Filosofía en español 
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Carlos Ruiz del Castillo

Crisis y horizonte de la Universidad

Sobre lo que es y lo que ha de hacer la Universidad, o sea, sobre su concepto y su misión se ha escrito mucho. No debemos sentir reparo en formular esta afirmación: se ha escrito demasiado. Porque hay que admitir –y este convencimiento ayudará eficazmente a esclarecer los temas– que sobre muchas cuestiones se ha escrito demasiado y que de la profusión verbal e impresa surgen los tópicos, que se enredan en los conceptos como la yedra en el tronco de los árboles. Es así como se coarta el desarrollo de una idea en lo que tiene de selección vital. Las repeticiones o, lo que es lo mismo, las ideas estilizadas en frases que ruedan como tópicos, limitan el vuelo del pensamiento original y excusan la fatiga creadora, del mismo modo que la cantidad de lo que se escribe llega a ahogar en tinta las posibilidades cualitativas.

Cuidado, sin embargo, con la originalidad como sistema. Porque esta es otra de las vulgaridades que se ha difundido más: «Hay que ser originales». Esta consigna ha evitado a muchos el trabajo de pensar y repensar lo que los demás pensaron antes que ellos, y por eso, en una época de decadencia pulularon tantos descubridores de Mediterráneos o tantos caminantes animosos que confundieron el andar con el horizonte y se creyeron viajeros incansables porque dedicaron muchos años a dar vueltas alrededor de su cuarto. Confusión del camino con la meta. En el fondo, pregonar aquello mismo de que se carece. Así es cómo muchos se llamaban liberales para no verse precisados a ejercitar la tolerancia, o socialistas para dispensarse a sí mismos el ejercicio de la caridad.

Nos interesa prescindir de esa dialéctica de lo nuevo y lo viejo, huyendo de la rutina y del prurito de originalidad. Más que temas nuevos, conviene la reflexión incesante y responsable sobre los temas eternos. Siendo exactos seremos creadores sin pretenderlo ni buscarlo. No hay que oponer lo clásico a lo actual. En todo caso, lo clásico, compatible con lo nuevo, no lo es con lo novedoso. Como con ningún otro mote.

Es lo que hay que tener presente siempre que se habla de cosas tan humanas, tan cálidas, tan entrañables como las que se articulan en estas bellas palabras: Cultura, Universidad. Si lo que no es tradición es plagio, lo que no tiene arraigo carece de verdad. Cultura, Universidad son desarrollos y no implantaciones, y menos trasplantes. No se decreta una Universidad: se siembra el germen, el cual fructifica ayudado por el ambiente y el trabajo. Todo desarrollo de cultura postula un desenvolvimiento institucional para expresarla. Y esta institución promueve y facilita el desenvolvimiento. Cultura y Universidad se enlazan en un mismo apogeo, que condensa el alma de una época y recibe el sello peculiar que ésta le imprime.

La Universidad es síntesis. Lo revela su nombre y su significado primigenio. Unidad y variedad –es decir, armonía– como el Universo mismo, cuya inteligible representación asume. Corporación (Universitates, en Roma). El nombre recibe al fin un destino intelectual: se aplica a designar la unidad del saber elaborada y trasmitida por una institución. Lo culto se asocia de este modo a un concepto gremial. Los impulsos creadores del individuo necesitan el cauce, la sedimentación y el ambiente colectivos. Se prueba así que la Cultura procede por acumulación y pertenece a la categoría de lo que dura y se fija.

Individualidades poderosas han dado, sin embargo, el impulso y el sentido. Individualidades que, a su vez, eran representativas, como portadoras de esencias sociales. Los Estudios medievales, de origen monacal o de fundación, se transforman en organismos de cultura, que condensan e irradian todo el saber. Bulas o Reales Cédulas los imprimen carácter y, por las vías del reconocimiento de su personalidad y de su utilidad, ascienden hasta las alturas del privilegio. Privilegio inherente a una función y estimulante de un desarrollo que no pierde nunca la conexión con la vida total.

La época de mayor grandeza de las Universidades es aquella en que se mezclan a las contiendas del tiempo para recabar una autoridad definidora, síntesis de ciencia y de interés social. Que esto es, en suma, el saber vital. Las contiendas teológicas de Salamanca o de París no son preocupaciones de círculos selectos, sino que se aplican a ventilar temas que apasionan profundamente a la sociedad del tiempo. La obra de los glosadores de Bolonia asume un carácter práctico al relacionarse con la aplicación del Derecho. Fijar el sentido de un texto –gramatical, teológico, jurídico– es obra de inteligencia y de autoridad e influye igualmente sobre el convencimiento y sobre la voluntad. El tránsito de lo discutido a lo indiscutible es el proceso mismo de la Cultura, que se cataloga por medio de adquisiciones. Y en la medida en que se adquiere o se posee algo, se estabiliza un contenido de riqueza o un contenido intelectual. En este proceso de fijación –eminentemente decisorio– interviene la Universidad: primero, como palenque que permite la discusión; después, como tribunal que resuelve, en posesión de todos los elementos de juicio.

