Crónicas
Hacia una nueva ciencia española
En el esfuerzo creador del Ministerio de Educación Nacional descuella, por su ingente volumen y su transcendencia, la organización sistematizada de la alta cultura e investigación, con la noble ambición de renovar nuestra gloriosa tradición científica y de exigir de los intelectuales una aportación valiosa y decisiva al resurgir patrio. Restaurada la clásica y cristiana unidad de todas las ciencias, destruida en el siglo XVIII; proclamado el valor de nuestro saber como aglutinante para la unidad política y como norma de servicio al interés público que personaliza el Estado, urgía crear el órgano adecuado que fomentase, orientase y coordinase la investigación científica nacional.
El 24 de noviembre del Año de la Victoria, nuestro Caudillo Franco, propulsor máximo de la cultura patria, promulga la ley de creación del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, que, sin mediatizar los Centros e Instituciones que se desarrollan con vida propia, fomentando y aunando iniciativas particulares, ha de permitir volvamos a anunciar al mundo ideales ecuménicos y devolvernos –como anhelaba Menéndez y Pelayo– claro y nítido el honor de España.
Meses más tarde –el 10 de febrero de 1940–, el Reglamento desenvuelve la ardua tarea encomendada al Consejo. Surgen los Patronatos y Juntas, que se desgranan en los múltiples Institutos, a los que se les atribuye una misión concreta y determinada. No se ha preterido ninguna rama del árbol frondoso de nuestra Ciencia, y en los seis Patronatos y sus diecinueve Institutos se unifican lo físico, lo biológico y lo espiritual, en que cristaliza la obra del Supremo Creador del mundo.
Con la designación de las personas que habían de ocupar los cargos del Consejo, pudo ya iniciar sus tareas el órgano impulsor de nuestra Ciencia.
Urgente tarea
Constituido el Consejo Superior de Investigaciones Científicas, hubo de afrontar apresuradamente el problema inaplazable de instalar sus distintos organismos. La guerra había herido gravemente los Centros de cultura. La horda dejó en ellos las huellas de la barbarie, y en un afán de saqueo y destrucción, había triturado mobiliario, bibliotecas y enseres. Hubo, pues, que comenzar de nuevo. Restaurar los deterioros y levantar los edificios, donde se albergasen los distintos Patronatos e Institutos. En la sede central del Consejo, Medinaceli, 4, se construye un nuevo piso de ochenta habitaciones y despachos, donde quedarán instalados Bibliotecas, salas de estudios y oficinas de algunos Patronatos.
Se han terminado las obras de reparación del Instituto Nacional de Física y Química. El antiguo Auditorium está siendo reformado y ampliado para dar en él cabida a los Patronatos «Juan de la Cierva» y «Alonso de Herrera» y al Instituto de Economía.
En los altos del Hipódromo se levanta un nuevo edificio, cuya planta mide 14.000 pies cuadrados. En él se instalará el Instituto de Filosofía.
Gigantesco esfuerzo
En el año escaso de vida, los Patronatos e Institutos ofrecen a la cultura patria los primeros frutos, promesa espléndida de una floración exuberante. Venciendo ingentes dificultades, han visto la luz pública numerosas revistas y publicaciones, de esmerada factura y hondo contenido. Todas ellas se honran insertando en la primera página la efigie de nuestro Caudillo, como devoto homenaje de fe y gratitud a quien hizo posible, por la destreza de su espada invicta, el resurgir de nuestra cultura.
Poseemos ya una Revista Española de Teología, que aportará su esfuerzo valioso en el resurgimiento de los estudios eclesiásticos, para que otra vez los teólogos españoles sean, como antaño, los maestros del mundo.
El Instituto que tiene por Patrono al Pintor de la Verdad, ha lanzado dos fascículos: Archivo de Arqueología y Archivo Español de Arte, con los que reanuda su publicación, iniciada en 1925 y truncada por la pasada contienda.
La Revista de Indias contribuye a la obra magna de la Hispanidad, y con un concepto ambicioso abarcará todos los aspectos de la expansión de España en las tierras descubiertas o colonizadas por nuestra estirpe.
«Eos», la revista española de Entomología, del Instituto «José de Acosta», surge de nuevo con la pujanza que impulsa toda la obra del Consejo, y «Al-Andalus», la veterana publicación de las Escuelas de Estudios Árabes de Madrid y Granada, se cobija en un resurgir espléndido bajo la frondosidad del árbol luliano, emblema del Consejo.
