Literatura
Al insertar el siguiente artículo de nuestro antiguo amigo el señor Menéndez de Luarca, la Revista se cree en el deber de hacer una declaración, que aleje de sí la responsabilidad que de aceptar como suyas las doctrinas que en aquel escrito se sustentan, pudiera sobrevenirle. La Revista se encuentra en la presente ocasión en completa discordancia con el juicio formado por su apreciable colaborador, y lo está también con los de la tesis doctoral que examina, por mas que no falten en ella ni la belleza de las formas ni una selecta erudición; pero cuando se trata de combatir con las armas de la ciencia, nosotros no queremos privar a nuestros lectores del interés que la lucha escita, y así admitimos con gusto en nuestras columnas ideas que por otra parte combatiremos siempre, y que ahora no refutamos por las innumerables atenciones que sobre nosotros pesan. Hacemos todas estas manifestaciones con tanta mayor franqueza, cuanto que salvedades de tal especie nunca parecerán inconvenientes a la consecuencia y recta intención que para sostener sus opiniones reconocemos en el señor Menéndez de Luarca, que sabe a su vez hacer justicia a la buena fe con que defendemos las nuestras. La Redacción.
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[ Alejandrino Menéndez de Luarca ]
Sobre un discurso académico
«La que modernamente usurpa el nombre de filosofía, inunda el espacio con un diluvio de flores: pero esas flores se vienen a tierra dejando en su lugar el vacío.» Trascribiendo estas bellísimas frases, debidas a la elegante pluma de un joven escritor, terminábamos cuatro años hace un desaliñado artículo de circunstancias en cierto periódico político, y ellas nos sirven hoy también para formular nuestro juicio, y reducir a una muy sencilla expresión el poco aprecio en que tenemos las febriles concepciones de los publicistas floromanos. Poca experiencia teníamos entonces del mundo y de los hombres, y si alguna mas aunque escasa, hemos podido adquirir en tan corto período, no ha servido para otra cosa que para convencernos de nuevo de que la instintiva indiferencia con que miramos siempre a los declamadores, reconocía por fundamento lo poco que en realidad valen sus decantados extravíos.
Pudieron sí, en verdad seducir la fe sencilla de incautos admiradores, y depositar en su seno las heces del escepticismo; lograron acaso la simulada adhesión de unos cuantos estadistas, de esos a quienes los intereses morales se presentan como supeditados a los terrestres y tangibles; y consiguieron en fin, provocar lamentables conflictos, levantando falanges de ambiciosos, sin porvenir legítimo, contra las tradiciones religiosas y políticas. Pero ¿y qué ha quedado hoy de todo esto para los hombres de verdadero juicio y abnegación? Un malestar profundo que por todas partes nos rodea, aspiraciones irrealizables, desengaños provechosos y punibles atentados contra los más sagrados intereses de la sociedad. Así es que se nos habla hoy de la portentosa misión de la diplomacia, legislada por Vatel, y la guerra estallando en todas las partes del mundo se encarga de resolver por sí las cuestiones de derecho; se nos predice la desaparición de las fronteras, y cada estado fortifica las suyas, para no verlas nunca allanadas; se nos ponderan las excelencias de la ciencia social y económica, y entre tanto gime el trabajador en el fondo de insalubres talleres, entregado a ímprobos trabajos que nunca soportó; y por último, para dicha nuestra, el catolicismo contra el que en vano ataques de toda especie se emplearon, no es ya solo la gran verdad religiosa que reconcilia a la par que fortalece, sino el ideal político, que como único remedio practicable divisamos en medio de nuestros males.
Y los que a tal desenlace aspiran, no son por cierto solo los hombres desengañados; son jóvenes de pocos años, discípulos de los maestros del gran mundo, alumnos de esas escuelas que se llaman centros de la civilización; sirva sino de prueba un ejemplo reciente que hoy vamos a examinar.
El interés que nos escita todo aquello que se refiere a la Universidad en que seguimos desde el primer día nuestros estudios académicos, nos llevaba algunas semanas hace al salón de grados de la Central, donde el señor Colmeiro presentaba entonces al respetable claustro a don Narciso Muñiz de Tejada, como aspirante a la borla de doctor en administración. Era el candidato enteramente lo contrario de lo que parecía exigir el severo razonamiento de la tesis doctoral que ofrecía a los laureados, como muestra de suficiencia. Si los pocos años que su fisonomía revelaba le alojaban de aquel sitio, la disertación en cambio probaba fuerzas bien superiores a las que de ordinario se exigen para penetrar en el santuario de la ciencia, y suponía las necesarias para tratar de la influencia del Catolicismo en el derecho político, señalando las causas que hasta aquí retardaron la realización del ideal católico, y probando como tan solo a él es dado hacer la felicidad de los pueblos, arduas cuestiones que en la tesis se comprenden y desarrollan con la mayor lucidez. Pero demos, siquiera sea en extracto, una idea del método seguido por el señor Muñiz de Tejada en la brillante y erudita exposición de sus doctrinas.