Es condición del ser, vivir en el espacio y en el tiempo. Este complejo –espacio-tiempo– es el «ambiente» social. Aunque la Universidad sea también universalidad, no es un ente abstracto. Siente lo universal haciéndolo suyo, incorporándolo a su personalidad propia e intransferible. Contribuye a crearlo en la medida en que lo realiza. También la Cultura es unidad de destino en la universalidad del Saber y del Vivir. Como las especialidades, deben realizar un destino unitario en la universalidad del Conocimiento. Pero por los caminos del especialismo se ha llegado a despojar a la Cultura de su sentido humano y de su valor moral y social. En vez de tomar la realidad íntegra para ver sus distintos aspectos, se ha desgajado un aspecto considerándolo como totalidad. El conocimiento bajo forma universitaria no permite esta escisión. Y cada Universidad es, por otra parte, un nexo vital, un foco diferenciado, una total dirección humana, en dependencia de un «pueblo», de un «ambiente», de una «tradición», de un modo específico de cooperar al destino del hombre mediante el «Saber».

Este enlace con las condiciones de un pueblo y con los problemas de una época hace de la Universidad un organismo «actuante». Nos sorprende ya que la Universidad ochocentista proclamara orgullosamente su inhibición en todo problema educativo y que exhibiera como un blasón lo que constituía una lacra. Tan absurdo como un hombre que fuera todo inteligencia o como un mundo que fuera todo luz –lo cual equivaldría a la negación del hombre y del mundo– se nos aparece hoy una instrucción desprovista de valor vital y que mire sólo al hombre como ser pensante. Lo que en el mundo actual ha quebrado no es otra cosa que este sentido de la Cultura como fin en sí misma: la Ciencia por la Ciencia y el Arte por el Arte. Por su capacidad de inhibirse de fundamentales temas humanos –y divinos– se ha definido esta Cultura, aunque con una definición negativa que la condenaba a esterilidad y que concluiría en cataclismo. El apogeo de las ideas internacionalistas ha coincidido con las mayores conflagraciones universales. El pretencioso humanitarismo, con la relajación de los vínculos humanos. La Cultura de las «luces», sin patria y sin alma, con el desenfreno de la conducta.

Si se han abierto simultáneamente escuelas y presidios, no habrá que atribuir el fenómeno a que la Cultura engendra la criminalidad. Pero tampoco nos será lícito seguir afirmando que la Cultura, sin más, hace a los hombres buenos y pacíficos. Habrá que parar la atención en las «direcciones», en los «contenidos» y en las «finalidades» de la Cultura. Y si el rumbo de la Historia depende de la acción de las minorías directoras –las masas nunca se lo imprimen; lo que ocurre es que en algunas épocas las minorías están formadas por hombres-masa–, la Universidad, que las adoctrina, queda implicada en las responsabilidades que dimanan de los métodos formativos y de los resultados que producen.

Se trata de dos fenómenos simultáneos: la Cultura se hizo pura forma mental, y la Universidad se desconectó de los elementos vivos y del espíritu que impulsó su desarrollo. Dos maneras de «abstracción»: palabra que expresa mejor que ninguna otra el carácter de la Modernidad. Hombre-abstracto en Rousseau; Pueblo-abstracto en la Democracia; Cultura-deshumanizada, de la cual son secuelas la neutralidad y el laicismo.

En el orden universitario, cabría decir que este período se corresponde con el de la Universidad-edificio, en vez de la Universidad-organismo. La decadencia de los Colegios Mayores tiene relación inmediata con esa expresa vacación de las tareas educativas de la Universidad y con el sentido de una Cultura más informativa que formativa. Y, en todo caso, exclusivamente intelectual. Otra de las abstracciones modernas, y aun la predilecta: la del «intelectual», fértil e irresponsable como los sofistas.

A su modo, ese espíritu «nuevo», llegando a adquirir conciencia de sus deficiencias y no sabiendo cómo caldear esa Universidad fría, planeó instituciones como las «Residencias de Estudiantes», los «Hogares», los «Museos», los «Laboratorios»... Pero los creó al margen de la Universidad y como expresión de un espíritu emigrante, de lo que se ha considerado como la «Diáspora» universitaria. Sin darse cuenta de que la organización universitaria era formalista, porque formalista era la Cultura que en ella se forjaba y que las nuevas organizaciones, brotes de esa misma Cultura, no tenían aptitud para cambiar los rumbos.

El equívoco creado en la escuela primaria por el latente desacuerdo entre los padres y el Estado y entre el Estado y la Iglesia, se perpetuaba en la Universidad por el desacuerdo entre ésta y el sentido nacional. Universidad sin raíces en la Historia y sin proyecciones en el alma de su pueblo es estéril también como organismo de Cultura. La crisis del espíritu de un pueblo determina la crisis de todas sus manifestaciones. Y la Cultura no es inmune a esa influencia.

«Estado de Cultura» se llamó hace ya tiempo en Alemania al Estado que interviene en la vida social y no se limita a presidirla. El Estado total, síntesis de Derecho y de Cultura, integración de la vida social, a la cual conduce en la dirección unitaria que señala el destino de un pueblo en marcha, ha de dar a la Cultura un rango decisivo en la ordenación de los valores y de las fuerzas nacionales.

Esta compenetración entre Estado y Sociedad, que es el fundamento de la vida actual, es lo que abre horizontes a la Universidad, dando a su misión ideal y utilidad. Ha de ser empeño del nuevo Estado –decía el Ministro de Educación Nacional, Sr. Ibáñez Martín, en el discurso de apertura del curso 1939-40– «velar por la unidad de la Ciencia, coordinarla con las necesidades del país, hacer que redunden las actividades científicas en servicio de la Nación e impedir, a la par, que puedan en ningún caso ser instrumento perverso contra los sagrados principios de la Patria».

Carlos Ruiz del Castillo
Rector de la Universidad de Santiago