Han visto asimismo la luz la Revista de Filología Española, que resucita espléndida con artículos llenos de novedad, y han aparecido por último otras dos revistas de excelente presentación y substancioso contenido: la de Geografía, editada por el Instituto «Elcano», y la de Historia, que publica el Instituto «Jerónimo de Zurita».
Vencidas las insuperables dificultades, se encuentran ya además en prensa otras muchas revistas de otros tantos Patronatos e Institutos, entre ellas la de Filología clásica, «Emérita».
Esta alta labor de investigación científica ha cristalizado también en varias provincias. El Laboratorio de Bioquímica y Química aplicada de la Facultad de Ciencias de la Universidad de Zaragoza, subordinado al Instituto «Alonso Barba», ha publicado una interesante revista.
Las novedades bibliográficas de nuestro país se dan a conocer, junto con otros trabajos interesantes, en el tomo I de la Revista de Bibliografía Nacional, que ha lanzado el nobilísimo y ambicioso programa de construir con perspectiva completa la historia de la bibliografía nacional.
Primera sesión plenaria
No quiso el Ministro de Educación convocar el pleno del Consejo Superior de Investigaciones Científicas hasta que pudiese exhibir, con las limitaciones de sus primeros pasos, el balance de un año de labor. Así, fijó para los últimos días del pasado octubre la primera sesión plenaria.
Proclamada la ciencia como una aspiración hacia Dios, a Él ofrendaron los intelectuales de la nueva España el homenaje de su devoción y de su fe. La ciencia española postróse de hinojos ante la Suprema Verdad en la maravilla arquitectónica de San Francisco el Grande, exornado con tapices, luces y plantas, en la mañana del 28 de octubre de 1940. Comulgaron nuestros sabios y rezaron nuestros investigadores, porque vana es la ciencia que no aspira a Dios.
Con palabras sobrias y lenguaje medido, exhortó el Ministro de Educación a los consejeros en la sesión de apertura del pleno, a laborar por la ciencia española, hacia la que se encaminan las tareas de los distintos Patronatos, expuestas en este su primer año de vida en las sesiones secundarias.
La sesión de Clausura celebróse en la tarde del día 30. Fue sede del magno concilio de la cultura patria la gran sala de la Real Academia Española, que realzaba su magnificencia con tapices, brocados y plantas. Militantes del S. E. U. y de la Falange daban guardia de honor dentro del edificio. Presidió nuestro Caudillo el Generalísimo Franco, quien tenía a su lado al Ministro de Educación Nacional y a los miembros del Consejo Ejecutivo y de la Comisión Permanente.
El Gobierno de España, representado por los Ministros del Aire, Marina y Justicia, y Vicesecretario del Partido, asocióse al acto, al que asistieron también –en vistosa policromía de uniformes y de togas– subsecretarios, directores generales, Cuerpo diplomático, académicos, catedráticos, autoridades y personalidades. Nunca hasta ahora pudo la Prensa narrar una sesión tan brillante de nuestra cultura.
Don Antonio de Gregorio Rocasolano, Vicepresidente 2º del Consejo, leyó su discurso sobre la historia de la aportación científica de España a la cultura universal. Trabajo erudito y completo que define la personalidad del Sr. Rocasolano como sólido investigador.
Hacia una nueva ciencia española
Con este lema pronunció el Ministro de Educación Nacional su discurso, pletórico de contenido y exquisito lenguaje.
Proclamó nuestra fe en la ciencia española, negada «en criminal y porfiada polémica contra la voz, clamante en el desierto, de Don Marcelino Menéndez Pelayo. Aquella polémica termina hoy y aunque la superbia vitae de sus promotores haya costado muchas lágrimas y mucha sangre, la nueva España que sobrevive a tantas afrentas y angustias, es a la postre símbolo de la victoria plena de Don Marcelino sobre los pigmeos que lograron tan sólo arañar la corteza centenaria de la nación. El heterodoxismo inútil no pudo torcer la índole unitaria de la raza y aún tiene raíces y savia el árbol luliano de nuestra ciencia para retoñar las fecundas yemas y brotes de la fuerza imperial que nos hizo influir con cristiano destino en el pensamiento del universo».
Explanó después el Ministro el primer punto de su discurso: «Valor universal de nuestra ciencia», de una ciencia para la verdad, que nos conduzca a Dios, una ciencia para la verdad y para el bien.