Las relaciones de la Soberanía con el individuo estriban, según aquel, en el análisis de la naturaleza humana, cuyo conocimiento, base de todo sistema político, es uno de los dogmas del Catolicismo, razón por la que en el fondo de toda cuestión política palpita siempre una cuestión religiosa. Sentado este principio, y examinadas las mismas relaciones en los pueblos de la antigüedad, resulta que en ellos, conocida la naturaleza del hombre solo a posteriori, se encomienda la solución del problema al más exagerado socialismo, ocasionando este la absorción completa del individuo. El Cristianismo produce, sin embargo, un cambio radical: la acción de la Soberanía sobre el individuo es ya tanto menos fuerte, cuanto mayor es la influencia que ejerce la religión divina, única causa de la civilización europea, como muy oportunamente sostiene él contra las pretensiones del individualismo germano, con tanto ingenio como escasez de razones proclamado por Mr. Guizot.
Así presentada la cuestión, el disertante bosqueja después con admirable maestría el desarrollo de la civilización cristiana, en que se disputan la preponderancia el Pontificado por un lado, al frente del sacerdocio, trabajando por la causa del ideal católico, y los monarcas por otro, apoyados en los jurisconsultos, educados en el estudio de la legislación pagana y estimulados por el recuerdo del cesarismo, gran ideal de las humanas pasiones, que viene ahora a entorpecer la obra del catolicismo, dando lugar a las funestas luchas del sacerdocio y el imperio, que tan bien representan en sus inmortales páginas los escritores de uno y otro campo, a los cuales acude el señor Muñiz para explicar con el mejor método y claridad el carácter y tendencias del movimiento cesarista.
Pero el triunfo obtenido por los Príncipes tiene por su naturaleza que ser harto fugaz, aun cuando en pos de sí deje inmensos obstáculos que vencer: la revolución francesa precedida de Locke, Montesquieu, Rousseau, Voltaire y la Enciclopedia, cuya propaganda realizan las victorias del gran Napoleón, hace expiar a los reyes en breve tiempo los escándalos de muchos siglos; ejemplo de que desgraciadamente no tomó un serio escarmiento la política de la Restauración, para alejar de su campo al regalismo, siempre hostil a Roma, e impedir la aparición dentro del catolicismo de una escuela democrática, con doctrinas como las que vemos en 1832 tan enérgicamente rechazadas por una famosa encíclica.
Y al llegar a este punto el joven laureado, advirtiendo la necesidad de dar al conflicto una solución conveniente, para huir del peligro a que las utopías conducen; persuadido de que no basta proclamar la existencia de una ley moral, sino que es preciso conocerla y ponerla en práctica; y comprendiendo también lo risible de una idea, en nuestros días muy común por cierto, de escribir en volanderos códigos leyes que no están previamente escritas en el corazón del hombre, deduce que solo a la religión católica es dado conseguir tan altos fines. Fuera de este camino los desastres de la impiedad y la esterilidad perpetua de las revoluciones es el tristísimo pero único horizonte que divisa el entendimiento aleccionado por la historia, que en muchas de sus páginas nos dice, que la verdadera libertad solo es posible allí donde prepondera la influencia del principio religioso.
