Filosofía en español 
Filosofía en español


Eloy Bullón

Lo espiritual y lo material en la obra docente

¡Cuánto se habla y se escribe en todas partes sobre la necesidad de reformas legislativas para impulsar la educación de los pueblos! ¡Cuánto se escribe también y se seguirá escribiendo sobre la conveniencia de dotar a maestros y discípulos de excelentes edificios, museos, bibliotecas y laboratorios!

Y en verdad que todo ello es no sólo conveniente, sino indispensable. Un Estado digno de tal nombre no puede en modo alguno desinteresarse del problema de la educación, y en sus tareas legislativas deberán ocupar lugar preferente las encaminadas a una buena organización de la enseñanza en sus diversos grados.

¿Ni cómo prescindir de los aspectos materiales del problema educativo? Gastos son éstos que, hechos con tino, pueden considerarse como siembras.

Pero por mucho que importen leyes y elementos materiales en la obra docente, hay que reconocer y recordar a todas horas que ella es, antes que nada, una función espiritual.

El medio verdaderamente eficaz e insustituible para que la obra educativa alcance los altos fines que le están encomendados es crear para todos los grados de la docencia una selección de profesores, que no sean un escalafón de funcionarios, sino una legión de apóstoles, llenos de competencia y de celo para el cumplimiento de su misión.

La formación del profesorado; he ahí el problema primero y fundamental. Porque la enseñanza será, en definitiva, lo que los profesores quieran y sepan hacer.

Sucede en esto lo que con todas las reformas políticas, a las que el siglo XIX fue tan aficionado. Quid leges sine moribus? ¿De qué sirven las leyes sin las costumbres?

Hay otras materias en las que la acción de la ley, apoyada si es preciso por la coacción, puede dar magníficos resultados. Pero las leyes son impotentes para infundir la sagrada llama de la vocación en quien carezca de ella. Un Estado puede organizar un culto externo; no puede infundir una fe. El Cristianismo no se propagó en el mundo a golpe de constituciones imperiales, sino a prueba de desdenes y persecuciones.

La pedagogía no es sólo cultura; es también amor. Y sin amor, sin pasión noble y ardiente por el perfeccionamiento espiritual de nuestros semejantes, y sobre todo de aquellos que por compatriotas deben sernos más caros, leyes, medios materiales e incluso la cultura del maestro, por grande que sea, resultarán insuficientes para una perfecta obra educativa.

La Historia demuestra que las grandes transformaciones pedagógicas no han sido obra burocrática, elaborada por leyes y reglamentos, sino creación espiritual de hombres magnánimos y abnegados, destituidos a veces de todo apoyo oficial y en ocasiones hasta perjudicados y obstaculizados desde abajo y desde arriba.

La misión docente no es de aquellas que pueden ser abrazadas con propósitos de lucro material. Con razón escribía Luis Vives que debía arrancarse de la enseñanza toda ocasión de comercio. Omnis quaestus occasio vellatur ab scholis. Parque aun siendo el comercio profesión ilícita, no es ni puede ser el espíritu mercantil la musa del educador.

Quien no sienta dentro de su alma entusiasmos y romanticismos, de los que inspiran sonrisa y casi lástima a los hombres utilitarios y ramplones – que son términos sinónimos–, puede estar seguro de que no ha nacido para consagrarse a la misión generosa, artística y sagrada de la educación.

Sagrada, sí; porque educar es hacer que sobre lo que hay de terreno en las criaturas humanas resplandezca y triunfe lo que tienen de divino. Y artístico también, y de arte primoroso y encumbrado; porque el educador digno de tal nombre ha de modelar el alma de sus discípulos conforme a un ideal excelso de perfección intelectual y moral. Ha de formar hombres; hombres nada más, pero nada menos que eso: hombres en toda la alta significación del vocablo.

¿Y cuándo es ello más necesario que en nuestro días, en que, a compás de los avances del utilitarismo y del mecanismo, se van deshumanizando los hombres y los pueblos, siendo la materialización de la vida la nota característica de la sociedad?

En su primera y notabilísima Encíclica, se ha visto S. S. Pío XII en el doloroso trance de escribir palabras como éstas: «¿Qué época sufrió el tormento del vacío espiritual, de profunda indigencia interior, más que la nuestra, a pesar de toda clase de progresos en el orden técnico y puramente civil?»

Llenar este vacío de las almas es un deber que de modo especial incumbe a los educadores de nuestro tiempo.