Porque «el árbol imperial de la ciencia española creció lozano en el jardín de la catolicidad y no se desdeñó de aposentar en su tronco como esencial fibra y nervio, la ciencia sagrada y divina, de cuyo jugo se nutrió al unísono todo el espeso ramaje. La genialidad teológica española, que floreció para servir a la catolicidad de la fe, ha de ocupar también en este supremo instante la primera jerarquía del renacimiento científico. Nuestra ciencia actual –en conexión con la que en los pasados siglos nos definió como nación y como Imperio–, quiere ser ante todo católica. Por ello proclama que no estará jamás en pugna con la fe, que, precisamente por ser ciencia total y plena, cumplirá el destino agustiniano de vivir en las cercanías de la Divinidad. Vana es la ciencia que no aspira a Dios. «La fuente de la Sabiduría es el Verbo en las alturas y su entrada son los mandamientos eternos», y sin el Santo Espíritu, que desde lo alto es enviado, no puede la ciencia parangonarse a las piedras preciosas, como quería el Sabio, ni parecer el oro en su comparación una arena menuda o la plata ser tenida como barro delante de ella».
Esta ciencia, que se impuso como unidad filosófica, se esparció por todos los continentes, porque «no se escondió debajo del celemín la candela de nuestro pensamiento, sino que se expandió triunfal por todos los confines del globo e hizo posible que España fuera una unidad de destino en lo universal».
Pero la ciencia tiene un indudable valor nacional. Ha de ser eje de la unidad política y forjadora del espíritu de la Patria.
«Yo os afirmo, intelectuales españoles –los que habéis salido purificados del crisol de la revolución roja y de la guerra cruenta–, que tenéis en vuestras manos la coyuntura única y solemne de forjar por la ciencia el espíritu nacional. Que España os entrega la mejor de sus juventudes –la que supo morir y ahora quiere aprender a vivir con una nueva moral y una nueva vida–, para despertar en sus almas las sólidas virtudes que requiere la creación de una ciencia auténticamente española que afiance la grandeza de la nación. La hora es vuestra y vuestra la responsabilidad, porque Dios y la Patria os exigirán cuenta de los cinco talentos que os dieron y la historia juzgará si a lo menos cumplisteis el mínimo papel de servir de elementos de transición y de paso a un nuevo orden social y político permanente, estable y levantado para siempre, como acantilado inaccesible al oleaje de la subversión y de la anarquía.»
Mas esta ciencia ha de ser también servicio al interés público que personaliza el Estado, quien debe encauzar y orientar los esfuerzos de la investigación. Conseguiremos así «una ciencia que, restaurando y fortificando, en primer término, nuestra propia sustancia nacional, nos permita volver a anunciar a la Historia ideales ecuménicos y pensar en aventuras imperiales por la lumbre de la cultura».
Describió después el Ministro el órgano que ha venido a imponer en el orden de la cultura las ideas esenciales de nuestro Glorioso Movimiento, el Consejo Superior de Investigaciones Científicas, cuya organización y estructura en Patronatos e Institutos analizó minuciosamente. Todos ellos constituyen «el nuevo ejército de la ciencia española, apercibido ya para la gran batalla de la cultura, ávido de cumplir el programa de la restauración y renacimiento científico nacional, enrolado en la disciplina del Estado y animado de un espíritu unitario de servicio a la Patria. «Lo forman –dijo– hombres de todas las edades, profesiones y jerarquías. Lo integran representantes de todas las ciencias y ramas del saber, que se agrupan en torno a vuestra egregia figura de Caudillo de España, con juramento de luchar denodadamente por su prosperidad, por su grandeza y por su libertad. Todos han acudido con ardimiento a vuestra orden de leva y de recluta y ya os ofrecen las primicias de su esfuerzo, en prenda de mayores hazañas y como esperanza del más precioso botín. Porque ellos quieren ser vuestros más tenaces y activos colaboradores en la grande y soñada empresa de restaurar nuestro Imperio, el Imperio de España que está en la fuerza universal de la ciencia. Para alcanzarlo han aceptado el patronato celestial del que lanzó el primer grito de guerra de la cultura española y supo vestirse la armadura de soldado de la ciencia en la hora lejana del medievo, cuando por el empuje del pensamiento llegó para nuestra Patria el primer momento imperial».
El brillantísimo acto tuvo digno remate en la ofrenda que de sus publicaciones y trabajos hicieron los investigadores al Caudillo. Toda la España científica levantó su brazo en alto, cantó el himno de la Patria y prometió consagrarse a su resurgimiento y esplendor. Así terminó la magnífica jornada, que por su solemnidad y grandeza no ha tenido par en ninguno de los actos culturales de la nueva España.