La tesis doctoral, que tan rápidamente venimos examinando, se hace por fin cargo de ese tercer período de armonía y felicidad que los filósofos anuncian, período realizable solo con el triunfo del Catolicismo, bien a pesar acaso de los autores de aquella predicción… ¿Mas está por ventura próxima la llegada de ese magnífico porvenir que la ciencia y el estado esperan con impaciencia? ¿Sabemos tal vez, a quién está reservada la gloria de iniciar la grande idea? ¿Qué pueblo, qué nación es la llamada a dirigir a la humanidad por la descansada senda de que el orgullo logró apartarla? Oigamos al señor Muñiz de Tejada, que satisface cumplidamente nuestros deseos:
«A España, dice, si cada nación como cada siglo ha recibido una misión que cumplir, es a quien parece estar reservada la alta gloria de inaugurar esta restauración religiosa.– Alemania, cuna del elemento germánico, es también la cuna de la filosofía. Cuando el espíritu humano aspira a emanciparse de la tutela religiosa, y para asegurar sus conquistas necesita separarse del centro de unidad, la protesta resuena en su seno y la reforma se encarna en ella. Desde entonces, de ella parte el movimiento racionalista.– A la Francia, al recorrer su historia, la vemos siempre fluctuando entre el elemento germánico y el elemento latino, siempre oscilando entre el protestantismo y el catolicismo, entre la religión y la filosofía. No hay gran fijeza en sus opiniones, ni constancia en la ejecución de sus planes. Este carácter veleidoso e inconstante, que a muchos hombres célebres ha hecho desesperar de su porvenir, revela claramente que la Francia será más bien el palenque donde luchen ambos principios, que la nación que primero emprenda la realización de uno de ellos con perseverancia y con fe.– España, a su vez, ha sido siempre el santuario del catolicismo. Cuando a la muerte del grande Imperio pagano vemos a la sombra de la religión nacer y desarrollarse los nuevos Estados, ninguno describe aquella primera fase de su desarrollo histórico- cristiano con tan incomparable perfección como España. Más tarde, como si el sentimiento religioso que había dictado aquella legislación sin rival, monumento grandioso legado a la admiración de las futuras edades, no se hallara suficientemente grabado en sus almas, una lucha de ochocientos años, en la cual precedidos siempre de una cruz, reconquistan palmo a palmo sus antiguos hogares, arraiga en sus corazones un catolicismo tan profundo, tan ardiente, que no tiene semejanza en ningún pueblo. España cuenta entre sus hijos al gran Suárez y a casi todos los ilustres maestros de aquella gloriosa escuela, que en contraposición al Príncipe de Maquiavelo, presenta a los reyes el ideal grandioso de una organización católica. Cuando las pasiones de los príncipes, avivadas por el orgullo de un monje, provocan aquella lucha sangrienta que cubre de luto a Europa por más de un siglo, España sacrifica su bienestar y su reposo al triunfo de la misma religión por la cual habían derramado ya su sangre cerca de treinta generaciones. Y si en el exterior lo pospone todo al triunfo de su idea, en el interior se sustrae al incendio general que devora a todos los países de Europa. Los medios empleados para conseguirlo, sugeridos por el celo de nuestros mayores, inconcebible en el siglo de la indiferencia, medios que los filosofistas tienen poderosísimas razones para detestar y que tanto se prestan a su pathos grandilocuente, medios por nadie más agriamente criticados que por la nación cuyas crueldades contra los católicos, en tiempo de su feroz Isabel, son mas propias de la historia de Turquía que de los anales de un pueblo civilizado (Edimbourgh Review), cuyas leyes en materia de religión forman an unparalleted code of oppression (Burke), no han sido juzgados todavía con imparcialidad, ni lo serán hasta tanto que, calmadas las pasiones, desacreditado el filosofismo, al periodo de la difamación y de la mentira, suceda la época tranquila y serena del raciocinio. Es lo cierto, que mientras el resto de Europa presenciaba el espectáculo de montones de cadáveres, que unidos excederían en altura a los Alpes y que detendrían el curso del Rhin y del Pó, y cuando “un navío flotaría sobre la sangre derramada en cada Estado”, en España se disfrutaba una paz y una tranquilidad inalterable, y en ella “no hubo ninguna de esas sangrientas revoluciones, esas conspiraciones tenebrosas y esos tremendos castigos de que están llenos los anales de los demás Estados (Voltaire, Essai sur les moeurs).” Finalmente, cuando la revolución francesa se paseaba triunfante por la Europa, encarnada en un hombre extraordinario, a cuyas plantas se postraban las esclavas naciones como se postra el hombre ante el destino, España es el primer pueblo que vuelve por su religión y por sus tradiciones, el pueblo cuyo patriotismo alimentado por la fe, libra al mundo de su tirano.– Es verdad que desgraciadamente no hemos permanecido ajenos a todo movimiento anti-católico, pero no creemos que por esto deje de ser España el santuario del catolicismo, la nación predilecta del Altísimo destinada al cumplimiento de la más alta y gloriosa misión.»
El señor Muñiz formula en las elocuentes palabras que dejamos trascritas sus aspiraciones, que son las nuestras también: refleja su discurso el pensamiento de una nación cuyas tradiciones ha estudiado con elevado criterio; pero si dignas de aplauso serían en todo caso sus altas miras, al oírle proclamarlas en presencia de sus maestros, prescindiendo de la atmósfera que la rodea; y cuando tienen en fin, todo el valor de una protesta hecha en el mismo acto en que se le confieren las insignias de la suprema dignidad académica, nuestro entusiasmo crece de punto, y juzgamos hasta un deber el proponerle como modelo de respetuosa independencia.
Sí: nosotros, los que confundidos entre el número de aquellos que presencian tan interesante escena, sentimos palpitar de gozo nuestro pecho, nos decimos unos a otros: ¡dichoso aquel que salido apenas de la niñez prescinde de ciertos ejemplos, y piensa con la madurez del hombre que no ha visto cerca de sí los funestos extravíos de la inteligencia!
A. Menéndez de Luarca