¿Qué disciplina no presentará ocasiones numerosas para que un buen profesor, sin mermar en un ápice su enseñanza estrictamente científica o literaria, antes, por el contrario, completándola y perfeccionándola, pueda elevar el alma de sus discípulos a altas consideraciones filosóficas y morales, que son el mejor realce y coronamiento de todo trabajo intelectual? «Cuando se quiere hallar a Dios –decía Cuvier–, basta disecar una pluma».

¿No es un gran dolor y un enorme contrasentido que profesores que se tienen por sabios hayan convertido sus cátedras o sus libros en medios de propaganda impía o por lo menos, de indiferentismo religioso o de pesimismo desolador?

Nada conduce tanto al conocimiento de Dios como la escala de luz de las ciencias. Muy ciego ha de ser quien no vea reflejarse a cada paso los resplandores de lo Alto en cada nueva verdad que se descubre, en dada nueva conquista del espíritu sobre el mundo material.

«Gracias os doy, oh Creador y Señor del mundo –escribía Kleper–, por la alegría que ha sentido siempre mi alma al contemplar enajenada en éxtasis tus grandiosas obras. Así he podido proclamar ante los hombres tu sabiduría y tu poder.»

Y, en último término, ¿qué sabe quien no sabe encontrar a Dios, en la Historia como Providencia, en la Ciencia como primera verdad, en el Derecho como Supremo Legislador y en el Arte como fuente y ejemplar de todas las hermosuras?

El siglo XX podría dar por bien empleadas todas las terribles conmociones que le han agitado en estos cuatro primeros decenios, si ellas le llevan a una intensa reconstrucción espiritual, sin la cual no tendrán curación posible los males de nuestro tiempo.

A fuerza de mirar la tierra para explotarla y dominarla con evidentes medros para el bienestar material, ha olvidado nuestra época con demasiada frecuencia que no de solo pan vive el hombre y que, si importa y es plausible utilizar las fuerzas naturales en nuestro provecho, importa mucho más y es perfectamente compatible con lo anterior la contemplación y meditación profunda de las grandes verdades que nos instruyen acerca de los fundamentales problemas de nuestro origen y nuestro destino.

¡Oh, si los profesores de todos los grados y de todas las especialidades reflexionasen frecuentemente sobre lo mucho que pueden y deben hacer para la reconstrucción intelectual y moral de la sociedad contemporánea!

De ellos depende en buena parte el porvenir. Ni cabe descansar pasivamente en la despreocupada confianza de que los Gobiernos velan suficientemente por el mantenimiento del orden, pudiendo bajo su protección segura vacar cada cual a sus solaces científicos o literarios. El orden que fundamentalmente hay que restablecer y mantener en el mundo es el de las ideas. Por andar éstas trastornadas en importantísimas cuestiones, anda el mundo conmovido y alterado desde hace muchos lustros.

¿Y quiénes más obligados a esa ardua empresa de ordenación ideológica y de razonada defensa de los auténticos valores intelectuales que los que por profesión, libremente elegida, tienen la misión habitual de estudiar, instruir y educar?

No están los tiempos para que los hombres de ciencia se encierren cómodamente en sus torres de marfil. Les espera y les llama la candente arena en que hay que combatir al error en todas sus manifestaciones.

¡Y qué errores tan radicales los de nuestra época! El Protestantismo, que vino en mala hora a sembrar la discordia en la Cristiandad, torciendo el rumbo de la civilización europea, admitía al menos la Revelación sobrenatural y hasta alardeaba de profunda veneración a los libros santos. Hoy se niega la existencia y hasta la posibilidad de la Revelación, se erige en dogma, sin poder demostrarla, una concepción materialista de la vida y sobre ella se levantan sus construcciones antisociales y antihumanas marxistas y comunistas.

Por fortuna, la mano omnipotente del Señor no se ha abreviado. Él hizo sanables a los pueblos. A unas generaciones suceden otras en renovación incesante; y, aleccionadas las que llegan por el escarmiento de las catástrofes precedentes, pueden y deben evitar la caída en las mismas equivocaciones.

Cuantos nos honramos con la noble profesión de la enseñanza en sus distintos grados, ¡salgamos al encuentro de la niñez y de la juventud, que irrumpen en la vida, briosas y esperanzadas, y trabajemos con la ayuda de Dios para mostrarles el camino, no tanto de los éxitos materiales como del perfeccionamiento intelectual y moral, que es la base del bienestar público y de la felicidad privada!

Y pensemos un día y otro que, más que de la acción de los Poderes públicos y de la sabiduría de las leyes, dependen de nuestro esfuerzo y entusiasmo la calidad y trascendencia de la obra educativa.

Eloy Bullón