no el hombre, no a su país, donde arrojó multitud de semillas, unas que dieron inmediatamente fruto, otras que germinaron después. ¿Cabe dudar que tuvo gran parte en el movimiento intelectual que se inició en su tiempo y en las reformas de la época posterior? Las ideas, como los agentes imponderables, circulan invisibles, dan muerte o dan vida sin que se palpen, y en su curso misterioso o desapercibido influyen en [199] nuestro modo de ser, sin que comprendamos muchas veces cuándo penetraron en el espíritu ni de dónde vienen. El que hoy piensa, el que hoy discurre, el que hoy sabe, ignora lo que debe al Benedictino que no conoce o desdeña, al que le allanó el camino más atento a ponerle practicable que a dejar en él obras suntuosas. ¿Quién es capaz de marcar la aplicación de los movimientos? ¿Cuántos que hoy poseemos tendrán su origen en el Teatro crítico? Imposible determinarlo, e injusto negar respeto y gratitud a ese explorador del pensamiento que marchó hacia el porvenir, con resolución y con fatiga, aunque a veces avanzase poco, hallando obstáculos casi insuperables. Grande injusticia sería no juzgar como cooperadores del progreso sino a los que hacen adelantar una u otra ciencia, excluyendo a los que las generalizan todas, a los que combaten el error, a los que inspiran amor a la verdad y al saber, a los que, como nuestro ilustre monje, nos dan como ejercicios prácticos de gimnasia intelectual, dificultosa para quien tenia coartados sus conocimientos, utilísima para el que la estudia. A discurrir no se aprende en ningún autor; pero el nuestro es de los que pueden prestar auxilio más eficaz, con ejemplos del modo de considerar las cuestiones por sus múltiples fases: aplicación de la lógica, de seguida ilación en el discurso, de método amigo de la claridad y de aquella rectitud en el pensar que manifiesta la conciencia del pensador como inseparable compañera de su pensamiento. Con merecer mucho el que descubre una verdad, merece más el que inspira amor a todas e indica caminos para hallarlas. Tenemos un profundo respeto por Newton; pero mayor todavía por Sócrates.

Hay hombres que aparecen con una aureola científica más brillante que la de Feijoo, pocos que hayan sido tan útiles, y por eso debe ser contado entre los primeros dignos de consideración y aplauso.

Dejar al mundo un nombre, esa es la fama.

Hacer al mundo bien, esa es la gloria.

El mérito de Feijoo no es relativo respecto de su país y de su época, sino absoluto y con relación a cualquier período de la humanidad. Sus obras son una especie de museo en que hay multitud de objetos, unos que no debieron recogerse, otros útiles un día que no tienen uso ya, otros que le tendrán siempre, algunos preciosos cuyo valor puede desconocerse, no destruirse. Bien sabemos que no [200] falta quien mira con desden esos libros donde se leen tantas cosas triviales, erróneas, absurdas; conocemos el dicho de Lista: que a Feijoo debía erigírsele una estatua y quemar al pié sus obras. Y no comprendemos cómo un hombre serio ha podido aventurar semejante juicio, y menos como tuvo cierta aceptación; no es la primera vez, ni será la última, que a favor de una frase picante para un despropósito, cuyo mal gusto disimula una salsa de sabor muy subido. Suscribimos a la estatua; en cuanto a la quema de los libros, nos hubiera privado de algunos ratos de solaz, de muchas lecciones útiles y de asunto de meditaciones serias; si el libro que más enseña es el que hace pensar más, por lo que a nosotros toca, a ninguno debemos mayor instrucción que a los de Feijoo.

Estamos lejos, muy lejos de que se hayan rectificado todos los errores que combatió y de que no existan las malas prácticas que censuraba; al cabo de siglo y medio son de actualidad muchas de sus disertaciones y de sus cartas, que esperan quien las lleve a la práctica o los aventaje en teoría; no pocos se dan por innovadores originales que no hacen sino repetir mal lo que él dijo bien.

Feijoo dijo en España muchas cosas que fuera se sabían y se decían siglo y medio antes; aún para generalizar los conocimientos de su época tuvo que ser cauto; apareció tímido, fue incompleto por causas que quedan apuntadas; pero no deja de ser, a pesar de todo, el representante de las tendencias del siglo XVIII, de sus protestas contra la tiranía intelectual, de su deseo de recorrer todo el campo conquistado, y abarcar en conocimientos enciclopédicos toda la ciencia humana, y en fin, de la reacción del buen sentido contra la Metafísica Escolástica. Voltaire se burla de Santo Tomás, probablemente sin haberle estudiado, de cierto sin hacerle justicia; pero los degenerados discípulos del Ángel de la Escuela, que ya no escuchaban razones, hacían inevitables los abusos de la fuerza, que también la intelectual tiene los suyos. Nuestro autor usó de la suya moderadamente; aunque provocado de mil modos, algunos muy indignos, pocas veces se tuerce a la sátira y desciende a la personalidad.

Cuando decimos que Feijoo representaba la reacción del buen sentido contra la Metafísica Escolástica, para evitar una equivocada interpretación de nuestro pensamiento, creemos conveniente advertir que no tenemos por cosa idéntica buen sentido y sentido común, [201] ni por cosa posible que este último posea una filosofía instintiva, por decirlo así, con la cual corrige los extravíos de la filosofía razonada. Lo que hay es, que tras los abusos del sofisma se levanta siempre la protesta de la razón y está sintiendo su poder; y para hacerle comprender mejor, ni admite auxiliares, ni emplea aparatos, ahogando el error con el poderoso brazo inerme. En esas épocas, los maestros dejan de hablar el lenguaje de las aulas, peroran en la plaza pública, pero no se inspiran en ella; el nivel del sentido común puede estar, y está alguna vez, por encima de los sofistas, pero siempre queda por debajo del de los pensadores. No es esto, y ¡ojala no lo sea! predicación del porvenir, pero sí historia del pasado.

Llegamos al término del presente estudio; y el alma, como que prescinde de los que han de juzgarla, y se eleva a la región en que mora quien ha sido objeto de él. Talento superior, espíritu levantado, hombre bueno, si desde donde se contempla la verdad pura sin velo, miras a los que la vemos tan velada; si a las esferas tranquilas de la inmortalidad llegan las voces angustiadas de este mundo de lucha, de confusión y de muerte, acepta benévolo este juicio, hecho con el firme propósito de ser imparcial. Si te parece a la vez frío y entusiasta, cordial y severo, es porque significa el testimonio de una conciencia, sin desdén injusto ni servilismo degradante, y el homenaje más digno de tu memoria el de la justicia que tanto amabas. No he mentido elogios que rebajan al que los tributa como al que los acepta, y son un insulto al hombre digno que, desde la tumba, no puede rechazarlos; no he regateado miserablemente los que te eran debidos, ni como insolente desagradecido esclavo que se ve libre, he de herirte con los restos de la cadena que has contribuido a romper. He comunicado con tu espíritu por espacio de algunos meses; creo no desconocerte, y espero que, a pesar de las diferencias que en este mundo acaso te alejarían del mío, podrán un día morar entrambos en el seno de Dios.

fin.

Concepción Arenal.